martes, 25 de octubre de 2011

Donde todo se sabe

Hay gente por todas partes, sólo que no parecen personas
Andréi Platónov


Un poco antes de llegar al poblado Tepehuanes nos topamos con el quinto retén militar desde que salimos de la ciudad de Durango. Nuestro destino es Guadalupe y Calvo, en el sur de Chihuahua. La revisión es casi obscena. Estamos en la Zona Cero, el territorio más macabro del mundo.
Adam endurece el rostro y desciende de la camioneta con la cara que pondría un polaco frente a un ruso.
Adam es argentino de ascendencia polaca y odia a los rusos, quizás una rebaba de una herencia centenaria de guerras, traiciones, desencuentros, malas lenguas, nacionalismos radicales y olores desencontrados.
Los soldados nos desvían. El rodeo nos toma cerca de tres horas de serpear por caminos pedregosos y angostos, entre precipicios de inextricable belleza pero hambrientos de desvaríos suicidas. Nos queda el silencio. Mi padre me enseñó, sin decirlo, que el silencio protege las palabras del estruendo y de la ociosidad. Para que no se pudran.
Una belleza azul ceniza se abre ante nuestra vista.
Después de la revisión militar, Miguel, el chofer de la pick up, nos dice: “No son soldados. . .son policías federales disfrazados de militares. . . Es gente del Chapo. . . Están limpiando la zona. . . El próximo sábado tienen boda. . . El Chapo se casa en Canelas, no muy lejos de aquí”.
“¿Es gente del Chapo o son policías federales?”, pregunto.
“La misma cosa. Pero no son soldados. El mismo jefe de la zona militar lo sabe. Todos lo saben”. Miguel tuerce el volante y se adentra por un camino terroso y curvado. El polvo olea listones lanceolados.
En la cabina de la camioneta Adam y yo rebotamos como pelotas. Adam aspira una fumada profunda, como queriendo alargar la luz temprana. Miguel trabaja en una institución educativa particular a la que acompañé a Adam a la presentación de un libro de un escritor duranguense. Vino hasta acá desde Buenos Aires porque es amigo del autor. Y yo voy en calidad de amigo del amigo del escritor.
Bamboleamos en las alturas del espanto. La soledad a la intemperie es temible: burbujea murmullos, pestañea sombras. No sabemos dónde estamos. Sin embargo, cientos de miradas esquirladas nos ven y nos siguen.
En realidad estamos perdidos; creo que el lugar no existe; estamos en una nada geográfica donde no se escucha sino la ingravidez de la muerte. El alma en vilo es el no tiempo y el no lugar. Tengo la sensación de que unos metros adelante la tierra abrirá un hoyanco para engullirnos.
No está claro a qué vamos a Guadalupe y Calvo. En realidad mi intención es la barranca La Sinforosa, de 1,830 metros de profundidad. Es una de las barrancas más impresionantes que he visto. La noche anterior se me ocurrió y la ocurrencia se transformó en un banderazo de salida, con chofer incluido. Adam quería conocer los lugares cinematográficos de Durango, pero al escuchar mi propuesta la aceptó sin más, como si la esperara.
El viaje a Chihuahua le resultaba atractivo. Su imaginación vivía preñada de Artaud. No le importó que le dijera que la Tarahumara no se parece al libro de Artaud ni el libro de Artaud a la Tarahumara. Sólo hizo un gesto de color agrio cuando comenté que Artaud visitó la Tarahumara como turista.
Adam es antropólogo y venera a Foucault. No soporta –más bien odia– a Todorov: “Ya no es antropólogo. Es un converso del moralismo”, sentencia como si dictara la pena de muerte a un traidor a la patria.
En un paraje boscoso de Guanaceví nos detenemos a comer. El Cerro de la Iguana es majestuoso. Así lo bautizaron los conquistadores españoles cuando lo avistaron. Miguel voltea a su derecha y fija su mirada en un punto donde se juntan todas las montañas. “Allí está la montaña donde todo se sabe”, habla con una voz punteada por el viento.
El “allí” de Miguel se ve cerca, pero llegar a ese “allí” nos llevaría unas siete horas caminando, entre arbustos esponjados y robles bañados en cafeína. Además, no se puede ir hasta “allí”, pues Miguel nos explica que el lugar está custodiado por agentes de inteligencia de Estados Unidos. “En esa montaña se guardan todos los secretos de la historia de la humanidad”, señala Miguel con el brazo extendido.
El viento gime a tartamudeos; a ratos ruge y brama y en otros murmura y calla. A veces llora. Llora como el plañido intermitente de altos y bajos de una mujer que camina junto al cadáver de su pequeño angelito. La cajita blanca la carga el padre y detrás un pequeño cortejo lo sigue con las quijadas clavadas en el pecho. Los hombres llevan el sombrero apretujado entre las manos y las mujeres se arrebujan en sus raídos rebozos.
Nos ponemos de pie y contemplamos la montaña donde todo se sabe. Adam trae adherido al sobaco Ferdydurke, de Witold Gombrowicz.
“Ya lo leí. . . no me gustó”, digo con arrogancia.
Adam intenta ver lo que hay detrás de la neblina gris de entre las montañas. Luego suelta: “eres mexicano, por eso no te gustó. A los argentinos tampoco les gustó. No le hizo quisquillas a Borges”.
El padre de Adam fue un periodista de La Nación y amigo cercano de Gombrowicz. Adam era un jovencito cuando conoció al escritor polaco. Recuerda las reuniones en un café de la calle Corrientes. Me cuenta que Witold era un manojo de sombras: ácido, sombrío, incisivo.
“¿Qué hay en la montaña donde todo se sabe?”, le pregunto a Miguel.
“Son unos gringos”, dice. “Dentro de la montaña esconden todos los secretos de la humanidad. Es el archivo más grande del mundo. Ahí lo saben todo: de los vivos y de los muertos. Se entra por un túnel y dentro se almacenan los datos de todas las personas que han existido desde que el hombre es hombre. Lo que quieras saber, ahí está. Nadie se escapa: ni yo ni ustedes, ni la pachorra de mi mujer, ni las briznas de la hojarasca”.
Llegamos a Guadalupe y Calvo cuando grisea. Mi amigo Ramón Mendívil nos espera a cenar. En su casa su mujer y sus chiquillos van y vienen con comida y cervezas. Las tortillas de harina hechas a mano, el guisado de carne deshebrada y el asadero cubren la mesa hasta que no queda espacio disponible. Ramón golpea la mesa con un Cazadores reposado y hablamos de política. Ramón no comprende cómo nos atrevimos a cruzar la Zona Cero. “¿Por qué se quieren morir?”, pregunta.
Miguel regresa muy de mañana a Durango porque su hijita cumple cuatro años. Nos abrazamos y nos deseamos buen viaje. Es un buen muchacho este Miguel: durante un día suspendió el hilo de su existencia.
Por nuestro lado, partimos a Parral a donde llegamos a pasar la noche. Temprano tomamos camino a la Alta Tarahumara. El viaje dura doce horas: Balleza, Guachochi, ¡la Sinforosa!, Creel, El Cuiteco, Bahuichivo. . .
Llegamos al Cerro del Gallego con la espalda descuadrada y nos instalamos en una cabaña perdida en un pliegue faldero de la montaña. Nos recibe Victorio, un jovencito que presume ser uno de los cien apaches (“puros”, destaca) que quedan en el mundo. “Los apaches vivimos, dice, dispersos entre Sonora, Chihuahua y Arizona”.
Salimos a saborear la noche. En el silencio se oye el timbre y el olor de los pensamientos. Adam saca de su beliz un libro de Virgilio Piñera, de quien fue amigo. Adam quería estudiar Letras pero Piñera lo desalentó. Estudió etnología en París y cada año visitaba a Virgilio en la Habana. Lee uno de sus cuentos, recostado entre la yerba recién bañada.
El apache Victorio llena los vasos de una bebida preparada especialmente para la ocasión. Es el famoso tizgwin. Frente a nosotros se alza un plumbago de hojas verde pálido, espatuladas y puntiagudas, que trepan sobre el tronco de un enorme cedro cuyas ramas lloronas nos invitan a participar en la ceremonia del llanto. Victorio nos presenta, con la solemnidad que el caso requiere, una guitarra herida de tiempo y dolor.
Adam sumerge sus palabras en tizgwin y salen tambaleando, luminosas y grávidas. Canta –cantamos– el tango más aterrador que se haya escrito:


Vení, acércate, no tenga miedo,
que tengo el puño, ya ves, anclao.
Yo sólo quiero contarle un cuento
de unos amores que he balconeao. . .
Dicen que dicen, que era una mina
todo ternura como eras vos. . .


Pero una noche
que pa’un laburo
el taura manso
se había ausentao,
prendida de otros
amores perros
la mina aquella
se le había alzao. . .


Dicen que dicen, que desde entonces
ardiendo de odio su corazón,
el taura manso buscó a la paica
por cielo y tierra como hice yo.
Y cuando quiso, justo el destino,
que la encontrara, como ahora a vos,
trenzó sus manos en el cogote
de aquella perra. . . como hago yo.


Victorio gime de susto. Seguimos con Rencor, mi viejo rencor . . .
Victorio nació en una ranchería de Casas Grandes. A los ocho años huyó de la miseria y vagabundeó por El Carmen, Madera, Guerrero. . . Llegó a Creel: un sacerdote lo inscribió en la escuela primaria. Ya casi termina la Prepa. Es tarde, la noche sombrea el final. El aroma del sueño es violáceo.


Post Scriptum
1. El viaje por el Triángulo Dorado lo hicimos a finales de junio de 2007.
2. Miguel no llegó al cumpleaños de su niña: durante su regreso desapareció en algún lugar de la Zona Cero.
3. El 17 de febrero de 2010 un comando criminal asesinó a Ramón Mendívil, alcalde de Guadalupe y Calvo.
4. Adam falleció el 30 de junio de 2008, justo un año después del viaje. Yo le había enviado un librito de poemas de Cyprian Kamil Norwid. Un mes después de su fallecimiento, llegó a mi casa, con una nota fechada un día antes de su muerte, un ejemplar de la primera edición de Ferdydurke.
5. El apache Victorio estudia en el Tecnológico de Cuauhtémoc y dedica los fines de semana a compilar el dialecto de sus antepasados.
6. Hace unos días recordé el viaje de 2007 leyendo Enciclopedia de los muertos del escritor serbio Danilo Kiš. Se publicó en 1981. Es una pesadilla. El personaje sueña que existe una enciclopedia en la que está escrita la historia absoluta de todos los seres humanos que han habitado nuestro planeta. Un año después de la publicación del relato de Kiš, la persona de la pesadilla leyó que en una montaña de granito de las Rocosas, en Salt Lake City, Utah, se encuentra uno de los archivos más asombrosos del mundo. En él se almacenan dieciocho mil millones de personas, vivas y muertas, cuidadosamente registrados sobre un millón doscientos cincuenta mil microfilmes reunidos por la Sociedad Genealógica de la Iglesia de los Santos del Día del Juicio. Esa montaña monstruosa fue descrita en un reportaje de The New Yorker en 1982.
Desde entonces han transcurrido casi treinta años. Supongo que la tecnología informática de tres décadas ya lo ve y lo sabe todo, incluidos los gestos del primer trago de tizgwin, la hoja que se ruboriza cuando el otoño le anuncia el final, la fiebre del heno que postra a los braceros, el secreto de la invisibilidad de los moyotes, los ojos entornados de Ulia, la piel sonriente de Mirjana, el silencio misterioso de los poetas.
6. En la Zona Cero hay algo peor: olor amortajado, fantasmas que asesinan, resuello reprimido por el fulgor de la nada. Donde todo se sabe, la muerte impregna su sombra en los campos y en las personas.


Despedida
Con este articulito concluye un ciclo de casi veintisiete años de colaborar en el periódico queretano Noticias. Va mi gratitud a los directivos, a mis compañeros y a los cinco lectores que me han acompañado en la travesía.



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