domingo, 8 de marzo de 2009

Regenerar la República



El interés de los ciudadanos en la política yace por estos días en su nivel más bajo. Las encuestas así lo muestran; prevén, como si tal previsión fuera un gran descubrimiento, que en la medida en que los partidos definan a sus candidatos y empiecen las campañas, el interés subirá. Es difícil pronosticar qué tanto. Lo cierto es que, ahora mismo, al 70 por ciento de los ciudadanos no le interesa la política. Otra certeza es que los partidos se mantienen como las instituciones más desprestigiadas del país –quizá del mundo–, y el descrédito de lo público parece ser la peor amenaza que enfrenta el régimen democrático. Si en algún sentido el romanticismo nace y se desarrolla como una contracultura asqueada de la política, como una revuelta contra la Ilustración, el realismo económico juega en nuestros días el papel causal del desinterés político. En ambos casos, romanticismo y realismo son las dos caras de la moneda, pero sus efectos caminan en la misma dirección: el ciudadano cede su lugar al creyente y al homo faber.
La anti política que muestran las encuestas modificará sus lamentables números en cuanto los ciudadanos sepamos los nombres de los candidatos, cuando éstos inunden las ciudades y los pueblos de propaganda; en la medida en que se acerque la fecha de la votación, la gente se ocupará de pensar sobre su decisión electoral. Sólo entonces, se dice, se verá cuántos han tomado la decisión de acudir a las urnas. Pero el fenómeno de la anti política no dependerá del porcentaje nacional de la votación y menos de la grandilocuencia de las propuestas de los partidos y los candidatos. Si vemos el problema de la anti política con seriedad observaremos que la desilusión política de los ciudadanos es más profunda de lo que suele creerse. Tal desilusión corre velozmente hacia la desesperanza y la apatía. Es cierto que en estos días la gente está concentrada –preocupada, ocupada o desocupada– en los efectos domésticos de la crisis económica mundial; nada es más visible que la incertidumbre laboral, y nada interesa más a la gente que estirar su ingreso para, por lo menos, asegurar las necesidades básicas de la familia. ¿Qué sigue después de la crisis? Porque, incluso superadas las consecuencias más graves de la macroeconomía, recuperados los empleos perdidos y estabilizados los precios, las huellas psicológicas, morales, religiosas y políticas de la incertidumbre actual no serán simples rasguños. Por el contrario, las secuelas de vivir durante muchos meses en una tensión o angustia permanente abrirán nuevas heridas y es probable que sangren los viejos agravios, que no son tan viejos, pues las cicatrices de la crisis de 1995 en adelante están a flor de piel de millones de mexicanos.
Los síntomas de la crisis económica mundial están a la vista: preocupación, desconcierto, depresión psíquica y moral, violencia doméstica y callejera, criminalidad. . . Es previsible, en consecuencia, que todo ello se refleje en el aumento del abstencionismo electoral. Es posible que la participación ciudadana en las urnas muestre el tránsito de la desesperanza a la anti política. Los escenarios de la vida pública después de las elecciones, si no catastróficos, se caracterizarán por una legitimidad bordada sobre una tela sumamente delgada y frágil, incapaz de sostener una gobernabilidad mínima que garantice el ejercicio razonable de las libertades fundamentales. Reza el consuelo popular que el dinero va y viene, que lo importante permanece; pero esta expresión de la nobleza humana no incluye sentimientos y experiencias profundas: la desmoralización de un lado y la indignación del otro. Entre ambas realidades, la política suele estar en el pasadizo de los condenados a muerte, sea que mucha gente busque alivio en alguno de los tantos refugios religiosos que abundan en el mercado de la fe, sea que la desesperanza degenere en violencia sin control. La paradoja es que la anti política sólo se cura con política. El hecho de que el remedio esté resultando peor que la enfermedad no invalida el método terapéutico homeopático, aún inaplicado, y con el cual ha de iniciar eso que el célebre pensador francés André Glucksmann llama la regeneración de la política.
La regeneración política en la que pienso es práctica y ejemplar, no teórica o discursiva. Proviene de arriba. Si en su sentido etimológico regenerar es volver a generar o engendrar de nuevo, la regeneración política tiene su utilidad constitutiva en el ejemplo. No estoy pensando en grandes proyectos, ideas o modelos, sino en la idea sencilla de regenerar la república mediante la restauración de las costumbres de los gobernantes. Si en este preciso instante el congreso de la unión y todos los congresos estatales definieran una política salarial claramente republicana, tal decisión sería la carta de presentación del antídoto contra la anti política. No se puede gobernar con márgenes suficientes de credibilidad cuando los ciudadanos leen que los salarios de los funcionarios (“los servidores de la República”, les llamaba Juárez) son monárquicos. Son falsos los argumentos que defienden “los buenos salarios” alegando riesgos especiales del gobernante, la temporalidad del cargo o desalentar la corrupción. La cultura republicana alberga en sus raíces significados vigentes: sobriedad, justo medio o medianía, recato, moderación, temperancia, sensatez. Junto a tales virtudes y en tanto que el republicanismo moderno nace en oposición a los excesos, la inmoderación, el lujo y el desperdicio, la regeneración política exuda en primer término los privilegios que disfrutan los “servidores de la república”.
Hace poco más de veinte años, desatada la crisis inflacionaria más terrible que se recuerda, un grupo de concesionarios del transporte público urbano solicitó una reunión urgente con el gobernador del estado. Se convino una comida. El representante de los transportistas, orador oficial de la ocasión, dejó caer su fuerza amenazante si el gobierno no autorizaba de inmediato un aumento a las tarifas proporcional a la inflación (el 150 por ciento). Alegó, con razón y sin ella, el incremento en el costo de los insumos. Ya se sabe: combustibles, refacciones, reparaciones, salarios. El discurso fue subiendo de tono en la medida en el que el líder enumeraba los costos del servicio. Su conclusión fue contundente: no hay utilidades, el negocio ya no deja; o se autoriza el incremento a las tarifas o se tomarían otras medidas para solucionar el problema. El chantaje era evidente y la tensión visible. Por un momento pensé que el dirigente de los transportistas golpearía la mesa en señal de indignación. El gobernador del estado, calmado pero firme, expresó que, según él tenía entendido, los negocios son negocios cuando dejan utilidades; que cuando un negocio no deja rendimientos, entonces no es negocio; que cuando un negocio deja de ser negocio, el negociante deja el negocio y emprende otra actividad que sí sea negocio; que, en consecuencia, si el transporte público urbano había dejado de ser negocio, sugería que los transportistas devolvieran concesiones y permisos, que se negociaría una indemnización justa, que les compraba sus activos (camiones, talleres y demás instalaciones) y se responsabilizaba de los derechos laborales de los trabajadores. Si la actividad no es negocio, concluyó, nadie los obliga a seguir en él. Esa tarde me sentí orgullo del poder del Estado. Es un ejemplo, pero toda regeneración comienza de un modo ejemplar y desde arriba. En su sentido clásico, es decir en su sentido moderno, la República nace en oposición a la monarquía. El primero de sus objetivos fue la erradicación de los privilegios. Éste fue el móvil inequívoco de la insurgencia de 1810, de la Reforma liberal, de la Revolución y de las exigencias democráticas del siglo XX. Por eso creo que la regeneración de la vida pública tendría un buen comienzo con una sucesión de buenos ejemplos de los servidores de la República.

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