martes, 31 de marzo de 2009

Congreso de las almas muertas


No recuerdo la fecha y en ese tiempo no hubo mes, y del año sólo el diablo lo sabe. El retraso de un vuelo tiene su gracia; si se tiene un poco de curiosidad, se puede pasear entre la gente que espera y que, cuando escucha el anuncio del retraso, tiene que esperar indefinidamente el nuevo aviso de partida; se puede ver de cerca a quienes tuercen la boca en señal de inconformidad o angustia; también a quienes cogen inmediatamente su teléfono celular y llaman a quien los espera en el destino del vuelo; algunos llaman a sus casas; otros se levantan de su asiento y caminan por caminar, sin un rumbo definido, dando pasos arrastrados sobre el piso reluciente; dos o tres toman nuevamente el periódico que ya habían abandonado en el asiento de al lado y lo abren donde sea, como queriendo encontrar algo que se les escapó, pero más con la intención de matar el tiempo; se puede observar rostros resignados o inquietos, ojerosos o matutinos, desparpajados o contritos. Llamaba la atención un hombre exageradamente gordo. Era uno de esos tipos a quienes se suele llamar señores de medio pelo, de los que nacen troquelados para vivir a sus anchas y gustosos con el alma dentro de su manifiesta obesidad, desprovistos del qué dirán, campantes con su inmensa corpulencia. El gordo cargaba dos belices de buen tamaño, una maleta de mano, un portafolios, una carpeta donde se guardan planos o litografías, una bolsa de asas de Saks donde llevaba camisas, pantalones, corbatas y otras prendas que se compran la víspera, una caja envuelta para regalo que al menos pesaba dos kilos, un porta trajes que parecía a punto de reventar como parece que revienta una puerca preñada. El gordo dormía un sueño profundo; es de esos canijos que se duermen al instante y se despiertan también al instante, de los que duermen y despiertan sin previos o posteriores trámites o formalidades. El gordo dormía un sueño sin sueños, un sueño “a prueba de una bomba”, como se dice en algunos lugares del vasto imperio ruso. En este mundo los gordos saben arreglar sus asuntos mejor que los flacos. Ya sabemos que los flacos sirven sobre todo como secretarios particulares, pero los extraordinariamente flacos, los que en la oficina están condenados a un rango inferior, son los que pasan hambre con tal de ahorrar unos centavos cada mes durante veinte o treinta años para comprar un abrigo nuevo que los proteja del frío y salir a la calle en calidad de fantasmas encapuchados. En cuanto del altavoz se escuchó el anuncio del retraso del vuelo, el gordo despertó y en menos de cinco segundos ya caminaba sudoroso, con el cargamento bien distribuido entre manos, hombros y espalda, rumbo a la sala de espera donde un vuelo estaba a punto de partir, pues a las claras se notaba que el gordo era uno de esos tipos que les da lo mismo el destino del viaje; son de los que viajan siempre y nunca llegan a ninguna parte, de los que suelen decir que lo importante es el viaje, no la llegada. Enfrente estaba “un hombre a una nariz pegado”, de esos de los que se dice que son pícaros de tomo y lomo; bien mirado su rostro, la protuberante nariz se veía cansada y molesta de cargar con un rostro obsceno, y que bien podía, dado su porte y autosuficiencia, desprenderse de aquella cara y vivir su propia vida, caminar faroleando sus estruendosos estornudos por la calle donde las damas más bellas pasean sus orlados vestidos, mujeres de talles esbeltos, ceñidísimos, no más gruesos que el gollete de una botella y a las que se puede ver sólo de lejos, pues un suspiro imprudente podría quebrar la deliciosa obra de la naturaleza y del arte. En cuanto el hombre dormitaba, la nariz se desprendía, y, sin ningún recato, recorría el largo pasillo de la sala y se pegaba al ventanal por donde se ve cómo despegan y aterrizan los aviones. El narigón, un esmirriado esqueleto de ojos derrengados y hundidos, se dormía como un santo, como duermen tan sólo los felices mortales que no saben lo que son las hemorroides o las pulgas ni están dotados de facultades intelectuales acusadas en demasía. En la última hilera de asientos estaba un joven de rostro perspicaz y una vieja vestida de negro, con un gorro de dormir y un chal de franela al cuello. Intercambiaban algunas cortesías entre balbuceos lingüísticos, pues ella era búlgara y él de Moldavia, según se pudo saber cuando se entendieron en un chistoso y filosófico francés. Los dos se alegraron al saber que tenían el mismo destino: iban al Congreso de Almas Muertas, en Ucrania. Ella era profesora de literatura sin empleo y se dedicaba a sembrar nabos y coles en la ribera del Danubio, a unos pasos de Rustschuk, y él era –así se entendió– un cazador de almas adheridas, y su empresa, llamada “El llano en llamas”, se basaba en cierta teoría materialista que aseguraba que, llegada la muerte, el alma tardaba en abandonar el cuerpo treinta días en promedio, por lo que la cremación de un cadáver condenaba al espíritu a permanecer eternamente adherido a las cenizas de su cuerpo. El negocio consistía, con un invento de alta tecnología debidamente patentado, en depurar las cenizas, exprimirlas psicogenéticamente, hasta conseguir que el alma abandonara aquel polvo inerte. El joven, que dijo llamarse Nozdriov, era lo que se dice un tipo polifacético, pues era bueno en todo y sabía tratar a la gente: “Ni en la ciudad señores ni en la aldea labradores”. El Congreso de Almas Muertas tendría lugar justo el día primero de abril, bicentenario del nacimiento de Nikolái Vasíliviech Gógol. Pero, ¿cuándo es primero de abril? En estos tiempos sólo el diablo sabe de días, meses y años. Cuando se anunció que el vuelo se había cancelado, todos corrieron por entre las salas para ganar un lugar en el primer vuelo que partierar, sin importar cuál fuera el destino ni las escalas. La sala quedó vacía y oscura. Se pudo ver cuando la nariz salió a la calle y se perdió en las tinieblas de la noche.

domingo, 29 de marzo de 2009

Krauze y el fallo fallido

Enrique Krauze

El liberal y demócrata mexicano Enrique Krauze se ha metido nuevamente en problemas. Su texto titulado The mexican evolution, publicado el pasado 23 de marzo en The New York Times, prendió las brasas de odio que arden con la más leve de las ventiscas. Las críticas de Krauze no fueron, sin embargo, un viento cualquiera –tampoco un ventarrón–, sino una de sus habituales esgrimas liberales con las que suele franquear el espeso bosque de las falsedades históricas, los equívocos democráticos, las trampas intelectuales y las mentiras disfrazadas de voluntad popular. México fue calificado en Estados Unidos como un ‘estado fallido’ y Krauze argumenta lo fallido del fallo. Los adjetivos ácidos le llueven ahora como aguacero de mayo, los cuales, como reza la fórmula notarial, se dan aquí por reproducidos como si a la letra se insertasen. Me llama la atención que se le descalifique con un sustantivo: “es judío”. El hecho sería irrelevante si no fuera porque muestra que en México sigue vivo nuestro antisemitismo tropical y que en la conciencia de muchos mexicanos sobrevive –oculta, simulada u obvia– la creencia de que los judíos tienen la culpa de uno, varios o todos los males de la humanidad. Pero ¿qué escribió Enrique Krauze para levantar la polvareda de dignidades ofendidas que circula en muchos medios de comunicación? Hizo lo que un liberal genuino lleva a cabo cotidianamente, una crítica liberal al liberalismo. Que se compare a México con Pakistán es mala fe; también hay ignorancia altanera, pues el país más poderoso del Planeta, el que tiene los intereses y recursos para mirar con precisión las realidades locales de todos los pueblos y sistemas políticos y económicos de la humanidad, el que ha logrado situar a treinta o cuarenta de sus universidades entre las mejores cien del mundo, también es el país que ignora y nos ignora. George Steiner, en Los libros que nunca he escrito, afirma que la enseñanza universitaria norteamericana es incomparable: “Es la primera en el mundo en ciencias puras y aplicadas y en estudios empresariales. América (Steiner también peca de ignorancia culposa al llamar “América” sólo a Estados Unidos) es el puntal de las publicaciones científicas, de la investigación médica, de la teoría y la tecnología de la investigación”. Sin embargo, la población norteamericana también sufre, tanto o más que las sociedades inglesa, francesa y alemana, los estragos de ese analfabetismo del que habla Steiner. Los norteamericanos están en todo el mundo y no conocen el mundo.

George Steiner

La mexicana es una democracia visiblemente imperfecta. Sus defectos son innegables pero sus avances son significativos. La nuestra no es, como señala Krauze, una democracia joven. Apenas es una democracia niña o aniñada: reboza puerilidad, capricho, egoísmo; es costosa, pachorruda, patosa. Pero ya es una democracia. No obstante, la crítica liberal al liberalismo, la que debemos pensar y debatir, es la crítica a la prensa escrita del país: “Los medios impresos de comunicación mexicanos no han sido libres del todo. Desde luego, la libertad de prensa es esencial para la democracia. Pero nuestros medios impresos de comunicación han ido más allá de la comunicación necesaria y legítima de información publicando cotidianamente las fotografías de los aspectos más atroces de la guerra contra el narcotráfico, una práctica que para algunos es una pornografía de la violencia. Las fotos de prensa publican horrores como cabezas decapitadas y proveen de publicidad gratuita a los cárteles de la droga. Esto también contribuye a hacer sentir a los mexicanos que también ellos son parte de un estado fallido” (traducción libre y al vuelo). El comentario crítico de Krauze le ha sumado un nuevo infundio: “Krauze ataca a la prensa mexicana”. No hay tal. Quien quiere leer mal, sea por prejuicio ideológico o dolencia estomacal, lee lo que le conviene. A mí me parece que el intelectual mexicano pone sobre la mesa pública un asunto siempre pospuesto: los límites de la libertad de expresión. Si en una acepción amplia y general del liberalismo convenimos en que es un conjunto de ideas, hipótesis y teorías acerca de los límites del poder para garantizar a los individuos el máximo posible de iniciativa y libertad, nada tiene de exótico que Krauze formule una crítica a los medios masivos de comunicación. En un artículo publicado un día antes de su fallecimiento (17 de septiembre de 1994), mi admirado maestro Karl Popper reflexiona, a propósito de la televisión, sobre la inutilidad de la censura, juicio que se puede aplicar a los demás medios. Lo cual no quiere decir, agrega, que dichos medios no estén sujetos a ciertos límites, a ciertos controles. En otra parte Popper nos interroga: ¿En qué medida tienen los pensadores libertad para publicar sus ideas? ¿Puede haber una completa libertad de publicar? ¿Debe haber una total libertad para publicar cualquier cosa?



Me parece que no hemos aprovechado la experiencia de algunos colegios gremiales y de profesionistas que, mediante una autorregulación ética, técnica y científica vinculantes, han logrado atemperar los excesos. En México la experiencia de los códigos morales de los gremios no es nueva. Por ejemplo, los colegios de notarios han uniformado algunos criterios básicos de actuación y regulado la conducta de quienes ejercen esta importante función pública; lo mismo ocurre con los peritos valuadores; lo he comprobado igualmente con los colegios de arquitectos, de ingenieros, de contadores. Los médicos, que antes fueron el modelo de colegiación profesional, han sido rebasados por la barbarie del mercantilismo, y los abogados no han iniciado realmente una colegiación que trascienda los intereses partidistas y el convivio social. Tenemos agrupaciones de periodistas, de periódicos y de medios electrónicos; pero, de forma paralela a la defensa de sus intereses, todavía no han asumido la tarea democrática de fijarse algunos límites. Medios escandalosos y sangrientos los hay en todas partes. Pero los más importantes, es decir los que se toman la libertad de expresión con seriedad, sólo pueden enorgullecerse de su ejercicio si cumplen los límites de una responsabilidad compartida.
Escribe Krauze que México no es un ‘estado fallido’ como tampoco lo fue Estados Unidos en la época del imperio criminal de Al Capone. En el segundo plan quinquenal de los Sóviets (1933-1937) se profetizó el fin de la historia de Estados Unidos. Fundaban su profecía en el número de páginas que los “periódicos burgueses” dedicaban al “héroe del día”. Al Capone batió el récord de atención de los medios de comunicación estadounidense, con más de un millón y medio de páginas. Del traficante se publicaron más de cinco mil fotografías, por encima de la información y fotografías que mereció el presidente Hoover. La prensa describía detalladamente todo lo que se refería al mafioso de Chicago y se exaltaba que poseía automóviles, vapores, aviones y “muchas otras cosas de las cuales no puede disponer un simple mortal” (ya se sabe que en la URSS todo el pueblo era un simple mortal. Mi querido amigo Vitali Shentalinski prueba en su trilogía sobre los archivos literarios de la KGB que más de dos mil escritores fueron asesinados en una década). El plan soviético agregaba que Al Capone era uno de los puntales de la sociedad burguesa, que “solamente en un estado de descomposición, de avanzada degeneración moral y espiritual de las clases reinantes en los países capitalistas pueden explicarse hechos semejantes”. Lo cierto es que la democracia norteamericana hizo posible el encarcelamiento de Al Capone y de los que le siguieron. México y Estados Unidos estamos condenados a entendernos. Y es que sólo la democracia, por defectuosa que sea o parezca, nos ofrece la fundada esperanza en un mundo menos injusto y cruel. De ahí el empeño racional por defenderla y consolidarla.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Culpas sin culpables


Constitución de Cádiz de 1812. Alegoría

Se lee en el dictamen constitucional en materia de responsabilidad pública que “Hasta hoy la responsabilidad no solamente de los altos funcionarios de la Federación, sino también de sus agentes inferiores, ha sido ineficaz, imposible. De un lado, la influencia de ellos, fortificada tras de fórmulas dilatadas y embarazosas, y de otro la dificultad nacida de complicar la suspensión o destitución del funcionario acusado. . .”
Los diputados que redactaron el texto anterior sabían de sobra que el poder público no puede ejercerse sin responsabilidad. El poder es una responsabilidad; es decir, hay que responder de su ejercicio: informar, rendir cuentas, dar y explicar motivos, justificar hasta el último centavo. . . y los legisladores, también en ejercicio de su poder representativo, deben revisar esas cuentas, cotejar programas y resultados, evaluar el trabajo de quienes administran los recursos de toda la población, verificar obras, escudriñar gastos, revisar conductas. Y, como consecuencia de tales funciones, imponer sanciones (políticas, administrativas y penales) a quienes hayan ejercido indebidamente el poder que les fue mandado.
El texto del dictamen constitucional citado en el primer párrafo de esta reflexión es uno de los párrafos de la propuesta del Constituyente de 1856 para instituir el juicio político en el sistema constitucional mexicano. En el ambiente público de la época era una conclusión general que la materia de responsabilidades públicas, incluida por primera vez en la Constitución de Cádiz de 1812, había corrido con pésima suerte durante las tres primeras décadas del México independiente. En la imaginaria se ceñía la atroz figura de Antonio López de Santa Anna, pero era del conocimiento de todos que el “seductor de la Patria” sólo era una muestra de la irresponsabilidad con que se gobernaba en todo el país, desde el más modesto empleado público hasta el presidente de la república. La materia constitucional de responsabilidades públicas ha tenido, a partir de la aprobación del artículo 105 de la Constitución de 1857, un recorrido siempre ascendente. Las normas en esta materia merecieron un apartado de varios artículos en la Constitución de 1917; las varias reformas al Título Cuarto contadas hasta la del año 2002 (“De las responsabilidades de los servidores públicos y patrimonial del Estado”), han forjado un texto fundamental que puede considerarse el más perfecto del mundo. Sin embargo, si en este mismo instante un grupo de legisladores formularan un dictamen para reformar la materia de responsabilidades públicas, bien podría suscribir la triste realidad expresada por los diputados constituyentes de 1856: “Hasta hoy la responsabilidad ha sido ineficaz, imposible”. A pesar de que tenemos disposiciones constitucionales dignas de mérito jurídico y de leyes reglamentarias acuciosas y acuciantes, el poder público en México se ejerce sin que verdaderamente se responda de su ejercicio.
Los juicios y procedimientos de responsabilidad pública en México se llevan acabo para expedir cartas de buena conducta, no para sancionara los infractores. No tenemos en México esa costumbre honorable de los funcionarios del Oriente lejano que, una vez desatado un escándalo de corrupción económica o política, la simple mención del nombre del presunto responsable avista el suicidio de éste, sin más trámite ni averiguaciones. Para los orientales es preferible la muerte que la vergüenza de un juicio y una pena. El suicidio es de este modo la más honrosa de las redenciones personales e institucionales. En México no queremos que nadie se suicide, pero en cambio es exigencia ciudadana que se proceda y se castigue a los corruptos. La corrupción no es exclusiva del patrimonio político de los mexicanos, pero en otras partes la democracia es capaz de dar nombres y apellidos y de juzgarlos por tribunales autónomos y eficaces. En la maraña selvática de nuestras leyes, todo es posible: proceder, dilatar, exculpar o condenar, pero al final del túnel la Suprema Corte de Justicia es la oficina de la misericordia donde se expiden credenciales de inocencia. México tiene, para decirlo con un viejo cliché, el sistema jurídico y político más surrealista del mundo: la materia existe (robo, desvío de recursos, tráfico de influencias, sub ejercicio presupuestal, encarecimiento sospechoso de las obras públicas, ineficiencia, parcialidad y demás conductas previstas legalmente) pero el culpable es humo que se difumina entre los cerros de expedientes que se forman a lo largo de los años. Desde que la Constitución liberal de Cádiz de 1812 estableció que era facultad de las Cortes “Hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás empleados públicos”, han transcurrido casi doscientos años. Si se me permite la exageración, estamos parados en el mismo lugar. En México no hay manera de que el poder público responda de su ejercicio.
Aquí nunca pasa nada. Escándalos van y vienen y nunca pasa nada. Hay muchas culpas y ni un solo culpable. La fiebre legislativa es un mal antiguo y típico de la vida pública mexicana, una afección cultural que ha cabalgado jubilosa durante varios siglos; se legisla todos los días y respecto de todos los asuntos; los problemas sociales, no importa qué tan complejos sean, quedan reducidos a soluciones normativas; y las soluciones, casi siempre grandilocuentes, pasan invariablemente por más y nuevas leyes. En México todo es importante y urgente, y en esta merced todo deja de serlo. La urgencia de hoy es la desmemoria de mañana. El escándalo de hoy es borrado absolutamente por el escándalo de mañana. Y en esta sucesión cotidiana de bochornos y obscenidades políticas y administrativas, se hace imposible lo que se proponía la Constitución de Cádiz: hacer efectiva la responsabilidad de los servidores públicos.

domingo, 22 de marzo de 2009

Debate fallido

Durante seis años (de 2000 a 2006) el contenido de la democracia mexicana tuvo dos palabras clave: alternancia y transición. Durante esos años el debate fue intenso y la palabrería extensa. La mayoría suponíamos que la alternancia nos había abierto las puertas para transitar a la democracia. Sobre la transición se discutió amplia y floridamente, pero ni la amplitud ni la floridez de los ríos de tinta analítica nos han podido sacar del atolladero babélico y pre democrático en el que aún nos encontramos: el vocablo “democracia” sirve de igual manera para sustentar ideales y prácticas genuinamente democráticos como para fundar otros manifiestamente anti democráticos: La discusión no ha tenido en México una dirección, un contenido y una finalidad; cada quien ve y juzga la democracia de distinto modo, y cada quien da por supuesto lo que no puede darse por supuesto. Así, por ejemplo, a unos les parece democrático interrumpir el funcionamiento de una institución (tal vez su concepción etimológica sólo les alcanza para hablar y actuar en nombre del pueblo), mientras otros dan por hecho que la legitimidad del sufragio les alcanza para gobernar con márgenes demasiado amplios de arbitrariedad. No hemos sido capaces de definir los principios elementales en los que estamos todos de acuerdo y, a partir de ellos, encausar los debates consecuentes. Quizás hemos dado demasiados principios por sentados; pero incluso los presupuestos políticos, los derechos morales y los derechos estrictamente legales chocan constantemente entre sí y no hemos acertado a construir y aceptar unos principios intemporales, válidos independientemente de la modificación de las circunstancias y problemas.
Alternancia y transición democrática son de ese tipo de expedientes que, repentinamente, quedan sepultados entre cerros de papeles en el escritorio. ¿La alternancia se reducía a derrotar al PRI? ¿Ya terminó la transición a la democracia? El presente lo abarca todo; la actualidad ha comprimido en una gruesa carpeta los asuntos pendientes, revueltos todos en un maremágnum de cuestiones por discutir y resolver. Los problemas están encima de la mesa, son asuntos de urgente decisión, pero no se ajustan, so pena de convertirse en monstruos invencibles, a la pachorruda calma de las instituciones del Estado burocrático. Preservar y recuperar el empleo, combatir la delincuencia organizada, afrontar el empobrecimiento extremo, reducir las tremendas desigualdades. . . Son temas amplios y tan generales que no dan lugar al descuerdo; el problema empieza cuando se concretan las soluciones. El punto es que los partidismos se imponen en el debate al grado de anularlo. Las elecciones federales están cerca y casi todo se ajusta a los números. Pero en nuestro caso pensar en las elecciones siguientes no es pensar en el futuro político del país sino en un regreso al pasado. Por eso los problemas se agrian hasta volverse pus.
El pasado se ha convertido en excusa y acusación a la vez. El narcotráfico no es, en efecto, un problema reciente. Durante más de sesenta años –al menos desde la Segunda Guerra Mundial–, la producción y comercialización de drogas corrió paralelamente a las prohibiciones impuestas a su venta y consumo en Estados Unidos. Seis décadas sobraron para corromper a las instituciones de seguridad del Estado mexicano. Me parece una irresponsabilidad del PRI y de sus legisladores la inocencia que simulan sobre ese asunto, pero igualmente me parece irresponsable que los gobernantes del PAN finquen sus anhelos electorales designando culpables, pues algunas culpas ya les competen. Urgen leyes que faculten al ejecutivo federal y a los ejecutivos locales a combatir con eficacia el monstruo de las mil cabezas en que se transformó la delincuencia organizada, pero no es válido fincar la eficacia pública en una o muchas leyes, sobre todo si, como se puede ver en una primera lectura, una o varias de las libertades fundamentales se pone en riesgo. Estamos, ni más ni menos, ante un choque de grandes principios: libertad y seguridad o seguridad contra libertad. Hay que decidir pronto y lo mejor que se pueda. Pero antes de formular las posibles salidas para atenuar esa confrontación de grandes principios, tenemos derecho a preguntarnos si la aprobación de leyes, con las nuevas atribuciones que se conceden a las instituciones de seguridad y justicia del país, no será una más de las tantas humaredas legalistas con que en este país de afrontan los problemas.
Hace unos días, el titular de la Auditoría Superior de la Federación, Arturo González de Aragón, acusó a la Suprema Corte de Justicia de obstruir las tareas fiscalizadoras y a la Procuraduría General de la República de no resolver ninguna de las denuncias presentadas a lo largo de siete años. Por ejemplo, la Auditoría interpuso 24 denuncias penales y la PGR no consignado ninguna. Es justo sospechar. A pesar de que fue presentada en 2007, la denuncia por un desvío de recursos de PEMEX por más de mil millones de pesos aún permanece en el caprichoso cajón de pendientes de la PGR. ¿De qué sirven las leyes de transparencia en un gobierno que no las acata? ¿No implicaba la transición democrática el paso decisivo a la división real de poderes, muy especialmente en el caso de tener un poder judicial autónomo, imparcial y oportuno? ¿De qué sirven los órganos autónomos si sus funciones se topan con el poderoso muro de unos jueces obsoletos y pazguatos? ¿De qué sirven las mejores intenciones públicas si han de sufrir los innumerables y laberínticos filtros de un Estado obeso, soflamero y alcahuete? Si el sufragio libre es la puerta que se abre, ¿por qué después se cierra? Ocupados todos en las encuestas, el debate político trascendente ha de esperar a mejores tiempos.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Dos cartas sobre México



La unidad partidista es la clave de la competencia electoral. La unidad se ha impuesto como un valor político primario, como la condición sin la cual el éxito se mancha de improbabilidad. La unidad va por delante, lleva la estafeta del primer tramo, pero no se ve que los relevos estén provistos de protagonismo. Si no fuera porque hay que simular algo de competencia democrática interna o porque las presiones de los prietitos en el arroz declaran sus inconformidades, la unidad sería declarada como el valor único de los partidos, en detrimento radical de otras virtudes inequívocamente democráticas: competencia, deliberación, debate, crítica, auto crítica, pasión política. . . Pero estas virtudes lo son sólo si se privilegia la madurez de los que ganan y la dignidad de los que pierden. Sólo entonces podemos decir que la unidad ha salvado sus rasgos esenciales. Pero no es así: por encima de todo –y a veces de todos– se predica la unidad del partido como medio y como fin. Este hecho ha desnaturalizado la sustancia democrática de los partidos, pues si la unidad se enferma de susto al acercarse las contiendas internas, entonces esa delgada unidad es tan frágil que cualquier disenso puede romperla, ya no digamos la abierta competencia, la franca disputa de los cargos en juego.
Pero es justo decir que la ciudadanía no ve con buenos ojos los pleitos internos de los partidos ni oye con buenos oídos el estruendo que suelen producir las contiendas democráticas. Acaso esta deformación cultural sea el telón de fondo de dos males políticos: no se sabe ganar y no se sabe perder. No se sabe competir. Sea por exceso o por defecto, la competencia degenera en resentimientos duraderos o en una mera simulación. No hay esos equilibrios de pasión y razón, de crítica y madurez, de contienda real y compañerismo resultante. En nuestros partidos el pleito suele ser inútil, vacío, improductivo, tribal. Por eso se prefiere la simulación.
Uno de los pensadores políticos más influyentes del siglo XX estuvo en Cuernavaca en 1945. De su estancia en México Isaiah Berlin dejó constancia en dos cartas que en su edición de diciembre de 2007 publicó la revista Letras Libres. En la primera de ellas, fechada el 4 de abril de ese 1945, Berlin agradece a su anfitriona Elízabeth Morrow, viuda del que fue embajador estadounidense en México Dwight Morrow de 1927 a 1930, y expresa la perplejidad que le causó nuestro país: “Regresé inundado de las más contradictorias emociones acerca de México y los mexicanos; me parecieron mucho más oscuros y violentos de lo que esperaba, llenos de superstición y auténtica barbarie medieval, y con temperamentos más intensos y una vida interna más secreta que los alegres, sonrientes y, supongo, frívolos latinoamericanos de otros países con los que uno se encuentra en Washington. Obviamente, la tierra de México es muy rica y exuberante y la vegetación muy abundante, pero las expresiones en los rostros de la gente me parecían más bien atemorizantes. Podía respetarlos y admirarlos, pero creo que nunca llegaría a sentirme cómodo entre ellos. . .”

Isaiah Berlin

La percepción del gran pensador político puede ser juzgada de superficial, sobre todo si se toma en cuenta el poco tiempo que estuvo acá. Isaiah Berlin, un fabulador de tiempo completo, vio esa parte trágica de los mexicanos y a partir de ella juzgó en definitiva. Años más tarde, en 1968, Berlin recuerda su estancia en México de un modo similar al que muestra su carta de 1945: “México me daba mucho miedo. . . Esos murales empapados de sangre –sangre por todas partes– en Cuernavaca y también en la ciudad de México: primero un mural de Rivera, de los aztecas haciendo sacrificios humanos; luego los españoles masacrando a los aztecas; luego gente siendo asesinada en siglo XVIII; luego los españoles masacrados en la Revolución Mexicana; después sangre que manaba en tiempos del buen Juárez; después Madero, Zapata. . . finalmente un gran mural de un guerrillero y a sus pies un campesino degollado con una guadaña (creo) diciendo Tierra y Libertad. . .”
México es un mural de sangre a los ojos de Berlin. Es del todo improbable, según la mirada asustada del pensador británico, que en México pueda darse la democracia. La fatalidad con que juzgó la cultura mexicana contrasta sus batallas liberales contra los determinismos históricos. Es cierto que la historia pesa; en nuestro caso, el peso es enorme, una carga trashumante que ha cabalgado durante varios siglos y que aún hoy se manifiesta en una religiosidad supersticiosa y en unas ideas políticas impregnadas de tragedia, fatalidad y virulencia. Como sea que fuere, han transcurrido más de sesenta años desde que sir Isaiah Berlin vio lo que escribe en sus cartas. ¿Estamos condenados al arrebato político violento, a fundar las ideas políticas en una especie de mesianismo troquelado en el dilema trágico del todo o nada, a sufrir repetidamente la barbarie del robo de urnas, la inequidad manifiesta, las trampas del poder, la toma de tribunas de la oposición, el ancestral fanatismo religioso trasminado en las ideas y conductas políticas?
No hay democracia donde no hay competencia, o donde ésta es escasa, imperfecta, simulada. Entre los extremos de la virulencia y la simulación, los equilibrios son débiles y la civilidad es una tela desfibrada que se rasga con cualquier arañazo. Quizá por eso los dirigentes de los partidos prefieren los candidatos de unidad a la competencia genuina; tal vez a esa civilidad que se desdibuja en cuanto es sometida a la prueba de los hechos se deba que la competencia electoral navegue por un río que se desborda con extraña facilidad; es probable que nuestras imperfecciones democráticas merezcan un definitivo ajuste de cuentas con el pasado.

domingo, 15 de marzo de 2009

Si ahora no, ¿cuándo?

“Si ahora no, ¿cuándo?” Así titula Primo Levi una de sus mejores novelas. Utilizo la pregunta para mostrar, de ese modo simple y claro, el apremio que tiene la vida pública mexicana de recuperar la dignidad del régimen republicano. Esto último parece ampuloso. Sin embargo, la propuesta es sencilla y concreta: es urgente emparejar con la naturaleza republicana los ingresos de los funcionarios públicos del país: salarios, compensaciones, sobresueldos, gratificaciones especiales, bonos, préstamos o adelantos imprevistos, prestaciones privilegiadas, gastos de representación, viáticos injustificados o desproporcionados, apoyos técnicos, materiales y humanos que no son escrupulosamente indispensables, gastos diversos por la organización de foros, congresos y consultas que en su mayoría no sirven a nadie y un sinfín de recursos públicos que se destinan a insuflar la fama de millones de altos y medios funcionarios de todo el país. Utilizo el verbo “emparejar” en su sentido de igualar, en el mismo sentido que fue usado en la primera de las Leyes de Reforma, la Ley Juárez del 23 de noviembre de 1855, que se proponía reorganizar el sistema de justicia y eliminar los privilegios (militar y clerical) y los monopolios. Los privilegios atentan contra el principio de igualdad; su eliminación es una idea y un programa esenciales de una república, en oposición a la monarquía y su extenso caudal de arbitrariedades y concesiones políticas y económicas. Lo absurdo de los privilegios es que en la actualidad están en manos de quienes tienen la responsabilidad pública de erradicarlos e impedirlos, y para el caso es irrelevante que el cargo público provenga directamente del sufragio o de una de sus derivaciones.
Con el paso de los años la idea de “república” degeneró en una abstracción vacía. En su momento tuvo una significación inequívoca: justa oposición a todo lo que fuera una prerrogativa especial. Los contenidos del programa liberal fueron la supremacía civil, la eliminación de los fueros, la autonomía de los estados y la cultura del servicio y del servidor público. La república tuvo en su origen principios claros y una imagen que la representaba: mesura, temperancia, trabajo, ahorro, honradez y responsabilidad. Esa imagen que la reflejaba fue durante el período de la República Restaurada un cuadro reconocido porque en él se reconocía la población. Juárez habló de honrosa medianía de los salarios de “los servidores de la República”. Pero ya en 1867 la medianía estaba perdiendo sus contenidos virtuosos y en cambio se nutría de sustancias denigratorias.
En su ensayo ¿Qué hacemos con los mediocres? (Incluido en el libro El secreto de la fama de enero de este 2009), Gabriel Zaid ilustra con su genuina erudición el proceso degenerativo que ha sufrido el justo medio. Dice que la medianía fue neutral, luego positiva, después negativa y ahora tabú. En español se le designa con muchas palabras: medio, en medio, mediano, mediocre, promedio, intermedio, medianero, mediador, mediante, inmediato. En latín, agrega, mediocris describía una posición de mediana altura, en un monte o elevación física, a toda posición que no llega al extremo: mediocre malum (enfermedad no grave), mediocris animus (espíritu moderado), mediocris vir (hombre de clase media). Escribe Zaid que la sabiduría antigua desconfiaba de la desmesura, lo desproporcionado, el exceso. Por eso se elogiaba la medianía y la moderación: el justo medio aristotélico entre dos extremos. Horacio celebra la dorada medianía. Séneca sentenciaba que “Es de gran ánimo despreciar las cosas grandes y preferir lo mediano a lo excesivo”. Lo mediano era lo razonable. El desprecio por lo mediano es de siglos recientes; parece surgir con lo barroco y su amor por el exceso, exaltarse en el romanticismo y el culto al genio y lo sublime. El resultado de esta conversión es el relativismo moderno que niega todo criterio de valor: nada es inferior y por tanto nada es mejor; todo es igualable; tan válida es una propuesta como su contraria; hay que estandarizado todo. Ante el fracaso de las mitologías del superhombre nazi y el hombre nuevo socialista, ascendió la fanfarria del hombre común. Si todo hombre es un líder en potencia, no puede haber mediocres: todo es cuestión de superación personal. Surge entonces la industria del progreso. Así como se decía hasta la náusea que México era un país en vías de desarrollo, ahora las personas hablan de superación constante, de mejora continua. Nuestro tiempo es de mediciones. Escribe Zaid que reducir las personas a una medida las degrada y la sociedad entera se degrada: todo se reduce a medir y ser medido. Para evitar la discusión y el análisis racional de las diferencias, todo se limita a mediciones mecánicas: el candidato con más puntos suele ser el más mediocre, el producto con más ventas puede ser el de peor calidad, el más calificado en las encuestas puede ser el más ignorante, el programa con más raiting puede ser una porquería. De este modo todos somos cómplices del trabajo mal hecho, y un pobre diablo puede llegar a ser el número uno: el alumno que fue aprobado compasivamente, el profesor que no enseña porque no sabe o no asiste, el escritor que escribe libros sólo porque el éxito se mide por el número de libros publicados, el investigador que destina más tiempo a llenar formularios para obtener estímulos económicos que a investigar seriamente, el diputado o senador o funcionario (el mediocris habilis) que es competente para competir pero absolutamente incompetente para desempeñar el cargo.

La imagen de la república sufre también esta desgracia cultural del desprecio de lo mediano; es decir, de la mesura, la moderación, el equilibrio. Los sueldos reales de los funcionarios son excesivos porque su monto significa éxito, fama, reconocimiento. Así, el régimen representativo no lo es en términos cualitativos. Nada tiene de representativo que un diputado local se embolse mensualmente doscientos mil pesos o que un ministro de la Corte perciba alrededor de medio millón de pesos cada mes. Tengo entendido que el salario mensual del juez español Baltasar Garzón no rebasa los noventa mil pesos, y vaya que ha corrido y sigue corriendo graves riesgos al enjuiciar a los poderosos. Hace años la Audiencia Española se declaró competente para enjuiciar a la CIA por el traslado de iraquíes que, con destino a Guantánamo, hacían escala en algún aeropuerto español. Por esos días hablé por teléfono con Garzón para invitarlo a Querétaro a un curso de juicios orales. Al instante me dijo que sí. Le pregunté sobre sus gastos y honorarios. Me contestó que él no cobraba honorarios porque ya tenía un sueldo, pero que la Audiencia no le cubriría los gastos de un viaje con tal objetivo. En el último momento se disculpó porque en esos días estaban citados unos agentes de la CIA y él personalmente debía interrogarlos.
Me gusta repetir la imagen que tuvo de la república Julien Benda en su niñez, narrada en sus Memorias. En el edificio de clase media donde vivía en París, un grupo de chiquillos jugaba ruidosamente en los pasillos. Un hombre salió de su departamento a pedirles de favor que no hicieran tanto ruido, que él era el ministro de educación de la República Francesa y que en ese momento elaboraba el programa educativo. Escribe Benda: “Creo que desde aquel día me figuro que así es como deben vivir los conductores del Estado”. La lección fue ejemplar. Por eso creo que la moderación ejemplar de los salarios de los gobernantes es el inicio de la recuperación de la confianza y la credibilidad. La pregunta inicial es inocente pero deliberadamente inquisitiva: si ahora no, ¿cuándo?

miércoles, 11 de marzo de 2009

Hablando en serio

Carla Bruni en México

El oficio del predicador, el más común pero más curioso de los oficios humanos, tiene dos fases que pueden convertirse en dos facetas: la primera es que la solemnidad es risible en sí misma; no es necesario que el solemne dé ese paso fatal que lo conduce al ridículo del mismo modo que no es necesario que el condenado a la horca, en el instante previo a la caída, solicite un jarabe para la tos. En el caso de la solemnidad lo risible puede ser de dos tipos: uno se ríe del solemne por solemne, por las palabras que engola y por los silencios que presagian lo peor, por los gestos de su rostro o por la ausencia pétrea de ellos, por la forma en que sus manos esgrimen como espadas el aire o porque las tiene metidas en algún vestido sagrado o las cruza en señal de apariencia serenísima, porque se mueve de un lado a otro teatralmente o porque permanece petrificado al modo de una estatua en el centro de las miradas de los oyentes. . . Todo eso es risible en sí; y también lo es por un acto de creatividad del testigo, sea que imagine que la entrada solemne del predicador se tropieza con un escalón chocarrero y su corpulencia sacramental ruede incontroladamente, sea que al momento de levantar sus obnubilados ojos al cielo le caiga encima un plafón traicionero. En la solemnidad es posible imaginar muchas situaciones cómicas, desde las más grotescas hasta las más refinadas, todas las cuales están en la esfera de la propia sacralidad del personaje. El solemne es risible en su naturaleza y por derecho propio, y los aditamentos que lo visten o lo acompañan participan, sólo por extensión, de la comicidad de lo solemne.
Que en la solemnidad germina el virus maligno de lo cómico es una realidad que se puede observar si observamos relajadamente una situación determinada. Los anuncios televisivos de los partidos políticos, por ejemplo, son risibles por bobos. Pero es necesario tener en cuenta que se producen con absoluta seriedad, como que la intención es llamar la atención de los electores. Casi nada, está en juego el poder. La imagen del presidente nacional del PAN, el joven Germán Martínez, es extraordinariamente cómica, y a la comicidad de su figura se agrega el tono de su voz, los gestos de una sonrisa que quiere ser irónica y sólo es onírica. Germán Martínez es un solemne que quiere parecer natural o desparpajado, y en el esfuerzo de parecer lo que no puede ser advertimos un motivo adicional de risa. La presidenta nacional del PRI no sólo no hace ningún esfuerzo por no parecer solemne sino lo contrario: aún en el más natural de los espacios y en la más simple de las ocasiones, Beatriz Paredes mira, habla y mueve las manos de la misma forma que el pirómano disfruta lanzando gasolina al fuego. Es tremendamente cómica. Toda ella es engolada, y su vestimenta tradicional no hace sino aumentar la ridiculez de su sonrisa maquiavélica. El presidente nacional del PRD, a quien le cuesta demasiado trabajo hilar dos frases, ha dicho que el pleito que libran el PAN y el PRI le están haciendo mucho daño al país, pues sólo están logrando que los electores se desalienten y el abstencionismo se incremente. El hecho de que lo diga el presidente del partido más desprestigiado del país, el que más ha contribuido a desilusionar a los ciudadanos, es risible. ¡Que lo diga precisamente Jesús Ortega! Es como si la burra predicara a su especie la prohibición de meterse al trigo. Lo más risible de estos días es la presencia en México del presidente francés Nicolás Sarkozy. Su figura de por sí una caricatura. No puede uno entender que la culta y admirada Francia sea gobernada por un tipo tan chistoso. Pero más comicidad hay en el hecho de que nadie lo mira ni lo oye, pues todos estamos al pendiente de la hermosura y distinción de Carla Bruni, su mujer. Que el presidente francés Nicolás Sarkozy y el presidente mexicano Felipe Calderón trataron asuntos importantes de seguridad y de negocios, pero en el ambiente sobresalió el hecho de que la importante visita de estado se redujo al asunto de una secuestradora francesa. Estamos ante una muestra de humor negro globalizado, absolutamente involuntario.
La solemnidad es risible en sí misma, no importa los objetos que se agreguen a ella. No son ridículos los trajes o vestidos indígenas; los objetos no son risibles en sí mismos; no lo es, por ejemplo, el curioso y colorido sombrero huichol, pero puesto en la cabeza del presidente de la república, éste se ve ridículo. Como bien explica Peter Berger en la Risa redentora, no es exacto decir que un sombrero es ridículo, que un vestido es cursi o que unas sandalias son risibles, sin tener en cuenta a la persona que se los pone, a quien las dibujó y fabricó o a quien tuvo la hazaña de comprarlas y obsequiarlas. En cualquier caso, estamos ante lo que llamamos humor involuntario, regularmente proveniente de esa dimensión cómica de la experiencia humana que deriva de lo solemne. No todo lo solemne es cómico; la comicidad depende de circunstancias de tiempo, modo y lugar, pero la solemnidad juega generalmente en un campo donde la comicidad se aposenta a su gusto y a sus anchas. Tiene razón Berger cuando escribe que la risa es una intrusa; se entromete, a veces de manera inesperada, ahí donde menos se le espera y en el momento menos oportuno. Pero la intromisión de la comicidad en lo solemne es sorpresiva e inaudita precisamente porque semeja la escena de un payaso ebrio que se cuela en una reunión de banqueros y ofrece a los compungidos directivos su espectáculo más aplaudido en el circo. Ninguno de los asistentes se ríe, pero vista la escena desde fuera la comicidad es hilarante.
Lo cómico es –delata Berger – la visión del mundo más seria que existe, acaso porque la seriedad es la visión del mundo más cómica que existe. La comicidad surge cuando alguien amenaza con hablar en serio.

domingo, 8 de marzo de 2009

Regenerar la República



El interés de los ciudadanos en la política yace por estos días en su nivel más bajo. Las encuestas así lo muestran; prevén, como si tal previsión fuera un gran descubrimiento, que en la medida en que los partidos definan a sus candidatos y empiecen las campañas, el interés subirá. Es difícil pronosticar qué tanto. Lo cierto es que, ahora mismo, al 70 por ciento de los ciudadanos no le interesa la política. Otra certeza es que los partidos se mantienen como las instituciones más desprestigiadas del país –quizá del mundo–, y el descrédito de lo público parece ser la peor amenaza que enfrenta el régimen democrático. Si en algún sentido el romanticismo nace y se desarrolla como una contracultura asqueada de la política, como una revuelta contra la Ilustración, el realismo económico juega en nuestros días el papel causal del desinterés político. En ambos casos, romanticismo y realismo son las dos caras de la moneda, pero sus efectos caminan en la misma dirección: el ciudadano cede su lugar al creyente y al homo faber.
La anti política que muestran las encuestas modificará sus lamentables números en cuanto los ciudadanos sepamos los nombres de los candidatos, cuando éstos inunden las ciudades y los pueblos de propaganda; en la medida en que se acerque la fecha de la votación, la gente se ocupará de pensar sobre su decisión electoral. Sólo entonces, se dice, se verá cuántos han tomado la decisión de acudir a las urnas. Pero el fenómeno de la anti política no dependerá del porcentaje nacional de la votación y menos de la grandilocuencia de las propuestas de los partidos y los candidatos. Si vemos el problema de la anti política con seriedad observaremos que la desilusión política de los ciudadanos es más profunda de lo que suele creerse. Tal desilusión corre velozmente hacia la desesperanza y la apatía. Es cierto que en estos días la gente está concentrada –preocupada, ocupada o desocupada– en los efectos domésticos de la crisis económica mundial; nada es más visible que la incertidumbre laboral, y nada interesa más a la gente que estirar su ingreso para, por lo menos, asegurar las necesidades básicas de la familia. ¿Qué sigue después de la crisis? Porque, incluso superadas las consecuencias más graves de la macroeconomía, recuperados los empleos perdidos y estabilizados los precios, las huellas psicológicas, morales, religiosas y políticas de la incertidumbre actual no serán simples rasguños. Por el contrario, las secuelas de vivir durante muchos meses en una tensión o angustia permanente abrirán nuevas heridas y es probable que sangren los viejos agravios, que no son tan viejos, pues las cicatrices de la crisis de 1995 en adelante están a flor de piel de millones de mexicanos.
Los síntomas de la crisis económica mundial están a la vista: preocupación, desconcierto, depresión psíquica y moral, violencia doméstica y callejera, criminalidad. . . Es previsible, en consecuencia, que todo ello se refleje en el aumento del abstencionismo electoral. Es posible que la participación ciudadana en las urnas muestre el tránsito de la desesperanza a la anti política. Los escenarios de la vida pública después de las elecciones, si no catastróficos, se caracterizarán por una legitimidad bordada sobre una tela sumamente delgada y frágil, incapaz de sostener una gobernabilidad mínima que garantice el ejercicio razonable de las libertades fundamentales. Reza el consuelo popular que el dinero va y viene, que lo importante permanece; pero esta expresión de la nobleza humana no incluye sentimientos y experiencias profundas: la desmoralización de un lado y la indignación del otro. Entre ambas realidades, la política suele estar en el pasadizo de los condenados a muerte, sea que mucha gente busque alivio en alguno de los tantos refugios religiosos que abundan en el mercado de la fe, sea que la desesperanza degenere en violencia sin control. La paradoja es que la anti política sólo se cura con política. El hecho de que el remedio esté resultando peor que la enfermedad no invalida el método terapéutico homeopático, aún inaplicado, y con el cual ha de iniciar eso que el célebre pensador francés André Glucksmann llama la regeneración de la política.
La regeneración política en la que pienso es práctica y ejemplar, no teórica o discursiva. Proviene de arriba. Si en su sentido etimológico regenerar es volver a generar o engendrar de nuevo, la regeneración política tiene su utilidad constitutiva en el ejemplo. No estoy pensando en grandes proyectos, ideas o modelos, sino en la idea sencilla de regenerar la república mediante la restauración de las costumbres de los gobernantes. Si en este preciso instante el congreso de la unión y todos los congresos estatales definieran una política salarial claramente republicana, tal decisión sería la carta de presentación del antídoto contra la anti política. No se puede gobernar con márgenes suficientes de credibilidad cuando los ciudadanos leen que los salarios de los funcionarios (“los servidores de la República”, les llamaba Juárez) son monárquicos. Son falsos los argumentos que defienden “los buenos salarios” alegando riesgos especiales del gobernante, la temporalidad del cargo o desalentar la corrupción. La cultura republicana alberga en sus raíces significados vigentes: sobriedad, justo medio o medianía, recato, moderación, temperancia, sensatez. Junto a tales virtudes y en tanto que el republicanismo moderno nace en oposición a los excesos, la inmoderación, el lujo y el desperdicio, la regeneración política exuda en primer término los privilegios que disfrutan los “servidores de la república”.
Hace poco más de veinte años, desatada la crisis inflacionaria más terrible que se recuerda, un grupo de concesionarios del transporte público urbano solicitó una reunión urgente con el gobernador del estado. Se convino una comida. El representante de los transportistas, orador oficial de la ocasión, dejó caer su fuerza amenazante si el gobierno no autorizaba de inmediato un aumento a las tarifas proporcional a la inflación (el 150 por ciento). Alegó, con razón y sin ella, el incremento en el costo de los insumos. Ya se sabe: combustibles, refacciones, reparaciones, salarios. El discurso fue subiendo de tono en la medida en el que el líder enumeraba los costos del servicio. Su conclusión fue contundente: no hay utilidades, el negocio ya no deja; o se autoriza el incremento a las tarifas o se tomarían otras medidas para solucionar el problema. El chantaje era evidente y la tensión visible. Por un momento pensé que el dirigente de los transportistas golpearía la mesa en señal de indignación. El gobernador del estado, calmado pero firme, expresó que, según él tenía entendido, los negocios son negocios cuando dejan utilidades; que cuando un negocio no deja rendimientos, entonces no es negocio; que cuando un negocio deja de ser negocio, el negociante deja el negocio y emprende otra actividad que sí sea negocio; que, en consecuencia, si el transporte público urbano había dejado de ser negocio, sugería que los transportistas devolvieran concesiones y permisos, que se negociaría una indemnización justa, que les compraba sus activos (camiones, talleres y demás instalaciones) y se responsabilizaba de los derechos laborales de los trabajadores. Si la actividad no es negocio, concluyó, nadie los obliga a seguir en él. Esa tarde me sentí orgullo del poder del Estado. Es un ejemplo, pero toda regeneración comienza de un modo ejemplar y desde arriba. En su sentido clásico, es decir en su sentido moderno, la República nace en oposición a la monarquía. El primero de sus objetivos fue la erradicación de los privilegios. Éste fue el móvil inequívoco de la insurgencia de 1810, de la Reforma liberal, de la Revolución y de las exigencias democráticas del siglo XX. Por eso creo que la regeneración de la vida pública tendría un buen comienzo con una sucesión de buenos ejemplos de los servidores de la República.

miércoles, 4 de marzo de 2009

La docena tragicómica



Hace doce años, en la euforia civil de las elecciones internas para elegir a su candidato a gobernador, el número de militantes del PAN rondaba los dos mil miembros activos. Ya era un buen número. Muchos de ellos, a los que podemos contar por centenas, se acercaron al PAN impulsados por dos movimientos telúricos, uno trepidante y otro ondulante, ambos de intensidad destructiva: el primero, la valerosa campaña presidencial de Manuel J. Clouthier en 1988; el segundo, los efectos ondulatorios de la crisis política de 1994 (levantamiento armado en Chiapas, asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, escándalos de la familia presidencial) y la crisis económica de 1995 en adelante. Dos sexenios después, en este crítico 2009, el número de miembros activos del PAN en Querétaro es de alrededor de ocho mil y el de adherentes se calcula en 26 mil. Cumplidos los trámites internos de plena aceptación, en poco tiempo el PAN albergará a más de treinta mil militantes, dependiendo de los resultados electorales del próximo cinco de julio. ¡Treinta mil solicitantes de empleo público! El PAN ha crecido en el poder, desde el poder y para el poder; pero la calidad política del partido no ha corrido, ni mucho menos, al parejo del crecimiento numérico. Esta desproporción entre cantidad y calidad condena al partido al clientelismo (deciden la clientela, no la autonomía política de los militantes; deciden los intereses particulares, no los objetivos públicos; deciden las masas, no los individuos responsables). El clientelismo, ese vicio histórico de la política mexicana desde la invención del PRI en 1929 (hace ya ochenta años), ha trasminado sus hedores en una institución que tuvo en la dignidad de la persona el más humanista de sus valores políticos.
El problema central del PAN es el de la memoria. Así en lo federal como en lo estatal se gobierna sin significados. Los contrastes con el pasado autoritario se esfumaron en poco tiempo: honradez frente a corrupción, transparencia frente a oscuridad, agilidad frente a tortuguismo, división de poderes frente a concentración del poder, libertad de expresión frente a manipulación de los medios, sobriedad republicana frente a excesos suntuarios, sencillez democrática frente a complejidad autoritaria, claridad frente a simulación. . . Los marcos de comparación se notan apenas. Reducidos a cenizas los cotejos o contrastes históricos, el PAN carece de referentes, de símbolos, de ideas. Todavía peor: carece de ideales. Los perdió en poco tiempo; los abandonó en el camino sin ver que la práctica política es ociosa e inútil sin el respaldo de ideas claras y contundentes; los echó a la basura sin evaluar que esos ideales poseían carne, dolor, años de perseverancia electoral, discursos bordados en el alma de la sencillez, la civilidad, la razón común y la participación desinteresada. Sin memoria no hay futuro. Y el PAN ha dilapidado, en apenas dos sexenios, el enorme caudal de recuerdos honorables de su pasado democrático. El poder los vence y los convence. Las palabras de los panistas no dicen nada; los discursos son huecos, desprovistos de vínculos con sentimientos y aspiraciones reales; sus informes, repletos de millones como los de siempre, carecen de significados sociales; y las acciones, casi todas al borde del abismo que conduce al cielo, se llevan a cabo sin contactos con la tierra, sin radares que ubiquen el plan de vuelo, la velocidad, la posición que guardan frente a la pista de aterrizaje. En general, los gobiernos del PAN son gobiernos de anuncios publicitarios. Han hecho de la repetición de estribillos no un recurso sino un sistema de gobierno, a un costo altísimo, así porque los comerciales le cuestan a toda la sociedad, así porque la política ha sido encapsulada en anuncios radiofónicos que rallan en la imbecilidad creativa.
No hay en las palabras del panismo gobernante eso que en buen español se llama “emoción democrática”. En las vísperas de sus contiendas internas, unos y otros se atacan con furia desenfrenada, nada que ver con la generosidad de su patria ordenada; la vileza de sus guerras internas no es el agua sucia que caracteriza a cualquier lucha por el poder, sino estiércol cuyo hedor asciende hasta su cielo y ensucia a la familia, enloda a los hijos y pudre con su pus maligna todo lo que toca. Ecce tibi qui rex populi. He aquí al PAN que quería gobernar al pueblo. He aquí a los católicos panistas: buenos hermanos y mejores hijos, estudiantes de excelencia y devotos precoces de la fama. El estiércol que lanzan desde las sombras contra sí mismos no es pasión política sino política pasional. Durante décadas miles y millones votaron por el PAN aduciendo que sus miembros eran católicos; es decir, gente honrada y de bien. Probado está, sin embargo, que la virtud privada suele degenerar en vicio público. El poder iguala. Creyentes y no creyentes son igualmente susceptibles del poder corruptor, pero también está probado que hay unos más susceptibles de ser corrompidos, lo cual depende más de valores políticos y civiles antes que de creencias religiosas, y de reglas de responsabilidad pública antes que de conciencia moral. El abandono panista de los valores de civismo y democracia es la peor de sus derrotas: sencillamente ya no es posible distinguirlos de los demás. Con la exclusión de los viejos militantes, el PAN excluyó también un pedazo de memoria viva. Han olvidado el móvil fundamental de su origen y desarrollo histórico: la democracia. Han dejado de lado, como se comprueba con sus acciones y discursos, la confianza en los ciudadanos. Éstos, en sabia reciprocidad, también han perdido la confianza en sus representantes. En este punto es posible encontrar la ausencia de significados políticos en el discurso del PAN y el desvanecimiento de los contrastes. Si después de dos sexenios panistas la mayoría de los ciudadanos expresa que da lo mismo, que son iguales unos y otros, el PAN es el partido perdedor, no importa que gane las siguientes elecciones.
“En 1995 supe –me dijo un empresario panista el año 2001 después que desde la tribuna del Senado fustigó, con más rencor que inteligencia, al régimen del pasado– que era mi deber participar en política y aportar mi granito de arena para dignificar la vida de este maravilloso país. Yo entré al PAN y a la política –agregó con una sinceridad admirable– movido por el coraje, por odio al PRI”. Me simpatizó el empresario-político. Unas semanas después, un alto funcionario de gobernación –mejor abogado que funcionario– me chismeó: “Es yunque, es un incendiario, y tiene de empresario lo que yo tengo de guapura”. Y era cierto, el funcionario de gobernación era francamente feo, aunque contara chistes de curas como nadie. El empresario-político es ahora diputado federal; luego podrá ser funcionario administrativo, y luego otra vez senador. En realidad antes fue gerente de una de las empresas de su padre, todas quebradas por la crisis de 1995, y ahora sé de buena fuente –contar chismes no es contar mentiras, sino contar verdades de mala fe– que, como por arte de magia, las dichas empresas han prosperado milagrosamente. Y como bien remata un viejo chiste subido de tono –impublicable por grosero–, parece que al político-empresario-político ya se le acabó el rencor. No estamos ante un caso aislado. Por desgracia es representativo del panismo que predomina en el poder.
Conozco a jóvenes panistas talentosos, algunos con doctorado en alguna disciplina humanista. Da pena escucharlos. Recitan como loros algunas frases aisladas de pensadores políticos que están de moda en los centros académicos: Habermas, Ferrajoli, Foucault. . . ¡Tres enemigos de la sociedad abierta! Sería más útil y práctico que aprendieran de memoria la historia de su partido y las ideas políticas acumuladas durante décadas. Quizá se restauraría el orgullo genuino, la sensatez civil, la inteligencia creadora.

domingo, 1 de marzo de 2009

Una señora muy aseñorada

Con el federalismo en México nos ocurrió algo similar a lo que sucedió con la propuesta de constitución en la Rusia imperial durante la Revolución Decembrista de 1825 El movimiento revolucionario de ese año se produjo con una sublevación armada inspirada en la tradición republicana y jacobina de la Revolución francesa. Cuando los revolucionarios aclamaban la Constitución en las calles de Petrogrado, los habitantes creían que se trataba de la mujer de Constantino, hermano del zar Nicolás I, y heredero legítimo al trono.

– Sí: ¡Viva Constantino y su esposa Constitución!

Antes de 1824 en México no se conocía la palabra “federación”. No existía en el lenguaje político y menos en el habla de eso que José María Luis Mora llamaba, descontados los españoles y los indios, “la gran masa de mexicanos” o el pueblo llano o los paisanos. La Federación bien podía ser la Señora Esposa del Señor Federal. Lograda la Independencia y derrocado el imperio de Iturbide, los defensores de la República se dividieron en centralistas y federalistas. Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante, alumnos distinguidos del liberalismo de Cádiz y de los pensadores ilustrados franceses, defendieron la formación de una República unitaria con “un fuerte poder ejecutivo central”. Uno de los argumentos federalistas, más de opinión pública que de organización política del nuevo estado, argüía que de las provincias exigían una República federal, que tal era la voluntad general (el fantasma de Rousseau ha penetrado el pensamiento político en México) que debían representar los diputados del Constituyente de 1823. Teresa de Mier replicaba: “¿Cómo han de querer los pueblos lo que no conocen?”: Nihil volitum quid prae cognitum. “Llámense cien hombres –alega fray Servando–, no digo de los campos, ni de los pueblos donde apenas hay quien sepa leer, ni que existen siquiera en el mundo angloamericano, de México mismo, de esas galerías háganse bajar cien hombres, pregúnteseles qué casta de animal es república federada, y doy mi pescuezo si no responden treinta mil desatinos. ¡Y esa es la pretendida voluntad general!”. Teresa de Mier y Bustamante fueron derrotados tanto en su pretensión de rebautizar al país con el nombre “Anáhuac” como su propuesta de una república central. El liberal y partidario de la república federal Lorenzo de Zavala le da en parte la razón a fray Servando. Reconoce que el nombre mismo de “federación” era nuevo para muchos de los constituyentes; que no tenían ni podían tener ideas sobre una forma de gobierno de la que no se habían ocupado los libros políticos franceses y españoles que circulaban en México. “El acta constitutiva –celebra Lorenzo de Zavala en “Los albores de la República”– fue recibida con entusiasmo por los que en los nuevos estados representaban la opinión pública”. Frente al realismo de fray Servando y de los conservadores, estaban en plena ebullición los ideales que desde entonces están en la mesa de los contrastes nacionales: en las ideas y en la constitución somos un país y en la realidad el país es otro. Sin embargo, el tiempo le fue quitando la razón a Teresa de Mier, así fuera por el hecho de que los liberales tenían, con el federalismo, un proyecto de Estado liberal más cercano a la modernidad que el de los conservadores. Pero que el tiempo le quitara la razón a fray Servando fue relativo, pues su argumento acabó siendo una profecía maligna.
Dr. José María Luis Mora
Desde esa primera discusión centralismo-federalismo los bandos o partidos en México delinearon su identidad: los centralistas se abonaron al partido conservador y los federalistas al bando liberal. Es cierto que la razón estaba de parte de Fray Servando: el desconocimiento de los significados e implicaciones del sistema federal era casi absoluto, salvo que para las principales ciudades y regiones del enorme país la federación poseía un significado general que denotaba libertad, autonomía, poder de decisión sobre problemas locales y regionales, y fue apoyada no porque esa señora muy aseñorada fuera teóricamente la mejor de las formas de organizar políticamente al Estado, sino porque representaba un desagravio frente a siglos de centralismo monárquico. El sistema federal, aprobado en la Constitución de 1824, fue copiado sin más del sistema norteamericano. El tiempo le arrebató la razón a Teresa de Mier: los sucesos del siglo XIX configuraron una razón histórica que acabó por imponerse durante la República Restaurada de la época de Juárez, y el federalismo no tuvo en adelante oposiciones doctrinales ni levantamientos armados en contra, sino lo contrario: las luchas por la autonomía estatal están presentes durante el siglo XIX (de Texas a Yucatán), y en el XX los estados, contra su voluntad, fueron sometidos a eso que fray Servando llamaba “fuerte poder ejecutivo central”. La profecía de Teresa de Mier se cumplió con Porfirio Díaz y, pasada la época de los caudillos, en el presidencialismo mexicano del siglo XX. La alternancia en el poder presidencial el año dos mil modificó el presidencialismo monárquico, pero el “fuerte poder ejecutivo central” se mantiene hasta nuestros días, salvo que ahora es tan ineficaz como lo fue en sus primeros tiempos.
Del mismo modo que la federación fue impuesta del centro a la periferia (a diferencia del sistema federal norteamericano), la cultura federalista echó raíces en la conciencia de los mexicanos: la pertenencia a un estado de la república borró las viejas adscripciones virreinales y se convirtió en un punto de referencia, a veces combinado con la pertenencia a una región. Los mexicanos albergamos sin problemas una triple pertenencia: a México, al estado y a la región. Así, el norteño se considera norteño pero invariablemente define su pertenencia a un estado; el mexicano de la Huasteca siente orgullo de ser huasteco pero antes es de San Luis Potosí o de Tamaulipas o de Veracruz. En todos los casos, la pertenencia estatal es más fuerte que la regional, pero también en todos los casos la pertenencia nacional no está fuera de duda. La división política se superpuso a la geografía. Pero junto a esta realidad cultural que se arraigó desde la primera constitución federal (1824), hemos tenido otras realidades también culturales que no se han podido desarraigar: “la provincia” es el término con que se designa a los 31 estados de la federación. Y, con la provincia, los adjetivos denigratorios de lo provinciano y los provincianos. Ni siquiera la expresión “el interior de la república” logra borrar la profunda raíz centralista que heredamos de la Colonia. Por eso mismo, tampoco se han borrado del todo los agravios que los “provincianos” manifiestan contra los capitalinos, los odiados chilangos, por su actitud sabionda, ruidosa y prepotente.
Pero ¿dónde vive la federación mexicana? Su domicilio legal fue fijado por el artículo 117 de la Constitución de 1857, texto que recogió sin discusión el artículo 124 de la Constitución vigente, salvo la breve pero interesante discusión de incluir “al pueblo” como un órgano constitucional, propuesta que habría apoyado –tal vez tomando la tribuna del Teatro de la República– Andrés Manuel López Obrador, y del agrado de quienes a estas alturas ignoran el significado e implicaciones de la democracia representativa. El vestido con que adornaron a esa señora muy aseñorada llamada “Federación” señala: “Las facultades que no están expresamente concedidas por esta Constitución a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los estados”. El texto lo hubiera suscrito gustoso el genial Groucho Marx, pues equivale a decir que después de repartir un gran pastel entre los invitados a la mesa federal, las migajas sobrantes, incluidas las del mantel y las del piso, son todas de la exclusiva propiedad de los estados.