Una creencia electoral muy difundida recomienda a los ciudadanos no votar por los partidos sino por las personas. La creencia es falsa. Si no se quiere usar el criterio de lo falso por su implicación contraria, digamos entonces que la creencia es suicida. Si este adjetivo resulta demasiado escandaloso, digamos pues que la creencia es anti-política. Como también esta última adjetivación parece exagerada, digamos que la creencia es ignorante, incorrecta, inadecuada o inútil. Si, finalmente, nos acercamos un poco a la complejidad de la democracia, digamos entonces que la creencia es incompleta, parcialmente falsa, parcialmente verdadera, relativamente adecuada o relativamente incorrecta. Si recordamos que la política no postula verdades de tipo científico, religioso o moral, también podemos decir que la creencia es inmadura, infantil o pre-democrática.
Mucho me temo que la democracia es de partidos o no es democracia. Aunque sea un pleonasmo, la democracia es democracia política. Vale agregar, sin embargo, que la democracia no empieza ni termina con los partidos. Es bueno recordar que los partidos son medios, no fines. La Constitución define a los partidos como organizaciones de ciudadanos que tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional y hacer posible el acceso de los ciudadanos al ejercicio del poder público. Se oye bien, suena bonito. Pero todos gritamos a coro que la realidad no es la que configura la Constitución: unos dirán que es letra muerta, otros afirmarán que son principios teóricos que nada tienen que ver con los hechos, muchos expresarán que, en consecuencia, la democracia no existe en nuestro país, y, desgraciadamente, la gran mayoría no dirá nada. Vale decir que los ideales democráticos (estén en la Constitución o formen parte de los buenos hábitos de convivencia de la gente) son necesarios. Forman parte de lo que llamamos “política real”. No crean los ciudadanos que la política es solamente lo que vemos. La democracia tiene un sentido de la realidad y un sentido de la posibilidad. Frente a la realidad que observamos (nos guste mucho, poco o nada) tenemos la facultad de pensar en todo aquello que podría llegar a ser. A este realismo le damos el nombre de “democracia posible”. La democracia es lo que existe y también lo que es posible que exista. La realidad despierta las posibilidades, sobre todo si se concede la misma importancia a lo que tenemos como a lo que es posible tener. Es válido y necesario evaluar nuestra democracia en relación al pasado no democrático o autoritario, pero es más útil y práctico compararla con el futuro, con todo aquello que puede llegar a ser. También es válido comparar la democracia con el presente: quién nos gobierna, cómo nos gobierna y qué podemos hacer para elegir mejores gobiernos. Los partidos son necesarios (un mal necesario, si se quiere) pero no bastan para construir ese edificio al que llamamos régimen democrático. Aunque sea obvio, vale recordar que los partidos son las instituciones más desprestigiadas del país (y del mundo), más que la policía, los bancos, los diputados, el ministerio público, los jueces, el matrimonio y los Legionarios. Un ciudadano mediocre dirá “Ni modo, son los partidos que tenemos”. A este ciudadano podemos calificarlo como un iluso, pues es incapaz de ver la realidad. Un ciudadano razonable y realista pensará en qué tipo de partidos es posible tener. Un ciudadano inteligente es capaz de ver, gracias los lentes de los ideales, las realidades posibles. Desgraciadamente, la gran mayoría no pensará ni verá nada. La indiferencia ciudadana es la realidad más escabrosa y la más difícil de modificar.
A la hora de decidir el voto vale fijarse en la persona, pero es mejor cuando se le mira dentro de un partido. Es falso el refrán de que más vale malo por conocido que bueno por conocer. La alternancia es siempre un recurso legítimo por medio del cual los ciudadanos deshacen el engaño de la fatalidad electoral. El ciudadano razonable y realista tiene presente que la votación es una forma civilizada de derrocar al mal gobierno. Es importante saber quién es el candidato: de dónde surge, quién o quiénes lo eligieron, qué intereses (además de los políticos) representa y obedece, cuáles son los frenos institucionales que le impedirían gobernar caprichosamente. En política no es confiable la persona que se manda sola. La historia nos muestra que los gobernantes que se bastan a sí mismos o que no necesitan de otros para tomar decisiones acaban gobernando mal o muy mal, y algunos se vuelven locos. Un ciudadano razonable y realista pondrá más atención en las reglas y procedimientos de la elección de un candidato que en sus preferencias religiosas, morales y sexuales. Antes que deberes éticos, el gobernante tiene obligaciones legales. Su conciencia moral puede llegar a ser útil, pero es más útil que esté constreñido por normas e instituciones jurídicas que lo vigilen, lo evalúen y lo sometan a responsabilidades políticas, administrativas y penales. Si un gobernante ladrón alega que tiene su conciencia tranquila, es preferible que sus sentimientos morales los experimente en la cárcel y no en la ancha calle de la impunidad. De modo que un ciudadano razonable y realista se fijará tanto en la persona como en el partido que lo postula. Pero no basta. Conviene hacer memoria: cuentan las intenciones pero cuentan más los resultados; valen los títulos académicos y honores intelectuales, pero valen más la honradez probada, las cualidades políticas y el conocimiento de la realidad. Cuentan la experiencia, el arraigo, la propuesta y la capacidad para escuchar, hablar y dialogar. Un ciudadano razonable y realista no se interesará demasiado en el estado civil de un candidato. Pondrá más atención en su estado incivil. Se fijará más en sus dolencias gástricas que en sus preferencias gastronómicas.
Izquierda y derecha son dos expresiones políticas que, afortunadamente, todavía son útiles a la hora de juzgar a personas e instituciones públicas. Además de útiles, son necesarias. Es prudente desconfiar de los extremos, de los radicales, de las posturas desmesuradas. Con el riesgo de simplificar, podemos decir que en la derecha se pone un énfasis especial en la libertad y la izquierda en la justicia. En esto el ciudadano razonable y realista no ha hacerse bolas, pues libertad y justicia no son excluyentes en términos absolutos. El pensador político más importante del siglo XX escribió que la igualdad y la justicia sólo pueden buscarse en la libertad. Vale desconfiar, de entrada, de los candidatos que propongan como finalidad de su gobierno la grandeza del municipio, de la ciudad, del estado o del país. No saben lo que dicen o nos están engañando. No es confiable un candidato que promete la erradicación de la pobreza, la desigualdad y la violencia. No sabe lo que dice o es un pobre diablo. En el amor es válido ofrecer el cielo, la luna y las estrellas, no en la política. Es preferible el candidato que en lugar de abstracciones y quimeras ofrece soluciones concretas para reducir tanto como sea posible los efectos más graves de la desigualdad social, y que al mismo tiempo nos dice detalladamente cuándo, cómo, dónde y con qué cumplirá las soluciones ofrecidas. No es confiable el candidato ambiguo, soso o inseguro. Son preferibles las propuestas sencillas, concretas, duraderas y factibles que las obras espectaculares y caras. El ciudadano razonable y realista sabe que los gobernantes pueden poco, pero también sabe que la democracia hace posible que ese poco poder, apoyado por el poder de la población, es capaz de distribuir los recursos con oportunidad, honradez y equidad. El político más importante del siglo XX dijo que la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de las demás. Con este espíritu de sabio pesimismo, el ciudadano razonable y realista sabe que el único escepticismo útil es el escepticismo activo, y confía en el candidato que es capaz de persuadir y convencer a la población de participar responsablemente en la gestión del bienestar general. Un candidato comprometido con la democracia ofrece soluciones para fortalecer la transparencia, la rendición de cuentas y las responsabilidades.
A estas alturas un ciudadano razonable y realista sabe que elegimos la democracia no porque nos ofrezca el cielo, la luna y las estrellas, sino porque sólo ella nos garantiza, nunca en términos absolutos, una convivencia un poco más humana. Sabe que el poder corrompe. De niño escuchó un adagio que ahora le viene a la memoria: “En arca abierta hasta el más justo peca”. El ciudadano razonable y realista sufraga de manera negativa: su voto va dirigido a impedir que gobiernen los corruptos, los incompetentes y los autoritarios. Sabe que es inútil buscar a los más justos entre los justos, y por eso prefiere poner cerraduras a las arcas y castigar a los vivales que las violen con ganzúas o magias presupuestarias, y deja de perder el tiempo buscando a unos seres angelicales a quienes los románticos de todos los tiempos han dado en llamar “el hombre nuevo”, “la sociedad nueva”, “el orden nuevo” u otras patrañas por el estilo. Sabe que es preferible repartir el poder entre varios que otorgárselo a uno solo. Sabe que los ciudadanos tenemos la obligación de vigilar a los gobernantes, pero antes procura elegirlos de tal modo que entre ellos prive una mutua pero razonable desconfianza: es bueno que entre ellos se vigilen, se controlen y se acusen. Un ciudadano razonable y realista desconfía de las votaciones unánimes. Prefiere la deliberación, el debate y la difícil confrontación antes que el acuerdo fácil, cómodo y al vapor. Finalmente, el ciudadano razonable y realista leerá con suspicacia esta “Instrucción anti pastoral” y luego la depositará en la bolsa de los desechos reciclables. Un ciudadano razonable y realista no admite instrucciones de nadie. Sabe que la política no se explica ni se vive con instructivos o recetarios.
Mucho me temo que la democracia es de partidos o no es democracia. Aunque sea un pleonasmo, la democracia es democracia política. Vale agregar, sin embargo, que la democracia no empieza ni termina con los partidos. Es bueno recordar que los partidos son medios, no fines. La Constitución define a los partidos como organizaciones de ciudadanos que tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional y hacer posible el acceso de los ciudadanos al ejercicio del poder público. Se oye bien, suena bonito. Pero todos gritamos a coro que la realidad no es la que configura la Constitución: unos dirán que es letra muerta, otros afirmarán que son principios teóricos que nada tienen que ver con los hechos, muchos expresarán que, en consecuencia, la democracia no existe en nuestro país, y, desgraciadamente, la gran mayoría no dirá nada. Vale decir que los ideales democráticos (estén en la Constitución o formen parte de los buenos hábitos de convivencia de la gente) son necesarios. Forman parte de lo que llamamos “política real”. No crean los ciudadanos que la política es solamente lo que vemos. La democracia tiene un sentido de la realidad y un sentido de la posibilidad. Frente a la realidad que observamos (nos guste mucho, poco o nada) tenemos la facultad de pensar en todo aquello que podría llegar a ser. A este realismo le damos el nombre de “democracia posible”. La democracia es lo que existe y también lo que es posible que exista. La realidad despierta las posibilidades, sobre todo si se concede la misma importancia a lo que tenemos como a lo que es posible tener. Es válido y necesario evaluar nuestra democracia en relación al pasado no democrático o autoritario, pero es más útil y práctico compararla con el futuro, con todo aquello que puede llegar a ser. También es válido comparar la democracia con el presente: quién nos gobierna, cómo nos gobierna y qué podemos hacer para elegir mejores gobiernos. Los partidos son necesarios (un mal necesario, si se quiere) pero no bastan para construir ese edificio al que llamamos régimen democrático. Aunque sea obvio, vale recordar que los partidos son las instituciones más desprestigiadas del país (y del mundo), más que la policía, los bancos, los diputados, el ministerio público, los jueces, el matrimonio y los Legionarios. Un ciudadano mediocre dirá “Ni modo, son los partidos que tenemos”. A este ciudadano podemos calificarlo como un iluso, pues es incapaz de ver la realidad. Un ciudadano razonable y realista pensará en qué tipo de partidos es posible tener. Un ciudadano inteligente es capaz de ver, gracias los lentes de los ideales, las realidades posibles. Desgraciadamente, la gran mayoría no pensará ni verá nada. La indiferencia ciudadana es la realidad más escabrosa y la más difícil de modificar.
A la hora de decidir el voto vale fijarse en la persona, pero es mejor cuando se le mira dentro de un partido. Es falso el refrán de que más vale malo por conocido que bueno por conocer. La alternancia es siempre un recurso legítimo por medio del cual los ciudadanos deshacen el engaño de la fatalidad electoral. El ciudadano razonable y realista tiene presente que la votación es una forma civilizada de derrocar al mal gobierno. Es importante saber quién es el candidato: de dónde surge, quién o quiénes lo eligieron, qué intereses (además de los políticos) representa y obedece, cuáles son los frenos institucionales que le impedirían gobernar caprichosamente. En política no es confiable la persona que se manda sola. La historia nos muestra que los gobernantes que se bastan a sí mismos o que no necesitan de otros para tomar decisiones acaban gobernando mal o muy mal, y algunos se vuelven locos. Un ciudadano razonable y realista pondrá más atención en las reglas y procedimientos de la elección de un candidato que en sus preferencias religiosas, morales y sexuales. Antes que deberes éticos, el gobernante tiene obligaciones legales. Su conciencia moral puede llegar a ser útil, pero es más útil que esté constreñido por normas e instituciones jurídicas que lo vigilen, lo evalúen y lo sometan a responsabilidades políticas, administrativas y penales. Si un gobernante ladrón alega que tiene su conciencia tranquila, es preferible que sus sentimientos morales los experimente en la cárcel y no en la ancha calle de la impunidad. De modo que un ciudadano razonable y realista se fijará tanto en la persona como en el partido que lo postula. Pero no basta. Conviene hacer memoria: cuentan las intenciones pero cuentan más los resultados; valen los títulos académicos y honores intelectuales, pero valen más la honradez probada, las cualidades políticas y el conocimiento de la realidad. Cuentan la experiencia, el arraigo, la propuesta y la capacidad para escuchar, hablar y dialogar. Un ciudadano razonable y realista no se interesará demasiado en el estado civil de un candidato. Pondrá más atención en su estado incivil. Se fijará más en sus dolencias gástricas que en sus preferencias gastronómicas.
Izquierda y derecha son dos expresiones políticas que, afortunadamente, todavía son útiles a la hora de juzgar a personas e instituciones públicas. Además de útiles, son necesarias. Es prudente desconfiar de los extremos, de los radicales, de las posturas desmesuradas. Con el riesgo de simplificar, podemos decir que en la derecha se pone un énfasis especial en la libertad y la izquierda en la justicia. En esto el ciudadano razonable y realista no ha hacerse bolas, pues libertad y justicia no son excluyentes en términos absolutos. El pensador político más importante del siglo XX escribió que la igualdad y la justicia sólo pueden buscarse en la libertad. Vale desconfiar, de entrada, de los candidatos que propongan como finalidad de su gobierno la grandeza del municipio, de la ciudad, del estado o del país. No saben lo que dicen o nos están engañando. No es confiable un candidato que promete la erradicación de la pobreza, la desigualdad y la violencia. No sabe lo que dice o es un pobre diablo. En el amor es válido ofrecer el cielo, la luna y las estrellas, no en la política. Es preferible el candidato que en lugar de abstracciones y quimeras ofrece soluciones concretas para reducir tanto como sea posible los efectos más graves de la desigualdad social, y que al mismo tiempo nos dice detalladamente cuándo, cómo, dónde y con qué cumplirá las soluciones ofrecidas. No es confiable el candidato ambiguo, soso o inseguro. Son preferibles las propuestas sencillas, concretas, duraderas y factibles que las obras espectaculares y caras. El ciudadano razonable y realista sabe que los gobernantes pueden poco, pero también sabe que la democracia hace posible que ese poco poder, apoyado por el poder de la población, es capaz de distribuir los recursos con oportunidad, honradez y equidad. El político más importante del siglo XX dijo que la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de las demás. Con este espíritu de sabio pesimismo, el ciudadano razonable y realista sabe que el único escepticismo útil es el escepticismo activo, y confía en el candidato que es capaz de persuadir y convencer a la población de participar responsablemente en la gestión del bienestar general. Un candidato comprometido con la democracia ofrece soluciones para fortalecer la transparencia, la rendición de cuentas y las responsabilidades.
A estas alturas un ciudadano razonable y realista sabe que elegimos la democracia no porque nos ofrezca el cielo, la luna y las estrellas, sino porque sólo ella nos garantiza, nunca en términos absolutos, una convivencia un poco más humana. Sabe que el poder corrompe. De niño escuchó un adagio que ahora le viene a la memoria: “En arca abierta hasta el más justo peca”. El ciudadano razonable y realista sufraga de manera negativa: su voto va dirigido a impedir que gobiernen los corruptos, los incompetentes y los autoritarios. Sabe que es inútil buscar a los más justos entre los justos, y por eso prefiere poner cerraduras a las arcas y castigar a los vivales que las violen con ganzúas o magias presupuestarias, y deja de perder el tiempo buscando a unos seres angelicales a quienes los románticos de todos los tiempos han dado en llamar “el hombre nuevo”, “la sociedad nueva”, “el orden nuevo” u otras patrañas por el estilo. Sabe que es preferible repartir el poder entre varios que otorgárselo a uno solo. Sabe que los ciudadanos tenemos la obligación de vigilar a los gobernantes, pero antes procura elegirlos de tal modo que entre ellos prive una mutua pero razonable desconfianza: es bueno que entre ellos se vigilen, se controlen y se acusen. Un ciudadano razonable y realista desconfía de las votaciones unánimes. Prefiere la deliberación, el debate y la difícil confrontación antes que el acuerdo fácil, cómodo y al vapor. Finalmente, el ciudadano razonable y realista leerá con suspicacia esta “Instrucción anti pastoral” y luego la depositará en la bolsa de los desechos reciclables. Un ciudadano razonable y realista no admite instrucciones de nadie. Sabe que la política no se explica ni se vive con instructivos o recetarios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario