Ejercer el poder absoluto es una locura. Pero hay una locura peor: descender de ese poder. Desde que los atenienses inventaron la razón y la democracia hace dos mil quinientos años la humanidad ha ensayado mil y una formas de organizarse políticamente, sin éxito, y el conjunto catalogado de esos ensayos forman la biografía del fracaso. La humanidad fracasó una y otra vez a la hora de poner en práctica la necesidad de organizarse políticamente. Como el alcohólico que en la infernal resaca jura solemnemente no beber nunca más, los pueblos hacen lo propio, sólo para toparse nuevamente con una nueva y más espectacular borrachera. La negación se convierte entonces en el mecanismo de defensa colectivo con el que se logra mantener el engaño durante mucho tiempo, a veces durante siglos. Errar es de humanos, nos repetimos desconsoladamente. Pero pasados los efectos más dolorosos de la resaca, una nueva recaída nos aguarda paciente y sombría. Volteamos entonces la mirada al pasado remoto y nos reencontramos con los inventos griegos: la razón y la democracia. Llegamos a la democracia moderna no desde el éxito, la victoria, la evolución, el progreso o la línea recta. Miles de trompicones sangrientos nos condujeron a la aceptación, casi siempre a regañadientes, de que la democracia es la forma menos mala de organizarnos políticamente. Ella nos asegura, nunca para siempre, que dejaremos de matarnos unos a otros en nombre del origen o el destino. Y contra la locura del poder, en la democracia hemos descubierto un remedio casero con el que se alivian parcialmente los graves trastornos mentales que produce el poder (inmoderado o no), así cuando se ejerce como cuando deja de ejercerse. El remedio, ya se dijo, es casero. Sus efectos curativos son lentos; hay que armarse de disciplina, perseverancia y mucha paciencia. Alrededor de ese remedio casero se han edificado cientos de teorías y se han producido miles de fórmulas, recetas y cápsulas académicas. Algunas generalizaciones son indudablemente válidas; la democracia ha logrado, luego de dos mil quinientos años, erigir algunos principios de validez y aceptación universales, pero la democracia es sobre todo un proceso de ensayo-error-ensayo-error-ensayo. . . ¡acierto! Sin embargo, contra la locura de quienes descienden del poder, el remedio casero es apenas un vaso de agua en el cuerpo y alma resecos de la espantosa cruda.
Se ve casi imposible –la historia lo muestra sobradamente– que aquel que ha ejercido mucho poder deja de ejercerlo como si nada hubiera pasado. La cultura priísta tenía una máxima adecuada para el caso: hay que prepararse para ser, para no ser y para dejar de ser. La fórmula es justa y puede ser útil para ser y para no ser, per es inservible para dejar de ser. En la medida en que ganamos distancia del siglo XX, el presidencialismo autoritario mexicano es más visible. Un personaje de la novela Novecento de Alessandro Baricco asegura que el mar se contempla mejor desde un pedazo de tierra, no desde el mar. Así nos pasa con los presidentes que durante un siglo ejercieron un poder ilimitado. ¿Qué fue de los ex presidentes? Sólo dos de ellos fueron elevados a la dignidad política de estadistas: Porfirio Díaz y Lázaro Cárdenas. Son los que mayor prestigio y reconocimiento internacional tuvieron, cada cual en distinta época, circunstancias y penurias. ¿Cómo podían los presidentes mexicanos del siglo XX ejercer tanto poder y luego vivir para (no) contarlo? ¿Quién de ellos no se arrepintió de designar a un sucesor que antes fue uno de sus tantos colaboradores obedientes, sumisos, lambiscones o siervos? ¿Cómo no sentirse traicionado? La locura del poder tiene, como el vino, distintas graduaciones y efectos, según el momento y la persona.
Las palabras acusadoras de Miguel de la Madrid cayeron como esquirlas hirientes sobre Salinas de Gortari, y éste, en un contraataque al punto y fulminante, le dejó caer al primero una bomba. Salinas se defiende bien, es poderoso, tiene aliados poderosos y pertenece al pequeño círculo del gran poder. Ha sido un ex presidente oscuramente omnipresente. De la Madrid confiesa que se arrepintió de haber designado a Salinas su sucesor. No hay duda de que Salinas se arrepintió de Zedillo. Antes, Díaz Ordaz se arrepintió de Echeverría (estuvo a punto de sustituirlo) y Elías Calles se dio de topes por haber nombrado a Cárdenas. De los demás sabemos poco. Guardaron silencio. No sé si Ávila Camacho renegó de Miguel Alemán o si éste se sintió traicionado por Ruiz Cortines. Se sabe que Echeverría pretendió influir en el gobierno de López Portillo y que éste declaró haber sido el último presidente de la Revolución. Dos ex presidentes encubrieron sus intereses de poder en mascaradas académicas: Echeverría y Fox. La diferencia no es solamente el financiamiento, de carácter público en el centro de estudios del tercer mundo de Echeverría y ausente en el centro de no sé qué de Vicente Fox. Ninguno tenía antecedentes o intereses académicos y ambos coinciden en la sed de reconocimiento internacional. La semejanza es patente: ambos fueron los presidentes más populistas de la historia política del siglo XX. Por otro lado, Miguel de la Madrid dirigió el Fondo de Cultura Económica, una actividad cercana a su vocación magisterial, y Zedillo dirige un departamento de la Universidad de Yale, que le viene como anillo al dedo. Ávila Camacho sobrevivió poco tiempo y Ruiz Cortines se fue a un rincón a rumiar la muerte. Lázaro Cárdenas sobrevivió casi 25 años como una conciencia en vigilia, serena y poderosa a la vez, y su popularidad se volvió legendaria. López Portillo sobrevivió en la agonía, cayéndose a pedazos, en el palco reservado al patetismo. ¿Y Salinas? Su poder es tan grande como su impopularidad.
El PRD exige una investigación sobre Salinas. El PAN pide que se investigue, no a Salinas, sino al PRI. En el PRI, evasivos, dicen que la historia ya lo juzgó. Los tres yerran: debe ser investigado el salinismo, esa intrincada red de pactos y negocios políticos, financieros y criminales que tuvieron lugar en y desde Los Pinos. El salinismo no fue un estilo de gobernar: fue y es un proyecto de poder político y económico que trasciende los sexenios y los partidos. Decir que el de Salinas fue un gobierno del PRI es decir poco. El PRI era más bien era un estorbo. Salinas no quiso o no pudo modernizarlo, y en cambio se valió de su experiencia, estructura y liderazgos para que le estorbara menos. El salinismo fue una síntesis del gran poder del capital con el gran poder de la política. Dicho con algo de exageración, más que una síntesis fue una simbiosis. Se desdibujaron las líneas divisorias entre política y empresa y entre políticos y empresarios y se modificaron las fronteras entre lo público y lo privado: lo público corrió el camino de la privatización y lo privado el de la publicidad. Perdieron ambos. El salinismo no está subordinado a partidos, ideologías, empresas, sindicatos o medios de comunicación. En todos ellos tiene gratitudes, valores entendidos, silencios cómplices. Así como Echeverría gastó una millonada en el pago de vacaciones europeas a miles de estudiantes y profesores de una izquierda híper crítica pero analfabeta, también Salinas destinó una buena tajada de la partida secreta en la compra de lealtades en los medios de comunicación. Es un poder autónomo, con aliados en todas partes, con intereses lícitos e ilícitos, con estrategias políticas y financieras de gran calibre. Por donde se le vea, es un obstáculo que enfrenta la democracia de partidos y la libre empresa. Como red de complicidades cupulares, influye desde lo alto en el rumbo del mercado y de la política. Su poder es real y de ello dan fe Miguel de la Madrid y López Obrador. Conviene pactar con el salinismo la continuidad de la transición democrática, pero antes es necesario conocerlo.
Se ve casi imposible –la historia lo muestra sobradamente– que aquel que ha ejercido mucho poder deja de ejercerlo como si nada hubiera pasado. La cultura priísta tenía una máxima adecuada para el caso: hay que prepararse para ser, para no ser y para dejar de ser. La fórmula es justa y puede ser útil para ser y para no ser, per es inservible para dejar de ser. En la medida en que ganamos distancia del siglo XX, el presidencialismo autoritario mexicano es más visible. Un personaje de la novela Novecento de Alessandro Baricco asegura que el mar se contempla mejor desde un pedazo de tierra, no desde el mar. Así nos pasa con los presidentes que durante un siglo ejercieron un poder ilimitado. ¿Qué fue de los ex presidentes? Sólo dos de ellos fueron elevados a la dignidad política de estadistas: Porfirio Díaz y Lázaro Cárdenas. Son los que mayor prestigio y reconocimiento internacional tuvieron, cada cual en distinta época, circunstancias y penurias. ¿Cómo podían los presidentes mexicanos del siglo XX ejercer tanto poder y luego vivir para (no) contarlo? ¿Quién de ellos no se arrepintió de designar a un sucesor que antes fue uno de sus tantos colaboradores obedientes, sumisos, lambiscones o siervos? ¿Cómo no sentirse traicionado? La locura del poder tiene, como el vino, distintas graduaciones y efectos, según el momento y la persona.
Las palabras acusadoras de Miguel de la Madrid cayeron como esquirlas hirientes sobre Salinas de Gortari, y éste, en un contraataque al punto y fulminante, le dejó caer al primero una bomba. Salinas se defiende bien, es poderoso, tiene aliados poderosos y pertenece al pequeño círculo del gran poder. Ha sido un ex presidente oscuramente omnipresente. De la Madrid confiesa que se arrepintió de haber designado a Salinas su sucesor. No hay duda de que Salinas se arrepintió de Zedillo. Antes, Díaz Ordaz se arrepintió de Echeverría (estuvo a punto de sustituirlo) y Elías Calles se dio de topes por haber nombrado a Cárdenas. De los demás sabemos poco. Guardaron silencio. No sé si Ávila Camacho renegó de Miguel Alemán o si éste se sintió traicionado por Ruiz Cortines. Se sabe que Echeverría pretendió influir en el gobierno de López Portillo y que éste declaró haber sido el último presidente de la Revolución. Dos ex presidentes encubrieron sus intereses de poder en mascaradas académicas: Echeverría y Fox. La diferencia no es solamente el financiamiento, de carácter público en el centro de estudios del tercer mundo de Echeverría y ausente en el centro de no sé qué de Vicente Fox. Ninguno tenía antecedentes o intereses académicos y ambos coinciden en la sed de reconocimiento internacional. La semejanza es patente: ambos fueron los presidentes más populistas de la historia política del siglo XX. Por otro lado, Miguel de la Madrid dirigió el Fondo de Cultura Económica, una actividad cercana a su vocación magisterial, y Zedillo dirige un departamento de la Universidad de Yale, que le viene como anillo al dedo. Ávila Camacho sobrevivió poco tiempo y Ruiz Cortines se fue a un rincón a rumiar la muerte. Lázaro Cárdenas sobrevivió casi 25 años como una conciencia en vigilia, serena y poderosa a la vez, y su popularidad se volvió legendaria. López Portillo sobrevivió en la agonía, cayéndose a pedazos, en el palco reservado al patetismo. ¿Y Salinas? Su poder es tan grande como su impopularidad.
El PRD exige una investigación sobre Salinas. El PAN pide que se investigue, no a Salinas, sino al PRI. En el PRI, evasivos, dicen que la historia ya lo juzgó. Los tres yerran: debe ser investigado el salinismo, esa intrincada red de pactos y negocios políticos, financieros y criminales que tuvieron lugar en y desde Los Pinos. El salinismo no fue un estilo de gobernar: fue y es un proyecto de poder político y económico que trasciende los sexenios y los partidos. Decir que el de Salinas fue un gobierno del PRI es decir poco. El PRI era más bien era un estorbo. Salinas no quiso o no pudo modernizarlo, y en cambio se valió de su experiencia, estructura y liderazgos para que le estorbara menos. El salinismo fue una síntesis del gran poder del capital con el gran poder de la política. Dicho con algo de exageración, más que una síntesis fue una simbiosis. Se desdibujaron las líneas divisorias entre política y empresa y entre políticos y empresarios y se modificaron las fronteras entre lo público y lo privado: lo público corrió el camino de la privatización y lo privado el de la publicidad. Perdieron ambos. El salinismo no está subordinado a partidos, ideologías, empresas, sindicatos o medios de comunicación. En todos ellos tiene gratitudes, valores entendidos, silencios cómplices. Así como Echeverría gastó una millonada en el pago de vacaciones europeas a miles de estudiantes y profesores de una izquierda híper crítica pero analfabeta, también Salinas destinó una buena tajada de la partida secreta en la compra de lealtades en los medios de comunicación. Es un poder autónomo, con aliados en todas partes, con intereses lícitos e ilícitos, con estrategias políticas y financieras de gran calibre. Por donde se le vea, es un obstáculo que enfrenta la democracia de partidos y la libre empresa. Como red de complicidades cupulares, influye desde lo alto en el rumbo del mercado y de la política. Su poder es real y de ello dan fe Miguel de la Madrid y López Obrador. Conviene pactar con el salinismo la continuidad de la transición democrática, pero antes es necesario conocerlo.
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