No saludar, no besar, no estar entre la gente, no auto medicarse, no tocar, no compartir, no viajar, no bajar la guardia, no resollar, no jurar el nombre de la OMS en vano. Si la influenza llegó para quedarse, los mandamientos de la razón clínica también. El dogma sagrado de la prevención no se detiene ante nada, exudados que fueron los pudores que tenía antes de la epidemia: si una persona ama realmente a su prójimo, no lo salude ni lo bese. El célebre y repudiado “amor de lejos” pasó a ser, en menos de una semana, el amor oficial. Sólo hay una manera de probar que se ama a la humanidad: lavarse las manos con agua y jabón durante al menos veinte segundos, cada dos horas. Pero la hermenéutica teológica determina que eso no basta: hay que desinfectarlas. Algunos herejes andan diciendo que varios millones de mexicanos no tienen agua. Agregan que el agua es cara y escasa. Otros, a quienes la razón clínica tacha de falsos profetas, se atreven a pronosticar que en poco tiempo el agua no será cara ni escasa: simple y sencillamente no la habrá. Por cierto, ¿y el agua? La Congregación para la doctrina de la Fe Clínica responde con el dogma de la prevención. La moderna apostasía replica que el dogma de la prevención se ha torcido, y hay quienes sugieren, sin duda inspirados por el diablo, que el dogma es falso. Estos infieles osan argumentar a favor de la libertad responsable de la persona en el cuidado de lo que es suyo, su cuerpo, y que el Estado Clínico carece de legitimidad para hacerse cargo de los demás. Pero estos libertinos van más lejos y preguntan: ¿quién le ha dado al Estado el poder de sacralizar la salud y adueñarse del cuerpo y la mente de las personas? Con un tono francamente herético, recuerdan que el Estado debe ayudarnos a vivir sanos, pero nadie lo faculta a ejercer coacción para mantenernos vivos al costo que sea. Ya he dicho que los más perversos aseguran que el dogma de la prevención de la salud es falso. Es una contradicción en sus términos. Arguyen que la medicina preventiva ha sido suplantada por la razón clínica. Dicen estos hijos de Belcebú que el dogma de la prevención sólo ha logrado que la gente de clases medias y pobres destine demasiado dinero en la adivinación de enfermedades, dinero que bien podría gastar en comer mejor, en diversiones salubres o insalubres, en placeres deliberadamente insanos y en disfrutar la vida tanto como sea posible, hasta que el cuerpo aguante. Estos herejes reincidentes afirman que la razón clínica dejó de ser preventiva desde el momento en que dejó de promover la despreocupación, el desparpajo, la sensatez y la alegría de vivir. En su lugar, dicen, la razón clínica produce miedo, tensión, control, despilfarro y más desigualdad social. Estos cátaros endemoniados afirman que la razón clínica no se propone que la gente no se enferme sino que la gente no se muera. Prevenir para no lamentar era una verdad aceptada por todos. Per esta verdad popular no lo fue nunca en términos absolutos. Bien formulada, consistía en evitar, tanto como fuera posible, tener que consultar al médico. La sabia prevención enseñaba que había que mantener lejos a los médicos y a los curas. El peligro herético sostiene que la moderna razón clínica ya no es preventiva sino temeraria (costosa e impositiva), pues ahora nos ha creado la necesidad de acudir al médico o “a la clínica más cercana” al primer síntoma. La sabia prevención tenía la finalidad de tranquilizarnos. La razón clínica nos mantiene en permanente estado de zozobra, temor, neurastenia. La normalidad ya no es la salud sino la enfermedad; ya no somos un país de seres humanos sino de estadísticas potencialmente enfermas. Para decirlo con sus propias palabras, la razón clínica tiene como fin esencial posponer la muerte. La santa madre Organización Mundial de la Salud y sus filiales episcopales arguyen que gracias a la prevención se ha reducido considerablemente la mortalidad infantil. En uno de sus “Documentos disciplinares” la autoridad sanitaria informa que “La posposición de la muerte entre los niños se aprecia en el desplazamiento de las muertes hacia edades adultas” (el que se ría de este informe será azotado en la plaza principal). Seré curioso: ¿por qué será que se mueren más los mayores de 65 años? Alguien dijo que los jóvenes también se mueren pero que los viejos se mueren siempre. Actualmente la gente nace y muere en una clínica. Se pregunta Robert Musil en “El hombre sin atributos”: Pero ¿acaso también debemos vivir como en una clínica? Si una verdad ha dejado el virus de la influenza es que todos somos sospechosos. Se puede leer en el “Diccionario de uso del español” de doña María Moliner que el sospechoso es aquel que tiene desafecto o desafección por el régimen. La palabra tiene una denotación claramente policial: se suele aludir a la falta de honradez. Ya no somos sospechosos porque estemos enfermos sino porque estamos vivos.
Unos tipos raros a quienes la razón clínica llama “nuevos albigenses” se quejan del calvario que hay que sufrir en clínicas y hospitales públicos: esperas kafkianas, maltrato, groserías, negligencia, incompetencia. Denuncian que no hay medicamentos en la clínica más cercana ni en la más lejana. Los nuevos albigenses tienen la irreverente osadía de murmurar que el personal directivo, médico y auxiliar de los centros de salud pública traficaron con anti virales y cubre bocas. En el colmo de la herejía se preguntan: ¿por qué nuestro presidente Felipe Calderón dijo que México había salvado al mundo? ¿Y quién salva a los mexicanos de sus salvadores? La influenza logró encumbrar un nuevo mandamiento: “no te auto medicarás”. Nadie duda de los riesgos de tomar fármacos ante determinados síntomas patológicos, pero es un crimen contra la libertad convertir la excepción en un dogma de fe. El resultado es que, en nombre de la prevención, se ha destruido la cultura de la prevención. Unos cismáticos luciferinos andan diciendo que el mandamiento de “no auto medicación” es un atentado contra siglos de cultura, sabiduría, experiencia y sentido común. Pregonan estos jansenistas que la primera norma de la prevención es aprovechar los conocimientos de la gente para cuidar y atender su salud, incluyendo desde luego el derecho a decidir qué medicamento aplicarse, con conocimiento de causa y corriendo los riesgos que implica el ejercicio de una libertad. La epidemia de influenza decretó la expulsión de la medicina tradicional, los remedios caseros, el resguardo hogareño, el ojo clínico de los mayores, los arrumacos familiares y miles de posibilidades preventivas y terapéuticas que la gente ha usado siempre con razonable eficacia. Los susodichos herejes del demonio recuerdan que entre la población que no tiene derechos de salud y seguridad social, más de 30 millones de mexicanos no pueden pagar el costo de la medicina privada. Y los herejes iconoclastas señalan que el Seguro Popular es una especie de misterio trinitario, pues nadie sabe dónde ni a quién exigir las promesas de redención que los gobernantes alardean en su publicidad.
La epidemia de influenza canceló la vida del país. Se actúo tarde y luego se sobreactúo. Los herejes mefistofélicos aseguran que será más caro el remedio que la enfermedad: pronostican que las consecuencias económicas y sociales de haber detenido el sol agravará las enfermedades típicas de nuestro tiempo y dará origen a otras hasta hoy inexistentes. Preguntan: ¿quién es capaz de calcular el costo de las enfermedades físicas y mentales que producirán el desempleo, el empobrecimiento de las clases medias y las nuevas legiones de enfermos reales e imaginarios? Escribe un apóstata genial que la charlatanería médica moderna confunde la salud con la prevención de la enfermedad. Otros endemoniados acusan a la razón clínica de violar los derechos humanos más elementales. Un reconocido filósofo heterodoxo ha escrito que el derecho a la auto medicación, y por tanto la colaboración de cada quien en la invención de su propia salud, es un derecho humano del mismo rango que la libertad de expresión. Agrega el filósofo contumaz que si antes se controlaba a la población en nombre de la eterna salvación del alma, la razón clínica lo hace en nombre de la eterna salvación del cuerpo y de la mente. La razón clínica, en tanto niega la libertad y la responsabilidad de los ciudadanos, es uno de los enemigos de la sociedad abierta.
Unos tipos raros a quienes la razón clínica llama “nuevos albigenses” se quejan del calvario que hay que sufrir en clínicas y hospitales públicos: esperas kafkianas, maltrato, groserías, negligencia, incompetencia. Denuncian que no hay medicamentos en la clínica más cercana ni en la más lejana. Los nuevos albigenses tienen la irreverente osadía de murmurar que el personal directivo, médico y auxiliar de los centros de salud pública traficaron con anti virales y cubre bocas. En el colmo de la herejía se preguntan: ¿por qué nuestro presidente Felipe Calderón dijo que México había salvado al mundo? ¿Y quién salva a los mexicanos de sus salvadores? La influenza logró encumbrar un nuevo mandamiento: “no te auto medicarás”. Nadie duda de los riesgos de tomar fármacos ante determinados síntomas patológicos, pero es un crimen contra la libertad convertir la excepción en un dogma de fe. El resultado es que, en nombre de la prevención, se ha destruido la cultura de la prevención. Unos cismáticos luciferinos andan diciendo que el mandamiento de “no auto medicación” es un atentado contra siglos de cultura, sabiduría, experiencia y sentido común. Pregonan estos jansenistas que la primera norma de la prevención es aprovechar los conocimientos de la gente para cuidar y atender su salud, incluyendo desde luego el derecho a decidir qué medicamento aplicarse, con conocimiento de causa y corriendo los riesgos que implica el ejercicio de una libertad. La epidemia de influenza decretó la expulsión de la medicina tradicional, los remedios caseros, el resguardo hogareño, el ojo clínico de los mayores, los arrumacos familiares y miles de posibilidades preventivas y terapéuticas que la gente ha usado siempre con razonable eficacia. Los susodichos herejes del demonio recuerdan que entre la población que no tiene derechos de salud y seguridad social, más de 30 millones de mexicanos no pueden pagar el costo de la medicina privada. Y los herejes iconoclastas señalan que el Seguro Popular es una especie de misterio trinitario, pues nadie sabe dónde ni a quién exigir las promesas de redención que los gobernantes alardean en su publicidad.
La epidemia de influenza canceló la vida del país. Se actúo tarde y luego se sobreactúo. Los herejes mefistofélicos aseguran que será más caro el remedio que la enfermedad: pronostican que las consecuencias económicas y sociales de haber detenido el sol agravará las enfermedades típicas de nuestro tiempo y dará origen a otras hasta hoy inexistentes. Preguntan: ¿quién es capaz de calcular el costo de las enfermedades físicas y mentales que producirán el desempleo, el empobrecimiento de las clases medias y las nuevas legiones de enfermos reales e imaginarios? Escribe un apóstata genial que la charlatanería médica moderna confunde la salud con la prevención de la enfermedad. Otros endemoniados acusan a la razón clínica de violar los derechos humanos más elementales. Un reconocido filósofo heterodoxo ha escrito que el derecho a la auto medicación, y por tanto la colaboración de cada quien en la invención de su propia salud, es un derecho humano del mismo rango que la libertad de expresión. Agrega el filósofo contumaz que si antes se controlaba a la población en nombre de la eterna salvación del alma, la razón clínica lo hace en nombre de la eterna salvación del cuerpo y de la mente. La razón clínica, en tanto niega la libertad y la responsabilidad de los ciudadanos, es uno de los enemigos de la sociedad abierta.
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