miércoles, 1 de julio de 2009

Democracia de víctimas


De Estados Unidos copiamos, casi siempre mal, muchas de sus costumbres, sus modos compulsivos de consumo, sus decadentes modelos educativos y algunas creencias e instituciones culturales que allá están en crisis y aquí las tenemos como valores indiscutibles. Calcar el estilo de vida norteamericano no es nuevo: está en el origen mismo de nuestro primer debate político como Estado independiente. Los partidarios del federalismo de 1823 calcaron de la Constitución de Estados Unidos el sistema federativo y reprodujeron su estructura y esquema en la Constitución de 1824. En el peor sentido del término, somos copiones, con las faltas de ortografía incluidas; no imitamos actitudes, trasplantamos conductas; no emulamos costumbres, las hacemos leyes e instituciones; no discernimos sobre prácticas y virtudes políticas, las transcribimos como formas modales de comportamiento. En su mayor parte, el mimetismo resulta monstruoso. Y llegamos, además, retrasados. Ahora que en Estados Unidos la educación por competencias está en su peor crisis, aquí la hemos encumbrado como el dogma oficial educativo; si allá la desobediencia civil tiene una experiencia democrática de ciento cincuenta años, aquí, en nombre de una resistencia civil adulterada, se cierran calles, se toman tribunas, se bloquean carreteras o se mandan al diablo a las instituciones; si allá las minorías se expresan libremente en las plazas, aquí les damos curules y financiamiento público. También hemos trasladado, sin más, sus actuales defectos públicos. De los vicios más visibles de la democracia norteamericana hemos hecho un facsímil del que nos sentimos orgullosos. Esos defectos y vicios tienen su origen en el declive de la autonomía de los individuos. Si un sentido político tiene una democracia es que el individuo reclama para sí el derecho de ser responsable de su propia suerte. Sólo en los regímenes absolutos y en los estados totalitarios el individuo carece del más humano de los derechos humanos: el derecho al azar. El Estado-Partido le negaba al individuo ese derecho y le robaba su dignidad; las elecciones eran siempre una mascarada, una manera de verificar que la totalidad estaba funcionando a la perfección, mecánica y automáticamente. Con las democracias modernas aparece el victimismo y la tendencia social a la victimización, que es una renuncia a la autonomía personal (del mismo modo que la proclamación del voto blanco o nulo es una renuncia a la inteligencia). Formar parte de un grupo de víctimas equivale a renunciar a la responsabilidad del propio destino y a buscar la responsabilidad ajena. Lo que distingue a la víctima es que carece de responsabilidades. En su mayor parte, los miembros de la sociedad estadounidense aspiran a la calidad de víctimas; exigen ser resarcidos, reivindicados, restituidos, enaltecidos. La víctima tiene derecho a quejarse de todo y de todos, y los demás tenemos la obligación de mirarla con admiración y de sumarnos al coro exultante. Es lo políticamente correcto. La víctima asume el derecho de recibir reparaciones especiales, exigir indemnizaciones perennes, entablar juicios contra las empresas que producen licores o contra las que fabrican cigarros, demandar al municipio que pague la descompostura del vehículo que cayó en un hoyanco o que cubra los gastos médicos por la fractura de una pierna por causa de una banqueta desnivelada. La compasión por la víctima suplanta la idea y la acción de la justicia. Es más cómodo y fácil ser una víctima que tener el valor civil de exigir justicia, valiéndose de los propios medios –escasos pero valerosos– y asumiendo los riesgos y las consecuencias de la jurisdicción aplicable a todos. Quien ha sido perjudicado tiene derecho a una compensación, pero es más rentable –en dinero y en reconocimiento social– representar el papel de víctima que el de participar en la edificación de una democracia cuya sombra nos cubra a todos. En muchos sentidos, la democracia norteamericana es una industria multinacional de víctimas y el país que ocupa el primer lugar en exportar derechos de minorías. De esa cultura de multitud de víctimas nos vienen algunas de las perversiones de nuestra democracia representativa y la mayor parte de los vicios públicos que hoy padecemos en México. Como siempre, plagiamos ideas y costumbres de modo indiscriminado, sin adaptar, sin discutir, sin abonar la propia tierra, sin humedecer el suelo desertificado de nuestros propios defectos. El respeto a la ley, por ejemplo, una costumbre democrática que encontramos en el nacimiento de Estados Unidos, no lo hemos podido traer a nuestra cultura política. Padecemos el vicio de la perfección. La idiotez de lo perfecto, diría el escritor Jesús Silva-Hérzog Márquez. Aspiramos a la perfección; nos gustan las leyes perfectas, los grandes ideales, los objetivos grandilocuentes, las causas tremendas, las soluciones definitivas. Nos gustan las leyes que lo regulan todo y lo regulan bien, pero somos incapaces, empezando por los gobernantes, de cumplir los reglamentos más elementales de la convivencia inmediata. Con tantas malas costumbres que calcamos de Estados Unidos, no reproducimos la costumbre de respetar las leyes. En un discurso de Benjamín Franklin del 17 de septiembre de 1787, luego que concluyeron los debates de la Constitución de Estados Unidos, expresó que, habiendo sido él un crítico implacable del documento aprobado, dudaba de que se hubiera podido tener una Constitución mejor; que los miembros constituyentes, seres humanos con prejuicios, pasiones y opiniones erróneas, con sus locales intereses y sus miradas egoístas, no se podía esperar de semejante asamblea una Carta Magna mejor, y convocó a los constituyentes –él por delante– a salir a la calle a difundirla, defenderla y cumplirla, pues era la obra imperfecta discutida y aprobada por un puñado de hombres nacidos de un tronco torcido.

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