George Steiner es un sabio, quizás el último o de los últimos sabios de la humanidad, una especie cuya extinción no ha levantado protestas o resistencias en ninguna parte del mundo. No se conoce de ninguna revuelta callejera o campaña mediática por la catástrofe humana que ha producido la desaparición de los sabios. Que Steiner sea un sabio sólo significa que se lleva mal con su tiempo. Es un extemporáneo; es decir, un clásico. Mañana cumple ochenta años y se puede decir de él que, clásico al fin, ha llegado a ser el que es: un amante de la sabiduría. Pero no es un filósofo en ningún sentido, ni antiguo ni moderno. Él se define como un “amatore”, el que ama; es decir, un amateur. Es un crítico de literatura. Calificarlo de este modo no dice nada, pero leyendo sus libros uno se reconcilia con la crítica literaria. Ahora nos regala una prueba más de su terca derrota en Los libros que nunca he escrito (Fondo de Cultura Económica, 2008). Con este libro, dice, ha cumplido la lección de Beckett: aprender a fracasar mejor.
Dicen que es un cascarrabias. Tal vez tengan razón; agreguemos que sus muecas de intransigencia y enfado sólo se manifiestan ante preguntas ampulosas; digamos también que especialmente le disgustan las preguntas sobre política, que nunca responde; hace gestos e invita a los preguntones a hablar sobre su trabajo: literatura, lenguaje, significado, cultura, barbarie. Es, en el mejor sentido de la palabra, un escéptico: la vida es triste porque el pensamiento es triste; es casi nada lo que podemos conocer y lo poco que podemos conocer lo deconstruyen los impostores de la posmodernidad. De aquí su perseverante invitación a sus alumnos (y lectores) a buscar las fuentes del significado. Es un decepcionado de la democracia que todo lo iguala hacia abajo, que todo lo vuelve mediocre. Su decepción la expresa guardando silencio; nunca antes había opinado de política hasta que escribió Los libros que nunca ha escrito, a la que dedica uno de los siete temas que componen el libro. Lo suyo parece un “mea culpa”: confiesa que nunca en su vida ha sido políticamente activo ni se ha afiliado a tal o cual partido; jamás ha apoyado ningún programa político o movimiento partidista; acepta que su conducta, sus escritos y sus enseñanzas han sido las de alguien a quien Aristóteles hubiera descrito como un “idiota”, aquel que rechaza tomar parte en los asuntos de la ciudad. Pero no se enorgullece de su rechazo a la política y su adhesión radical a la privacidad, pues asume que su postura hace posible, y en cierto sentido justifica, que los déspotas, los corruptos y los mediocres accedan al gobierno. Se considera un mirón de la política y se pregunta angustiado: ¿Qué miopía, qué impulso autista, me ha llevado a juzgar todo colectivo, ya se trate de un comité o de una turba, de una docta academia o de un equipo deportivo, como intrínsecamente sospechoso? ¿Qué preventiva arrogancia o pereza me ha hecho “inasociable” y me ha persuadido de que si otros están de acuerdo conmigo será porque estoy diciendo perogrulladas o estupideces? ¿Por qué me he negado a añadir mi firma a manifiestos, protestas y llamamientos con muchas de cuyas propuestas y apremios estoy de acuerdo? Reflexiona sobre el hecho de que llegó a la edad adulta bajo la amenaza del fascismo y del nazismo. Por eso desde el principio estuvo harto de la política, hartura que se vio reforzada por su judaísmo peregrino, la sensación de saberse extranjero en todas partes; con la política le ocurre lo que al invitado en una casa: se abstiene de intervenir en las riñas domésticas. La paradoja que inquieta a Steiner es que precisamente por su condición de peregrino debería haberse orientado a prestar su apoyo apasionado a la “sociedad abierta”, a unas instituciones democráticas y liberales como las que encontró en Estados Unidos, de las que se benefició. Sin embargo, el sabio se mantuvo totalmente al margen, tal vez pensando en una frase altiva de Dante: “ser un partido de uno”. ¿No afirmaba Borges que su anarquismo era tan extremo que defendía el derecho de cada individuo de acuñar su propia moneda? Borges, es cierto, desdeñaba la democracia calificándola como una superstición, un abuso de la estadística; pero no se dice que sintió una alegría inmensa el día que Argentina tuvo su primera elección democrática, luego de años de dictadura.
Steiner reconoce en su persona una obsesión por la privacidad. La causa y el compromiso políticos son públicos y él define lo público como enemigo de lo privado, aunque acepta un poco a regañadientes que lo político hace posible su privacidad. Lo que más desprecia Steiner es la vulgaridad, y, en efecto, el mundo puertas afueras la destila por todos sus poros. Pero reflexionemos sobre sus palabras: “En nombre de la eficacia clínica, de la seguridad nacional, de la transparencia fiscal, nuestra vida privada es escudriñada, grabada y manipulada. Al mismo tiempo las artes de la soledad, de la comedida discreción, de ese inviolado silencio que Pascal situó en el centro de la verdadera civilización y de la edad adulta, han sufrido una gran merma. Se ha estimado que el transeúnte medio que pasa por las calles del centro de Londres es fotografiado unas trescientas veces por cámaras de vigilancia ocultas”. Tal vez Steiner leyó horrorizado la noticia publicada hace unos días por un periódico británico sobre una mujer que exigió el divorcio a su marido por culpa de Google Street View, un programa de la red que muestra las imágenes de casi todas las calles de las grandes ciudades. Gracias a una foto de este buscador de internet, la señora descubrió que su esposo le había mentido al decirle que se iba fuera de la ciudad en un congreso. Sentada cómodamente frente a su computadora portátil, vio el coche de su marido estacionado frente a la casa de otra mujer. Dunia me dice que los detectives privados, la investigación criminal y todos los sistemas y técnicas de vigilancia son obsoletos.
No se piense que el sabio Steiner es un ingenuo y que su desprecio por lo político se debe a que es esencialmente una negación del maravilloso silencio de la privacidad. Su desprecio por la política no es, por decirlo así, ontológico; es decir, no lo es por una supuesta o real contradicción entre lo público y lo privado, sino sobre todo –quizá aquí podamos encontrar la naturaleza de su radicalismo– por el problema de la igualdad ante la ley. La aseveración de que todos somos iguales ante la ley, dice, es la más antigua de las ficciones documentadas. Sin embargo, los afortunados, los poderosos, los adinerados nunca se han enfrentado al mismo aparato legal que los indigentes y los sometidos a servidumbre. Agrega que la ley, por draconiana o por ilustrada que sea, está llena de compromisos y desigualdades. Lamenta que los instruidos, los bien aconsejados y los elocuentes experimentan y aprovechan la legislación de un modo que resulta imposible para los pobres y los que no tienen voz. Aunque reconoce la importancia de la regla general o el desiderátum sobre la igualdad ante la ley y reconoce que unas sociedades se esfuerzan más sinceramente que otras para lograrlo, concluye que los seres humanos somos arrojados a este mundo profundamente desigual. Entre el paisanaje antes se decía: “somos echados al mundo”. El sentido es claro: somos aventados al mundo con la desnudez de quien sólo tiene el instinto de conservación, la escéptica resignación ante lo que venga, la vida llevada a la deriva como el barquito de papel en el caudaloso río. George Steiner cumple mañana ochenta años. Supongo que en su estudio encontrará lo que ha buscado hace mucho: una prodigalidad de silencios. Su regalo de cumpleaños será la triste alegría de saber –con Kant– que la humanidad fue hecha de un árbol torcido y que la materia prima de la política es la madera podrida de ese árbol. Es un sabio –quizá el último– y se ha ganado el derecho de contemplar el bosque y el árbol torcido, no los desechos gusanados.
Dicen que es un cascarrabias. Tal vez tengan razón; agreguemos que sus muecas de intransigencia y enfado sólo se manifiestan ante preguntas ampulosas; digamos también que especialmente le disgustan las preguntas sobre política, que nunca responde; hace gestos e invita a los preguntones a hablar sobre su trabajo: literatura, lenguaje, significado, cultura, barbarie. Es, en el mejor sentido de la palabra, un escéptico: la vida es triste porque el pensamiento es triste; es casi nada lo que podemos conocer y lo poco que podemos conocer lo deconstruyen los impostores de la posmodernidad. De aquí su perseverante invitación a sus alumnos (y lectores) a buscar las fuentes del significado. Es un decepcionado de la democracia que todo lo iguala hacia abajo, que todo lo vuelve mediocre. Su decepción la expresa guardando silencio; nunca antes había opinado de política hasta que escribió Los libros que nunca ha escrito, a la que dedica uno de los siete temas que componen el libro. Lo suyo parece un “mea culpa”: confiesa que nunca en su vida ha sido políticamente activo ni se ha afiliado a tal o cual partido; jamás ha apoyado ningún programa político o movimiento partidista; acepta que su conducta, sus escritos y sus enseñanzas han sido las de alguien a quien Aristóteles hubiera descrito como un “idiota”, aquel que rechaza tomar parte en los asuntos de la ciudad. Pero no se enorgullece de su rechazo a la política y su adhesión radical a la privacidad, pues asume que su postura hace posible, y en cierto sentido justifica, que los déspotas, los corruptos y los mediocres accedan al gobierno. Se considera un mirón de la política y se pregunta angustiado: ¿Qué miopía, qué impulso autista, me ha llevado a juzgar todo colectivo, ya se trate de un comité o de una turba, de una docta academia o de un equipo deportivo, como intrínsecamente sospechoso? ¿Qué preventiva arrogancia o pereza me ha hecho “inasociable” y me ha persuadido de que si otros están de acuerdo conmigo será porque estoy diciendo perogrulladas o estupideces? ¿Por qué me he negado a añadir mi firma a manifiestos, protestas y llamamientos con muchas de cuyas propuestas y apremios estoy de acuerdo? Reflexiona sobre el hecho de que llegó a la edad adulta bajo la amenaza del fascismo y del nazismo. Por eso desde el principio estuvo harto de la política, hartura que se vio reforzada por su judaísmo peregrino, la sensación de saberse extranjero en todas partes; con la política le ocurre lo que al invitado en una casa: se abstiene de intervenir en las riñas domésticas. La paradoja que inquieta a Steiner es que precisamente por su condición de peregrino debería haberse orientado a prestar su apoyo apasionado a la “sociedad abierta”, a unas instituciones democráticas y liberales como las que encontró en Estados Unidos, de las que se benefició. Sin embargo, el sabio se mantuvo totalmente al margen, tal vez pensando en una frase altiva de Dante: “ser un partido de uno”. ¿No afirmaba Borges que su anarquismo era tan extremo que defendía el derecho de cada individuo de acuñar su propia moneda? Borges, es cierto, desdeñaba la democracia calificándola como una superstición, un abuso de la estadística; pero no se dice que sintió una alegría inmensa el día que Argentina tuvo su primera elección democrática, luego de años de dictadura.
Steiner reconoce en su persona una obsesión por la privacidad. La causa y el compromiso políticos son públicos y él define lo público como enemigo de lo privado, aunque acepta un poco a regañadientes que lo político hace posible su privacidad. Lo que más desprecia Steiner es la vulgaridad, y, en efecto, el mundo puertas afueras la destila por todos sus poros. Pero reflexionemos sobre sus palabras: “En nombre de la eficacia clínica, de la seguridad nacional, de la transparencia fiscal, nuestra vida privada es escudriñada, grabada y manipulada. Al mismo tiempo las artes de la soledad, de la comedida discreción, de ese inviolado silencio que Pascal situó en el centro de la verdadera civilización y de la edad adulta, han sufrido una gran merma. Se ha estimado que el transeúnte medio que pasa por las calles del centro de Londres es fotografiado unas trescientas veces por cámaras de vigilancia ocultas”. Tal vez Steiner leyó horrorizado la noticia publicada hace unos días por un periódico británico sobre una mujer que exigió el divorcio a su marido por culpa de Google Street View, un programa de la red que muestra las imágenes de casi todas las calles de las grandes ciudades. Gracias a una foto de este buscador de internet, la señora descubrió que su esposo le había mentido al decirle que se iba fuera de la ciudad en un congreso. Sentada cómodamente frente a su computadora portátil, vio el coche de su marido estacionado frente a la casa de otra mujer. Dunia me dice que los detectives privados, la investigación criminal y todos los sistemas y técnicas de vigilancia son obsoletos.
No se piense que el sabio Steiner es un ingenuo y que su desprecio por lo político se debe a que es esencialmente una negación del maravilloso silencio de la privacidad. Su desprecio por la política no es, por decirlo así, ontológico; es decir, no lo es por una supuesta o real contradicción entre lo público y lo privado, sino sobre todo –quizá aquí podamos encontrar la naturaleza de su radicalismo– por el problema de la igualdad ante la ley. La aseveración de que todos somos iguales ante la ley, dice, es la más antigua de las ficciones documentadas. Sin embargo, los afortunados, los poderosos, los adinerados nunca se han enfrentado al mismo aparato legal que los indigentes y los sometidos a servidumbre. Agrega que la ley, por draconiana o por ilustrada que sea, está llena de compromisos y desigualdades. Lamenta que los instruidos, los bien aconsejados y los elocuentes experimentan y aprovechan la legislación de un modo que resulta imposible para los pobres y los que no tienen voz. Aunque reconoce la importancia de la regla general o el desiderátum sobre la igualdad ante la ley y reconoce que unas sociedades se esfuerzan más sinceramente que otras para lograrlo, concluye que los seres humanos somos arrojados a este mundo profundamente desigual. Entre el paisanaje antes se decía: “somos echados al mundo”. El sentido es claro: somos aventados al mundo con la desnudez de quien sólo tiene el instinto de conservación, la escéptica resignación ante lo que venga, la vida llevada a la deriva como el barquito de papel en el caudaloso río. George Steiner cumple mañana ochenta años. Supongo que en su estudio encontrará lo que ha buscado hace mucho: una prodigalidad de silencios. Su regalo de cumpleaños será la triste alegría de saber –con Kant– que la humanidad fue hecha de un árbol torcido y que la materia prima de la política es la madera podrida de ese árbol. Es un sabio –quizá el último– y se ha ganado el derecho de contemplar el bosque y el árbol torcido, no los desechos gusanados.
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