martes, 12 de julio de 2011

La Quebrada de las Mentiras

Cuando anocheció, la luz eléctrica reflejó por fin sus rasgos
Andrzej Stasiuk
1
Caminar a la medianoche es una costumbre extraña de algunos. Como un personaje de Imre Kertész, uno cree que camina para pensar, quizá porque los problemas y preocupaciones nos acucian a pensar; sin embargo, uno no piensa en lo que debe pensar; al que camina a la medianoche no se le pueden ver los pensamientos; aparenta que va pensando. La realidad es otra: se camina a la medianoche para dejar de pensar; pero entonces la hora de pensar es la hora en que no se piensa.
El recorrido es regularmente el mismo. Los pies se independizan y se dirigen a Ezequiel Montes, hasta la plazuela Mariano de las Casas; se respira una nostalgia oxidada al contemplar el templo de Santa Rosa de Viterbo. Es viernes: hay más ruido y más gente; el contraste de la ciudad es asombroso: bullicio en una plaza y total silencio en la calle siguiente. A las épocas las separan unos pasos. La callecita Fagoaga es una estación obligada; sus fantasmas duermen plácidamente y el silencio es una pequeña hondonada de tiempo. De Pino Suárez a la plaza Constitución se pueden ver claramente dos religiones: la de los cantos gregorianos del templo de Santo Domingo y la de la vanidad santurrona de San Agustín. En la Plaza Constitución la alegría inunda los portales: gente, música, meseros comedidos; es otro tiempo. Hay un restaurante de platillos de Nueva Orleans; la comida no es mala pero nada tiene que ver con la de Nueva Orleans. La misericordia urbana redimió a Venustiano Carranza y, petrificado, fue llevado a no sé dónde; las pilastras de cantera de los estados constituyentes, tan feas como una tal carta de derechos y deberes económicos de los estados que el servilismo construyó en honor a Luis Echeverría, fueron expulsadas de la ancestral fealdad de la plaza.
El callejón Libertad es un hervidero de jóvenes y antros. Los tiempos se confunden en un espacio de no más de veinte metros: música tropical que huye por el hocico de una puerta, boleros endulzados con plastas de miel, canciones de moda que sólo canta la juventud, letras desentonadas “contra ellos” que contornean los pechos y los despechos de señoras sudorosas, rolas en inglés que tamborean los nervios más agudos y tensos. El callejón Libertad parece la Quebrada de las Mentiras de la novela de Kertész.
2
El callejón Libertad vive varios tiempos en un mismo espacio. Antes, durante mi niñez, el callejón empedraba los sueños y durante el día era un tenderete de fierros viejos; era una veredilla que serpenteaba el camino a La Cruz. El callejón era vivo porque grandes y chicos estaban vivos (o fingían que lo estaban), pero era feo: chirridos de hojalata, sombras prestadas a las altas y gruesas paredes, macetas de geranios podridos porque nadie los plantaba, pregones tristes y gimientes, portones insolentes, muertos convertidos en piedras porque nadie los lloraba. Años más tarde, la ignorancia gramatical lo bautizó como “Andador” Libertad. En las noches, durante muchos años, el descenso por el callejón era quizá la más intemporal de las caminatas; no es que el tiempo se detuviera; lo que pasaba era que las tonalidades de la noche te hacían creer que pensabas, cuando en realidad el pensamiento era una apariencia. En el mejor de los casos, eran hilachas de pensamiento. El callejón Libertad era “Una abstracción árida y espectral” (Kertész).
El óxido del callejón Libertad ahora se ha lubricado con grasa fétida y pringosa; en las baldosas se mezclan aromas y desperdicios de lechugas masticadas, cerveza herrumbrosa y babichas de cigarros despanzurrados, portones acordonados como alambradas por donde se ingresa a los antros, coagulación de julandrones y pajilleras. “La noche cose un saco de oscuridad”, entona un canto reproducido por la escritora Herta Müller. Enfundado en ese traje, los pasos miran la esquina de Vergara. Un grupo de jóvenes (clase media y media alta) hacen un círculo donde hay una pelea; me acerco y veo que dos niños de siete u ocho años están trenzados en un agarrón de trancazos, cabezazos, arañazos, golpes cortos, fuercitas que retuercen el cuello, pies que se intercalan furiosos. Los jóvenes espectadores gritan, animan, ladran, aúllan. Entro en el redondel e intento separarlos. Un joven veinteañero que parece ser el líder del grupo me increpa: “Déjalos, no te metas”. Mi incorporo y lo encaro: “No jodan, son unos niños”. El joven me reta “Vamos a darnos un “tirito” tú y yo”. Le propongo: “Primero vamos a separar a los niños y luego nos damos el tirito”. En ese momento llega un joven de unos treinta o treinta cinco y también intenta separar a los niños que, trenzados en el suelo grasiento, se revuelcan: sangran la cabeza, la nariz, la boca. El que parece ser el líder del grupo se quita la camisa y lo reta: “Ora vamos tú y yo”. Su rostro cenizo enrojece y su cuerpo rugoso se arquea; sus puños se aceran; en su cinturón una navaja palpita en un estuche, y entonces jalo del brazo al joven de treinta o treinta y cinco y lo aparto unos metros. “Cálmate, son muchos, vamos a buscar ayuda. ¿Traes celular?”. Lo trae, naturalmente, y además guarda los teléfonos de la Guardia Municipal, de Protección Civil, de Seguridad Pública, de los Bomberos, de la Cruz Roja. Los tres o cuatro números que marca suenan ocupados. Nuevos intentos: nada. “¿Le entramos”?, le pregunto. Ahora es él el que dice que son muchos. “Andan bien pasados”, agrega. Nos encaminamos hacia el grupo. Casi al llegar, el júbilo anuncia el fin de la pelea. Unos ganan y otros pierden. Era sólo un “juego”: un juego de apuestas, como en las peleas de perros. Alguien comenta que el niño ganador recibe “crack” como premio. El grupo se dispersa. El que parece el líder del grupo no lo es. En realidad es (Cómo decirlo?). Digámoslo con decencia: es un joven empresario del espectáculo. Otra vez Herta Müller:
Niño pequeño sin los mayores,
Sobre el asfalto hay un zapato descalzo.
3
No son casos aislados. Vi algo similar hace más de veinte años en la calle Libertad de Chihuahua, a unos pasos de lo que fue el Banco Minero, a veinte metros de una placa que informa: “En esta casa nació en mil ochocientos y tantos el escritor Martín Luis Guzmán”. Escribe Claudio Magris que toda interpretación simplificadora y ampulosa se convierte en un instrumento ideológico de poder de una clase política. En un artículo publicado en Corriere della Sera reflexiona sobre el supuesto dilema de educar en valores o en nociones. Es obvio que el dilema es falso. El problema se presenta cuando la educación en valores desplaza la transmisión de conocimiento, de nociones laicas que ellas mismas son valores, más útiles (para la vida, para el trabajo y para la convivencia) que los pregones éticos de las escuelas. Lo laico no es, escribe Magris, lo contrario a lo católico; laicidad significa tolerancia y duda de las propias certezas; se opone tanto al clericalismo avinagrado como a la cultura actual del ‘Yo’ impermeable y narcisista. Pero cuidado con las abstracciones éticas sin correspondencia con los hechos y la realidad. A un niño le pueden reiterar la importancia del respeto al otro, de no discriminar, de cumplir las leyes; ese niño no tiene dificultad para comprender que es mejor el diálogo que el conflicto y que es preferible arreglar las diferencias de manera pacífica y no por la fuerza. Pero en el aula, en el patio de la escuela, en la calle y en su casa el niño comprueba lo contrario: gritos, intolerancia, violación generalizada de reglas urbanas, agresiones en la familia, autoridades corruptas, comerciantes abusivos, vecinos groseros e intolerantes. “En la escuela –escribe Magris– se tiene ante todo que estudiar y aprender". La escuela no forma hijos. ¿Por qué habría de formar padres? Las escuelas de hoy, con la coartada de educar en valores, adoctrinan en dogmas ideológicos, morales o religiosos. La escuela, dice Magris, debe enseñar nociones y disciplinas sobre el fundamento de los valores comunes que constituyen la base y la premisa de la vida democrática, con validez para creyentes y no creyentes. Enseñar nociones es el valor de valores de una buena escuela; es decir, transmitir conocimiento (científico, humanista, estético, ético, técnico). Sin embargo, educar en valores se ha convertido en publicidad de curso legal, pero puede causar un mal trascendente: demeritar la enseñanza de las ciencias, de las humanidades y de las artes, que por sí mismas son valores sustantivos de una buena educación. No me parece digno de admiración un muchacho moralmente virtuoso si no sabe lo elemental de matemáticas, física, química, biología, historia, geografía, español.
4
En las esquinas flotan oscuridades. El ruido caracolea su desarmonía y se diluye conforme uno se aleja de los aúllos de los tiempos apretujados del callejón. En la calle veo tanques militares. No lo son, sólo parecen. Son las camionetas de aspecto bélico que hoy circulan en la ciudad con su fealdad intimidante. Su finalidad no es la belleza sino el poder. Los jeep han sido desplazados por cureñas motorizadas. Su forma acorazada es un invento del nazismo: blindar, blindaje, blindarse. De pasada se puede decir que la expresión “material humano”, hoy de uso generalizado en las empresas, en el gobierno y hasta en la educación, fue acuñada por Goebbels.
En Arteaga (en la que fue la calle de los pajareros) la espesa oscuridad se adhiere a la piel. El aroma del cansancio borra los recuerdos. El anzuelo del tiempo embadurna el regreso. Queda un fulgor que desciende del fondo de la noche. Ha de ser (pienso sin pensar) “el aura de tristeza que desprenden las personas que nunca lloran” (Stasiuk).


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