Ahora se vuelve a oír la queja del verbo. Ausente durante varias décadas de la vida pública mexicana y más ausente todavía de los intereses formativos de los políticos, la palabra hablada vuelve a ser un criterio del juicio electoral. Uno lo escucha de pasada, sin preguntar, principalmente entre los jóvenes: “Pero ése no sabe ni hablar”. No se tiene que llegar a la deconstrucción para saber lo que significa el reproche: ¿Cómo quiere gobernar aquel que no sabe hablar? La pregunta, exagerada si se quiere, contiene, desdeñoso, un renovado móvil ciudadano, donde “saber hablar” es una condición necesaria: si ese candidato no sabe hablar, menos sabe gobernar. El aparente regreso del verbo puede explicarse, aunque sea en mínima parte, porque el poder ha igualado a los partidos y la gente ha descubierto que los defectos de unos son los defectos de todos. En más de un sentido, los partidos se han emparejado: en todos hay corruptos, ineptos y prepotentes. Las coincidencias han diluido la claridad con que antes veíamos las diferencias. Quizás a esa igualación se deba el interés de los jóvenes por la expresión hablada de los candidatos. No hay que hacerse ilusiones: a los partidos no les interesa la reflexión política ni la manera de comunicar las palabras. El hecho es que los cuadros dirigentes de los partidos son, en general, los primeros damnificados del empobrecimiento de la expresión hablada y escrita. La pobreza del lenguaje es, qué duda cabe, la pobreza de la inteligencia. En La seducción de las palabras, Álex Grijelmo escribe que las palabras arraigan en la inteligencia y crecen con ella, pero traen antes la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo. Dicho con exageración, la crisis de liderazgo es la crisis del lenguaje. Y, como resultado de ambas, el peligroso descrédito de lo público. Nadie gana o pierde unas elecciones con el verbo, hablando mejor o peor, pero parece que de las cenizas malolientes de la verborrea demagógica del viejo sistema político resurgen algunos jirones de una verdad olvidada: la política se hace con palabras; la política es gramática en acción. Si los hechos no diferencian acusadamente a unos de otros, entonces la retórica puede recobrar un poco de su viejo aliento. “Saber hablar” ha regresado por su propio peso cultural, pero no sabemos cuánto pesa ni cuánto dure su visita.
El siglo XX sepultó la retórica. La combinación de palabras, gestos, ideologías, maldad y locura enlodaron el discurso político y contaminaron todo el lenguaje. Ajenos a la dictadura, en México fueron las energías utópicas humedecieron la tierra donde floreció un discurso político de gran manufactura. Sobresale la capacidad retórica y discursiva de los líderes del Partido Liberal durante la primera década del siglo pasado, los intelectuales del Ateneo, los literatos y filósofos reunidos en el proyecto educativo de Vasconcelos, los jóvenes sabios que defendieron a la Universidad y consiguieron su autonomía, los viejos comunistas que con su encendido discurso intentaron mover a las masas obreras y campesinas, los poetas y narradores que con su verbo preciso y puntilloso le dieron a la política el soplo del buen decir. . . Más tarde, el populismo nacionalista y los pésimos imitadores torcieron el verbo, manosearon las palabras hasta arrancarles su dignidad, prostituyeron las formas oratorias hasta reducirlas a gritos y gestos de infame memoria. El lenguaje político se convirtió en algazara obscena con la llegada de Luis Echeverría al poder. La gente ridiculizaba la letra y la melodía, engolaba la voz, acertaba en la tonada de agudos y graves y desacralizaba la solemnidad gestual de la clase política. La entrada a la política oficial tenía en la capacidad oratoria una puerta ancha y siempre abierta. Los candidatos, si eran cortos en el arte de la persuasión, hablaban poco. Los oradores profesionales llevaban la voz del candidato, del partido, de las ideas, de la historia. Corrompido el discurso por la perversión de sus formas y la fuga de sus contenidos, a los oradores del PRI les llamaron jilgueros. Hubo algunos que con un discurso, dicho en el lugar y momento oportunos, entraron a la política por la puerta grande. En los setenta, sin embargo, la oratoria en México estaba sumida en los rincones sombríos de los bajos fondos. Los retóricos quedaron desempleados y su lugar fue ocupado por los especialistas en imagen y en mercadotecnia. La retórica, agonizante durante la primera mitad del siglo XX, fue declarada descerebrada y oficialmente muerta a la edad de 2,500 años. A la cumbre se encaramó la imagen, esa nueva ciencia a la que Milan Kundera llamó Imagología. La imagen política, que antes se nutría de símbolos, formas y palabras, se pervirtió, se hizo carroñera, y ahora contribuye a cenegar todavía más el arte de la conversación, el diálogo difícil, la confronta indispensable, el debate cotidiano. Luego entonces, ¿para qué saber hablar si la imagen lo dice todo? He escuchado que algunos candidatos rehúyen el debate. Alegan que no debemos caer en la “debatitis”. ¿Qué entenderán estos mentecatos por democracia?
Los expertos en imagen y mercadotecnia política agotaron muy pronto las reservas de su muy limitada imaginación y su escasísimo talento. Y es que no valen mucho los recursos de la imagen frente a la dura realidad de los bolsillos agujerados, frente al desconsuelo, la desilusión y la indignación de los ciudadanos por la pazguata mediocridad de partidos y candidatos. Pero muchos ciudadanos han aprendido a leer entre líneas: el costo de los anuncios y la futilidad de las frases están en la mirada que escudriña, en la protesta indignada. Insisto en que no hay que hacerse ilusiones. Ya sabemos que en la democracia de mercado el verbo se hace polvo. Con mayor razón hay que alegrarse cuando los jóvenes desdeñan a tal o cual candidato porque “no sabe ni hablar”.
El siglo XX sepultó la retórica. La combinación de palabras, gestos, ideologías, maldad y locura enlodaron el discurso político y contaminaron todo el lenguaje. Ajenos a la dictadura, en México fueron las energías utópicas humedecieron la tierra donde floreció un discurso político de gran manufactura. Sobresale la capacidad retórica y discursiva de los líderes del Partido Liberal durante la primera década del siglo pasado, los intelectuales del Ateneo, los literatos y filósofos reunidos en el proyecto educativo de Vasconcelos, los jóvenes sabios que defendieron a la Universidad y consiguieron su autonomía, los viejos comunistas que con su encendido discurso intentaron mover a las masas obreras y campesinas, los poetas y narradores que con su verbo preciso y puntilloso le dieron a la política el soplo del buen decir. . . Más tarde, el populismo nacionalista y los pésimos imitadores torcieron el verbo, manosearon las palabras hasta arrancarles su dignidad, prostituyeron las formas oratorias hasta reducirlas a gritos y gestos de infame memoria. El lenguaje político se convirtió en algazara obscena con la llegada de Luis Echeverría al poder. La gente ridiculizaba la letra y la melodía, engolaba la voz, acertaba en la tonada de agudos y graves y desacralizaba la solemnidad gestual de la clase política. La entrada a la política oficial tenía en la capacidad oratoria una puerta ancha y siempre abierta. Los candidatos, si eran cortos en el arte de la persuasión, hablaban poco. Los oradores profesionales llevaban la voz del candidato, del partido, de las ideas, de la historia. Corrompido el discurso por la perversión de sus formas y la fuga de sus contenidos, a los oradores del PRI les llamaron jilgueros. Hubo algunos que con un discurso, dicho en el lugar y momento oportunos, entraron a la política por la puerta grande. En los setenta, sin embargo, la oratoria en México estaba sumida en los rincones sombríos de los bajos fondos. Los retóricos quedaron desempleados y su lugar fue ocupado por los especialistas en imagen y en mercadotecnia. La retórica, agonizante durante la primera mitad del siglo XX, fue declarada descerebrada y oficialmente muerta a la edad de 2,500 años. A la cumbre se encaramó la imagen, esa nueva ciencia a la que Milan Kundera llamó Imagología. La imagen política, que antes se nutría de símbolos, formas y palabras, se pervirtió, se hizo carroñera, y ahora contribuye a cenegar todavía más el arte de la conversación, el diálogo difícil, la confronta indispensable, el debate cotidiano. Luego entonces, ¿para qué saber hablar si la imagen lo dice todo? He escuchado que algunos candidatos rehúyen el debate. Alegan que no debemos caer en la “debatitis”. ¿Qué entenderán estos mentecatos por democracia?
Los expertos en imagen y mercadotecnia política agotaron muy pronto las reservas de su muy limitada imaginación y su escasísimo talento. Y es que no valen mucho los recursos de la imagen frente a la dura realidad de los bolsillos agujerados, frente al desconsuelo, la desilusión y la indignación de los ciudadanos por la pazguata mediocridad de partidos y candidatos. Pero muchos ciudadanos han aprendido a leer entre líneas: el costo de los anuncios y la futilidad de las frases están en la mirada que escudriña, en la protesta indignada. Insisto en que no hay que hacerse ilusiones. Ya sabemos que en la democracia de mercado el verbo se hace polvo. Con mayor razón hay que alegrarse cuando los jóvenes desdeñan a tal o cual candidato porque “no sabe ni hablar”.
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