No recuerdo la fecha y en ese tiempo no hubo mes, y del año sólo el diablo lo sabe. El retraso de un vuelo tiene su gracia; si se tiene un poco de curiosidad, se puede pasear entre la gente que espera y que, cuando escucha el anuncio del retraso, tiene que esperar indefinidamente el nuevo aviso de partida; se puede ver de cerca a quienes tuercen la boca en señal de inconformidad o angustia; también a quienes cogen inmediatamente su teléfono celular y llaman a quien los espera en el destino del vuelo; algunos llaman a sus casas; otros se levantan de su asiento y caminan por caminar, sin un rumbo definido, dando pasos arrastrados sobre el piso reluciente; dos o tres toman nuevamente el periódico que ya habían abandonado en el asiento de al lado y lo abren donde sea, como queriendo encontrar algo que se les escapó, pero más con la intención de matar el tiempo; se puede observar rostros resignados o inquietos, ojerosos o matutinos, desparpajados o contritos. Llamaba la atención un hombre exageradamente gordo. Era uno de esos tipos a quienes se suele llamar señores de medio pelo, de los que nacen troquelados para vivir a sus anchas y gustosos con el alma dentro de su manifiesta obesidad, desprovistos del qué dirán, campantes con su inmensa corpulencia. El gordo cargaba dos belices de buen tamaño, una maleta de mano, un portafolios, una carpeta donde se guardan planos o litografías, una bolsa de asas de Saks donde llevaba camisas, pantalones, corbatas y otras prendas que se compran la víspera, una caja envuelta para regalo que al menos pesaba dos kilos, un porta trajes que parecía a punto de reventar como parece que revienta una puerca preñada. El gordo dormía un sueño profundo; es de esos canijos que se duermen al instante y se despiertan también al instante, de los que duermen y despiertan sin previos o posteriores trámites o formalidades. El gordo dormía un sueño sin sueños, un sueño “a prueba de una bomba”, como se dice en algunos lugares del vasto imperio ruso. En este mundo los gordos saben arreglar sus asuntos mejor que los flacos. Ya sabemos que los flacos sirven sobre todo como secretarios particulares, pero los extraordinariamente flacos, los que en la oficina están condenados a un rango inferior, son los que pasan hambre con tal de ahorrar unos centavos cada mes durante veinte o treinta años para comprar un abrigo nuevo que los proteja del frío y salir a la calle en calidad de fantasmas encapuchados. En cuanto del altavoz se escuchó el anuncio del retraso del vuelo, el gordo despertó y en menos de cinco segundos ya caminaba sudoroso, con el cargamento bien distribuido entre manos, hombros y espalda, rumbo a la sala de espera donde un vuelo estaba a punto de partir, pues a las claras se notaba que el gordo era uno de esos tipos que les da lo mismo el destino del viaje; son de los que viajan siempre y nunca llegan a ninguna parte, de los que suelen decir que lo importante es el viaje, no la llegada. Enfrente estaba “un hombre a una nariz pegado”, de esos de los que se dice que son pícaros de tomo y lomo; bien mirado su rostro, la protuberante nariz se veía cansada y molesta de cargar con un rostro obsceno, y que bien podía, dado su porte y autosuficiencia, desprenderse de aquella cara y vivir su propia vida, caminar faroleando sus estruendosos estornudos por la calle donde las damas más bellas pasean sus orlados vestidos, mujeres de talles esbeltos, ceñidísimos, no más gruesos que el gollete de una botella y a las que se puede ver sólo de lejos, pues un suspiro imprudente podría quebrar la deliciosa obra de la naturaleza y del arte. En cuanto el hombre dormitaba, la nariz se desprendía, y, sin ningún recato, recorría el largo pasillo de la sala y se pegaba al ventanal por donde se ve cómo despegan y aterrizan los aviones. El narigón, un esmirriado esqueleto de ojos derrengados y hundidos, se dormía como un santo, como duermen tan sólo los felices mortales que no saben lo que son las hemorroides o las pulgas ni están dotados de facultades intelectuales acusadas en demasía. En la última hilera de asientos estaba un joven de rostro perspicaz y una vieja vestida de negro, con un gorro de dormir y un chal de franela al cuello. Intercambiaban algunas cortesías entre balbuceos lingüísticos, pues ella era búlgara y él de Moldavia, según se pudo saber cuando se entendieron en un chistoso y filosófico francés. Los dos se alegraron al saber que tenían el mismo destino: iban al Congreso de Almas Muertas, en Ucrania. Ella era profesora de literatura sin empleo y se dedicaba a sembrar nabos y coles en la ribera del Danubio, a unos pasos de Rustschuk, y él era –así se entendió– un cazador de almas adheridas, y su empresa, llamada “El llano en llamas”, se basaba en cierta teoría materialista que aseguraba que, llegada la muerte, el alma tardaba en abandonar el cuerpo treinta días en promedio, por lo que la cremación de un cadáver condenaba al espíritu a permanecer eternamente adherido a las cenizas de su cuerpo. El negocio consistía, con un invento de alta tecnología debidamente patentado, en depurar las cenizas, exprimirlas psicogenéticamente, hasta conseguir que el alma abandonara aquel polvo inerte. El joven, que dijo llamarse Nozdriov, era lo que se dice un tipo polifacético, pues era bueno en todo y sabía tratar a la gente: “Ni en la ciudad señores ni en la aldea labradores”. El Congreso de Almas Muertas tendría lugar justo el día primero de abril, bicentenario del nacimiento de Nikolái Vasíliviech Gógol. Pero, ¿cuándo es primero de abril? En estos tiempos sólo el diablo sabe de días, meses y años. Cuando se anunció que el vuelo se había cancelado, todos corrieron por entre las salas para ganar un lugar en el primer vuelo que partierar, sin importar cuál fuera el destino ni las escalas. La sala quedó vacía y oscura. Se pudo ver cuando la nariz salió a la calle y se perdió en las tinieblas de la noche.
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