Soy de los que tienen a Winston Churchill como el hombre del siglo XX. Ahora que se han vuelto a publicar en español sus relatos sobre la Segunda Guerra Mundial, se ve con más claridad la importancia que llegó a tener un estadista en el curso y desenlace de esa tragedia innecesaria. Así pasa con los hechos y con las personas: las cosas se ven de distinto modo con el tiempo. Las Memorias merecieron, por sí mismas, el Premio Nobel de Literatura en 1953. La justificación dada por la Academia sueca destaca sus méritos en historia y biografía y “en una brillante oratoria en defensa de los valores humanos”. La nueva edición en español, de casi dos mil páginas en letra diminuta (en dos tomos), mantiene el mismo pecado original de la subjetividad con que Churchill juzgó las causas y el curso de la guerra y los intríngulis de la derrota de unos y la victoria de otros. Es justo decir que Churchill no pretendió escribir objetivamente sus relatos (era un historiador y un biógrafo autodidacto), pero acaso en la subjetividad del principal testigo podamos encontrar la virtud más útil para comprender el mar revuelto de pasiones, humores y razones con los que el primer ministro británico “inventó” a su pueblo, lo movió a pelear y a resistir y lo conmovió hasta el llanto con un discurso que convenció al dialéctico histórico, al pacifista radical, al humanitario sincero. Churchill se sintió llamado a jugar el papel protagónico de una misión: defender el racionalismo democrático y los valores humanos.
La formación autodidacta de Churchill no era, sin embargo, una mala formación. Su comprensión del mundo trascendía las indudables cualidades de un estadista que toma decisiones inmediatas, urgido por el implacable tiempo; su formación historiográfica la bebe de grandes historiadores; sus dotes oratorias y sus virtudes políticas las aprende en el único lugar donde es posible aprenderlas: en las calles y entre la gente, en el laberinto de las intrigas, la traiciones y las injurias, en los debates parlamentarios, en los tejemanejes de las relaciones con otros líderes mundiales igualmente sagaces y poderosos. Todo lo cual formó en Churchill el temple y las palabras que dirigió a los abúlicos ingleses en el momento mismo en que las bombas alemanas caían sobre su oficina: sólo ofreció sangre, sudor, lágrimas y fatigas. Lo cumplió. El sufrimiento valió la pena: Gran Bretaña se salvó y salvó al mundo del nazismo. A pesar de lo cual Churchill perdió con un ilustre mediocre las elecciones del 26 de julio de 1945. La humillación de las urnas fue dolorosa. Cuando su esposa lo consoló diciendo que la derrota electoral era una bendición disfrazada, el flemático perdedor respondió: “Pues por el momento parece muy bien disfrazada”. Lo cierto es que el rechazo de los electores le dio tiempo y humor (es decir, mal humor) para escribir su visión de la brutal experiencia que acababa de sufrir la humanidad.
miércoles, 8 de abril de 2009
Entre la verdad y la ficción
Winston S. Churchill (1874-1965)
Churchill. Roosevelt y Stalin
No deja de ser una rareza que la concesión del Premio Nobel de Literatura a Churchill se justificara en su oratoria a favor de los valores humanos. Alguien dijo que Churchill era un maestro en el arte de lanzar palabras al combate. No gesticulaba; lo suyo no fue nunca el aspaviento, las formas deformadas o el histrionismo descompuesto; nada en él parecía que estuviera fuera de lugar. Y, sin embargo, la fuerza de sus palabras, desnudas de artificios idiomáticos o neologismos deslumbrantes, era capaz de horadar el concreto de las más displicentes conciencias. Junto a estos méritos retóricos de indudable eficacia, Churchill ofrece un recuento directo y sencillo del período de entreguerras. He encontrado en esa reflexión introductoria (todo el primer tomo) más sustancia que en su examen de la guerra misma. La cuestión central de su análisis es, a mi juicio, la irresponsabilidad de los países más poderosos (Francia, URSS, Gran Bretaña y Estados Unidos) en la permisión del rearme de Alemania. Churchill no se anda por las ramas a la hora de enjuiciar a los aliados, empezando por su propio país: los crímenes de los vencidos encuentran su razón de ser, aunque sin duda no su perdón, en las locuras de los vencedores, sin las cuales no habrían existido ni la tentación ni la oportunidad para el crimen. Churchill demuestra con qué facilidad se pudo haber evitado la guerra. La prosperidad que gozaba Estados Unidos había hecho creer a todo el mundo que había llegado a su fin la era de los ciclos económicos. La crisis económica de 1929 vino a demostrar lo contrario: ni siquiera la intervención de los organismos más poderosos logró contener la marea de ventas provocada por el pánico. Se esfumó la riqueza acumulada y la prosperidad de millones de hogares estadounidenses se había levantado sobre la estructura gigantesca de un crédito exagerado que de pronto resultó ficticio. Aparte de la especulación de la Bolsa, que incluso los bancos más famosos habían fomentado a nivel nacional mediante préstamos fáciles, se estableció un amplio sistema de compra a plazos de viviendas, muebles, automóviles y todo tipo de comodidades y caprichos domésticos. Todo esto se desmoronó al unísono. El análisis es de Churchill. Aunque el mundo se ha transformado radicalmente en el curso de ochenta años, la crisis económica de este 2009 se puede explicar a partir de causas y efectos similares a los de 1929. Podemos aceptar, a veces a regañadientes, que no es tarea de los políticos buscar la verdad o gobernar conforme a ella; pero hay crisis que sólo pueden afrontarse con la pura y descarnada verdad, el único camino de la salvación. Entre la verdad y la ficción se mueven el estadista y el mero administrador de un presupuesto. Pero hay algo más que la salvación económica: también hoy está en juego la salvación del racionalismo democrático y de los valores humanos.
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