martes, 31 de marzo de 2009
Congreso de las almas muertas
domingo, 29 de marzo de 2009
Krauze y el fallo fallido
Escribe Krauze que México no es un ‘estado fallido’ como tampoco lo fue Estados Unidos en la época del imperio criminal de Al Capone. En el segundo plan quinquenal de los Sóviets (1933-1937) se profetizó el fin de la historia de Estados Unidos. Fundaban su profecía en el número de páginas que los “periódicos burgueses” dedicaban al “héroe del día”. Al Capone batió el récord de atención de los medios de comunicación estadounidense, con más de un millón y medio de páginas. Del traficante se publicaron más de cinco mil fotografías, por encima de la información y fotografías que mereció el presidente Hoover. La prensa describía detalladamente todo lo que se refería al mafioso de Chicago y se exaltaba que poseía automóviles, vapores, aviones y “muchas otras cosas de las cuales no puede disponer un simple mortal” (ya se sabe que en la URSS todo el pueblo era un simple mortal. Mi querido amigo Vitali Shentalinski prueba en su trilogía sobre los archivos literarios de la KGB que más de dos mil escritores fueron asesinados en una década). El plan soviético agregaba que Al Capone era uno de los puntales de la sociedad burguesa, que “solamente en un estado de descomposición, de avanzada degeneración moral y espiritual de las clases reinantes en los países capitalistas pueden explicarse hechos semejantes”. Lo cierto es que la democracia norteamericana hizo posible el encarcelamiento de Al Capone y de los que le siguieron. México y Estados Unidos estamos condenados a entendernos. Y es que sólo la democracia, por defectuosa que sea o parezca, nos ofrece la fundada esperanza en un mundo menos injusto y cruel. De ahí el empeño racional por defenderla y consolidarla.
miércoles, 25 de marzo de 2009
Culpas sin culpables
Constitución de Cádiz de 1812. Alegoría
Los diputados que redactaron el texto anterior sabían de sobra que el poder público no puede ejercerse sin responsabilidad. El poder es una responsabilidad; es decir, hay que responder de su ejercicio: informar, rendir cuentas, dar y explicar motivos, justificar hasta el último centavo. . . y los legisladores, también en ejercicio de su poder representativo, deben revisar esas cuentas, cotejar programas y resultados, evaluar el trabajo de quienes administran los recursos de toda la población, verificar obras, escudriñar gastos, revisar conductas. Y, como consecuencia de tales funciones, imponer sanciones (políticas, administrativas y penales) a quienes hayan ejercido indebidamente el poder que les fue mandado.
El texto del dictamen constitucional citado en el primer párrafo de esta reflexión es uno de los párrafos de la propuesta del Constituyente de 1856 para instituir el juicio político en el sistema constitucional mexicano. En el ambiente público de la época era una conclusión general que la materia de responsabilidades públicas, incluida por primera vez en la Constitución de Cádiz de 1812, había corrido con pésima suerte durante las tres primeras décadas del México independiente. En la imaginaria se ceñía la atroz figura de Antonio López de Santa Anna, pero era del conocimiento de todos que el “seductor de la Patria” sólo era una muestra de la irresponsabilidad con que se gobernaba en todo el país, desde el más modesto empleado público hasta el presidente de la república. La materia constitucional de responsabilidades públicas ha tenido, a partir de la aprobación del artículo 105 de la Constitución de 1857, un recorrido siempre ascendente. Las normas en esta materia merecieron un apartado de varios artículos en la Constitución de 1917; las varias reformas al Título Cuarto contadas hasta la del año 2002 (“De las responsabilidades de los servidores públicos y patrimonial del Estado”), han forjado un texto fundamental que puede considerarse el más perfecto del mundo. Sin embargo, si en este mismo instante un grupo de legisladores formularan un dictamen para reformar la materia de responsabilidades públicas, bien podría suscribir la triste realidad expresada por los diputados constituyentes de 1856: “Hasta hoy la responsabilidad ha sido ineficaz, imposible”. A pesar de que tenemos disposiciones constitucionales dignas de mérito jurídico y de leyes reglamentarias acuciosas y acuciantes, el poder público en México se ejerce sin que verdaderamente se responda de su ejercicio.
Los juicios y procedimientos de responsabilidad pública en México se llevan acabo para expedir cartas de buena conducta, no para sancionara los infractores. No tenemos en México esa costumbre honorable de los funcionarios del Oriente lejano que, una vez desatado un escándalo de corrupción económica o política, la simple mención del nombre del presunto responsable avista el suicidio de éste, sin más trámite ni averiguaciones. Para los orientales es preferible la muerte que la vergüenza de un juicio y una pena. El suicidio es de este modo la más honrosa de las redenciones personales e institucionales. En México no queremos que nadie se suicide, pero en cambio es exigencia ciudadana que se proceda y se castigue a los corruptos. La corrupción no es exclusiva del patrimonio político de los mexicanos, pero en otras partes la democracia es capaz de dar nombres y apellidos y de juzgarlos por tribunales autónomos y eficaces. En la maraña selvática de nuestras leyes, todo es posible: proceder, dilatar, exculpar o condenar, pero al final del túnel la Suprema Corte de Justicia es la oficina de la misericordia donde se expiden credenciales de inocencia. México tiene, para decirlo con un viejo cliché, el sistema jurídico y político más surrealista del mundo: la materia existe (robo, desvío de recursos, tráfico de influencias, sub ejercicio presupuestal, encarecimiento sospechoso de las obras públicas, ineficiencia, parcialidad y demás conductas previstas legalmente) pero el culpable es humo que se difumina entre los cerros de expedientes que se forman a lo largo de los años. Desde que la Constitución liberal de Cádiz de 1812 estableció que era facultad de las Cortes “Hacer efectiva la responsabilidad de los secretarios del Despacho y demás empleados públicos”, han transcurrido casi doscientos años. Si se me permite la exageración, estamos parados en el mismo lugar. En México no hay manera de que el poder público responda de su ejercicio.
Aquí nunca pasa nada. Escándalos van y vienen y nunca pasa nada. Hay muchas culpas y ni un solo culpable. La fiebre legislativa es un mal antiguo y típico de la vida pública mexicana, una afección cultural que ha cabalgado jubilosa durante varios siglos; se legisla todos los días y respecto de todos los asuntos; los problemas sociales, no importa qué tan complejos sean, quedan reducidos a soluciones normativas; y las soluciones, casi siempre grandilocuentes, pasan invariablemente por más y nuevas leyes. En México todo es importante y urgente, y en esta merced todo deja de serlo. La urgencia de hoy es la desmemoria de mañana. El escándalo de hoy es borrado absolutamente por el escándalo de mañana. Y en esta sucesión cotidiana de bochornos y obscenidades políticas y administrativas, se hace imposible lo que se proponía la Constitución de Cádiz: hacer efectiva la responsabilidad de los servidores públicos.
domingo, 22 de marzo de 2009
Debate fallido
Alternancia y transición democrática son de ese tipo de expedientes que, repentinamente, quedan sepultados entre cerros de papeles en el escritorio. ¿La alternancia se reducía a derrotar al PRI? ¿Ya terminó la transición a la democracia? El presente lo abarca todo; la actualidad ha comprimido en una gruesa carpeta los asuntos pendientes, revueltos todos en un maremágnum de cuestiones por discutir y resolver. Los problemas están encima de la mesa, son asuntos de urgente decisión, pero no se ajustan, so pena de convertirse en monstruos invencibles, a la pachorruda calma de las instituciones del Estado burocrático. Preservar y recuperar el empleo, combatir la delincuencia organizada, afrontar el empobrecimiento extremo, reducir las tremendas desigualdades. . . Son temas amplios y tan generales que no dan lugar al descuerdo; el problema empieza cuando se concretan las soluciones. El punto es que los partidismos se imponen en el debate al grado de anularlo. Las elecciones federales están cerca y casi todo se ajusta a los números. Pero en nuestro caso pensar en las elecciones siguientes no es pensar en el futuro político del país sino en un regreso al pasado. Por eso los problemas se agrian hasta volverse pus.
El pasado se ha convertido en excusa y acusación a la vez. El narcotráfico no es, en efecto, un problema reciente. Durante más de sesenta años –al menos desde la Segunda Guerra Mundial–, la producción y comercialización de drogas corrió paralelamente a las prohibiciones impuestas a su venta y consumo en Estados Unidos. Seis décadas sobraron para corromper a las instituciones de seguridad del Estado mexicano. Me parece una irresponsabilidad del PRI y de sus legisladores la inocencia que simulan sobre ese asunto, pero igualmente me parece irresponsable que los gobernantes del PAN finquen sus anhelos electorales designando culpables, pues algunas culpas ya les competen. Urgen leyes que faculten al ejecutivo federal y a los ejecutivos locales a combatir con eficacia el monstruo de las mil cabezas en que se transformó la delincuencia organizada, pero no es válido fincar la eficacia pública en una o muchas leyes, sobre todo si, como se puede ver en una primera lectura, una o varias de las libertades fundamentales se pone en riesgo. Estamos, ni más ni menos, ante un choque de grandes principios: libertad y seguridad o seguridad contra libertad. Hay que decidir pronto y lo mejor que se pueda. Pero antes de formular las posibles salidas para atenuar esa confrontación de grandes principios, tenemos derecho a preguntarnos si la aprobación de leyes, con las nuevas atribuciones que se conceden a las instituciones de seguridad y justicia del país, no será una más de las tantas humaredas legalistas con que en este país de afrontan los problemas.
Hace unos días, el titular de la Auditoría Superior de la Federación, Arturo González de Aragón, acusó a la Suprema Corte de Justicia de obstruir las tareas fiscalizadoras y a la Procuraduría General de la República de no resolver ninguna de las denuncias presentadas a lo largo de siete años. Por ejemplo, la Auditoría interpuso 24 denuncias penales y la PGR no consignado ninguna. Es justo sospechar. A pesar de que fue presentada en 2007, la denuncia por un desvío de recursos de PEMEX por más de mil millones de pesos aún permanece en el caprichoso cajón de pendientes de la PGR. ¿De qué sirven las leyes de transparencia en un gobierno que no las acata? ¿No implicaba la transición democrática el paso decisivo a la división real de poderes, muy especialmente en el caso de tener un poder judicial autónomo, imparcial y oportuno? ¿De qué sirven los órganos autónomos si sus funciones se topan con el poderoso muro de unos jueces obsoletos y pazguatos? ¿De qué sirven las mejores intenciones públicas si han de sufrir los innumerables y laberínticos filtros de un Estado obeso, soflamero y alcahuete? Si el sufragio libre es la puerta que se abre, ¿por qué después se cierra? Ocupados todos en las encuestas, el debate político trascendente ha de esperar a mejores tiempos.
miércoles, 18 de marzo de 2009
Dos cartas sobre México
La unidad partidista es la clave de la competencia electoral. La unidad se ha impuesto como un valor político primario, como la condición sin la cual el éxito se mancha de improbabilidad. La unidad va por delante, lleva la estafeta del primer tramo, pero no se ve que los relevos estén provistos de protagonismo. Si no fuera porque hay que simular algo de competencia democrática interna o porque las presiones de los prietitos en el arroz declaran sus inconformidades, la unidad sería declarada como el valor único de los partidos, en detrimento radical de otras virtudes inequívocamente democráticas: competencia, deliberación, debate, crítica, auto crítica, pasión política. . . Pero estas virtudes lo son sólo si se privilegia la madurez de los que ganan y la dignidad de los que pierden. Sólo entonces podemos decir que la unidad ha salvado sus rasgos esenciales. Pero no es así: por encima de todo –y a veces de todos– se predica la unidad del partido como medio y como fin. Este hecho ha desnaturalizado la sustancia democrática de los partidos, pues si la unidad se enferma de susto al acercarse las contiendas internas, entonces esa delgada unidad es tan frágil que cualquier disenso puede romperla, ya no digamos la abierta competencia, la franca disputa de los cargos en juego.
Pero es justo decir que la ciudadanía no ve con buenos ojos los pleitos internos de los partidos ni oye con buenos oídos el estruendo que suelen producir las contiendas democráticas. Acaso esta deformación cultural sea el telón de fondo de dos males políticos: no se sabe ganar y no se sabe perder. No se sabe competir. Sea por exceso o por defecto, la competencia degenera en resentimientos duraderos o en una mera simulación. No hay esos equilibrios de pasión y razón, de crítica y madurez, de contienda real y compañerismo resultante. En nuestros partidos el pleito suele ser inútil, vacío, improductivo, tribal. Por eso se prefiere la simulación.
Uno de los pensadores políticos más influyentes del siglo XX estuvo en Cuernavaca en 1945. De su estancia en México Isaiah Berlin dejó constancia en dos cartas que en su edición de diciembre de 2007 publicó la revista Letras Libres. En la primera de ellas, fechada el 4 de abril de ese 1945, Berlin agradece a su anfitriona Elízabeth Morrow, viuda del que fue embajador estadounidense en México Dwight Morrow de 1927 a 1930, y expresa la perplejidad que le causó nuestro país: “Regresé inundado de las más contradictorias emociones acerca de México y los mexicanos; me parecieron mucho más oscuros y violentos de lo que esperaba, llenos de superstición y auténtica barbarie medieval, y con temperamentos más intensos y una vida interna más secreta que los alegres, sonrientes y, supongo, frívolos latinoamericanos de otros países con los que uno se encuentra en Washington. Obviamente, la tierra de México es muy rica y exuberante y la vegetación muy abundante, pero las expresiones en los rostros de la gente me parecían más bien atemorizantes. Podía respetarlos y admirarlos, pero creo que nunca llegaría a sentirme cómodo entre ellos. . .”
México es un mural de sangre a los ojos de Berlin. Es del todo improbable, según la mirada asustada del pensador británico, que en México pueda darse la democracia. La fatalidad con que juzgó la cultura mexicana contrasta sus batallas liberales contra los determinismos históricos. Es cierto que la historia pesa; en nuestro caso, el peso es enorme, una carga trashumante que ha cabalgado durante varios siglos y que aún hoy se manifiesta en una religiosidad supersticiosa y en unas ideas políticas impregnadas de tragedia, fatalidad y virulencia. Como sea que fuere, han transcurrido más de sesenta años desde que sir Isaiah Berlin vio lo que escribe en sus cartas. ¿Estamos condenados al arrebato político violento, a fundar las ideas políticas en una especie de mesianismo troquelado en el dilema trágico del todo o nada, a sufrir repetidamente la barbarie del robo de urnas, la inequidad manifiesta, las trampas del poder, la toma de tribunas de la oposición, el ancestral fanatismo religioso trasminado en las ideas y conductas políticas?
No hay democracia donde no hay competencia, o donde ésta es escasa, imperfecta, simulada. Entre los extremos de la virulencia y la simulación, los equilibrios son débiles y la civilidad es una tela desfibrada que se rasga con cualquier arañazo. Quizá por eso los dirigentes de los partidos prefieren los candidatos de unidad a la competencia genuina; tal vez a esa civilidad que se desdibuja en cuanto es sometida a la prueba de los hechos se deba que la competencia electoral navegue por un río que se desborda con extraña facilidad; es probable que nuestras imperfecciones democráticas merezcan un definitivo ajuste de cuentas con el pasado.
domingo, 15 de marzo de 2009
Si ahora no, ¿cuándo?
En su ensayo ¿Qué hacemos con los mediocres? (Incluido en el libro El secreto de la fama de enero de este 2009), Gabriel Zaid ilustra con su genuina erudición el proceso degenerativo que ha sufrido el justo medio. Dice que la medianía fue neutral, luego positiva, después negativa y ahora tabú. En español se le designa con muchas palabras: medio, en medio, mediano, mediocre, promedio, intermedio, medianero, mediador, mediante, inmediato. En latín, agrega, mediocris describía una posición de mediana altura, en un monte o elevación física, a toda posición que no llega al extremo: mediocre malum (enfermedad no grave), mediocris animus (espíritu moderado), mediocris vir (hombre de clase media). Escribe Zaid que la sabiduría antigua desconfiaba de la desmesura, lo desproporcionado, el exceso. Por eso se elogiaba la medianía y la moderación: el justo medio aristotélico entre dos extremos. Horacio celebra la dorada medianía. Séneca sentenciaba que “Es de gran ánimo despreciar las cosas grandes y preferir lo mediano a lo excesivo”. Lo mediano era lo razonable. El desprecio por lo mediano es de siglos recientes; parece surgir con lo barroco y su amor por el exceso, exaltarse en el romanticismo y el culto al genio y lo sublime. El resultado de esta conversión es el relativismo moderno que niega todo criterio de valor: nada es inferior y por tanto nada es mejor; todo es igualable; tan válida es una propuesta como su contraria; hay que estandarizado todo. Ante el fracaso de las mitologías del superhombre nazi y el hombre nuevo socialista, ascendió la fanfarria del hombre común. Si todo hombre es un líder en potencia, no puede haber mediocres: todo es cuestión de superación personal. Surge entonces la industria del progreso. Así como se decía hasta la náusea que México era un país en vías de desarrollo, ahora las personas hablan de superación constante, de mejora continua. Nuestro tiempo es de mediciones. Escribe Zaid que reducir las personas a una medida las degrada y la sociedad entera se degrada: todo se reduce a medir y ser medido. Para evitar la discusión y el análisis racional de las diferencias, todo se limita a mediciones mecánicas: el candidato con más puntos suele ser el más mediocre, el producto con más ventas puede ser el de peor calidad, el más calificado en las encuestas puede ser el más ignorante, el programa con más raiting puede ser una porquería. De este modo todos somos cómplices del trabajo mal hecho, y un pobre diablo puede llegar a ser el número uno: el alumno que fue aprobado compasivamente, el profesor que no enseña porque no sabe o no asiste, el escritor que escribe libros sólo porque el éxito se mide por el número de libros publicados, el investigador que destina más tiempo a llenar formularios para obtener estímulos económicos que a investigar seriamente, el diputado o senador o funcionario (el mediocris habilis) que es competente para competir pero absolutamente incompetente para desempeñar el cargo.
La imagen de la república sufre también esta desgracia cultural del desprecio de lo mediano; es decir, de la mesura, la moderación, el equilibrio. Los sueldos reales de los funcionarios son excesivos porque su monto significa éxito, fama, reconocimiento. Así, el régimen representativo no lo es en términos cualitativos. Nada tiene de representativo que un diputado local se embolse mensualmente doscientos mil pesos o que un ministro de la Corte perciba alrededor de medio millón de pesos cada mes. Tengo entendido que el salario mensual del juez español Baltasar Garzón no rebasa los noventa mil pesos, y vaya que ha corrido y sigue corriendo graves riesgos al enjuiciar a los poderosos. Hace años la Audiencia Española se declaró competente para enjuiciar a la CIA por el traslado de iraquíes que, con destino a Guantánamo, hacían escala en algún aeropuerto español. Por esos días hablé por teléfono con Garzón para invitarlo a Querétaro a un curso de juicios orales. Al instante me dijo que sí. Le pregunté sobre sus gastos y honorarios. Me contestó que él no cobraba honorarios porque ya tenía un sueldo, pero que la Audiencia no le cubriría los gastos de un viaje con tal objetivo. En el último momento se disculpó porque en esos días estaban citados unos agentes de la CIA y él personalmente debía interrogarlos.
Me gusta repetir la imagen que tuvo de la república Julien Benda en su niñez, narrada en sus Memorias. En el edificio de clase media donde vivía en París, un grupo de chiquillos jugaba ruidosamente en los pasillos. Un hombre salió de su departamento a pedirles de favor que no hicieran tanto ruido, que él era el ministro de educación de la República Francesa y que en ese momento elaboraba el programa educativo. Escribe Benda: “Creo que desde aquel día me figuro que así es como deben vivir los conductores del Estado”. La lección fue ejemplar. Por eso creo que la moderación ejemplar de los salarios de los gobernantes es el inicio de la recuperación de la confianza y la credibilidad. La pregunta inicial es inocente pero deliberadamente inquisitiva: si ahora no, ¿cuándo?
miércoles, 11 de marzo de 2009
Hablando en serio
Que en la solemnidad germina el virus maligno de lo cómico es una realidad que se puede observar si observamos relajadamente una situación determinada. Los anuncios televisivos de los partidos políticos, por ejemplo, son risibles por bobos. Pero es necesario tener en cuenta que se producen con absoluta seriedad, como que la intención es llamar la atención de los electores. Casi nada, está en juego el poder. La imagen del presidente nacional del PAN, el joven Germán Martínez, es extraordinariamente cómica, y a la comicidad de su figura se agrega el tono de su voz, los gestos de una sonrisa que quiere ser irónica y sólo es onírica. Germán Martínez es un solemne que quiere parecer natural o desparpajado, y en el esfuerzo de parecer lo que no puede ser advertimos un motivo adicional de risa. La presidenta nacional del PRI no sólo no hace ningún esfuerzo por no parecer solemne sino lo contrario: aún en el más natural de los espacios y en la más simple de las ocasiones, Beatriz Paredes mira, habla y mueve las manos de la misma forma que el pirómano disfruta lanzando gasolina al fuego. Es tremendamente cómica. Toda ella es engolada, y su vestimenta tradicional no hace sino aumentar la ridiculez de su sonrisa maquiavélica. El presidente nacional del PRD, a quien le cuesta demasiado trabajo hilar dos frases, ha dicho que el pleito que libran el PAN y el PRI le están haciendo mucho daño al país, pues sólo están logrando que los electores se desalienten y el abstencionismo se incremente. El hecho de que lo diga el presidente del partido más desprestigiado del país, el que más ha contribuido a desilusionar a los ciudadanos, es risible. ¡Que lo diga precisamente Jesús Ortega! Es como si la burra predicara a su especie la prohibición de meterse al trigo. Lo más risible de estos días es la presencia en México del presidente francés Nicolás Sarkozy. Su figura de por sí una caricatura. No puede uno entender que la culta y admirada Francia sea gobernada por un tipo tan chistoso. Pero más comicidad hay en el hecho de que nadie lo mira ni lo oye, pues todos estamos al pendiente de la hermosura y distinción de Carla Bruni, su mujer. Que el presidente francés Nicolás Sarkozy y el presidente mexicano Felipe Calderón trataron asuntos importantes de seguridad y de negocios, pero en el ambiente sobresalió el hecho de que la importante visita de estado se redujo al asunto de una secuestradora francesa. Estamos ante una muestra de humor negro globalizado, absolutamente involuntario.
La solemnidad es risible en sí misma, no importa los objetos que se agreguen a ella. No son ridículos los trajes o vestidos indígenas; los objetos no son risibles en sí mismos; no lo es, por ejemplo, el curioso y colorido sombrero huichol, pero puesto en la cabeza del presidente de la república, éste se ve ridículo. Como bien explica Peter Berger en la Risa redentora, no es exacto decir que un sombrero es ridículo, que un vestido es cursi o que unas sandalias son risibles, sin tener en cuenta a la persona que se los pone, a quien las dibujó y fabricó o a quien tuvo la hazaña de comprarlas y obsequiarlas. En cualquier caso, estamos ante lo que llamamos humor involuntario, regularmente proveniente de esa dimensión cómica de la experiencia humana que deriva de lo solemne. No todo lo solemne es cómico; la comicidad depende de circunstancias de tiempo, modo y lugar, pero la solemnidad juega generalmente en un campo donde la comicidad se aposenta a su gusto y a sus anchas. Tiene razón Berger cuando escribe que la risa es una intrusa; se entromete, a veces de manera inesperada, ahí donde menos se le espera y en el momento menos oportuno. Pero la intromisión de la comicidad en lo solemne es sorpresiva e inaudita precisamente porque semeja la escena de un payaso ebrio que se cuela en una reunión de banqueros y ofrece a los compungidos directivos su espectáculo más aplaudido en el circo. Ninguno de los asistentes se ríe, pero vista la escena desde fuera la comicidad es hilarante.
Lo cómico es –delata Berger – la visión del mundo más seria que existe, acaso porque la seriedad es la visión del mundo más cómica que existe. La comicidad surge cuando alguien amenaza con hablar en serio.
domingo, 8 de marzo de 2009
Regenerar la República
La anti política que muestran las encuestas modificará sus lamentables números en cuanto los ciudadanos sepamos los nombres de los candidatos, cuando éstos inunden las ciudades y los pueblos de propaganda; en la medida en que se acerque la fecha de la votación, la gente se ocupará de pensar sobre su decisión electoral. Sólo entonces, se dice, se verá cuántos han tomado la decisión de acudir a las urnas. Pero el fenómeno de la anti política no dependerá del porcentaje nacional de la votación y menos de la grandilocuencia de las propuestas de los partidos y los candidatos. Si vemos el problema de la anti política con seriedad observaremos que la desilusión política de los ciudadanos es más profunda de lo que suele creerse. Tal desilusión corre velozmente hacia la desesperanza y la apatía. Es cierto que en estos días la gente está concentrada –preocupada, ocupada o desocupada– en los efectos domésticos de la crisis económica mundial; nada es más visible que la incertidumbre laboral, y nada interesa más a la gente que estirar su ingreso para, por lo menos, asegurar las necesidades básicas de la familia. ¿Qué sigue después de la crisis? Porque, incluso superadas las consecuencias más graves de la macroeconomía, recuperados los empleos perdidos y estabilizados los precios, las huellas psicológicas, morales, religiosas y políticas de la incertidumbre actual no serán simples rasguños. Por el contrario, las secuelas de vivir durante muchos meses en una tensión o angustia permanente abrirán nuevas heridas y es probable que sangren los viejos agravios, que no son tan viejos, pues las cicatrices de la crisis de 1995 en adelante están a flor de piel de millones de mexicanos.
Los síntomas de la crisis económica mundial están a la vista: preocupación, desconcierto, depresión psíquica y moral, violencia doméstica y callejera, criminalidad. . . Es previsible, en consecuencia, que todo ello se refleje en el aumento del abstencionismo electoral. Es posible que la participación ciudadana en las urnas muestre el tránsito de la desesperanza a la anti política. Los escenarios de la vida pública después de las elecciones, si no catastróficos, se caracterizarán por una legitimidad bordada sobre una tela sumamente delgada y frágil, incapaz de sostener una gobernabilidad mínima que garantice el ejercicio razonable de las libertades fundamentales. Reza el consuelo popular que el dinero va y viene, que lo importante permanece; pero esta expresión de la nobleza humana no incluye sentimientos y experiencias profundas: la desmoralización de un lado y la indignación del otro. Entre ambas realidades, la política suele estar en el pasadizo de los condenados a muerte, sea que mucha gente busque alivio en alguno de los tantos refugios religiosos que abundan en el mercado de la fe, sea que la desesperanza degenere en violencia sin control. La paradoja es que la anti política sólo se cura con política. El hecho de que el remedio esté resultando peor que la enfermedad no invalida el método terapéutico homeopático, aún inaplicado, y con el cual ha de iniciar eso que el célebre pensador francés André Glucksmann llama la regeneración de la política.
La regeneración política en la que pienso es práctica y ejemplar, no teórica o discursiva. Proviene de arriba. Si en su sentido etimológico regenerar es volver a generar o engendrar de nuevo, la regeneración política tiene su utilidad constitutiva en el ejemplo. No estoy pensando en grandes proyectos, ideas o modelos, sino en la idea sencilla de regenerar la república mediante la restauración de las costumbres de los gobernantes. Si en este preciso instante el congreso de la unión y todos los congresos estatales definieran una política salarial claramente republicana, tal decisión sería la carta de presentación del antídoto contra la anti política. No se puede gobernar con márgenes suficientes de credibilidad cuando los ciudadanos leen que los salarios de los funcionarios (“los servidores de la República”, les llamaba Juárez) son monárquicos. Son falsos los argumentos que defienden “los buenos salarios” alegando riesgos especiales del gobernante, la temporalidad del cargo o desalentar la corrupción. La cultura republicana alberga en sus raíces significados vigentes: sobriedad, justo medio o medianía, recato, moderación, temperancia, sensatez. Junto a tales virtudes y en tanto que el republicanismo moderno nace en oposición a los excesos, la inmoderación, el lujo y el desperdicio, la regeneración política exuda en primer término los privilegios que disfrutan los “servidores de la república”.
Hace poco más de veinte años, desatada la crisis inflacionaria más terrible que se recuerda, un grupo de concesionarios del transporte público urbano solicitó una reunión urgente con el gobernador del estado. Se convino una comida. El representante de los transportistas, orador oficial de la ocasión, dejó caer su fuerza amenazante si el gobierno no autorizaba de inmediato un aumento a las tarifas proporcional a la inflación (el 150 por ciento). Alegó, con razón y sin ella, el incremento en el costo de los insumos. Ya se sabe: combustibles, refacciones, reparaciones, salarios. El discurso fue subiendo de tono en la medida en el que el líder enumeraba los costos del servicio. Su conclusión fue contundente: no hay utilidades, el negocio ya no deja; o se autoriza el incremento a las tarifas o se tomarían otras medidas para solucionar el problema. El chantaje era evidente y la tensión visible. Por un momento pensé que el dirigente de los transportistas golpearía la mesa en señal de indignación. El gobernador del estado, calmado pero firme, expresó que, según él tenía entendido, los negocios son negocios cuando dejan utilidades; que cuando un negocio no deja rendimientos, entonces no es negocio; que cuando un negocio deja de ser negocio, el negociante deja el negocio y emprende otra actividad que sí sea negocio; que, en consecuencia, si el transporte público urbano había dejado de ser negocio, sugería que los transportistas devolvieran concesiones y permisos, que se negociaría una indemnización justa, que les compraba sus activos (camiones, talleres y demás instalaciones) y se responsabilizaba de los derechos laborales de los trabajadores. Si la actividad no es negocio, concluyó, nadie los obliga a seguir en él. Esa tarde me sentí orgullo del poder del Estado. Es un ejemplo, pero toda regeneración comienza de un modo ejemplar y desde arriba. En su sentido clásico, es decir en su sentido moderno, la República nace en oposición a la monarquía. El primero de sus objetivos fue la erradicación de los privilegios. Éste fue el móvil inequívoco de la insurgencia de 1810, de la Reforma liberal, de la Revolución y de las exigencias democráticas del siglo XX. Por eso creo que la regeneración de la vida pública tendría un buen comienzo con una sucesión de buenos ejemplos de los servidores de la República.
miércoles, 4 de marzo de 2009
La docena tragicómica
Hace doce años, en la euforia civil de las elecciones internas para elegir a su candidato a gobernador, el número de militantes del PAN rondaba los dos mil miembros activos. Ya era un buen número. Muchos de ellos, a los que podemos contar por centenas, se acercaron al PAN impulsados por dos movimientos telúricos, uno trepidante y otro ondulante, ambos de intensidad destructiva: el primero, la valerosa campaña presidencial de Manuel J. Clouthier en 1988; el segundo, los efectos ondulatorios de la crisis política de 1994 (levantamiento armado en Chiapas, asesinatos de Colosio y Ruiz Massieu, escándalos de la familia presidencial) y la crisis económica de 1995 en adelante. Dos sexenios después, en este crítico 2009, el número de miembros activos del PAN en Querétaro es de alrededor de ocho mil y el de adherentes se calcula en 26 mil. Cumplidos los trámites internos de plena aceptación, en poco tiempo el PAN albergará a más de treinta mil militantes, dependiendo de los resultados electorales del próximo cinco de julio. ¡Treinta mil solicitantes de empleo público! El PAN ha crecido en el poder, desde el poder y para el poder; pero la calidad política del partido no ha corrido, ni mucho menos, al parejo del crecimiento numérico. Esta desproporción entre cantidad y calidad condena al partido al clientelismo (deciden la clientela, no la autonomía política de los militantes; deciden los intereses particulares, no los objetivos públicos; deciden las masas, no los individuos responsables). El clientelismo, ese vicio histórico de la política mexicana desde la invención del PRI en 1929 (hace ya ochenta años), ha trasminado sus hedores en una institución que tuvo en la dignidad de la persona el más humanista de sus valores políticos.
El problema central del PAN es el de la memoria. Así en lo federal como en lo estatal se gobierna sin significados. Los contrastes con el pasado autoritario se esfumaron en poco tiempo: honradez frente a corrupción, transparencia frente a oscuridad, agilidad frente a tortuguismo, división de poderes frente a concentración del poder, libertad de expresión frente a manipulación de los medios, sobriedad republicana frente a excesos suntuarios, sencillez democrática frente a complejidad autoritaria, claridad frente a simulación. . . Los marcos de comparación se notan apenas. Reducidos a cenizas los cotejos o contrastes históricos, el PAN carece de referentes, de símbolos, de ideas. Todavía peor: carece de ideales. Los perdió en poco tiempo; los abandonó en el camino sin ver que la práctica política es ociosa e inútil sin el respaldo de ideas claras y contundentes; los echó a la basura sin evaluar que esos ideales poseían carne, dolor, años de perseverancia electoral, discursos bordados en el alma de la sencillez, la civilidad, la razón común y la participación desinteresada. Sin memoria no hay futuro. Y el PAN ha dilapidado, en apenas dos sexenios, el enorme caudal de recuerdos honorables de su pasado democrático. El poder los vence y los convence. Las palabras de los panistas no dicen nada; los discursos son huecos, desprovistos de vínculos con sentimientos y aspiraciones reales; sus informes, repletos de millones como los de siempre, carecen de significados sociales; y las acciones, casi todas al borde del abismo que conduce al cielo, se llevan a cabo sin contactos con la tierra, sin radares que ubiquen el plan de vuelo, la velocidad, la posición que guardan frente a la pista de aterrizaje. En general, los gobiernos del PAN son gobiernos de anuncios publicitarios. Han hecho de la repetición de estribillos no un recurso sino un sistema de gobierno, a un costo altísimo, así porque los comerciales le cuestan a toda la sociedad, así porque la política ha sido encapsulada en anuncios radiofónicos que rallan en la imbecilidad creativa.
No hay en las palabras del panismo gobernante eso que en buen español se llama “emoción democrática”. En las vísperas de sus contiendas internas, unos y otros se atacan con furia desenfrenada, nada que ver con la generosidad de su patria ordenada; la vileza de sus guerras internas no es el agua sucia que caracteriza a cualquier lucha por el poder, sino estiércol cuyo hedor asciende hasta su cielo y ensucia a la familia, enloda a los hijos y pudre con su pus maligna todo lo que toca. Ecce tibi qui rex populi. He aquí al PAN que quería gobernar al pueblo. He aquí a los católicos panistas: buenos hermanos y mejores hijos, estudiantes de excelencia y devotos precoces de la fama. El estiércol que lanzan desde las sombras contra sí mismos no es pasión política sino política pasional. Durante décadas miles y millones votaron por el PAN aduciendo que sus miembros eran católicos; es decir, gente honrada y de bien. Probado está, sin embargo, que la virtud privada suele degenerar en vicio público. El poder iguala. Creyentes y no creyentes son igualmente susceptibles del poder corruptor, pero también está probado que hay unos más susceptibles de ser corrompidos, lo cual depende más de valores políticos y civiles antes que de creencias religiosas, y de reglas de responsabilidad pública antes que de conciencia moral. El abandono panista de los valores de civismo y democracia es la peor de sus derrotas: sencillamente ya no es posible distinguirlos de los demás. Con la exclusión de los viejos militantes, el PAN excluyó también un pedazo de memoria viva. Han olvidado el móvil fundamental de su origen y desarrollo histórico: la democracia. Han dejado de lado, como se comprueba con sus acciones y discursos, la confianza en los ciudadanos. Éstos, en sabia reciprocidad, también han perdido la confianza en sus representantes. En este punto es posible encontrar la ausencia de significados políticos en el discurso del PAN y el desvanecimiento de los contrastes. Si después de dos sexenios panistas la mayoría de los ciudadanos expresa que da lo mismo, que son iguales unos y otros, el PAN es el partido perdedor, no importa que gane las siguientes elecciones.
“En 1995 supe –me dijo un empresario panista el año 2001 después que desde la tribuna del Senado fustigó, con más rencor que inteligencia, al régimen del pasado– que era mi deber participar en política y aportar mi granito de arena para dignificar la vida de este maravilloso país. Yo entré al PAN y a la política –agregó con una sinceridad admirable– movido por el coraje, por odio al PRI”. Me simpatizó el empresario-político. Unas semanas después, un alto funcionario de gobernación –mejor abogado que funcionario– me chismeó: “Es yunque, es un incendiario, y tiene de empresario lo que yo tengo de guapura”. Y era cierto, el funcionario de gobernación era francamente feo, aunque contara chistes de curas como nadie. El empresario-político es ahora diputado federal; luego podrá ser funcionario administrativo, y luego otra vez senador. En realidad antes fue gerente de una de las empresas de su padre, todas quebradas por la crisis de 1995, y ahora sé de buena fuente –contar chismes no es contar mentiras, sino contar verdades de mala fe– que, como por arte de magia, las dichas empresas han prosperado milagrosamente. Y como bien remata un viejo chiste subido de tono –impublicable por grosero–, parece que al político-empresario-político ya se le acabó el rencor. No estamos ante un caso aislado. Por desgracia es representativo del panismo que predomina en el poder.
Conozco a jóvenes panistas talentosos, algunos con doctorado en alguna disciplina humanista. Da pena escucharlos. Recitan como loros algunas frases aisladas de pensadores políticos que están de moda en los centros académicos: Habermas, Ferrajoli, Foucault. . . ¡Tres enemigos de la sociedad abierta! Sería más útil y práctico que aprendieran de memoria la historia de su partido y las ideas políticas acumuladas durante décadas. Quizá se restauraría el orgullo genuino, la sensatez civil, la inteligencia creadora.
domingo, 1 de marzo de 2009
Una señora muy aseñorada
Antes de 1824 en México no se conocía la palabra “federación”. No existía en el lenguaje político y menos en el habla de eso que José María Luis Mora llamaba, descontados los españoles y los indios, “la gran masa de mexicanos” o el pueblo llano o los paisanos. La Federación bien podía ser la Señora Esposa del Señor Federal. Lograda la Independencia y derrocado el imperio de Iturbide, los defensores de la República se dividieron en centralistas y federalistas. Fray Servando Teresa de Mier y Carlos María de Bustamante, alumnos distinguidos del liberalismo de Cádiz y de los pensadores ilustrados franceses, defendieron la formación de una República unitaria con “un fuerte poder ejecutivo central”. Uno de los argumentos federalistas, más de opinión pública que de organización política del nuevo estado, argüía que de las provincias exigían una República federal, que tal era la voluntad general (el fantasma de Rousseau ha penetrado el pensamiento político en México) que debían representar los diputados del Constituyente de 1823. Teresa de Mier replicaba: “¿Cómo han de querer los pueblos lo que no conocen?”: Nihil volitum quid prae cognitum. “Llámense cien hombres –alega fray Servando–, no digo de los campos, ni de los pueblos donde apenas hay quien sepa leer, ni que existen siquiera en el mundo angloamericano, de México mismo, de esas galerías háganse bajar cien hombres, pregúnteseles qué casta de animal es república federada, y doy mi pescuezo si no responden treinta mil desatinos. ¡Y esa es la pretendida voluntad general!”. Teresa de Mier y Bustamante fueron derrotados tanto en su pretensión de rebautizar al país con el nombre “Anáhuac” como su propuesta de una república central. El liberal y partidario de la república federal Lorenzo de Zavala le da en parte la razón a fray Servando. Reconoce que el nombre mismo de “federación” era nuevo para muchos de los constituyentes; que no tenían ni podían tener ideas sobre una forma de gobierno de la que no se habían ocupado los libros políticos franceses y españoles que circulaban en México. “El acta constitutiva –celebra Lorenzo de Zavala en “Los albores de la República”– fue recibida con entusiasmo por los que en los nuevos estados representaban la opinión pública”. Frente al realismo de fray Servando y de los conservadores, estaban en plena ebullición los ideales que desde entonces están en la mesa de los contrastes nacionales: en las ideas y en la constitución somos un país y en la realidad el país es otro. Sin embargo, el tiempo le fue quitando la razón a Teresa de Mier, así fuera por el hecho de que los liberales tenían, con el federalismo, un proyecto de Estado liberal más cercano a la modernidad que el de los conservadores. Pero que el tiempo le quitara la razón a fray Servando fue relativo, pues su argumento acabó siendo una profecía maligna.
Del mismo modo que la federación fue impuesta del centro a la periferia (a diferencia del sistema federal norteamericano), la cultura federalista echó raíces en la conciencia de los mexicanos: la pertenencia a un estado de la república borró las viejas adscripciones virreinales y se convirtió en un punto de referencia, a veces combinado con la pertenencia a una región. Los mexicanos albergamos sin problemas una triple pertenencia: a México, al estado y a la región. Así, el norteño se considera norteño pero invariablemente define su pertenencia a un estado; el mexicano de la Huasteca siente orgullo de ser huasteco pero antes es de San Luis Potosí o de Tamaulipas o de Veracruz. En todos los casos, la pertenencia estatal es más fuerte que la regional, pero también en todos los casos la pertenencia nacional no está fuera de duda. La división política se superpuso a la geografía. Pero junto a esta realidad cultural que se arraigó desde la primera constitución federal (1824), hemos tenido otras realidades también culturales que no se han podido desarraigar: “la provincia” es el término con que se designa a los 31 estados de la federación. Y, con la provincia, los adjetivos denigratorios de lo provinciano y los provincianos. Ni siquiera la expresión “el interior de la república” logra borrar la profunda raíz centralista que heredamos de la Colonia. Por eso mismo, tampoco se han borrado del todo los agravios que los “provincianos” manifiestan contra los capitalinos, los odiados chilangos, por su actitud sabionda, ruidosa y prepotente.