El escritor Robert Louis Stevenson (La isla del tesoro, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, El club de los suicidas, La flecha negra, El diablo de la botella) defendía la idea de que la literatura es sólo una sombra de la buena conversación. Explicaba que el habla es fluida, intuitiva, está en progreso y búsqueda constantes; las palabras escritas, en cambio, son fijas, se convierten en ídolos incluso para el escritor, fundan pétreos dogmatismos y preservan moscas evidentes de error junto al ámbar de la verdad. Si los libros son sombras del habla, la humanidad es entonces una gran sombra desperdigada en miles o millones de pequeños claros en medio de una tremenda oscuridad. Sombras oscuras, pardas, grisáceas, azulosas, negruzcas, deslumbrantes, cegadoras. . . Un buen libro suele ser producto de una buena sombra; a su vez, esa sombra inventa y lanza por el mundo miles de realidades habladas, de charlas amables o altisonantes, de historias que se cuentan y chisporrotean recuerdos visuales y auditivos, memoria adherida a una piel que habla y hace hablar a los otros. El arte de conversar proyecta sus sombras gracias a los libros, con sus luces oscuras, con su potencial imaginario, con sus voces de ultratumba. La verdadera corrupción humana son las palabras olvidadas, decía Canetti, que quería escucharlo y describirlo todo. Era su conjuro contra la muerte. En un Apunte dice que entre libros se camina con muletas, y que la única fe que le queda de la Biblia es la fe en las palabras.
Hace cien años nació un hablador genial. De no haber sido porque tenía necesidad de dormir, habría hablado de modo ininterrumpido durante su larga vida. Sir Isaiah Berlin (Riga, Letonia, 6 de junio de 1909), el pensador-hablador político más importante e influyente del siglo XX, escribió poco. Disfrutaba, por encima del amargo vino del solitario, charlar, conversar, pensar hablando, hablar pensando. Era una tarabilla interminable de ideas, recuerdos, chismes, ironías, intrigas, dramas, rencores, reconciliaciones, ocurrencias. . . Era un memorioso genial. Vivió y habló de memoria. Antes de iniciar una charla, parecía una tabla rasa, una hoja en blanco, la parsimonia encarnada. Iniciada la conversación, un torrente de alfileres puntillosos fluía como fluye un río caudaloso que anega sus cauces y los desborda. De él dijo Brodsky que, cuando hablaba, “aspiraba a la velocidad de la luz”. Tendríamos pocos libros de Berlin de no haber sido porque Henry Hardy, su amigo cercano y editor atento, se encargó de grabar y anotar un buen número de sus conversaciones amistosas, sus conferencias académicas, sus charlas radiofónicas, y de reunir, de entre un montón de papeles y apuntes, la materia prima de lo que luego serían sus libros más importantes. Con motivo del centenario del nacimiento de Berlin, Hardy ha editado una galería bien seleccionada de amigos, recuerdos e ideas: The book of Isaiah. Personal impressions of Isaiah Berlin, una sombra nítida del arte de conversar. Berlin fue un escrupuloso historiador de las ideas. Creía en el poder de ellas y desenterró las raíces del romanticismo político. Combatió la glorificación del espíritu solitario, de la angustia y de la utilidad del dolor interior. Él mismo fue sinónimo de ingenio, ironía y placer. Como pocos, disfrutó el placer de pensar. Para eso había que ser sociable: detestaba pensar solo. Lo consideraba una monstruosidad. Berlin encontró la medida de su personalidad en el ambiente británico de tolerancia y libertad. Allí descubrió que ese ambiente es singularmente inglés. No inventó el pluralismo, pero lo enriqueció con ideas y lo tradujo al mundo. Michael Iganatieff, intelectual y político canadiense, recuerda una de sus frases favoritas: “El fin justifica los modos”. Cuando estuvo en México en 1946, Berlin se horrorizó de los mexicanos: sombríos, oscuros, sangrientos. Profetizó que los mexicanos estábamos incapacitados para la democracia. En su niñez aprendió a valorar el carácter por encima de la inteligencia, la vitalidad por encima del refinamiento y la sustancia moral por encima de la habilidad verbal. En Oxford conoció y habló con los grandes de la época: Russell, Moore, Wittgenstein, Ayer.
Berlin era un Paganini de las palabras, un virtuoso de la asociación libre que, en apariencia desenfrenada, era fina y disciplinada. Era claro y claridoso: luego de una conferencia de Unamuno dijo que eran puras bobadas, pero en cambio disfrutaba la brusquedad de Gertrude Stein. De la moral de Tolstoi dijo que era repugnante. Así eran sus polémicas: “No se trataba de educados juegos de esgrima”, decía, “sino de duelos verbales a muerte”. Con su concepto de libertad negativa destrozó los determinismos históricos y convirtió en polvo parduzco las doctrinas de Rousseau, de Hegel, de Marx. Por si fuera poco, una leyenda lo acompañó durante cincuenta años: se le acusó de detonar la Guerra Fría la tarde que visitó en San Petesburgo a Anna Ajmátova, la poeta que vivió los horrores del estalinismo y vivió para perdonarlos. The book of Isaiah es una charla entre amigos que Hardy comparte con los amigos de los amigos y con los acompañantes de quienes no fueron invitados al banquete. Personajes, ideas, recuerdos. La libertad no es un bono o un accesorio. Cada cosa es lo que es: la libertad es libertad, no igualdad ni justicia; no es cultura ni felicidad, no es tranquilidad. De los escritores rusos Herzen y Turguéniev aprendió el amor por las ideas y el sentido que ellas tienen para esclavizar a los hombres, tanto como la naturaleza o las instituciones. Al final de su vida (vivió 88 años), habiendo acumulado tantos duelos verbales a muerte, Berlin había hecho con sus rencores lo mismo que aquel mafioso siciliano a quien en su lecho de muerte el cura le pidió que perdonara a sus enemigos. El mafioso respondió: “Padre, no tengo enemigos, los he matados a todos”.
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