El voto libre incluye, faltaba más, el derecho de anularlo. En el debate sobre el asunto no se discute su legitimidad; no hay en la polémica fundamentos teóricos que lo falseen; no hay tampoco argumentos políticos, éticos o antropológicos que deshagan su racionalidad. El problema y los defectos del voto blanco están en otra parte, en un ámbito que pertenece a la cultura política y a la conciencia democrática. ¿Qué sabemos del régimen representativo? La cuestión hay que buscarla en esa pregunta. Hace más de veinte años el historiador Enrique Krauze nos sorprendió con su ensayo Por una democracia sin adjetivos. El ensayo y la frase misma contribuyeron a desvelar las trampas escondidas en los adjetivos utilizados en el discurso, las leyes y las decisiones del poder público mexicano durante toda su historia política, de 1821 al año 2000. La democracia sin adjetivos representó para la cultura política de los mexicanos lo que representó para el avance democrático la autonomía del IFE. Entendimos entonces las imposturas políticas de la arcaicas calificaciones dilemáticas de democracia liberal o democracia social, de democracia revolucionaria o democracia conservadora, de democracia nacionalista o democracia internacionalista, de democracia electoral o democracia participativa, de democracia como libertad o democracia como igualdad, etcétera. Esos adjetivos, qué duda cabe, no pertenecen a la democracia. Son, como explicaba Octavio Paz, sus legados, la doble herencia que recibimos de las ideologías social y liberal de doscientos años de debate y experimentación. La democracia, sin embargo, sí tiene adjetivos legítimos: democracia directa y democracia representativa. Y, entre ambas, un amplio y complejo conjunto de posibilidades y matices de lo que se ha dado en llamar formas de democracia semi-directa (plebiscito, referendo, revocación de mandato, iniciativa popular, consulta pública). La confusión, sin embargo, es poco menos que una Babel idiomática y conceptual de la que no hemos podido salir. Por ejemplo, en el concurso de aseo y conducta organizado por el IEQ el pasado lunes entre los candidatos al cargo de gobernador del estado, el candidato del Partido Convergencia, el perseverante Ramón Lorencé, expresó que la democracia representativa terminaba con el voto, y que había que pasar a la democracia participativa. Es curioso: la democracia representativa comienza precisamente con el sufragio.
El régimen democrático es necesariamente representativo. Tal es su único adjetivo legítimo. La democracia directa no existió ni en la Grecia clásica. Los intelectuales que en estos días hablan de representación como si los partidos, los diputados o los órganos legislativos fueran una extensión corporal y espiritual de los ciudadanos, no han comprendido la naturaleza y funciones de la representación política. En esta ignorancia anida el defecto demagógico de la campaña por el voto nulo o blanco. Quienquiera diga que no se siente representado por los partidos sólo ha inventado el agua tibia. Acierta, en cambio, quien argumenta ineficacia, corrupción, dilación, futilidad, dispendio. La lucha política se toma demasiadas licencias; en venganza, los medios de comunicación se toman otras tantas, a veces más dañinas que las primeras. Política y reflexión política se convierten, así, en un juego de exageraciones, en una espiral de hechos y palabras que asciende alternadamente. No tenemos, para hacer frente a la vida licenciosa de políticos y medios de comunicación, una cultura civil que les exija cuentas a unos y a otros. En nombre de la autonomía de los partidos o de la libertad de expresión se cometen verdaderas tropelías.
Las razones que se exponen para defender el voto blanco o nulo son casi todas de buena manufactura. Tienen, en cambio, el pecado original de ser formuladas en y desde el centro. Para los anulistas el país es México, sin adjetivos ni diferencias. No hay la mínima consideración a la diversidad de regiones, estados, municipios y comunidades. Para ellos la elección del próximo 5 de julio es singular, única e indivisible. Es cierto que la renovación de la cámara de diputados es de indudable trascendencia para la vida pública del país, pero no es la única; y para millones de votantes no es la más importante. El 5 de julio hay varias elecciones y muchas votaciones: cinco gobernadores, decenas de congresos locales, centenas de alcaldes, millares de regidores. Hay municipios gobernados tan atrozmente que la anulación del voto sería la ratificación del poder caciquil. Lo mismo se puede decir de los gobernadores: hay estados donde los ciudadanos, hartos de la arbitrariedad y la corrupción, quieren votar para derrocar al partido postulante. Hay comunidades enteras, en fin, en que votar es asegurar la continuidad de buenos gobiernos. Los intelectuales centralistas que pregonan la racionalidad del voto blanco no discriminan, no diferencian, no distinguen; tampoco asumen los daños que le causan a la política. No es irrelevante que algunos conductores de noticiarios nacionales declaren que su voto será en blanco, pero entonces habían de aclarar que en ese momento ofician de curas y no de periodistas. Hay millones de ciudadanos cuyo interés primordial es elegir a su presidente municipal, y sería lamentable que acudieran a las urnas a inutilizar su voluntad. Los medios de comunicación, convertidos en monasterios laicos, predican antes que informar. Destaco el hecho de que los intelectuales ejercen un privilegio exclusivo del que no son responsables. La decadencia política no se detiene anulando el voto si, a la vez, no se contribuye a fomentar la capacidad de discernimiento. El voto nulo es indiscriminado, absoluto; va contra todo y contra todos. Se diluye así la inteligencia que distingue, diferencia, compara, constata, coteja, castiga, reconoce y decide.
El régimen democrático es necesariamente representativo. Tal es su único adjetivo legítimo. La democracia directa no existió ni en la Grecia clásica. Los intelectuales que en estos días hablan de representación como si los partidos, los diputados o los órganos legislativos fueran una extensión corporal y espiritual de los ciudadanos, no han comprendido la naturaleza y funciones de la representación política. En esta ignorancia anida el defecto demagógico de la campaña por el voto nulo o blanco. Quienquiera diga que no se siente representado por los partidos sólo ha inventado el agua tibia. Acierta, en cambio, quien argumenta ineficacia, corrupción, dilación, futilidad, dispendio. La lucha política se toma demasiadas licencias; en venganza, los medios de comunicación se toman otras tantas, a veces más dañinas que las primeras. Política y reflexión política se convierten, así, en un juego de exageraciones, en una espiral de hechos y palabras que asciende alternadamente. No tenemos, para hacer frente a la vida licenciosa de políticos y medios de comunicación, una cultura civil que les exija cuentas a unos y a otros. En nombre de la autonomía de los partidos o de la libertad de expresión se cometen verdaderas tropelías.
Las razones que se exponen para defender el voto blanco o nulo son casi todas de buena manufactura. Tienen, en cambio, el pecado original de ser formuladas en y desde el centro. Para los anulistas el país es México, sin adjetivos ni diferencias. No hay la mínima consideración a la diversidad de regiones, estados, municipios y comunidades. Para ellos la elección del próximo 5 de julio es singular, única e indivisible. Es cierto que la renovación de la cámara de diputados es de indudable trascendencia para la vida pública del país, pero no es la única; y para millones de votantes no es la más importante. El 5 de julio hay varias elecciones y muchas votaciones: cinco gobernadores, decenas de congresos locales, centenas de alcaldes, millares de regidores. Hay municipios gobernados tan atrozmente que la anulación del voto sería la ratificación del poder caciquil. Lo mismo se puede decir de los gobernadores: hay estados donde los ciudadanos, hartos de la arbitrariedad y la corrupción, quieren votar para derrocar al partido postulante. Hay comunidades enteras, en fin, en que votar es asegurar la continuidad de buenos gobiernos. Los intelectuales centralistas que pregonan la racionalidad del voto blanco no discriminan, no diferencian, no distinguen; tampoco asumen los daños que le causan a la política. No es irrelevante que algunos conductores de noticiarios nacionales declaren que su voto será en blanco, pero entonces habían de aclarar que en ese momento ofician de curas y no de periodistas. Hay millones de ciudadanos cuyo interés primordial es elegir a su presidente municipal, y sería lamentable que acudieran a las urnas a inutilizar su voluntad. Los medios de comunicación, convertidos en monasterios laicos, predican antes que informar. Destaco el hecho de que los intelectuales ejercen un privilegio exclusivo del que no son responsables. La decadencia política no se detiene anulando el voto si, a la vez, no se contribuye a fomentar la capacidad de discernimiento. El voto nulo es indiscriminado, absoluto; va contra todo y contra todos. Se diluye así la inteligencia que distingue, diferencia, compara, constata, coteja, castiga, reconoce y decide.
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