La revista italiana L’Espresso publicó en su edición de ayer un artículo del escritor Umberto Eco titulado Il nemico della stampa (El enemigo de la prensa), que es como uno de esos gritos con que alguien apacigua una alharaca babélica. De ahí su contundencia: “El problema de Italia no es Berlusconi sino la enferma sociedad italiana que permite a una persona acumular tanto poder”. La reflexión de Eco, un baldazo de agua helada en la espalda de una sociedad trasminada de negación y autoengaño, es un traje a la medida de la sociedad italiana; sin negar las diferencias entre una sociedad y otra, el traje no le va mal a la sociedad mexicana, en estos días en que la distribución de culpas, ese ancestral vicio cultural mexicano, se ha acentuado por la adversidad económica, los escándalos de corrupción, la creciente inseguridad y la desilusión política. Sobre todo en tiempos críticos, la culpa la tienen siempre los otros. No se nos da la autocrítica. En los partidos perdedores del pasado cinco de julio se levantaron al instante los gritos que exigen la horca de los líderes, no la reflexión crítica acerca de las causas de la derrota; en algún escondrijo de nuestra conciencia anida el virus del caudillismo: la culpa la tiene el líder, nunca los que lo encumbran y endiosan y le rinden culto. El hecho es que la instantánea renuncia de Germán Martínez al liderazgo panista corre el riesgo de deshilvanar la autocrítica del partido, más si los militantes creen que la mera sustitución del líder resuelve los defectos y cura las heridas. Es cierto que Germán Martínez se responsabilizó de la catástrofe electoral panista. Su decisión es honorable en una sociedad en que casi nadie tiene el valor de asumir una culpa o una responsabilidad. Pero asumir “toda” la responsabilidad equivale a no asumir ninguna. Su renuncia, pues, sólo debe interpretarse como una invitación a la imparcialidad de la crítica interna, no como la firma que cierra la instrucción del caso. En contraste, en el Partido de la Revolución Democrática el líder nacional, también al instante, tendió un puente para el diálogo cupular, invitación atendida por la gobernadora de Zacatecas Amalia García y por el gobernador de Michoacán Leonel Godoy, pero desatendida (o despreciada) por Andrés Manuel López Obrador, caudillo de Iztapalapa. El PRD es un repartidero de culpas. Sus taras ideológicas y su incapacidad autocrítica lo tienen en la lona. Ya sólo falta que culpen al modelo económico de su debacle electoral.
Un importante psicólogo norteamericano de cuyo nombre no puedo acordarme decía que la más importante y útil de las virtudes humanas es el autoengaño. La aseveración no es verdadera, pero es, aun parcialmente, certera; sin embargo, también se puede enunciar que la reflexión y la búsqueda de la verdad poseen un potencial curativo que no tienen la mentira o el autoengaño. El conocimiento de uno mismo nos puede hacer más libres o más esclavos, dependiendo de lo que se quiere saber, de la oportunidad de la reflexión interior y del tiempo que destinamos a descubrir lo que somos. El análisis de uno mismo tiene sus límites y también los tiene la memoria. Sin una mirada crítica al pasado se camina a ciegas, a tropezones; pero abandonados al pasado simplemente no se camina. La memoria, en efecto, sirve para olvidar. Este enunciado demuestra que el pequeño espacio que el olvido es incapaz de borrar sirve para recordar lo que verdaderamente importa, aquello sin lo cual cada paso en el camino es un acto suicida. Es inaceptable el postulado pragmático de que es válido mentir si con la mentira se aumenta la felicidad propia y la de muchos, pues a fin de cuentas nadie puede escapar de la responsabilidad. En una entrevista en la BBC londinense de principios de 1978 el pensador Isaiah Berlin respondía, a propósito de la crisis de la filosofía, que a la gente no le gusta que se le analice en demasía, que se pongan al descubierto sus raíces, en parte porque la necesidad misma de la acción impide el escrutinio y en otra porque resulta inhibitorio y paralizante. Cuando una persona se encuentra en una disyuntiva se pone nervioso, cierra los ojos e intenta pasar la responsabilidad a una espalda más ancha: al Estado, a la Iglesia, a la clase social. Muchísimas preguntas irritan a la gente y suscitan resistencias. El problema es que un día, inesperadamente, llegan esos momentos críticos de la existencia colectiva en que la negación y el autoengaño son cualquier cosa, menos virtudes, pues sólo retrasan el remedio de los males. La libertad no nos hace más felices sino más responsables. Y lo somos del funcionamiento de un gobierno y de las decisiones de los gobernantes. Por más que a los mexicanos no nos agrade la ardua y dolorosa tarea de escudriñar en nuestros sentimientos y actitudes, ello no nos exculpa de responder de sus consecuencias ante los demás. Si la responsabilidad es ineludible en el ámbito privado, lo es más en el ámbito público. Las instituciones democráticas lo son principalmente porque rinden cuentas. La reflexión y la autocrítica que deben llevar a cabo los partidos después de unas elecciones, no ha de ser un mero ritual estatutario sino un verdadero y civilizado ajuste de cuentas con el pasado inmediato, con la guía luminosa del pasado original o constitutivo. Esta obligación nos compete a todos, pero los partidos, que son los protagonistas principales de la lucha por el poder, son doblemente responsables de analizar lo ocurrido, tanto si se ha ganado o se ha perdido. Los triunfadores cometen un grave error si se apoltronan en el dulce sabor de la victoria. En la vida personal y también en la política el triunfo suele ser engañoso, así sea porque, en general, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. El voto de castigo es tan alto como el voto positivo y el partido ganador debe pensarse de un modo tan crítico como si hubiera perdido. La autocrítica es el único método conocido hasta hoy que ofrece enseñanzas, no el auto engaño, no la mentira. La auto complacencia nunca ha sido buena consejera y no ha sido útil para trascender errores y mejorar actitudes y conductas. En una democracia zigzagueante como la nuestra, el mejoramiento sólo puede ser juzgado con criterios democráticos. Repartir culpas es fácil, cualquiera lo puede hacer; mirar detenidamente los yerros, escudriñar los vicios y deslindar responsabilidades es una tarea difícil, compleja; lo peor es evadir la auto crítica en nombre de la unidad del partido o de intereses de corto plazo, pues sólo se está posponiendo una tarea que, más temprano que tarde, resultará más costosa que los arrebatos del presente. De poco sirve juzgar la política palomeando aciertos, exaltando méritos. El genuino progreso político se basa en la búsqueda crítica del error, no en la complacencia del acierto. Concedo que he dicho puras simplezas, naderías del sentido común. Lo non ci sto. Creo, sin embargo, que siempre hay que tenerlas en la mesa y a la mano. Son los puntos de partida.
Umberto Eco advierte en la sociedad enferma de Italia un ambiente parecido al que precedió a la llegada de Mussolini al poder. Hay que tomarlo en serio, muy en serio. Acuña una expresión afortunada para explicar el arribo del fascismo: la indulgencia liberal. La tradición liberal mexicana también ha sido indulgente con las decisiones de los partidos en el Congreso. Una indulgencia imperdonable fue la reforma al artículo 41 de la Constitución que prohíbe las expresiones que denigren a las instituciones y a los partidos o que calumnian a las personas. Los partidos huyeron por la puerta falsa: prohibir es fácil; reducir el ejercicio de una libertad es simple, basta un decreto; lo difícil es sortear las dificultades propias del ejercicio de la libertad, y movernos en esas dificultades de manera democrática y civilizada. La indulgencia liberal puede ser de poca monta, apenas advertida, pero no es exagerado temer que una indulgencia excesiva invoque a los demonios del poder autoritario.
Un importante psicólogo norteamericano de cuyo nombre no puedo acordarme decía que la más importante y útil de las virtudes humanas es el autoengaño. La aseveración no es verdadera, pero es, aun parcialmente, certera; sin embargo, también se puede enunciar que la reflexión y la búsqueda de la verdad poseen un potencial curativo que no tienen la mentira o el autoengaño. El conocimiento de uno mismo nos puede hacer más libres o más esclavos, dependiendo de lo que se quiere saber, de la oportunidad de la reflexión interior y del tiempo que destinamos a descubrir lo que somos. El análisis de uno mismo tiene sus límites y también los tiene la memoria. Sin una mirada crítica al pasado se camina a ciegas, a tropezones; pero abandonados al pasado simplemente no se camina. La memoria, en efecto, sirve para olvidar. Este enunciado demuestra que el pequeño espacio que el olvido es incapaz de borrar sirve para recordar lo que verdaderamente importa, aquello sin lo cual cada paso en el camino es un acto suicida. Es inaceptable el postulado pragmático de que es válido mentir si con la mentira se aumenta la felicidad propia y la de muchos, pues a fin de cuentas nadie puede escapar de la responsabilidad. En una entrevista en la BBC londinense de principios de 1978 el pensador Isaiah Berlin respondía, a propósito de la crisis de la filosofía, que a la gente no le gusta que se le analice en demasía, que se pongan al descubierto sus raíces, en parte porque la necesidad misma de la acción impide el escrutinio y en otra porque resulta inhibitorio y paralizante. Cuando una persona se encuentra en una disyuntiva se pone nervioso, cierra los ojos e intenta pasar la responsabilidad a una espalda más ancha: al Estado, a la Iglesia, a la clase social. Muchísimas preguntas irritan a la gente y suscitan resistencias. El problema es que un día, inesperadamente, llegan esos momentos críticos de la existencia colectiva en que la negación y el autoengaño son cualquier cosa, menos virtudes, pues sólo retrasan el remedio de los males. La libertad no nos hace más felices sino más responsables. Y lo somos del funcionamiento de un gobierno y de las decisiones de los gobernantes. Por más que a los mexicanos no nos agrade la ardua y dolorosa tarea de escudriñar en nuestros sentimientos y actitudes, ello no nos exculpa de responder de sus consecuencias ante los demás. Si la responsabilidad es ineludible en el ámbito privado, lo es más en el ámbito público. Las instituciones democráticas lo son principalmente porque rinden cuentas. La reflexión y la autocrítica que deben llevar a cabo los partidos después de unas elecciones, no ha de ser un mero ritual estatutario sino un verdadero y civilizado ajuste de cuentas con el pasado inmediato, con la guía luminosa del pasado original o constitutivo. Esta obligación nos compete a todos, pero los partidos, que son los protagonistas principales de la lucha por el poder, son doblemente responsables de analizar lo ocurrido, tanto si se ha ganado o se ha perdido. Los triunfadores cometen un grave error si se apoltronan en el dulce sabor de la victoria. En la vida personal y también en la política el triunfo suele ser engañoso, así sea porque, en general, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. El voto de castigo es tan alto como el voto positivo y el partido ganador debe pensarse de un modo tan crítico como si hubiera perdido. La autocrítica es el único método conocido hasta hoy que ofrece enseñanzas, no el auto engaño, no la mentira. La auto complacencia nunca ha sido buena consejera y no ha sido útil para trascender errores y mejorar actitudes y conductas. En una democracia zigzagueante como la nuestra, el mejoramiento sólo puede ser juzgado con criterios democráticos. Repartir culpas es fácil, cualquiera lo puede hacer; mirar detenidamente los yerros, escudriñar los vicios y deslindar responsabilidades es una tarea difícil, compleja; lo peor es evadir la auto crítica en nombre de la unidad del partido o de intereses de corto plazo, pues sólo se está posponiendo una tarea que, más temprano que tarde, resultará más costosa que los arrebatos del presente. De poco sirve juzgar la política palomeando aciertos, exaltando méritos. El genuino progreso político se basa en la búsqueda crítica del error, no en la complacencia del acierto. Concedo que he dicho puras simplezas, naderías del sentido común. Lo non ci sto. Creo, sin embargo, que siempre hay que tenerlas en la mesa y a la mano. Son los puntos de partida.
Umberto Eco advierte en la sociedad enferma de Italia un ambiente parecido al que precedió a la llegada de Mussolini al poder. Hay que tomarlo en serio, muy en serio. Acuña una expresión afortunada para explicar el arribo del fascismo: la indulgencia liberal. La tradición liberal mexicana también ha sido indulgente con las decisiones de los partidos en el Congreso. Una indulgencia imperdonable fue la reforma al artículo 41 de la Constitución que prohíbe las expresiones que denigren a las instituciones y a los partidos o que calumnian a las personas. Los partidos huyeron por la puerta falsa: prohibir es fácil; reducir el ejercicio de una libertad es simple, basta un decreto; lo difícil es sortear las dificultades propias del ejercicio de la libertad, y movernos en esas dificultades de manera democrática y civilizada. La indulgencia liberal puede ser de poca monta, apenas advertida, pero no es exagerado temer que una indulgencia excesiva invoque a los demonios del poder autoritario.
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