Recordé, a propósito de alguna cháchara igualitaria, el relato del escritor polaco Sławomir Mrożek (Borzecin, 1930), titulado El nuevo ajedrez.
Es ficción. El nuevo ajedrez de Mrożek es tan irreal como la oronda nariz de Gógol o el elefante volador de Chesterton.
Pero cuidado: los cuentos de hadas suelen ser más reales que el realismo. Ciertos relatos son de la misma textura que las nubecillas delgadas y juspias que entornan el cielo azul- negro de las tardes de otoño.
Va mi traducción-adaptación del relato de Mrożek:
Durante un torneo de ajedrez, un jugador joven y fuerte, al ser derrotado, perdió el dominio de sí mismo y le propinó una brutal madriza a su oponente. El público aplaudió y celebró histéricamente la salvajada.
También sociólogos, psicólogos, estetas y filósofos tomaron partido por el vehemente joven y admiraron su espontaneidad.
Coincidieron en que la golpiza era buena para la salud psíquica y previene la neurosis (no quedó claro para quién).
Los analistas políticos criticaron el represivo sistema de torneos de ajedrez, el cual “favorece a unos y causa traumas insuperables a otros”.
Los profesores de las universidades públicas protestaron contra la norma de eliminación a través de la competencia, por antidemocrática y conducir a la formación de élites.
Los colectivos de artistas subrayaron el valor estético de la conducta del joven como un puro acto de arte situacional.
Los devotos de San Jaques Lacan y unos filósofos llamados postmodernos exaltaron los logros de la física moderna, que había descubierto la imprevisibilidad de la materia elemental.
Los estructuralistas recordaron que la imagen del mundo como sistema rígido de leyes y normas, de causas y efectos, era una antigualla y exigieron reformas radicales en los torneos de ajedrez, puesto que este juego era el último residuo de aquella obsoleta filosofía. (Los estructuralistas era un colectivo de albañiles laputienses que empezaban la construcción de las casas con el colado de los techos y sólo al final hundían los cimientos, método al que llamaban eje paradigmático).
Fue entonces cuando surgió el ajedrez de vanguardia. Los pedagogos lo llamaron educación por competencias.
En lugar de afanarse frente al tablero, los jugadores, primero, se llenaban de insultos, y después intentaban sacar las figuras del contrario a patadas, asaltos insidiosos e, incluso, con certeros escupitajos, aunque este método sólo llegaron a dominarlo los mejores.
La estrategia más eficaz consistía en reducir al contrario e inmovilizarlo cortándole las extremidades. Y ya sin ningún impedimento, eliminar todas las figuras del tablero, entre las manifestaciones de entusiasmo del público.
El nuevo ajedrez se convirtió en un espectáculo popularísimo.
El campeón de todos los torneos fue llamado “Maestro”, e incluso varias universidades públicas le otorgaron doctorados honoríficos.
Los intelectuales lo citaban y los colectivos de artes escénicas lo recitaban. El Maestro se hizo rico y famoso. Algunos decían que era poeta.
Abro un paréntesis para decir que el nuevo ajedrez surgió en una época de furor vanguardista. La época ya cumplió cien años. Su incubación es vieja, pero el futurismo la desparramó a principios del siglo XX. Ocurrió cuando los escritores –luego los militares y después todos– hicieron estallar la casa del lenguaje hasta reducirla a escombros.
Todavía a mediados del siglo pasado la fiebre producía situaciones chistosísimas. Por ejemplo, en Buenos Aires, el escritor polaco Witold Gombrowicz subió al escenario en medio de un concierto sinfónico y se puso a teclear al piano, sin haberlo tocado nunca. Manoteó, sus dedos cayeron sobre el teclado como plastas de cemento. El público aplaudió rabiosamente. Durante un tiempo la gente creyó que Gombrowicz era pianista. En el café Rex de la calle Corrientes sus amigos y admiradores celebraron la ocurrencia de este escritor genial. Cierro el paréntesis.
El público se aburrió pronto, a pesar de que el gobierno subsidió el nuevo ajedrez para salvarlo de la ruina. Decidieron que los torneos se celebraran en arenas de lodo. Nada: el público necesitaba algo completamente nuevo.
Los organizadores, aprovechando la experiencia de la industria circense de la Roma antigua, concibieron la idea de ofrecer una partida entre el Maestro y un oso. Los boletos se agotaron en menos de una hora.
El Maestro empezó la competencia gritando al oso “Bestia apestosa”.
Sin embargo, el oso se sentó tranquilamente ante el tablero y, después de un rato de reflexión, movió un peón de la casilla C3 a la B3.
La sala se estremeció. El Maestro, queriendo espabilar al indolente oso, le mentó la madre y lo acusó de neoliberal. El oso miró a su alrededor, se levantó y dijo: “Disculpen, pero no puedo concentrarme en estas condiciones”. Y se fue. Se perdió en la densa niebla de la soledad.
Se organizó una batida policial contra el oso. Incluso se echó mano del ejército, la marina y la fuerza aérea. Y de una estrategia, claro.
Los organizadores contabilizaron pérdidas y emprendieron diligencias judiciales contra el oso, pidiendo una indemnización de quinientos millones de dólares. El gobierno la pagó y la sumó a la deuda pública. Las organizaciones no gubernamentales obtuvieron jugosos subsidios para defender a la sociedad civil de la inequidad que causan los osos.
El oso fue capturado entre las boscosas montañas, pero no fue juzgado. Pesaron más las voces que afirmaban que no era su culpa, pues no era sino un animal. El oso fue internado en un manicomio.
Nadie quiso ver que el oso había experimentado una alrevesada metamorfosis kafkiana: se había transformando en un ser humano. Afortunadamente para la igualdad, el peligro fue conjurado.
Es ficción. El nuevo ajedrez de Mrożek es tan irreal como la oronda nariz de Gógol o el elefante volador de Chesterton.
Pero cuidado: los cuentos de hadas suelen ser más reales que el realismo. Ciertos relatos son de la misma textura que las nubecillas delgadas y juspias que entornan el cielo azul- negro de las tardes de otoño.
Va mi traducción-adaptación del relato de Mrożek:
Durante un torneo de ajedrez, un jugador joven y fuerte, al ser derrotado, perdió el dominio de sí mismo y le propinó una brutal madriza a su oponente. El público aplaudió y celebró histéricamente la salvajada.
También sociólogos, psicólogos, estetas y filósofos tomaron partido por el vehemente joven y admiraron su espontaneidad.
Coincidieron en que la golpiza era buena para la salud psíquica y previene la neurosis (no quedó claro para quién).
Los analistas políticos criticaron el represivo sistema de torneos de ajedrez, el cual “favorece a unos y causa traumas insuperables a otros”.
Los profesores de las universidades públicas protestaron contra la norma de eliminación a través de la competencia, por antidemocrática y conducir a la formación de élites.
Los colectivos de artistas subrayaron el valor estético de la conducta del joven como un puro acto de arte situacional.
Los devotos de San Jaques Lacan y unos filósofos llamados postmodernos exaltaron los logros de la física moderna, que había descubierto la imprevisibilidad de la materia elemental.
Los estructuralistas recordaron que la imagen del mundo como sistema rígido de leyes y normas, de causas y efectos, era una antigualla y exigieron reformas radicales en los torneos de ajedrez, puesto que este juego era el último residuo de aquella obsoleta filosofía. (Los estructuralistas era un colectivo de albañiles laputienses que empezaban la construcción de las casas con el colado de los techos y sólo al final hundían los cimientos, método al que llamaban eje paradigmático).
Fue entonces cuando surgió el ajedrez de vanguardia. Los pedagogos lo llamaron educación por competencias.
En lugar de afanarse frente al tablero, los jugadores, primero, se llenaban de insultos, y después intentaban sacar las figuras del contrario a patadas, asaltos insidiosos e, incluso, con certeros escupitajos, aunque este método sólo llegaron a dominarlo los mejores.
La estrategia más eficaz consistía en reducir al contrario e inmovilizarlo cortándole las extremidades. Y ya sin ningún impedimento, eliminar todas las figuras del tablero, entre las manifestaciones de entusiasmo del público.
El nuevo ajedrez se convirtió en un espectáculo popularísimo.
El campeón de todos los torneos fue llamado “Maestro”, e incluso varias universidades públicas le otorgaron doctorados honoríficos.
Los intelectuales lo citaban y los colectivos de artes escénicas lo recitaban. El Maestro se hizo rico y famoso. Algunos decían que era poeta.
Abro un paréntesis para decir que el nuevo ajedrez surgió en una época de furor vanguardista. La época ya cumplió cien años. Su incubación es vieja, pero el futurismo la desparramó a principios del siglo XX. Ocurrió cuando los escritores –luego los militares y después todos– hicieron estallar la casa del lenguaje hasta reducirla a escombros.
Todavía a mediados del siglo pasado la fiebre producía situaciones chistosísimas. Por ejemplo, en Buenos Aires, el escritor polaco Witold Gombrowicz subió al escenario en medio de un concierto sinfónico y se puso a teclear al piano, sin haberlo tocado nunca. Manoteó, sus dedos cayeron sobre el teclado como plastas de cemento. El público aplaudió rabiosamente. Durante un tiempo la gente creyó que Gombrowicz era pianista. En el café Rex de la calle Corrientes sus amigos y admiradores celebraron la ocurrencia de este escritor genial. Cierro el paréntesis.
El público se aburrió pronto, a pesar de que el gobierno subsidió el nuevo ajedrez para salvarlo de la ruina. Decidieron que los torneos se celebraran en arenas de lodo. Nada: el público necesitaba algo completamente nuevo.
Los organizadores, aprovechando la experiencia de la industria circense de la Roma antigua, concibieron la idea de ofrecer una partida entre el Maestro y un oso. Los boletos se agotaron en menos de una hora.
El Maestro empezó la competencia gritando al oso “Bestia apestosa”.
Sin embargo, el oso se sentó tranquilamente ante el tablero y, después de un rato de reflexión, movió un peón de la casilla C3 a la B3.
La sala se estremeció. El Maestro, queriendo espabilar al indolente oso, le mentó la madre y lo acusó de neoliberal. El oso miró a su alrededor, se levantó y dijo: “Disculpen, pero no puedo concentrarme en estas condiciones”. Y se fue. Se perdió en la densa niebla de la soledad.
Se organizó una batida policial contra el oso. Incluso se echó mano del ejército, la marina y la fuerza aérea. Y de una estrategia, claro.
Los organizadores contabilizaron pérdidas y emprendieron diligencias judiciales contra el oso, pidiendo una indemnización de quinientos millones de dólares. El gobierno la pagó y la sumó a la deuda pública. Las organizaciones no gubernamentales obtuvieron jugosos subsidios para defender a la sociedad civil de la inequidad que causan los osos.
El oso fue capturado entre las boscosas montañas, pero no fue juzgado. Pesaron más las voces que afirmaban que no era su culpa, pues no era sino un animal. El oso fue internado en un manicomio.
Nadie quiso ver que el oso había experimentado una alrevesada metamorfosis kafkiana: se había transformando en un ser humano. Afortunadamente para la igualdad, el peligro fue conjurado.
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