Durante seis años (de 2000 a 2006) el contenido de la democracia mexicana tuvo dos palabras clave: alternancia y transición. Durante esos años el debate fue intenso y la palabrería extensa. La mayoría suponíamos que la alternancia nos había abierto las puertas para transitar a la democracia. Sobre la transición se discutió amplia y floridamente, pero ni la amplitud ni la floridez de los ríos de tinta analítica nos han podido sacar del atolladero babélico y pre democrático en el que aún nos encontramos: el vocablo “democracia” sirve de igual manera para sustentar ideales y prácticas genuinamente democráticos como para fundar otros manifiestamente anti democráticos: La discusión no ha tenido en México una dirección, un contenido y una finalidad; cada quien ve y juzga la democracia de distinto modo, y cada quien da por supuesto lo que no puede darse por supuesto. Así, por ejemplo, a unos les parece democrático interrumpir el funcionamiento de una institución (tal vez su concepción etimológica sólo les alcanza para hablar y actuar en nombre del pueblo), mientras otros dan por hecho que la legitimidad del sufragio les alcanza para gobernar con márgenes demasiado amplios de arbitrariedad. No hemos sido capaces de definir los principios elementales en los que estamos todos de acuerdo y, a partir de ellos, encausar los debates consecuentes. Quizás hemos dado demasiados principios por sentados; pero incluso los presupuestos políticos, los derechos morales y los derechos estrictamente legales chocan constantemente entre sí y no hemos acertado a construir y aceptar unos principios intemporales, válidos independientemente de la modificación de las circunstancias y problemas.
Alternancia y transición democrática son de ese tipo de expedientes que, repentinamente, quedan sepultados entre cerros de papeles en el escritorio. ¿La alternancia se reducía a derrotar al PRI? ¿Ya terminó la transición a la democracia? El presente lo abarca todo; la actualidad ha comprimido en una gruesa carpeta los asuntos pendientes, revueltos todos en un maremágnum de cuestiones por discutir y resolver. Los problemas están encima de la mesa, son asuntos de urgente decisión, pero no se ajustan, so pena de convertirse en monstruos invencibles, a la pachorruda calma de las instituciones del Estado burocrático. Preservar y recuperar el empleo, combatir la delincuencia organizada, afrontar el empobrecimiento extremo, reducir las tremendas desigualdades. . . Son temas amplios y tan generales que no dan lugar al descuerdo; el problema empieza cuando se concretan las soluciones. El punto es que los partidismos se imponen en el debate al grado de anularlo. Las elecciones federales están cerca y casi todo se ajusta a los números. Pero en nuestro caso pensar en las elecciones siguientes no es pensar en el futuro político del país sino en un regreso al pasado. Por eso los problemas se agrian hasta volverse pus.
El pasado se ha convertido en excusa y acusación a la vez. El narcotráfico no es, en efecto, un problema reciente. Durante más de sesenta años –al menos desde la Segunda Guerra Mundial–, la producción y comercialización de drogas corrió paralelamente a las prohibiciones impuestas a su venta y consumo en Estados Unidos. Seis décadas sobraron para corromper a las instituciones de seguridad del Estado mexicano. Me parece una irresponsabilidad del PRI y de sus legisladores la inocencia que simulan sobre ese asunto, pero igualmente me parece irresponsable que los gobernantes del PAN finquen sus anhelos electorales designando culpables, pues algunas culpas ya les competen. Urgen leyes que faculten al ejecutivo federal y a los ejecutivos locales a combatir con eficacia el monstruo de las mil cabezas en que se transformó la delincuencia organizada, pero no es válido fincar la eficacia pública en una o muchas leyes, sobre todo si, como se puede ver en una primera lectura, una o varias de las libertades fundamentales se pone en riesgo. Estamos, ni más ni menos, ante un choque de grandes principios: libertad y seguridad o seguridad contra libertad. Hay que decidir pronto y lo mejor que se pueda. Pero antes de formular las posibles salidas para atenuar esa confrontación de grandes principios, tenemos derecho a preguntarnos si la aprobación de leyes, con las nuevas atribuciones que se conceden a las instituciones de seguridad y justicia del país, no será una más de las tantas humaredas legalistas con que en este país de afrontan los problemas.
Hace unos días, el titular de la Auditoría Superior de la Federación, Arturo González de Aragón, acusó a la Suprema Corte de Justicia de obstruir las tareas fiscalizadoras y a la Procuraduría General de la República de no resolver ninguna de las denuncias presentadas a lo largo de siete años. Por ejemplo, la Auditoría interpuso 24 denuncias penales y la PGR no consignado ninguna. Es justo sospechar. A pesar de que fue presentada en 2007, la denuncia por un desvío de recursos de PEMEX por más de mil millones de pesos aún permanece en el caprichoso cajón de pendientes de la PGR. ¿De qué sirven las leyes de transparencia en un gobierno que no las acata? ¿No implicaba la transición democrática el paso decisivo a la división real de poderes, muy especialmente en el caso de tener un poder judicial autónomo, imparcial y oportuno? ¿De qué sirven los órganos autónomos si sus funciones se topan con el poderoso muro de unos jueces obsoletos y pazguatos? ¿De qué sirven las mejores intenciones públicas si han de sufrir los innumerables y laberínticos filtros de un Estado obeso, soflamero y alcahuete? Si el sufragio libre es la puerta que se abre, ¿por qué después se cierra? Ocupados todos en las encuestas, el debate político trascendente ha de esperar a mejores tiempos.
Alternancia y transición democrática son de ese tipo de expedientes que, repentinamente, quedan sepultados entre cerros de papeles en el escritorio. ¿La alternancia se reducía a derrotar al PRI? ¿Ya terminó la transición a la democracia? El presente lo abarca todo; la actualidad ha comprimido en una gruesa carpeta los asuntos pendientes, revueltos todos en un maremágnum de cuestiones por discutir y resolver. Los problemas están encima de la mesa, son asuntos de urgente decisión, pero no se ajustan, so pena de convertirse en monstruos invencibles, a la pachorruda calma de las instituciones del Estado burocrático. Preservar y recuperar el empleo, combatir la delincuencia organizada, afrontar el empobrecimiento extremo, reducir las tremendas desigualdades. . . Son temas amplios y tan generales que no dan lugar al descuerdo; el problema empieza cuando se concretan las soluciones. El punto es que los partidismos se imponen en el debate al grado de anularlo. Las elecciones federales están cerca y casi todo se ajusta a los números. Pero en nuestro caso pensar en las elecciones siguientes no es pensar en el futuro político del país sino en un regreso al pasado. Por eso los problemas se agrian hasta volverse pus.
El pasado se ha convertido en excusa y acusación a la vez. El narcotráfico no es, en efecto, un problema reciente. Durante más de sesenta años –al menos desde la Segunda Guerra Mundial–, la producción y comercialización de drogas corrió paralelamente a las prohibiciones impuestas a su venta y consumo en Estados Unidos. Seis décadas sobraron para corromper a las instituciones de seguridad del Estado mexicano. Me parece una irresponsabilidad del PRI y de sus legisladores la inocencia que simulan sobre ese asunto, pero igualmente me parece irresponsable que los gobernantes del PAN finquen sus anhelos electorales designando culpables, pues algunas culpas ya les competen. Urgen leyes que faculten al ejecutivo federal y a los ejecutivos locales a combatir con eficacia el monstruo de las mil cabezas en que se transformó la delincuencia organizada, pero no es válido fincar la eficacia pública en una o muchas leyes, sobre todo si, como se puede ver en una primera lectura, una o varias de las libertades fundamentales se pone en riesgo. Estamos, ni más ni menos, ante un choque de grandes principios: libertad y seguridad o seguridad contra libertad. Hay que decidir pronto y lo mejor que se pueda. Pero antes de formular las posibles salidas para atenuar esa confrontación de grandes principios, tenemos derecho a preguntarnos si la aprobación de leyes, con las nuevas atribuciones que se conceden a las instituciones de seguridad y justicia del país, no será una más de las tantas humaredas legalistas con que en este país de afrontan los problemas.
Hace unos días, el titular de la Auditoría Superior de la Federación, Arturo González de Aragón, acusó a la Suprema Corte de Justicia de obstruir las tareas fiscalizadoras y a la Procuraduría General de la República de no resolver ninguna de las denuncias presentadas a lo largo de siete años. Por ejemplo, la Auditoría interpuso 24 denuncias penales y la PGR no consignado ninguna. Es justo sospechar. A pesar de que fue presentada en 2007, la denuncia por un desvío de recursos de PEMEX por más de mil millones de pesos aún permanece en el caprichoso cajón de pendientes de la PGR. ¿De qué sirven las leyes de transparencia en un gobierno que no las acata? ¿No implicaba la transición democrática el paso decisivo a la división real de poderes, muy especialmente en el caso de tener un poder judicial autónomo, imparcial y oportuno? ¿De qué sirven los órganos autónomos si sus funciones se topan con el poderoso muro de unos jueces obsoletos y pazguatos? ¿De qué sirven las mejores intenciones públicas si han de sufrir los innumerables y laberínticos filtros de un Estado obeso, soflamero y alcahuete? Si el sufragio libre es la puerta que se abre, ¿por qué después se cierra? Ocupados todos en las encuestas, el debate político trascendente ha de esperar a mejores tiempos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario