Sir Winston Churchill
Winston Churchill escribe en uno de sus ensayos que puede cada quien tener la opinión que quiera sobre el gobierno democrático, pero que es indispensable para quien lo ejerce tener experiencia práctica en sus desaliñados y rudos fundamentos. Agrega que ninguna parte de la educación de un político es más indispensable que la lucha electoral. Participar en una campaña política, dice, es “sentir la Constitución formándose en un proceso primario”. El ensayo lo escribió Churchill en su madurez, un día cualquiera durante la larga travesía de su envejecimiento. El mundo ha cambiado mucho desde entonces, y de cualquier modo la lucha política en el Reino Unido no se parece a la de México, ni antes ni ahora. Pero una verdad sencilla, medieval por sus cuatro costados, permanece vigorosa: la práctica hace al maestro. La entrada a la política es, para Churchill, una campaña electoral. La sugerencia ha de ser tomada, entre nosotros, con extrema cautela, pues los políticos británicos de la época de sir Winston eran, en general, hombres previamente curtidos en los sudores agobiantes de los libros. El mismo Churchill fue un escritor de primera línea: en 1953 ganó el premio Nobel de Literatura. Junto o detrás de él, muchos miembros de los comunes y los lores fueron escritores de gran tamaño. Tomemos pues con reserva la recomendación. Es cierto, la lucha política se piensa y se planea, pero ha de vivirse en la calle y entre la gente. En cierta ocasión Chesterton acompañó a un amigo en su campaña por un lugar en la Cámara de los Comunes. Conociendo las dotes oratorias y argumentativas del autor de El hombre que fue jueves, el candidato invitó al escritor a que le ayudase a convencer a los electores de su distrito. El caso es que Chesterton perdió todo el día discutiendo con un elector acerca de los grandes problemas humanos: libertad, justicia, razón, fe, humildad, vida eterna,. . . Al final del día, Chesterton convenció al ciudadano de ciertas verdades fundamentales de la existencia humana, pero no de votar por su amigo. En México José Vasconcelos lamentaba que en una campaña electoral, mientras él hablaba del renacimiento espiritual de la raza cósmica, su adversario estaba comiendo enchiladas con un nutrido grupo de albañiles. Sobra decir quién ganó las elecciones. De estos dos ejemplos podemos enunciar una verdad sencilla pero vigorosa: la lucha por el poder busca el poder, no la verdad.
Pero ¿quién piensa en la Constitución durante la disputa por las preferencias de los electores? ¿Acaso algún candidato la “siente” cuando escucha los reproches ciudadanos o cuando palpa los reclamos de justicia de tanta gente que sufre la injusticia? Si, como dice Churchill de un modo tan bello, la lucha política “es sentir la Constitución en su proceso primario”, eso sólo puede ser verdad en la civilizada Inglaterra (cada vez menos), no en México. La inglesa, lo sabemos, es una Constitución no escrita, y la experiencia de “sentirla” posee un significado que no tiene ninguna otra en el mundo. En Inglaterra “sentir la Constitución” ha de haber sido una experiencia de memoria, identidad y emoción. Entre nosotros no imagino a un candidato sintiendo la Constitución cuando cuelga su retrato en un poste o cuando fija sus frases en un anuncio espectacular. Los mexicanos no “sentimos” la Constitución porque no sentimos que sea nuestra. Y es que, la verdad, no es nuestra. No sabemos de quién es ni por qué los gobernantes le profesan tanto culto con sus alabanzas, juramentos y jaculatorias, pero en cambio le damos vuelo a la auto denigración al repetir el viejo axioma de que en este país las leyes se hicieron para violarlas, y tenemos la sospecha fundada de que los primeros en violarlas son los gobernantes, precisamente quienes tienen la doble obligación de cumplirlas y hacerlas cumplir. ¿Qué piensan y sienten los candidatos cuando saludan a una preocupada señora, cuando oyen las quejas de los decepcionados vecinos, cuando ven la pobreza, cuando palpan el polvo de la desesperanza? Si Churchill viera las campañas electorales mexicanas dudaría en afirmar que ellas son indispensables en la educación de los políticos, y de ninguna manera expresaría que en la lucha por el poder se puede sentir la constitución en su base humana y social. Al ver que los candidatos rehúyen el debate, que hablan con balbuceos ininteligibles o que las campañas se reducen al reparto impreso de quimeras, tal vez pensaría en revivir a Chesterton para que destinara un día entero a discutir con un ciudadano los problemas fundamentales del ser humano, no importa que ese ciudadano acabara votando por el candidato que reparte techumbres de asbesto o atole con el dedo. A casi veinte días de su inicio, las campañas no han logrado mover la pétrea indiferencia de los ciudadanos. Se puede argüir que el fenómeno de la apatía política es mundial y que en las democracias consolidadas el abstencionismo ronda el cincuenta por ciento; pero caer en la trampa estadística es como si una persona pobre decide trabajar menos porque se ha enterado que los ricos se toman vacaciones holgadas dos o tres veces por año. Es probable que el abstencionismo favorezca electoralmente al partido que gobierna, pero es absolutamente cierto que nos perjudica a todos. En su mayoría, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. Por eso se dice que la democracia es la única forma de gobierno que permite a los ciudadanos derrocar a los gobernantes sin derramamiento de sangre. Como sea, ni partidos ni candidatos están debatiendo los más acuciantes problemas de la sociedad, ni entre ellos ni con los ciudadanos. Es un hecho que nuestras campañas políticas no contribuyen a la educación de los políticos ni sirven para ablandar la rocosa indiferencia de los ciudadanos.
Pero ¿quién piensa en la Constitución durante la disputa por las preferencias de los electores? ¿Acaso algún candidato la “siente” cuando escucha los reproches ciudadanos o cuando palpa los reclamos de justicia de tanta gente que sufre la injusticia? Si, como dice Churchill de un modo tan bello, la lucha política “es sentir la Constitución en su proceso primario”, eso sólo puede ser verdad en la civilizada Inglaterra (cada vez menos), no en México. La inglesa, lo sabemos, es una Constitución no escrita, y la experiencia de “sentirla” posee un significado que no tiene ninguna otra en el mundo. En Inglaterra “sentir la Constitución” ha de haber sido una experiencia de memoria, identidad y emoción. Entre nosotros no imagino a un candidato sintiendo la Constitución cuando cuelga su retrato en un poste o cuando fija sus frases en un anuncio espectacular. Los mexicanos no “sentimos” la Constitución porque no sentimos que sea nuestra. Y es que, la verdad, no es nuestra. No sabemos de quién es ni por qué los gobernantes le profesan tanto culto con sus alabanzas, juramentos y jaculatorias, pero en cambio le damos vuelo a la auto denigración al repetir el viejo axioma de que en este país las leyes se hicieron para violarlas, y tenemos la sospecha fundada de que los primeros en violarlas son los gobernantes, precisamente quienes tienen la doble obligación de cumplirlas y hacerlas cumplir. ¿Qué piensan y sienten los candidatos cuando saludan a una preocupada señora, cuando oyen las quejas de los decepcionados vecinos, cuando ven la pobreza, cuando palpan el polvo de la desesperanza? Si Churchill viera las campañas electorales mexicanas dudaría en afirmar que ellas son indispensables en la educación de los políticos, y de ninguna manera expresaría que en la lucha por el poder se puede sentir la constitución en su base humana y social. Al ver que los candidatos rehúyen el debate, que hablan con balbuceos ininteligibles o que las campañas se reducen al reparto impreso de quimeras, tal vez pensaría en revivir a Chesterton para que destinara un día entero a discutir con un ciudadano los problemas fundamentales del ser humano, no importa que ese ciudadano acabara votando por el candidato que reparte techumbres de asbesto o atole con el dedo. A casi veinte días de su inicio, las campañas no han logrado mover la pétrea indiferencia de los ciudadanos. Se puede argüir que el fenómeno de la apatía política es mundial y que en las democracias consolidadas el abstencionismo ronda el cincuenta por ciento; pero caer en la trampa estadística es como si una persona pobre decide trabajar menos porque se ha enterado que los ricos se toman vacaciones holgadas dos o tres veces por año. Es probable que el abstencionismo favorezca electoralmente al partido que gobierna, pero es absolutamente cierto que nos perjudica a todos. En su mayoría, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. Por eso se dice que la democracia es la única forma de gobierno que permite a los ciudadanos derrocar a los gobernantes sin derramamiento de sangre. Como sea, ni partidos ni candidatos están debatiendo los más acuciantes problemas de la sociedad, ni entre ellos ni con los ciudadanos. Es un hecho que nuestras campañas políticas no contribuyen a la educación de los políticos ni sirven para ablandar la rocosa indiferencia de los ciudadanos.
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