martes, 29 de junio de 2010

Apuntes del subsuelo

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La ejecución del candidato del PRI al gobierno de Tamaulipas nos transportó de Sudáfrica a México en un vuelo sin escalas, abruptamente. No sabemos los nombres de los autores intelectuales y materiales del asesinato, pero sabemos que el móvil es un fragmento del acelerado proceso en que se pudren los organizados y se organizan los podridos. La ejecución fue un acto de soberanía ilimitada, la reafirmación de un poder que se quiere autónomo, que exige por la fuerza el reconocimiento del estado, que demanda el respeto de las instituciones sociales y privadas, que derrama su odio de alto calibre en una sociedad que va colmando su capacidad de susto, sorpresa y rencor. Como el hombre subterráneo de Dostoievski, el crimen organizado reclama para sí el temor de los demás antes que su indiferencia. La violencia delictiva es pariente cercana de la crisis de reconocimiento, su heredera legítima. Revueltas la criminalidad organizada y la desorganizada, la exigencia de respeto deja de ser individual y se convierte en institucional.
El subsuelo no es un lugar. Nunca lo fue. La metáfora de Dostoievski sólo se adelantó un poco a Freud, a Kafka, a Beckett. Los niños que fueron arrojados a los abismos subieron a la superficie y el lenguaje con el que han formulado sus preguntas son voces de metralla rencorosa, de odio soberano. Los hombres subterráneos pueden estar en todas partes; el odio, con sus distintos grados y efectos, los identifica, sea que porten una metralleta o un micrófono. Los hombres del subsuelo matan, masacran, aterrorizan; en la venganza va su alarido de reconocimiento. Con una locura menos intensa pero no menos degradante, la plaga de cronistas deportivos del mundial de fútbol no es ajena a la epidemia de resentimiento y revancha que ha trasminado las paredes más gruesas de la cordura; el lenguaje resentido de algunos cronistas (Carlos Albert y José Ramón Fernández por delante) ajustició sin misericordia al entrenador Aguirre, a los jugadores Franco, Bautista y Osorio, a los directivos. El atentado consistió en una ráfaga incesante de insultos, adjetivos groseros y desproporcionados, acusaciones histéricas y sumarísimas. Al final del juego contra Argentina, una pequeña avalancha de hombres subterráneos insultó a la esposa del jugador Guillermo Franco, y de no ser por la policía de Sudáfrica tal vez la hubieran golpeado. Ahí estaba el subsuelo, en un palco del estadio, en la frustración de los fanáticos de cuello blanco, en un alto funcionario público que, en otra circunstancia y escenario, dirige la institución que aprueba las inversiones públicas para ondear por el mundo las maravillas de México y que no dudaría en defender la integridad de las instituciones democráticas. Los fanáticos de cuello blanco del estadio sudafricano no representaban al burócrata de medio pelo al que le robaron el capote en la calle; representaban el papel de Raskólnikov con un hacha en la mano, pero enfrente no había ninguna vieja usurera. Se la imaginaron y contra esa imagen lanzaron su frustración.
No tengo una denominación más a modo que el título de la obra de Dostoievski, Memorias del subsuelo, para intentar comprender la causalidad de la delincuencia organizada y desorganizada del país. De hecho, las categorías “organizada” y “desorganizada” transitan a la obsolescencia. Los delitos patrimoniales se han incrementado en todas partes, los delincuentes están mejor organizados y son cada vez más violentos. La necesidad no es virtud, es necesidad. Pero no es una necesidad simple, pues las disputas por el dinero y el poder de hoy no son muy distintas de las disputas teológicas de ayer: las luchas son a muerte. En el discurso político y económico predominante se desprecia la necesidad humana de ganarse la vida, de granjearse la existencia, de trabajar por una convivencia razonablemente feliz, satisfecha, compartida. La lucha por la vida es, en el caso de millones de mexicanos, una necesidad básica, un gusto que satisface. No sólo de pan vive el hombre, pero primeramente vive de pan. El aumento de los delitos patrimoniales con violencia puede tener muchas causas, pero es un hecho cierto que los estados nacionales deciden cada vez menos el rumbo de la propia economía y que los gobernantes han sido arrastrados por el lenguaje y el remolino destructivo de un sistema financiero global que impone sus reglas de manera ciega, sorda y bruta.
Estamos ante una nueva versión del determinismo histórico. La ideología de la competitividad no admite herejías o revisionismos. El progreso –se ha probado repetidamente– es una ilusión; en medio, entre la gente común, se quiere vivir como siempre; se vive con la convicción de que el trabajo es uno de los fundamentos de la dignidad humana, material y moralmente. Abajo y en medio, en el subsuelo, cientos de miles de jóvenes no tienen empleo ni forma de crearlo. La campaña publicitaria de Pepe y Toño no es la maravilla que se vende, y para confirmarlo basta adentrarse un poco en el laberinto burocrático de su estructura. La realidad es que un millón de jóvenes se incorporan anualmente a la necesidad de trabajar. No hay lugar para ellos y no hay condiciones para emprender. Las universidades, dice Gabriel Zaid, producen legiones de titulados que están capacitados para buscar trabajo, no para crearlo. Y entonces el delito se convierte en una opción laboral, en un destino impuesto por la precariedad y el desdén político, en una nueva actividad de la libre empresa donde los riesgos son mínimos y las utilidades son altas.
En alguna parte dice el sociólogo alemán Ulrich Beck que la lucha de clases es ahora la lucha entre los que tienen empleo y los que no lo tienen. Cualquiera sea la idea que se tenga de la lucha de clases, es real la presión que el desempleo ejerce sobre el empleo. En la sociedad del riesgo explicada por el sociólogo alemán, el que tiene empleo está sujeto a nuevas tensiones y peligros. Afuera son millones los que aguardan una oportunidad: empujan, alientan, se desalientan, maldicen. La sociedad del pleno empleo es cada vez más obscena y bochornosa: está organizada para no trabajar. No trabajar se defiende como una conquista histórica, una reivindicación laboral, la razón de ser de un sindicalismo arrebatado y cínico. Abajo y en todas partes la pelea es por la existencia. Del subsuelo brotan millones de gritos de reconocimiento.
El caso de Ciudad Juárez puede ser el ejemplo extremo de las memorias del subsuelo. Sin embargo, con sus variantes y proporciones, es la escena del drama nacional, la de una violencia que crece y se recrudece. Los niños-adolescentes de la delincuencia desorganizada son un traje cortado a la medida para reflexionar sobre una sociedad que padece la peor crisis de reconocimiento de la historia. Puede tratarse de un mero efecto, de un síntoma; es posible que unas causas más profundas se encuentren en algún lado; no obstante, el ser humano lo es por su necesidad de ser reconocido. Estamos ante una epidemia nacional de indiferencia de grandes proporciones. No deja de ser una paradoja que uno de los enemigos del individuo sea el individualismo. El individuo abandonado a su suerte, forzado a desagregarse indefinidamente, es víctima de una ideología que lo fragmenta, lo aísla, lo pulveriza. La soledad, lo ha dicho G. K. Chesterton, es una buena manera de estar con los demás, con esos otros que nos complementan. La soledad elegida nos puede entrenar para la buena sociabilidad, pero la soledad impuesta es la frontera resbaladiza que conduce al abismo. Cuando la soledad deviene en aislamiento, el vino del solitario de Baudelaire es como un segundo himno nacional.
La historia del individuo es la biografía de una larga persecución. Todos lo investigan, lo persiguen, lo organizan, lo conducen, lo colectivizan, lo despersonalizan: religiones, ideologías, corporaciones, agrupaciones, instituciones, filosofías, sectas, capillas, facciones y el implacable mercado. El individuo es el enemigo público número uno. La sociedad proclama la dignidad de la persona pero sospecha del que decide ejercerla: lo fustiga, lo acosa, lo insulta, le recrimina su egoísmo. Si el individuo ha sido acribillado por ideologías religiosas y políticas durante siglos, la persecución de hoy no es muy distinta, salvo que ahora el individuo se resguarda no sólo de los grupos devoradores, sino también de sí mismo. Pero ¿cómo esconderse de uno mismo? La manera más sencilla es meterse en la masa, pasar inadvertido, hacerse invisible, evitar las miradas.
Todos tenemos necesidad de ser mirados. Durante el romanticismo exultante de principios del siglo XIX, Balzac describe el ideal romántico de la época en la figura de Napoleón. Los personajes de Honoré no desaparecieron con el declive del romanticismo, sólo evolucionaron hasta enloquecer. Napoleón pasó de ser un héroe romántico a un vulgar deschavetado de manicomio. Otros napoleones han aparecido en el curso de doscientos años. Exigen reconocimiento ilimitado los artistas, los deportistas, los políticos, los narcotraficantes. Todos ellos han vivido en el subsuelo de la existencia, no importa si ricos o pobres.
La necesidad de ser admirado tiene, como el alcohol, distintos grados y efectos. El apetito de reconocimiento es desesperante, escribe Tzvetan Todorov, y al efecto recuerda a Freud, que cuando cumplió ochenta años fue ahogado en honores. Herr Sigmund señaló con gracia que “se pueden tolerar cantidades infinitas de elogios”. La frase de Freud es certera, salvo que a nadie se le prodigan “cantidades infinitas de elogios”. Cuando se apagan los reflectores, se apaga el éxtasis. El apetito desesperante no cede, pero no es exclusivo de los famosos. La necesidad de ser visto tampoco la satisface la gente común, la familia, la escuela, el amor ni se logra en cualquiera de los espacios públicos y privados donde un espejo humano nos refleja. El problema de la crisis de indiferencia de nuestra época es que no se ven en el horizonte de la cultura, la educación y la política los paliativos que acolchonen el odio y el miedo desenfrenados.

jueves, 24 de junio de 2010

Las guerras del miedo

Decir que la guerra contra la delincuencia organizada ha fracasado es no decir nada. El encontronazo era inevitable, pero la fuerza tradicional del estado desencaja en una guerra cuyos enemigos no tienen domicilio fijo. Los especialistas han argumentado, con razón, que no se conocía al enemigo. Creo que hay una ignorancia más grave: no se conoce a la sociedad. No se tenía conciencia de la naturaleza y estratagemas de una criminalidad compleja. El gobierno federal ignoraba incluso los nombres de los enemigos que habitaban en su seno. Apenas exagero al decir que la guerra se ha librado a ciegas, en la oscuridad, disparando a los arbustos que el viento menea. El poder económico del narcotráfico está intacto. No ha fallado la estrategia sino la concepción de la guerra.
Se ha ignorado en qué campo se libran las batallas. De hecho, ya no hay campos de batalla ni líneas de frente. El espacio-tiempo de la guerra es otro. Advierto dos suposiciones falsas: la primera es creer que la guerra es entre un estado nacional y las bandas de delincuentes. En el siglo XVIII Rousseau decía que las guerras no eran entre los hombres sino entre los estados. La afirmación fue cierta hasta el fin de la Guerra Fría. La segunda suposición errónea es creer que las guerras son guerras de armas. Y de este error se derivan otros, como el de gastar sumas fabulosas de recursos públicos en la compra de armas y tecnología, en detrimento de la salud, la educación y la infraestructura. Pero el armamento ha tenido un misterioso efecto boomerang: las balas matan y regresan a matar, incluida mucha gente inocente, lo cual no significa que policías y soldados sean culpables por el hecho de vestir uniforme.
La guerra contra la delincuencia organizada no es una guerra de armas porque los frentes enemigos no son simples artilleros. En las sociedades de riesgo contemporáneas un individuo puede causar más daño que una banda organizada. Hace unas semanas un correo electrónico tuvo el poder destructivo de cancelar la vida social, económica y política de Cuernavaca. En la ciudad de Querétaro una bomba casera colocada cerca de una guardería produjo gran alarma. Necesitamos revisar seriamente nuestras nociones tradicionales acerca de la delincuencia y reconocer honrada y cabalmente el estado de vulnerabilidad en el que vivimos. Hay que saber que una bomba doméstica se fabrica con un poquito de pólvora y una fuerte dosis de rencor. La sangre infantil de la guardería sonorense es un coágulo viscoso y macilento que cubre el país, y ahora las guarderías se pueden convertir en espacios perfectamente localizados para producir terror. Pero nos empeñamos en ignorar la más cínica corrupción: las guarderías de Querétaro fueron asignadas a políticos y sus familiares. Esto quiere decir que somos más vulnerables de lo que somos.
La guerra es la guerra del miedo y del odio. Los enemigos utilizan su capacidad de producir alarma y temor como su arma más eficaz. Basta una llamada telefónica, un correo electrónico, una manta en la baranda de un puente. La sociedad es una tierra henchida de rumores. Se esparcen a la velocidad de la luz y logran al instante la huída de la gente rumbo a sus casas. La vida social y comercial puede ser asesinada sin disparar un tiro. Es cierto que los muertos se cuentan por miles, pero el miedo y el resentimiento sembrados exacerban el potencial destructivo de la violencia y matan lenta pero inexorablemente la vida civil y política de una ciudad.

En diez apuntes breves y sencillos reflexiono sobre el tema:

1) El poder de las mafias criminales puede ser devastador y no depende tanto del armamento ni de su localización geográfica sino de su potencial para producir incertidumbre, miedo y terror.
La complejidad de la delincuencia trasnacional no se explica con nuestra añeja concepción de policías y ladrones. El problema del narcotráfico, en tanto multinacional, exige asimismo soluciones consecuentes. El mercado norteamericano de consumo de drogas entorpece las luchas de los estados nacionales contra unas bandas interconectadas trasnacionalmente. En el Informe Mundial sobre las Drogas 2010 de la ONU, dado a conocer antier en Washington, se lee que América del Norte (léase Estados Unidos) consume el cuarenta por ciento de la cocaína mundial. Además de la discusión acerca de la despenalización, aparece en el horizonte la propuesta de legislar en materia de negociación con las mafias del narcotráfico. Es una variante de la estrategia colombiana de hace veinte años, pero el tiempo ha mostrado su impertinencia, pues no obstante Colombia produce actualmente, según el informe citado, el cuarenta y tres por ciento de la cocaína que se consume en el mundo. Sin embargo, la negociación con las mafias del narcotráfico ha estado presente en México durante cincuenta años, pero ilegalmente. ¿Qué hacer? El asunto es complejo y escapa a la pretensión de esta breve reflexión.

2) En Ciudad Juárez la violencia desató su fuerza endemoniada cuando se encontraron la delincuencia organizada y la desorganizada. Impedir ese encuentro es la estrategia de seguridad preventiva por excelencia, y ponerla en marcha tiene poco que ver con armas y patrullas.
Si aprendemos la lección, hay que recordar que las autoridades municipales han venido abandonando sus obligaciones más elementales. Urge recobrar la cordura, desactivar los sueños de grandeza, regresar a la realidad. Las autoridades municipales deben concentrar sus esfuerzos y recursos en la atención oportuna de los servicios básicos: alumbrado, vigilancia, dignidad urbana, cohesión comunitaria, vialidades, tránsito, ordenación territorial, recolección de basura, presencia política en ciudades, poblados y comunidades. En la prestación eficiente de los servicios básicos se hunden los cimientos de la legalidad, la seguridad y la justicia. Los municipios deben recuperar su antigua tarea de educar ciudadanos para la civilidad. Sin embargo, los gobiernos municipales se han atiborrado de funciones de fomento y promoción, de burocracias improductivas y costosas. Desde que los alcaldes se conducen como gobernadores de sus municipios, los servicios básicos, el cuidado del medio ambiente y la cercanía de la autoridad con la gente se han deteriorado lastimosamente.

3) Conviene poner en marcha un programa de educación cívica y legalidad que evite la comisión de infracciones y delitos menores y promueva los valores urbanos de cortesía, solidaridad y respeto mutuo. ¿Por qué no restaurar la efectividad del servicio social universitario? La presencia de brigadas de educadores cívicos sería útil y ejemplar. Más armamento y policías son necesarios, pero si en la base de la convivencia no se cultivan las virtudes civiles, de poco sirve que la ciudad se llene de patrullas y sirenas, que producen espanto ahí donde se quiere sosiego.

4) No tenemos un programa vial que eduque a conductores de vehículos y a peatones. Los accidentes es una de las principales causas de muerte y lesiones. En su mayoría son evitables. Aquí empieza la inseguridad.

5) Tenemos especialistas en desarrollo urbano, agua y recursos naturales, sociología, psicología, antropología y derecho pero no los escuchamos. Ellos deben decirnos el qué y el cómo de la civilidad urbana. Necesitamos una carta de derechos y deberes urbanos surgida de la ciudadanía. Bien se dice que nadie lava un coche rentado. Las normas urbanas de convivencia deben emerger de la base comunitaria, de gente convencida de que las cumple porque le conviene, que las aprecia porque son suyas.

6) La legislación urbana se redacta para una sociedad que ya no existe. Si no se vinculan directamente con la seguridad, la cultura, el empleo, los servicios, los derechos humanos, la actividad económica y un transporte colectivo amable, eficiente y barato, de poco sirve contratar más policías e importar tecnología sofisticada de vigilancia. Las normas urbanas deben ser menos técnicas y más formativas. La urbanidad es, primero, un asunto de educación cívica, de valores compartidos, no de medidas y colindancias.

7) La ciudad no se blinda del crimen con retenes y patrullajes. Producen desazón, no tranquilidad. El crimen se ha “desfronterizado” (perdón) y el combate cuerpo a cuerpo derrama mucha sangre pero no decide batallas. El enemigo puede venir de todas partes y también habita entre nosotros: potencialmente está en la desigualdad, en la precariedad del empleo, en el aislamiento urbano, en la falta de ejemplaridad pública, en la servidumbre “empresarial” que se disputa el lavado de dinero.
8) La reforma de la justicia local no debe postergarse. El descrédito de jueces y magistrados aumenta peligrosamente. A nadie le conviene la percepción cada vez más generalizada de que nuestro sistema de justicia estatal es tortuoso. Nuestras normas procesales civiles, penales y mercantiles son del siglo XIX, pensadas para la vida lenta y apaciguada de la sociedad del siglo XIX. ¿Por dónde empezar? Por la justicia civil, recomendaba Norberto Bobbio.

9) La confianza en las instituciones se puede recobrar mediante la ejemplaridad pública. Los corruptos del anterior sexenio se pasean tranquilos, tan ampones los muy hampones. La responsabilidad pública es un discurso, no más. La impunidad mata la esperanza social: la gente se aísla, huye de la vida pública, reniega de la democracia, refunfuña en la antipolítica. La sociabilidad queda seriamente lastimada.

10) Es un suicidio lanzarse a una guerra sin los pertrechos morales, cívicos, legales, democráticos y culturales que amortigüen sus efectos. La condición humana de nuestro tiempo tiene variables que los gobernantes ignoran. Las blindas con que se construyen las trincheras ya las tenemos almacenadas en la conciencia. Pero ¿hay que pasar la vida en trincheras? En algunas ciudades y regiones del país se vive en permanente estado de alarma, que es la peor de las vidas imaginables: se vive sin existir.

martes, 22 de junio de 2010

Los perfeccionistas

A Melissa Bernal

El perfeccionismo es quizás el defecto que más produce repudio y rechiflas entre el Respetable. Odiamos a los perfeccionistas, pero esto sólo significa que los caminos de la envidia son inescrutables. Un perfeccionista en tiempos de mediocridad colectiva es como un misántropo en una fiesta en el club campestre. El encumbramiento de la mediocridad ha acuñado frases felices y consoladoras: 1) Se hace lo que se puede; 2) Uno es lo que puede, no lo que quiere o lo que debe; 3) ¿Para qué hacer hoy lo que puedo dejar para mañana?; 4) Ya fue suficiente por hoy; 5) Yo hago como que trabajo porque el patrón hace como que me paga; 5) Ni todo el amor ni todo el dinero (ni todo el esfuerzo). . . y algunas otras que delatan aquiescencia, codicia o cinismo.
El perfeccionismo también ha sido fusilado por la psicología: mecanismo de defensa que encubre un complejo. Pero es muy probable que el psicólogo de turno encubra su ignorancia con una compleja defensa de su mecanismo. Digamos que simple y sencillamente hay gente a la que le gusta el trabajo bien hecho. Estos perfeccionistas son, para situarlos históricamente, personas que se quedaron en el Medioevo. En la Edad Media nacen los grandes maestros y nace también la noción obra maestra, aplicada a un trabajo manual, no intelectual o artístico. El perfeccionista genuino aspira a una pequeña perfección, la de su trabajo del día, y encamina hacia ella todos sus afanes; el perfeccionista impostor venera la perfección absoluta, pero carece de afanes. El genuino es intransigente consigo, con lo que hace. He conocido a algunos. Recuerdo al carpintero don Fausto que llegaba a trabajar a las siete de la mañana y a las once de la noche aún pulía en una puerta unas imperfecciones que sólo él veía. Se iba a la medianoche con un gesto de disgusto; se despedía diciendo: “No se preocupe, ya verá que con el favor de Dios mañana el librero va a quedar bien”. El otro día se molestó conmigo porque moví de un sitio a otro, a lo tonto, uno de sus excelentes libreros. Con su gestudo malestar me dijo que el hecho de que yo hubiera pagado por el librero no me daba derecho a tratar el mueble como una cosa. “Me hubiera llamado”, dijo indignado, y se dispuso a corregir las ralladuras del traslado. Ya no hay carpinteros como don Fausto. Envejeció; tiene ochenta años pero la edad es lo de menos; lo que le impide trabajar como a él le gusta son las lesiones mal atendidas que le causaron tres atropellamientos, dos de Metrobus y una de un currutaco escuchimizado en automóvil de lujo. Sigue pidiendo trabajo: pequeñas composturas, arreglo de sillas, barnizada de puertas y alacenas. Don Fausto me llama a veces para preguntar si tengo trabajo para él. “Trabajo siempre hay”, le respondo con una mentira piadosa absolutamente impía. Don Fausto me recuerda uno de los mejores relatos de Borís Pilniak: Caoba. La traducción de Sergio Pitol es perfeccionista. La pulió durante horas y días y semanas y meses. Tal vez años. El pulido de la traducción fue como el tallado de los maestros carpinteros del relato: “Una caoba oscurecida a fuerza de tallada”. Los hijos de los personajes de Caoba ya no siguieron el trabajo artesanal de sus maestros. Eso ocurrió cuando llegaron a los más apartados poblados rusos las fábricas de muebles. Los nietos y bisnietos de los amorosos de la madera se convirtieron en obreros. Ahora, en México, apenas califican para albañiles.
Veamos el caso de un perfeccionista célebre. La historia la cuenta George Steiner en un ensayo publicado en 1977 en The New Yorker. El tipo se llama James Murray, hijo de un sastre de un pequeño poblado de Inglaterra. La historia comienza el día que Murray, a finales de 1866, redacta una solicitud de trabajo para ocupar una vacante en el Museo Británico:

“Tengo que decir que la filología, tanto la comparativa como la especial, ha sido mi ocupación favorita durante toda mi vida, y que poseo un conocimiento general de las lenguas y la literatura de las clases aria y sirioarábiga; desde luego, no es que las conozca todas o casi todas, pero poseo el conocimiento léxico y estructural general con el cual el conocimiento íntimo sólo es cuestión de un poco de aplicación. De varias tengo un conocimiento más íntimo, como las lenguas romances, italiano, francés, catalán, español, latín y en menor grado portugués, valdense, provenzal y diversos dialectos. En la rama teutónica estoy aceptablemente familiarizado con el holandés (al tener que leer, en mi lugar de trabajo, correspondencia en holandés, alemán, francés y ocasionalmente otras lenguas), flamenco, alemán, danés. En anglosajón y moesogótico, mis estudios han sido mucho más detallados, pues he preparado para la publicación algunas obras sobre estas lenguas. Sé un poco de celta y en la actualidad estoy ocupado con el eslavónico, habiendo obtenido un útil conocimiento del ruso. En las ramas persa, aqueménida y cuneiforme, tengo conocimientos enfocados a la filología comparativa. Tengo un conocimiento de hebreo y siriaco suficiente para leer a primera vista el O. T. y Peshito; en menor grado conozco el arameo, el árabe, el copto y el fenicio hasta el punto en el que lo dejó Gesenius”.

El joven Murray, de veintinueve años, no consiguió el empleo. Piensa y vuelve a pensar: “Sólo es cuestión de un poco de aplicación”, y de esta convicción nació el monumento intelectual más grande de todos los tiempos: el Oxford English Dictionary. Contemos la aventura con la ayuda de Steiner: la historia del OED es una de las aventuras soberanas de la vida de la mente. Murray es un ejemplo espectacular de la capacidad para exprimir la experiencia hasta la médula, para hacer que todas las sensaciones produzcan un conocimiento organizado.
En contraste, en la actualidad impera la enseñanza planificada; el trabajo es una pausa entre llamadas telefónicas y mensajes de texto; la docencia es un molesto paréntesis entre asambleas sindicales, marchas, puentes, festejos, comisiones y el interminable llenado de formularios para el Sistema Nacional de Investigadores.
La cantidad total pagada por el OED fue de nueve mil libras. Con el pago Murray financió a su propio personal y las instalaciones físicas necesarias para reunir millones de fichas de palabras. Tenía una vida y once hijos. Ni él podía imaginar que el OED llegaría a tener más de dieciséis mil páginas, que producirlo costaría trescientas mil libras y que ni él ni sus herederos recibirían un penique de beneficios. Murray pensaba en un lexicón que abarcara literalmente toda la historia formal y sustantiva de la lengua inglesa, desde sus raíces anglosajonas, latinas y anglonormandas hasta las más recientes acuñaciones ideológicas, literarias, periodísticas y científicas.
Hubo que clasificar y almacenar unos cinco millones de fichas de palabras. La jornada laboral duró cincuenta años y la batalla de Murray fue una batalla por la perfección. Nadie le dio una beca, un año sabático, un cargo de investigador, un intercambio académico, un apoyo a la creatividad. Era un simple ayudante de profesor. Para los poderosos de Oxford Murray era un empleado recalcitrante, indebidamente privilegiado. Cuando se le concedió un título de nobleza, en 1908, la universidad mostró una altiva aceptación. Trabajaba setenta y siete horas a la semana: veinte como maestro, cincuenta y siete como lexicógrafo, y escribía, sin taquigrafía, hasta quince cartas diarias. En 1885 llegó a trabajar noventa horas a la semana. Murray murió en 1915, cuando el Diccionario iba en la letra T. El OED fue terminado en 1928, pero semejante trabajo no puede terminarse nunca. La estadística de cincuenta años de perfeccionismo se puede leer en la introducción de A New English Dictionary on Historical Principles, pero ninguna estadística refleja el amor al trabajo de Murray. Los artífices de las letras inglesas (Joyce, Nabokov, Burguess, Updike) están en deuda con Murray. Cuando se pregunta a un inglés cuál libro se llevaría a una isla desierta, no tiene duda.
¿Aún consultan nuestros escritores el Corominas, el Diccionario de doña María Moliner, el Panhispánico de dudas de la Real Academia o el Latino-español etimológico de Raimundo de Miguel? ¿Y nuestros profesores? ¿Y nuestros políticos y gobernantes? ¿Y nuestros líderes morales, religiosos y culturales? ¿Aún tallan la caoba de sus pensamientos y sus palabras?

jueves, 17 de junio de 2010

Una cátedra internacional

Querétaro bien pudo ocupar, a partir de enero de 2010, el liderazgo nacional e internacional del Bicentenario de la Independencia. El año ya va muy avanzado y aún no sabemos qué significados históricos son los que corresponden a la participación de la sociedad queretana de la primera década del siglo XIX en la gestación cultural y revolucionaria de la Independencia. Los queretanos no han sido precisamente buenos historiadores. En el siglo XIX destaca, de la escuela romántica, Félix Osores, que además de ser diputado a las Cortes de España de 1814 y 1820 y al Constituyente de 1823-1824, llevó a cabo una tarea (“harto incompleta y defectuosa”: Luis González y González), con sus adiciones a la Biblioteca de José Mariano Beristáin; y de la escuela ecléctica sobresale Valentín F. Frías con sus Ensayos bibliográficos. Sin embargo, Frías se ganó la popularidad con las Leyendas y tradiciones queretanas, un libro que no ha dejado de publicarse y venderse. A propósito, ¿por qué no publicar, para conmemorar el centenario de la Revolución, el Tomochic de Heriberto Frías (un autor que “espera y merece reivindicaciones”: Max Aub)? ¿Por qué no una edición digna y comentada de sus relatos completos? Quedaría muy bien para noviembre.
La memoria ha sido, entre nuestros historiadores, aburrada y aburrida. Los historiadores queretanos, hasta bien entrados los años ochenta del siglo XX, sólo revolcaron los mitos y leyendas del siglo XIX. Fueron historiadores románticos hasta la cursilería; en el mejor de los casos, fueron herederos muy tardíos de Carlyle, pero sin el talento de Carlyle.
Una buena decisión del gobernador José Calzada sería la de instituir la Cátedra Internacional Ezequiel Montes. ¿Y por qué no “Cátedra Internacional Corregidora de Querétaro”? No tengo más argumento que el hecho lamentable de que la Corregidora acabó convertida en un estadio de fútbol (“mundialista, por favor”). Además, de Josefa Ortiz de Domínguez se han escrito y contado muchas mentiras. Es nuestra figura maniquea: la glorificación excelsa de un lado y la difamación grosera del otro. Nos hace falta una buena biografía de la Corregidora. ¿Por qué no aprovechar la ocasión para invitar a un historiador renombrado a escribir una biografía de esta interesante mujer, a la que tenemos tan cercanamente desconocida? ¿Por qué no plantearle el proyecto a Jean Meyer, que en su obra reciente ha llevado a cabo una inteligente conjunción de historia y literatura, sin confundirlas? Meyer publicó en 1989 A la voz del rey, historia situada en 1801 en los alrededores de Tepic, y más recientemente una brillante historia de Nayarit. Su pulcritud histórica y su talento literario son indiscutibles en Yo, el francés, sobre la oficialidad francesa durante los años de la Intervención francesa. Porque la Corregidora, hasta hoy, ha sido objeto de un culto que la tiene completamente petrificada. De su presencia entre los insurgentes sabemos poco y del ser humano sabemos menos, a no ser por los clichés que se repiten irreflexivamente.
Me gusta mucho más, como cátedra internacional, la figura de Ezequiel Montes (Bernal, alcaldía mayor de Cadereyta, Querétaro, 26 de noviembre de 1820-Ciudad de México, 5 de enero de 1883). Ezequiel Montes es en la actualidad una calle ancha que se quiere pavimentar. Si uno consulta al vuelo el nombre “Ezequiel Montes” en la red, nos enteramos de que es un pueblo, una ciudad, un municipio; que hay ofertas de hoteles, restaurantes, empleos, comercios y relaciones de amor y amistad. En la página oficial del gobierno municipal no hay una sola mención al personaje. Pero Ezequiel Montes nos queda más cercano de lo que imaginamos: además de colaborar con Juárez en la Secretaría de Justicia, Negocios Eclesiásticos e Instrucción Pública, luego ministro de Relaciones Exteriores con Comonfort, su responsabilidad política más significativa fue como enviado extraordinario y plenipotenciario ante la Santa Sede, en uno de los momentos más críticos de la década de 1850, cuando se habían expedido las leyes más combatidas por el clero mexicano (La Ley Juárez y la Ley Lerdo). Me cuenta un sacerdote católico que trabaja en El Vaticano que los archivos sobre las gestiones de Ezequiel Montes en Roma son de enorme relevancia histórica. Negociar el fin de la hostilidad clerical contra la Reforma fue una ingrata tarea diplomática cuya lección permanece, más en estos momentos en que nuestro pazguato Congreso se resiste a dialogar, negociar y decidir nuestros más agudos problemas públicos. ¿No se discuten aún los fueros eclesiástico y militar?
La Cátedra Internacional Ezequiel Montes consistiría en eso, en dos o tres grandes conferencias anuales. Este 2010 podrían ser más y los temas serían preferentemente el inicio de la Guerra de Independencia y otros hechos históricos del siglo XIX. Aún hay tiempo para invitar a los más importantes historiadores mexicanos y extranjeros. ¿Por qué no arrancar en julio, luego del primer informe del gobernador Calzada? Se podría invitar al historiador inglés David Brading, que estuvo en Querétaro en septiembre de 2009 y pasó inadvertido. Creo que aceptarían la invitación Meyer, Katz, Krauze, Villoro y otros de esa estatura intelectual. ¿Se imagina el lector un encuentro del Bicentenario con esos cinco pensadores en uno de los días previos al próximo 15 de diciembre? La presencia queretana en los medios masivos estaría prácticamente garantizada.
Entre julio y diciembre podría haber cuatro o cinco grandes conferencias. Además del interés intelectual que de suyo tiene escuchar a los mejores historiadores que han escrito sobre México, Querétaro tendría una presencia nacional con motivo del Bicentenario, nula hasta hoy. El gobierno de José Calzada ofrecería una imagen cultural del estado que puede ayudar a contrarrestar, aunque sea en parte, la inminente presencia de la delincuencia organizada y el incremento de la violencia. Y para los que no saben sino de números y finanzas, habría que recordarles que el gobierno del estado gasta mucho más en el pago de teléfonos celulares de los burócratas y en otras zarandajas por el estilo.
La Cátedra Internacional Ezequiel Montes sería permanente. Cada año podrían organizarse dos o tres grandes conferencias sobre internacionalismo. En el 2011, por ejemplo, el gobierno estatal podría promover la evaluación de la democracia en México y en el mundo. Pero pueden ser muchos otros temas: justicia, reforma política y económica, cultura y educación, parlamentarismo y gobernabilidad, urbanismo y calidad de vida, crecimiento y justicia social.
La Cátedra Internacional Ezequiel Montes podría organizar encuentros y coloquios nacionales e internacionales sobre los problemas que más preocupan a la sociedad mexicana. Se podría aprovechar a los historiadores locales. Entre una masa de académicos especialistas en al arte del fusil y la piratería (la notable excepción de Ángela Moyano confirma la regla), hay algunos estudiosos serios y responsables de la historia local que merecen el apoyo público.
¿Cómo nos vemos los queretanos en la historia local, regional y nacional? ¿Qué tan queretanos se sienten los miles de mexicanos y extranjeros que viven en Querétaro? ¿Cuál es la responsabilidad histórica de un gobierno democrático? No es solamente con en el futuro; también es con el pasado, con el que participamos en el parto de la Nación y en la construcción del país. La memoria es un deber colectivo y la Cátedra Internacional Ezequiel Montes cumpliría en parte con ese deber.
Y nos permitiría saber, además, que Ezequiel Montes no es sólo una calle que se quiere pavimentar o un municipio donde matan muchos puercos. Y podríamos descubrir que la Corregidora no es sólo un estadio mundialista (“de los más modernos del mundo, por favor”).

lunes, 14 de junio de 2010

El pelirrojo

Si una palabra define eso que suele llamarse el espíritu de la época es “estandarización”. Esto sólo significa que nuestra época carece de espíritu o que el espíritu carece de época. La estandarización es hija directa de la uniformidad. Uniformar el pensamiento, las creencias y las conductas es una pretensión original del poder, incluidos los gobiernos democráticos, que por eso mismo son escasamente democráticos y nulamente gobiernos.
Durante mucho tiempo se ha hablado de “integración”. Los planes, los programas y las políticas son todas “integrales”. El integrismo de los gobiernos se puede disimular de distintos modos, pero regularmente termina con la intentona de manufacturar una ciudadanía estándar. Con el sustantivo “integralidad” se disfraza un integrismo que intenta borrar las diferencias políticas, morales y culturales de la sociedad. La igualdad ha devenido en igualitarismo y éste en estandarización: ciudadanos cortados a la medida de un lenguaje que reduce los espacios de la pluralidad. Lo que no es integral no sirve, es anticuado. El lenguaje es la puerta por donde se cuela el pensamiento único. La estandarización reduce, simplifica, iguala; pulveriza la diversidad, empaña las diferencias, tiñe de blanco y negro los sentimientos individuales y grupales, desluce la razón, la calumnia, la difama. Las certificaciones de calidad son instrumentos de estandarización. Se puede estandarizar la calidad de un tornillo, pero si se estandariza la calidad moral de la conducta humana, es muy probable que el calificador tenga un tornillo en vez de un cerebro.
Viene al caso un cuento del escritor ruso Daniel Charms (1905-1942). Declarado enemigo del gobierno soviético, murió de hambre en la prisión de Leningrado durante el cerco a la ciudad por las tropas nazis. Fue conocido por sus cuentos infantiles de humor surrealista y absurdo y hoy habita injustamente en la cárcel del olvido. De modo libre y al vuelo, traduzco del inglés su cuento “El pelirrojo”:

“Había una vez un hombre de pelo rojo que no tenía ojos ni oídos. (En realidad) tampoco tenía pelo, por lo que se le llamó "el pelirrojo", pero sólo teóricamente. No podía hablar porque no tenía boca. Tampoco tenía nariz. No tenía piernas ni brazos. No tenía estómago, espalda, espina, y no tenía entrañas de ningún tipo. No tenía nada en absoluto. Por lo tanto, no está claro en realidad de qué estamos hablando. De hecho, preferimos no hablar de él nunca más”.

Año de aniversarios redondos, en enero pasado se cumplieron cincuenta de la muerte de uno de los escritores más leídos e influyentes de la historia literaria de la humanidad. Ninguna obra ha sido objeto de tanta publicidad, exégesis y comentarios como 1984 de George Orwell. El escritor estaba seguro de que su novela no se vendería. A la fecha se ha publicado en más de sesenta idiomas y sus ventas alcanzan las ocho cifras: decenas de millones, pues. La terminó de escribir en 1948, año que dio el título definitivo a la novela. La novela se iba a llamar El último hombre en Europa, un título que nos recuerda el de Karl Kraus, Los últimos días de la humanidad, escrito más de veinte años atrás. Orwell concluyó su obra el 22 de octubre de 1948. Algunos dicen que accidentalmente invirtió los dos últimos números. Así nació el título definitivo: 1984. De este accidente Orwell se apropió de un año: “puso su firma y su derecho de propiedad sobre un fragmento de tiempo”, escribe George Steiner, así como Kafka es el único e indiscutible dueño de la letra K. Si Orwell hubiera terminado su novela el año siguiente, en 1949, la obra se habría llamado 1994. El caso es que alrededor de 1984 se encendieron las alertas culturales.
Durante y después de ese año, son innumerables los estudios, congresos, coloquios y todo tipo de reflexiones acerca de si se habían cumplido las admoniciones de Orwell. La evaluación debe mirar tres aspectos sustantivos: la libertad personal, la autoridad política y la cultura cívica. No puede ni debe faltar la reflexión acerca de si los medios de comunicación de masas controlan el pensamiento. Y la pregunta ha sobrevivido hasta nuestros días: ¿es una realidad el mundo orwelliano? Y si lo es, ¿en qué sentido, en qué actividades públicas y privadas y cuáles son las consecuencias políticas, morales y religiosas? Contrariamente a las visiones de Orwell, las dos últimas décadas del siglo XX constan de sucesos liberadores y de la adopción de la democracia en la mayor parte de los países del mundo. No obstante, nadie tiene derecho a decir con absoluta convicción que no presenciamos y sufrimos embates nuevos contra la autonomía política y moral del individuo o que no subsisten formas de dominio y control masivo que lesionan la libertad y la dignidad de la persona y la de grupos y pueblos enteros. Si de poner un ejemplo cercano se trata, la ley racista de Arizona contra los latinoamericanos es una muestra de que la libertad y la dignidad son aspiraciones atropelladas como lo fueron las exigencias civiles de los negros hace cincuenta años. Se puede agregar que la democracia ha sufrido retrocesos en muchos países y que no podemos asegurar que los autoritarismos y las pretensiones totalitarias se fueron para siempre. No se han ido, sólo cambiaron de piel.
El año 2010 llegó con su cauda de simbolismos y premoniciones. El número es especial, bello, redondo. Los dos ceros alternados le dan al año una tonalidad estética. Junto a la belleza circulada del número, la violencia criminal que sufre casi todo el país le ha producido enormes daños a la sociabilidad humana. Hay miedo, incertidumbre, impotencia, desesperanza. El odio crece como la yerba en la milpa antes del barbecho. El fracaso de la guerra contra la delincuencia organizada nos está dejando un poco más huérfanos. ¿Quién nos defiende de la debilidad del estado?
En este 2010 podemos confirmar la profecía orwelliana del managerialism (la aplicación de las técnicas de gestión empresarial a la política y al gobierno). La sociedad se llenó de managers, de gerentes, de gestores, de traficantes de relaciones. En su mayor parte, los políticos fueron desplazados por los administradores; los líderes religiosos están más preocupados por la caída de los ingresos que por la dirección moral de la feligresía; los líderes empresariales se ocupan de vincularse con el poder político antes que por la producción y el bienestar de los trabajadores; los rectores de las universidades públicas se han estandarizado hasta quedar reducidos a gerentes administrativos, a gendarmes del gasto. Si se miran con detenimiento los liderazgos sociales, la mayoría encaja en la profecía orwelliana del managerialismo. Gestionan pero han dejado de ejemplificar; ya no cumplen con su responsabilidad de fungir como autoridades morales y culturales que hablan, critican y son escuchadas con atención y respeto. Es una verdadera pena que las palabras de un líder académico sean tan huecas como las de un lidercillo de comerciantes o las de un burócrata que informa de los procedimientos del pago a proveedores.
Los gobernantes hablan de finanzas, de estadísticas, de presupuestos, de inversión extranjera, no de calidad de vida. Los gobernantes gestionan, no gobiernan. La gestión ha logrado una estandarización del lenguaje y de las conductas y el liderazgo político está reducido a una función contable. Por eso hablan de reingeniería financiera, de proyectos integrales, de crecimiento económico, de competitividad. Pero no saben para qué. Confunden los medios con los fines. Rendir cuentas es mucho más que rendir números. Rendir cuentas es evaluar el cumplimiento de los grandes fines políticos: justicia, libertades, bienestar colectivo, dignidad humana, equidad, concordia, diálogo, que no son consecuencias automáticas del crecimiento económico. Porque en nuestro caso el crecimiento y el progreso han producido más desigualdad, más pobreza y más inseguridad. Los negocios están arriba, entre unos pocos, no en medio ni abajo, no entre la masa de proscritos, no entre los millones de pelirrojos que somos.

martes, 8 de junio de 2010

La decadencia del humor

La risa ha perdido luz, sonoridad y tonalidades. La carcajada es una rareza. La violencia, la inseguridad y la economía han avinagrado el carácter y reblandecido el ánimo.

Nuestras reservas petroleras están a la baja, la desforestación ha desertificado bosques, cerros, montañas y valles, los acuíferos están prácticamente agotados, la contaminación del aire y del suelo estropean la dignidad de las ciudades y cancelan la vida productiva del campo, los gobiernos de todo el país exultan soluciones de gabinete cada vez más distantes de los sentimientos, razones y experiencias de las comunidades. . . Sin embargo, la decadencia de nuestras reservas morales, civiles y culturales sufren un deterioro mayor. Es cierto que los problemas son muchos y complejos, empezando por la violencia cotidiana, la criminalidad, la debacle educativa, brutal desigualdad. Pero hay una barbarie peor que todas juntas: la quiebra de las relaciones interhumanas, sociales, civiles y políticas. Una de esas reservas culturales, la del humor, también ha sido victimizada por la hiel de la desesperanza. “¿De qué te ríes?” “¿De qué se ríen ésos?” “¿Reír?” “¿Reír de qué?”

¿Cuánto ha dejado de reír la sociedad mexicana en cincuenta años? ¿Por qué la risa se fue desdibujando de los rostros mexicanos, antes alegres y predispuestos a reír a las primeras? La erosión de la risa es una catástrofe cultural. Ya hasta se venden terapias de risa. La risa franca y natural, que siempre fue nuestra reserva cultural más esperanzadora, siempre gratuita y siempre al alcance de un corazón bien puesto y mejor dispuesto, ahora hay que comprarla, como si tuviéramos que comprar una botella de sol.

El odio ha talado y deforestado nuestra inmensa riqueza de sonrisas, risas y carcajadas. Van algunos apuntes sobre el tema:

1) Oír una carcajada llama la atención. Hay que escucharla, mirarla, maravillarse ante el milagro. Las carcajadas ya no son tan comunes. La risa también ha sido monopolizada y proviene de dos fuentes principales: la primera nos llega de la televisión, que administra los contenidos y las formas de lo risible. Los telespectadores somos en realidad tele-receptores, risueños idiotas que hemos perdido el genio humorístico y la capacidad creativa. Ya no hay quien diga, como Groucho, que tuvo la inmensa suerte de nacer a una edad muy temprana.

2) La segunda proviene de las decepciones cotidianas. En realidad son muecas de humor amargo, irónicas a veces, resignadas otras; surgen de la repetición del fracaso: “ya sólo falta que un perro me menosprecie, nomás esto me faltaba, por si fuera poco, por si no tuviera bastante”. Algunas de estas expresiones denotan un humor ácido que va llenando el hígado de piedritas. El humor se avinagra y la risa se aceda.

3) La risa de nuestro tiempo se lee más de lo que se escucha y se ve. El buen humor fue siempre un virus contagioso. No había remedios, sanaciones ni antibióticos capaces de detener una epidemia de risa. Todo era cosa de empezar. El final lacrimoso y espasmódico anunciaba el lento y gradual regreso del otro mundo, la vuelta del país de las maravillas, así como le regresa el resuello al niño que berrea durante largo rato.

4) Ahora la gente se ríe por Internet: ja ja, ji ji, jo jo. La onomatopeya ha sustituido a la epopeya. El ja ja, el ji ji y el jo jo han suplantado el sonido, la tonalidad, la contorsión facial, el cuerpo que se retuerce, las manos que esgrimen en el viento su independencia, la propulsión de aire que se exhala un segundo antes del infarto, las lágrimas que desbordan los diques. Una carcajada, en el Internet, se logra manteniendo el pulso alternado sobre dos teclas: jajajajajajajajajaja. Menos de cinco segundos bastaron para representar la más excelsa de las maravillas humanas.

5) ¿Se puede aún hablar de una sonora carcajada? ¿Todavía se llora cuando se ríe y se ríe cuando se llora? ¿Qué fue de aquel sofoco extático que descendía del rostro rumbo al corazón y al estómago? ¿Por qué ya no se habla y se ríe a la vez? El escritor Guillermo Cabrera Infante contaba que el filósofo Fernando Savater era el único ser humano que él conocía que hablaba y se carcajeaba al mismo tiempo. Es cierto: he tenido la suerte de estar frente a Savater y disfrutar su gorgoreo de risas y palabras, los ojos llorosos. ¿Por qué los que piensan ya no ríen cuando piensan?

6) Antes, entre las clases altas, la risa era un signo de mala educación. La carcajada era costumbre de gente baja y sin estudios. Eran los pobres maleducados los que le daban vuelo a la risa. ¡Qué carcajadas tan libres y sonoras se escuchaban! La risa era la democracia de los pobres, un hábito de soberanos. Gracias al humor compartido, los pobres eran las majestades reales de la alegría. Provenía de una sola legitimidad: el conocimiento compartido. Risa y comunidad eran la misma cosa.

Si la risa por Internet ya no se oye ni se ve, es imposible saber de qué se ríe el otro. Me temo que no ríe en absoluto: el ja ja es una caricatura silenciosa que equivale a escribir croa croa, guau guau o pum pum.

7) El escritor Borís Groys (Berlín Este, 1947) escribe en El futuro es de la tautología que una de la consecuencias de la inmensa producción de cultura chatarra es la decadencia del humor, considerado como una forma primaria de creatividad cultural. Como ya nadie conoce lo que el otro sabe, el humor se ha hecho prácticamente imposible. Hay mucho conocimiento y poca comunidad. Cada quien conoce lo suyo, no lo del otro. Cada vez conocemos más pero cada vez sabemos menos. Dicen que cada loco con su tema, pero un loco que no ríe es como un cuerdo que no piensa. Ni el primero está loco ni el segundo está cuerdo. Podemos reír a solas, pero tarde o temprano necesitamos reírnos con otros. Sólo los fanáticos nunca ríen. Lo suyo es el odio amargo, el vino del solitario.

8) Cioran, un exquisito de la amargura, un misántropo genial, escribe un aforismo en ese sentido: “No soporto a la gente; pero me gusta reír y no me gusta reír solo”. Cuentan los que conocieron a Cioran que era extraordinariamente afable y risueño. La risa del solitario es tan vieja como la humanidad. Reír a solas es una alegría misteriosa, inaudible pero intensa y estridente. La risa del solitario puede cantarse con un verso de Mandelstam:
No estoy solo en la prisión del mundo

No puedo calcular la calidad e intensidad de lo que he reído con Almas muertas de Gógol. Es una risa que ha sido labrada en la memoria de mi alma viva.

9) El antropólogo búlgaro Tzvetan Todorov escribe que entre los dos y los cinco meses el niño adquiere la conciencia. El bebé ya “sabe”: mira y busca la mirada del otro. Creo que el niño “nace” cuando empieza a reír y el viejo “muere” cuando en su rostro se ha apagado la última luz de la sonrisa. Entonces se sabe que la muerte aguarda en la antesala.

10) La televisión nos ofrece un humor de desecho, artificios fugaces. Antes la gente se reía de los gobernantes y hacía chistes geniales de su solemnidad. Y es que nada hay más cómico que un político que se toma demasiado en serio. Los de hoy son simplemente chistosos. Hasta la política ha dejado de ser una fuente de humor. Si ahora son chistosos, ya no hay chiste. El humor popular (¿hay otro más libre?) tuvo en Vicente Fox la cumbre y decadencia del humor: la superficialidad barrió con el ingenio. Fox era chistoso y sólo había que imitarlo. Para ridiculizar a los políticos de nuestro tiempo basta con citarlos. Los gobernantes actuales son chistosos y lo peor es que se esfuerzan en parecerlo. Sus chistes malos los delatan: estulticia, mal humor, estreñimiento, inseguridad, modorra intelectual. Es un signo de la Bobocracia. Cada vez que vemos y oímos al presidente Calderón oficiar de cómico, uno puede expresar, con una mueca imperceptible, un irónico ja. . . ja. Nadie entiende dónde está el chiste. ¡Vaya, ni Margarita Zavala sabe de qué se ríe su marido, aunque sonría!

sábado, 5 de junio de 2010

Denunciar los delitos

El teléfono suena siempre ocupado. Cuando se tiene tiempo y paciencia se insiste. Luego de cinco o cien llamadas la curiosidad se convierte en sospecha y ésta se transforma en certeza: no hay tal teléfono; no es que esté ocupado, es que no está activado; y un teléfono desactivado es como un amor no correspondido: no hay nadie en la otra orilla.
Sin embargo, en todas partes el número de ese teléfono se anuncia a la vez que se invita al público a denunciar. Denunciar un delito es considerado como un deber cívico. Lo es, sin duda, pero el cumplimiento de este deber le infringe al denunciante un calvario burocrático cuyo desenlace puede llegar a ser fatal, pues es posible que sea visto como el primer sospechoso, la primera línea de investigación (antes se les llamaba pistas, pero ahora las pistas son vulgares carreteras).
El denunciante debe saber que cumplir con su deber cívico implica tiempo, dinero, esfuerzo y decepción. Esto no es del todo malo, pues la ineficiencia de las instituciones de justicia ha desactivado la posibilidad de que nos convirtamos en una sociedad de delatores, lo que sería la verdadera guerra de todos contra todos, pero sin la presencia de un monstruo-estado que nos atemorice.
El que ha sido víctima de una extorsión o de un intento de extorsión marca el número mágico por cuatro razones: 1) cree sinceramente que la denuncia sirve para algo; 2) no cree que la denuncia tenga alguna utilidad pero llama con la vana esperanza de estar equivocado; 3) no cree que la denuncia sirva para algo pero llama con la malévola certidumbre de confirmar su certidumbre; 4) no sabe por qué llama/no contestó.
Sólo el dos por ciento de los delitos que se cometen en el país son del conocimiento de las autoridades. Esto significa que la actividad delictiva tiene apenas un dos por ciento de riesgo. Ninguna actividad lícita, por generosa que sea, tiene un margen tan amplio de éxito. Si la denuncia de delitos aportara otro dos por ciento, el trabajo de las procuradurías de justicia aumentaría al doble, lo que traería como consecuencia su quiebra absoluta. Pero la quiebra no sería solamente de las autoridades investigadoras, sino de todo el sistema judicial y penitenciario del país.
Nuestra cultura punitiva está profundamente arraigada. Recibe con los brazos abiertos la tipificación histérica de nuevos delitos, el aumento de las penas y promueve la denuncia ciudadana como medio por excelencia de participación, con los siguientes riesgos públicos y privados:
1) los presupuestos públicos tendrían que duplicar, por lo menos, los recursos destinados al pago de salarios y prestaciones de una burocracia también duplicada y a la construcción de oficinas, instalaciones, escuelas de capacitación, juzgados, armamento, patrullas, centros de tecnología criminal, cárceles, institutos de investigación, centros de rehabilitación y un número indeterminado de etcéteras;
2) El arte de gobernar quedaría reducido –todavía más– a la persecución de delincuentes, eficacia que sólo podría mostrarse con la presentación en vivo y a todo terror del mayor número posible de sospechosos, con el consecuente aumento –todavía más– de la arbitrariedad y la injusticia;
3) Las universidades públicas se verían en la necesidad de organizar y ofrecer nuevas opciones educativas, fragmentando las ciencias penales hasta reducirlas a polvo. La especialización de esas ciencias produciría una ramificación inexpugnable, al grado de que se ofrecerían licenciaturas en personas desaparecidas y maestrías en clasificación de delitos;
4) La vida pública sufriría el peor quebranto de su historia, pues la cultura de la denuncia –abrumadoramente anónima– desalentaría la participación libre. La denuncia penal se ha convertido ya en el campo de batalla donde se libra la lucha por el poder;
5) La vida social y las relaciones humanas más elementales se fracturarían –todavía más– hasta reducirse a la fugacidad banal. El amor y la amistad perderían tiempo, espacio e intensidad. Los amigos y los vecinos serían sospechosos de algo, implicados en algo, susceptibles de denuncia;
6) Crecería –todavía más– el mercado de la fe. La competencia por la clientela sería tan brutal que llegaría a las ejecuciones entre mafias clericales. La denuncia de delitos crearía una sociedad de fieles denunciantes e infieles difuntos;
7) Entendida como saber desinteresado, la filosofía sufriría el tiro de gracia. Atrapada en la tautología “Denuncio, luego existo”, la muerte sería objeto de culto y glorificación. ¿Para qué pensar en la vida, en la libertad, en la alegría de vivir, en la moral, en los misterios de la existencia? La filosofía quedaría en manos de los impostores del post modernismo, y la poesía sería patrimonio exclusivo de los que siempre se quieren morir pero carecen del valor de darse un tiro. Los intelectuales serían vulgares plañideras de cortejo fúnebre;
8) El lenguaje quedaría herido de muerte, pues caerían en desuso palabras que expresan confianza en el prójimo, piedad, lealtad y esperanza. Miles de palabras serían arcaísmos idiomáticos, así como en la actualidad se considera anticuado leer poesía, literatura o entretenerse contemplando la inquebrantable paciencia de una hormiguita;
9) Los medios masivos matarían la gallina de los huevos de oro, pues el sensacionalismo dejaría de ser sensacional. Hastiados de tanta carroña, el ciudadano quedaría reducido a su pulsión delatora, y
10) En los hechos, el ser humano sería un ciudadano sin ciudad.
Insisto y vuelvo a marcar para denunciar un intento de extorsión. En la otra orilla no hay nadie. Ha de ser porque la otra orilla no existe. Sin embargo, hay que volver a intentarlo, marcar indefinidamente, pasar la vida llamando, aunque sólo sirva para ahuyentar el pesimismo.

martes, 1 de junio de 2010

Al mejor postor

El presidente Calderón también se subió al pulman de lujo y desde el último vagón retembló el sonoro rugir del cañón: la justicia en México se vende al mejor postor.

La frase, dicha en el momento en que el país estaba acribillando a las autoridades de procuración de justicia del estado de México –al propio gobernador Peña Nieto, que ha mostrado una novatez política insospechada–, fue oportunista (es decir, inoportuna), sin advertir que lanzaba un escupitajo al breve cielo que lo cubría.

Un hábito político harto socorrido es que el gobernante se monte en el cuaco que, en primer lugar, está por cruzar la meta, pero lo hace a la vista del público, sin pudor. Son las gandulerías del poder.

¿Exagera el presidente Calderón? ¿Es válida la generalización de que en México la justicia se vende al mejor postor? Suele decirse que las generalizaciones son, como las comparaciones, odiosas, injustas, arbitrarias. Van enseguida diez recordatorios que nos pueden ayudar a decidir si la generalización es aceptable:

1) Los compradores de justicia tienen en el mercado del gobierno federal a sus marchantes favoritos. Tres de esos vendedores son las policías federales, la procuraduría general de la república y el ejército. Los tres dependen directamente del presidente;

2) No obstante la infinidad de propuestas, no se ha movido ni un milímetro el camino de la autonomía del ministerio público y la independencia de los servicios periciales;

3) Sería ingenuo creer que la autonomía del ministerio público y la del poder judicial es la solución completa y definitiva para paliar la crisis de la justicia mexicana. El problema es institucional, legal y moral. La inamovilidad vitalicia de los magistrados estatales impide la renovación gradual de los cuadros judiciales envejecidos. No tenemos una selección imparcial y abierta de jueces y magistrados;

4) El Relator Especial de la ONU expuso en 2002 que la independencia del poder judicial, iniciada en 1994, se caracterizaba por su lentitud y concluyó que la impunidad y la corrupción prevalecían. La situación reinante, se lee en el Informe, es de sospecha, desconfianza y falta de fe en las instituciones de administración de justicia;

5) Un diagnóstico del ITAM de 2006 en los ramos civil y mercantil es reprobatorio. Más de un setenta por ciento de las sentencias no se ejecutan;

6) La justicia en México sufre un proceso acelerado de privatización. El dinero y los poderes privados han atraído la competencia jurisdiccional;

7) Si las instituciones de seguridad y procuración de justicia y el mismo ejército controlan la industria del delito en el país, ¿por qué se asombra el presidente de que la justicia se venda al mejor postor?;

8) Los jueces, nuestros pobres jueces, son meros voceros de la voluntad del policía, del procurador, del presidente, de los gobernadores;

9) Si no bastara con eso, los jueces deben cargar con otra voluntad más pesada y grosera, la de los tribunales de apelación. Según estudios y diagnósticos nacionales e internacionales, todo es susceptible de compraventa: el tiempo, los medios, las resoluciones;

10) Que un asunto se resuelva pronto, cuesta; que se resuelva en determinado sentido, cuesta más; que no se resuelva nunca, cuesta mucho más. Jueces y magistrados venden el apremio y la dilación a precios que sólo pueden pagar unos pocos. Nos encaminamos rápidamente hacia un sistema de justicia de mercado. Las instituciones de justicia están convertidas en tenderetes callejeros. Se puede regatear y siempre hay manera de llegar a un arreglo.

El negocio es fabuloso. La industria de la justicia es quizá la que más utilidades deja. Arriba, en medio y abajo cada pedazo de poder y cada policía tienen su propio negocio. Va un ejemplo:

Un par de agentes federales detiene a la medianoche a un jovencito “antrero” y le exigen el pago de cinco mil pesos para no acusarlo de narcomenudeo. El joven, que apenas trae en la bolsa cien o doscientos pesos, lo niega, se deslinda, llama a su casa. Los agentes lo suben al vehículo oficial y dan vueltas por la ciudad. Le muestran un paquete de un kilo de cocaína con el que lo amenazan. El precio sube: diez, cincuenta, cien mil pesos. Según el sapo es la pedrada. Interviene la familia, los padres, los amigos, el abogado. Si no hay “arreglo”, los agentes acaban llevando al jovencito a la agencia del ministerio público federal con la “evidencia” por delante. Más de un año después, el juez federal dicta sentencia: quince años de prisión, sin derecho a fianza.

Son miles de casos “aislados”. Los jueces federales reciben la “evidencia” y dictan sentencia. Cumplen la ley. No tienen los cojones para oponerse a la marea de corrupción que les antecede. O le entras o te callas.

El daño es irreparable. Las familias se quiebran moral y económicamente. La procuración y la administración de justicia van dejando en el camino una estela de humillación y rencor.

No todos los detenidos son inocentes pero no todos son tan culpables como dicen los periódicos. Los peces gordos del delito son intocables. Muchos de ellos son, según los periódicos, personas honorables.
Los encargados de perseguir y juzgar a sus semejantes se defienden. Sus actuaciones –dicen– están apegadas a la ley. Además –agregan–, tienen la conciencia tranquila.

Delito y ley son las caras de la moneda. Es una industria que tiene infinidad de puertas, cuartos, pasadizos, recámaras, sobreentendidos.

En una involuntaria autocrítica, el Señor Presidente lo ha confirmado.