miércoles, 25 de marzo de 2009

Culpas sin culpables


Constitución de Cádiz de 1812. Alegoría

Se lee en el dictamen constitucional en materia de responsabilidad pública que “Hasta hoy la responsabilidad no solamente de los altos funcionarios de la Federación, sino también de sus agentes inferiores, ha sido ineficaz, imposible. De un lado, la influencia de ellos, fortificada tras de fórmulas dilatadas y embarazosas, y de otro la dificultad nacida de complicar la suspensión o destitución del funcionario acusado. . .”
Los diputados que redactaron el texto anterior sabían de sobra que el poder público no puede ejercerse sin responsabilidad. El poder es una responsabilidad; es decir, hay que responder de su ejercicio: informar, rendir cuentas, dar y explicar motivos, justificar hasta el último centavo. . . y los legisladores, también en ejercicio de su poder representativo, deben revisar esas cuentas, cotejar programas y resultados, evaluar el trabajo de quienes administran los recursos de toda la población, verificar obras, escudriñar gastos, revisar conductas. Y, como consecuencia de tales funciones, imponer sanciones (políticas, administrativas y penales) a quienes hayan ejercido indebidamente el poder que les fue mandado.
El texto del dictamen constitucional citado en el primer párrafo de esta reflexión es uno de los párrafos de la propuesta del Constituyente de 1856 para instituir el juicio político en el sistema constitucional mexicano. En el ambiente público de la época era una conclusión general que la materia de responsabilidades públicas, incluida por primera vez en la Constitución de Cádiz de 1812, había corrido con pésima suerte durante las tres primeras décadas del México independiente. En la imaginaria se ceñía la atroz figura de Antonio López de Santa Anna, pero era del conocimiento de todos que el “seductor de la Patria” sólo era una muestra de la irresponsabilidad con que se gobernaba en todo el país, desde el más modesto empleado público hasta el presidente de la república. La materia constitucional de responsabilidades públicas ha tenido, a partir de la aprobación del artículo 105 de la Constitución de 1857, un recorrido siempre ascendente. Las normas en esta materia merecieron un apartado de varios artículos en la Constitución de 1917; las varias reformas al Título Cuarto contadas hasta la del año 2002 (“De las responsabilidades de los servidores públicos y patrimonial del Estado”), han forjado un texto fundamental que puede considerarse el más perfecto del mundo. Sin embargo, si en este mismo instante un grupo de legisladores formularan un dictamen para reformar la materia de responsabilidades públicas, bien podría suscribir la triste realidad expresada por los diputados constituyentes de 1856: “Hasta hoy la responsabilidad ha sido ineficaz, imposible”. A pesar de que tenemos disposiciones constitucionales dignas de mérito jurídico y de leyes reglamentarias acuciosas y acuciantes, el poder público en México se ejerce sin que verdaderamente se responda de su ejercicio.
Los juicios y procedimientos de responsabilidad pública en México se llevan acabo para expedir cartas de buena conducta, no para sancionara los infractores. No tenemos en México esa costumbre honorable de los funcionarios del Oriente lejano que, una vez desatado un escándalo de corrupción económica o política, la simple mención del nombre del presunto responsable avista el suicidio de éste, sin más trámite ni averiguaciones. Para los orientales es preferible la muerte que la vergüenza de un juicio y una pena. El suicidio es de este modo la más honrosa de las redenciones personales e institucionales. En México no queremos que nadie se suicide, pero en cambio es exigencia ciudadana que se proceda y se castigue a los corruptos. La corrupción no es exclusiva del patrimonio político de los mexicanos, pero en otras partes la democracia es capaz de dar nombres y apellidos y de juzgarlos por tribunales autónomos y eficaces. En la maraña selvática de nuestras leyes, todo es posible: proceder, dilatar, exculpar o condenar, pero al final del túnel la Suprema Corte de Justicia es la oficina de la misericordia donde se expiden credenciales de inocencia. México tiene, para decirlo con un viejo cliché, el sistema jurídico y político más surrealista del mundo: la materia existe (robo, desvío de recursos, tráfico de influencias, sub ejercicio presupuestal, encarecimiento sospechoso de las obras públicas, ineficiencia, parcialidad y demás conductas previstas legalmente) pero el culpable es humo que se difumina entre los cerros de expedientes que se forman a lo largo de los años. Desde que la Constitución liberal de Cádiz de 1812 estableció que era facultad de las Cortes “Hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás empleados públicos”, han transcurrido casi doscientos años. Si se me permite la exageración, estamos parados en el mismo lugar. En México no hay manera de que el poder público responda de su ejercicio.
Aquí nunca pasa nada. Escándalos van y vienen y nunca pasa nada. Hay muchas culpas y ni un solo culpable. La fiebre legislativa es un mal antiguo y típico de la vida pública mexicana, una afección cultural que ha cabalgado jubilosa durante varios siglos; se legisla todos los días y respecto de todos los asuntos; los problemas sociales, no importa qué tan complejos sean, quedan reducidos a soluciones normativas; y las soluciones, casi siempre grandilocuentes, pasan invariablemente por más y nuevas leyes. En México todo es importante y urgente, y en esta merced todo deja de serlo. La urgencia de hoy es la desmemoria de mañana. El escándalo de hoy es borrado absolutamente por el escándalo de mañana. Y en esta sucesión cotidiana de bochornos y obscenidades políticas y administrativas, se hace imposible lo que se proponía la Constitución de Cádiz: hacer efectiva la responsabilidad de los servidores públicos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario