Aseguran los pronósticos del mundo y del país que los meses más difíciles de la crisis económica están por venir. En México ya se han perdido, según el dato oficial, alrededor de dos millones y medio de empleos y todo indica que se perderán muchos más. La crisis, como otras, pasará algún día; es decir, se desvanecerá el remolino agudo de su particularidad. Pero el hecho de que pase no significa que nos ahorremos las secuelas. ¿Quiénes son los culpables? Lo peor de lo que nos pasa es que nadie es culpable; mejor dicho: nadie quiere ser culpable. La paradoja es que nadie es inocente. Pero decir que todos somos culpables exculpa a los verdaderos culpables (o a los más culpables), y decir que nadie es inocente mete en el cajón de las sospechas a las víctimas. Como sea, no hay culpables únicos y absolutos y tampoco hay inocentes angelicales. Lo que hay son millones de perjudicados.
El escritor búlgaro Tzvetan Todorov, en una reflexión sobre culpas, culpables, inocentes y víctimas (El hombre desplazado, Taurus, 2008), se vale de un personaje de un relato de Maupassant, que resume del modo siguiente: la protagonista es una joven mujer de modestos ingresos; pide prestado un collar de diamantes a una rica conocida para asistir a un baile; para su desgracia, le roban el collar. Ella decide entonces devolverlo, y convierte dicha devolución en un asunto de honor. Pide prestada una enorme suma de dinero y compra otro collar idéntico. El resto de su existencia se verá profundamente conmocionado por los pagos de la deuda contraída. Años después, ya en el declive de su vida, reencuentra a su antigua protectora y le confiesa, llena de orgullo, el incidente. “Mi pobre amiga”, exclama la protectora, “los diamantes eran falsos, el collar no valía nada.”
La joven del relato puede ser juzgada como una persona honorable porque cumple sus responsabilidades, aun a costa de malograr su vida. Otros la juzgarán como una persona moralmente estúpida, pues si en su momento hubiera dicho la verdad y ofrecido la reposición del collar, no se habría llevado, en el declive de su empeñosa vida, la desgraciada jugarreta que el destino le infringió a cambio de no decirla. Unos más fijarán su escrutinio en la rica protectora, la dueña del collar falso, y criticarán lo inmoral que resulta muchas veces decir la verdad, pues al decirla deshizo la razón de ser de una vida. Destacarán, con razón, la crueldad de la respuesta final, ya que la verdad tiene, a la hora de decirla, sus bemoles idiomáticos, y se debe evitar, en la medida de lo posible, que el modo de decirla destruya la más elevada dignidad de una persona, pues es como haberle dicho: “Mira, eres una estúpida, tu vida entera fue falsa, nada tienes de qué enorgullecerte, echaste a perder tu existencia por algo que no valía nada”. Pero si tal hubiera sido la respuesta, el daño no habría sido tan descomunal como lo fue el tono de indiferencia burlona de quien no le da ninguna importancia a la sensibilidad de los demás. Otros más argumentarán que el plano moral en que se mueven la joven modesta y la señora rica no es el mismo, pues la pertenencia social de la joven la dejó atrapada en un empeño en el que gastó los esfuerzos de su vida, en tanto que la mujer rica no le dijo la verdad a la joven al momento de prestarle el collar; es decir, que un adorno es sólo eso, un adorno, un aderezo. Pero, ¿era obligación moral de la señora rica decir la verdad sobre un collar de falsos diamantes que la joven modesta tenía por verdaderos? ¿Qué es lo falso y qué lo verdadero en este asunto? Los diamantes eran falsos pero el collar era verdadero; la señora rica le hizo un favor a la joven modesta al prestarle gustosa el objeto ornamental que ésta eligió, y no tenía por tanto el deber de decirle una verdad que la joven pedigüeña no preguntó, pues ya imagino la que se hubiera armado si la propia joven pregunta a la señora rica si los diamantes eran genuinos o un aliño vulgar. ¿No pecó de ingenuidad la joven modesta al suponer que la señora rica, aun siendo su amiga, le prestaba tan fácil y a la ligera un genuino collar de diamantes, sabiendo ambas lo que eso implicaba, es decir el riesgo de mostrar a la vista de todo el mundo un aderezo tan costoso? ¿Tenía la joven modesta la obligación de saber lo que pedía o su modestia económica y social justifica su candidez? ¿Es válido decir que pedir no empobrece y que más bien su estupidez consiste en su imperdonable descuido durante la fiesta? Con tal de no tropezar con la tentación maniquea de separar a buenos y malos, lo mejor es leer el cuento de Maupassant y buscar algunas pistas que nos ayuden a entender la trama moral de la historia y ahuyentar de nuestros juicios el peligroso fantasma de la moraleja facilona y simplista.
Guy de Maupassant (1850-1893)
El cuento del escritor francés Guy de Maupassant (1850-1893) se llama en francés La parure, traducido al español como El collar. El título original es más sugerente, irónico y sutil: el adorno, el aderezo, el aliño. Yo agregaría “el accesorio”. La joven modesta se llama Matilde. Es una linda y deliciosa criatura nacida en una familia de empleados; no pudiendo adornarse, fue sencilla pero desgraciada. Su sueño más deseado es igualarse con las más grandes señoras. Su vida es un suplicio constante, pues cree que ha nacido para todas las delicadezas y los lujos. Piensa en grande: antecámaras guarecidas de tapices orientales alumbradas por altas lámparas de bronce, grandes salones y sedas antiguas, muebles repletos de figurillas inestimables, saloncillos coquetones y perfumados y charlas de cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres famosos y agasajados. Pero la realidad es que el comedor redondo de su casa tiene un mantel usado y corriente, aunque es justo decir que la comida cotidiana es sencillamente exquisita. Su marido, un empleado sensato, se sienta ante la mesa y exclama: “¡Ah! ¡Qué buen caldo! ¡No hay nada para mí tan excelente como esto!” Una tarde el marido lleva una invitación del ministro de Instrucción Pública para una velada en el hotel del ministerio. Matilde recuerda entonces a una amiga muy rica que fue su compañera en el colegio, la distinguida señora de Forestier, y a ella acude a pedirle prestado el collar de diamantes. En la fiesta el triunfo de Matilde es espectacular: fue admirada por su gracia, su elegancia y su belleza. Todos los hombres la miraban, los directores generales querían bailar con ella y hasta el ministro reparó en su hermosura. Ella bailó embriagada, con pasión, inundada de alegría. La victoria de su alma fue completa. Cuando regresa a su casa el collar ya no estaba en su hermoso cuello. Inútiles fueron todas las búsquedas. Una vez que compró un collar “casi idéntico” (los diamantes son genuinos) lo devolvió a la señora de Forestier. El resto de la vida de la pareja es obvio: trabajos duros en casa, dobles turnos, pagarés, hipotecas, préstamos usureros, privaciones, humillaciones. La vida echada a perder.
John Kenneth Galbraith (1908.2006)
El economista John Kenneth Galbraith insistía en que la solución de cualquier crisis económica pasaba necesariamente por la temperancia del nivel medio de vida. Es falso que el consumo compulsivo y desmesurado de las clases medias las afecte solamente a ellas. Así como muchos pagan apuradamente sus deudas, muchos otros dejan de pagar porque no pueden o no quieren. Pero todos acabamos pagando un collar de falsos diamantes. ¿No hemos torcido el legítimo deseo de superación pretendiendo vivir una vida que no nos pertenece? ¿Qué vida es la vida hipotecada por causa del automóvil nuevo, la universidad costosa, el consumo de baratijas, los hábitos desproporcionados? ¿No son la envidia, la avaricia y la estupidez algunas causas de la corrupción financiera, la ilusión del progreso y la corrupción política? Pasado el desastre, habrá que saldar las cuentas del pasado. Es deseable que también saldemos las cuentas con el pasado.
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