Carla Bruni en México
El oficio del predicador, el más común pero más curioso de los oficios humanos, tiene dos fases que pueden convertirse en dos facetas: la primera es que la solemnidad es risible en sí misma; no es necesario que el solemne dé ese paso fatal que lo conduce al ridículo del mismo modo que no es necesario que el condenado a la horca, en el instante previo a la caída, solicite un jarabe para la tos. En el caso de la solemnidad lo risible puede ser de dos tipos: uno se ríe del solemne por solemne, por las palabras que engola y por los silencios que presagian lo peor, por los gestos de su rostro o por la ausencia pétrea de ellos, por la forma en que sus manos esgrimen como espadas el aire o porque las tiene metidas en algún vestido sagrado o las cruza en señal de apariencia serenísima, porque se mueve de un lado a otro teatralmente o porque permanece petrificado al modo de una estatua en el centro de las miradas de los oyentes. . . Todo eso es risible en sí; y también lo es por un acto de creatividad del testigo, sea que imagine que la entrada solemne del predicador se tropieza con un escalón chocarrero y su corpulencia sacramental ruede incontroladamente, sea que al momento de levantar sus obnubilados ojos al cielo le caiga encima un plafón traicionero. En la solemnidad es posible imaginar muchas situaciones cómicas, desde las más grotescas hasta las más refinadas, todas las cuales están en la esfera de la propia sacralidad del personaje. El solemne es risible en su naturaleza y por derecho propio, y los aditamentos que lo visten o lo acompañan participan, sólo por extensión, de la comicidad de lo solemne.
Que en la solemnidad germina el virus maligno de lo cómico es una realidad que se puede observar si observamos relajadamente una situación determinada. Los anuncios televisivos de los partidos políticos, por ejemplo, son risibles por bobos. Pero es necesario tener en cuenta que se producen con absoluta seriedad, como que la intención es llamar la atención de los electores. Casi nada, está en juego el poder. La imagen del presidente nacional del PAN, el joven Germán Martínez, es extraordinariamente cómica, y a la comicidad de su figura se agrega el tono de su voz, los gestos de una sonrisa que quiere ser irónica y sólo es onírica. Germán Martínez es un solemne que quiere parecer natural o desparpajado, y en el esfuerzo de parecer lo que no puede ser advertimos un motivo adicional de risa. La presidenta nacional del PRI no sólo no hace ningún esfuerzo por no parecer solemne sino lo contrario: aún en el más natural de los espacios y en la más simple de las ocasiones, Beatriz Paredes mira, habla y mueve las manos de la misma forma que el pirómano disfruta lanzando gasolina al fuego. Es tremendamente cómica. Toda ella es engolada, y su vestimenta tradicional no hace sino aumentar la ridiculez de su sonrisa maquiavélica. El presidente nacional del PRD, a quien le cuesta demasiado trabajo hilar dos frases, ha dicho que el pleito que libran el PAN y el PRI le están haciendo mucho daño al país, pues sólo están logrando que los electores se desalienten y el abstencionismo se incremente. El hecho de que lo diga el presidente del partido más desprestigiado del país, el que más ha contribuido a desilusionar a los ciudadanos, es risible. ¡Que lo diga precisamente Jesús Ortega! Es como si la burra predicara a su especie la prohibición de meterse al trigo. Lo más risible de estos días es la presencia en México del presidente francés Nicolás Sarkozy. Su figura de por sí una caricatura. No puede uno entender que la culta y admirada Francia sea gobernada por un tipo tan chistoso. Pero más comicidad hay en el hecho de que nadie lo mira ni lo oye, pues todos estamos al pendiente de la hermosura y distinción de Carla Bruni, su mujer. Que el presidente francés Nicolás Sarkozy y el presidente mexicano Felipe Calderón trataron asuntos importantes de seguridad y de negocios, pero en el ambiente sobresalió el hecho de que la importante visita de estado se redujo al asunto de una secuestradora francesa. Estamos ante una muestra de humor negro globalizado, absolutamente involuntario.
La solemnidad es risible en sí misma, no importa los objetos que se agreguen a ella. No son ridículos los trajes o vestidos indígenas; los objetos no son risibles en sí mismos; no lo es, por ejemplo, el curioso y colorido sombrero huichol, pero puesto en la cabeza del presidente de la república, éste se ve ridículo. Como bien explica Peter Berger en la Risa redentora, no es exacto decir que un sombrero es ridículo, que un vestido es cursi o que unas sandalias son risibles, sin tener en cuenta a la persona que se los pone, a quien las dibujó y fabricó o a quien tuvo la hazaña de comprarlas y obsequiarlas. En cualquier caso, estamos ante lo que llamamos humor involuntario, regularmente proveniente de esa dimensión cómica de la experiencia humana que deriva de lo solemne. No todo lo solemne es cómico; la comicidad depende de circunstancias de tiempo, modo y lugar, pero la solemnidad juega generalmente en un campo donde la comicidad se aposenta a su gusto y a sus anchas. Tiene razón Berger cuando escribe que la risa es una intrusa; se entromete, a veces de manera inesperada, ahí donde menos se le espera y en el momento menos oportuno. Pero la intromisión de la comicidad en lo solemne es sorpresiva e inaudita precisamente porque semeja la escena de un payaso ebrio que se cuela en una reunión de banqueros y ofrece a los compungidos directivos su espectáculo más aplaudido en el circo. Ninguno de los asistentes se ríe, pero vista la escena desde fuera la comicidad es hilarante.
Lo cómico es –delata Berger – la visión del mundo más seria que existe, acaso porque la seriedad es la visión del mundo más cómica que existe. La comicidad surge cuando alguien amenaza con hablar en serio.
Que en la solemnidad germina el virus maligno de lo cómico es una realidad que se puede observar si observamos relajadamente una situación determinada. Los anuncios televisivos de los partidos políticos, por ejemplo, son risibles por bobos. Pero es necesario tener en cuenta que se producen con absoluta seriedad, como que la intención es llamar la atención de los electores. Casi nada, está en juego el poder. La imagen del presidente nacional del PAN, el joven Germán Martínez, es extraordinariamente cómica, y a la comicidad de su figura se agrega el tono de su voz, los gestos de una sonrisa que quiere ser irónica y sólo es onírica. Germán Martínez es un solemne que quiere parecer natural o desparpajado, y en el esfuerzo de parecer lo que no puede ser advertimos un motivo adicional de risa. La presidenta nacional del PRI no sólo no hace ningún esfuerzo por no parecer solemne sino lo contrario: aún en el más natural de los espacios y en la más simple de las ocasiones, Beatriz Paredes mira, habla y mueve las manos de la misma forma que el pirómano disfruta lanzando gasolina al fuego. Es tremendamente cómica. Toda ella es engolada, y su vestimenta tradicional no hace sino aumentar la ridiculez de su sonrisa maquiavélica. El presidente nacional del PRD, a quien le cuesta demasiado trabajo hilar dos frases, ha dicho que el pleito que libran el PAN y el PRI le están haciendo mucho daño al país, pues sólo están logrando que los electores se desalienten y el abstencionismo se incremente. El hecho de que lo diga el presidente del partido más desprestigiado del país, el que más ha contribuido a desilusionar a los ciudadanos, es risible. ¡Que lo diga precisamente Jesús Ortega! Es como si la burra predicara a su especie la prohibición de meterse al trigo. Lo más risible de estos días es la presencia en México del presidente francés Nicolás Sarkozy. Su figura de por sí una caricatura. No puede uno entender que la culta y admirada Francia sea gobernada por un tipo tan chistoso. Pero más comicidad hay en el hecho de que nadie lo mira ni lo oye, pues todos estamos al pendiente de la hermosura y distinción de Carla Bruni, su mujer. Que el presidente francés Nicolás Sarkozy y el presidente mexicano Felipe Calderón trataron asuntos importantes de seguridad y de negocios, pero en el ambiente sobresalió el hecho de que la importante visita de estado se redujo al asunto de una secuestradora francesa. Estamos ante una muestra de humor negro globalizado, absolutamente involuntario.
La solemnidad es risible en sí misma, no importa los objetos que se agreguen a ella. No son ridículos los trajes o vestidos indígenas; los objetos no son risibles en sí mismos; no lo es, por ejemplo, el curioso y colorido sombrero huichol, pero puesto en la cabeza del presidente de la república, éste se ve ridículo. Como bien explica Peter Berger en la Risa redentora, no es exacto decir que un sombrero es ridículo, que un vestido es cursi o que unas sandalias son risibles, sin tener en cuenta a la persona que se los pone, a quien las dibujó y fabricó o a quien tuvo la hazaña de comprarlas y obsequiarlas. En cualquier caso, estamos ante lo que llamamos humor involuntario, regularmente proveniente de esa dimensión cómica de la experiencia humana que deriva de lo solemne. No todo lo solemne es cómico; la comicidad depende de circunstancias de tiempo, modo y lugar, pero la solemnidad juega generalmente en un campo donde la comicidad se aposenta a su gusto y a sus anchas. Tiene razón Berger cuando escribe que la risa es una intrusa; se entromete, a veces de manera inesperada, ahí donde menos se le espera y en el momento menos oportuno. Pero la intromisión de la comicidad en lo solemne es sorpresiva e inaudita precisamente porque semeja la escena de un payaso ebrio que se cuela en una reunión de banqueros y ofrece a los compungidos directivos su espectáculo más aplaudido en el circo. Ninguno de los asistentes se ríe, pero vista la escena desde fuera la comicidad es hilarante.
Lo cómico es –delata Berger – la visión del mundo más seria que existe, acaso porque la seriedad es la visión del mundo más cómica que existe. La comicidad surge cuando alguien amenaza con hablar en serio.
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