Enrique Krauze, en Letras Libres de noviembre de 2007, escribió: “El pequeño y con frecuencia mezquino mundo cultural mexicano parece haber valorado finalmente la dimensión de Alejandro Rossi, el escritor a quien este año se le otorgó, con casi treinta de retraso, al Premio Villaurrutia. . .” Krauze, otro quisquilloso de la claridad intelectual, lanza su reproche de fuego contra una comunidad de idiotas que suele premiar la mediocridad, y otras tantas se hace de la vista gorda frente al talento. En uno de sus aforismos temibles, Cioran confiesa que, con la puntualidad, padecía la locura del escrúpulo, al grado de que era capaz de matar con tal de llegar a tiempo. La de Rossi no era, ni mucho menos, una locura histérica; era una pasión –a veces obsesiva– por la pulcritud y la precisión de un texto: ni una palabra de más ni una de menos; ni una coma mal puesta ni un punto huidizo; ni un adjetivo patoso ni un sustantivo insignificante; ni un tiempo pasado lapidario ni un subjuntivo eufemístico. Krauze recuerda que una vez le habló para detener el envío a la imprenta porque necesitaba corregir una coma. Rossi sabía, como Octavio Paz o como Karl Kraus, que uno de los lindes entre civilización y barbarie lo dibuja el lenguaje. Kraus, un escritor extremadamente sensible a los abusos del lenguaje, detestaba una coma mal puesta, una palabra sin sustancia, una frase desfigurada. El escritor austriaco tenía afilada la conciencia, como más tarde la tuvo Rossi, de que el habla y la escritura reflejan, como ninguna otra cosa, los peligros totalitarios que se ciñen sobre la cultura, sobre la humanidad misma. La formación original de Rossi fue la lógica simbólica y ya no abandonó el hábito de la exactitud. Sus escrúpulos ortográficos, sintácticos y semánticos no son meras envolturas de regalo o el aroma con el que se impregna una idea, un recuerdo, una anécdota, una fisura insidiosa de la vida cotidiana. Escribir bien fue su estilo. Y con ese estilo rindió tributo al pensamiento: pensar el mundo es pensarlo en la inmensidad de su excepcional pequeñez. Cualquiera puede, al fin, contemplar la caída de luz de las estrellas, maravillado de que en el mundo aún existan los misterios. Rossi pertenece a esa clase de pensadores que escaparon a la marea del lenguaje ampuloso. No vivió, como el fatalista de Diderot, entre idiotas, pues el triángulo de su travesía intelectual surcó los caminos de bosque de Heidegger, las observaciones tempestuosas de Wittgenstein y el aliento existencial de Ortega. Sus cercanos dicen que era un hombre jovial. Así se ve en las fotografías: un escéptico alegre. Degustaba el sabor de la amistad tanto como los sinsabores del pensamiento. Fue capaz de encontrar, precisamente donde nadie busca, las ideas cortadas a la medida de la página perfecta, un baldazo de sustancia contra quienes predican que el texto no significa nada. Rossi le produce asombro a Krauze; a mí me produce contentamiento. Supongo que es lo mismo: en tiempos de barbarie el contento es un asombro. Rossi se tomó seriamente “la tremenda tarea de pensar”. Detestó las explicaciones excesivas y las brumas de las crónicas complicadas. Estoy seguro de que, como Chesterton, vivió para comprobar que la puesta de sol es siempre nueva y que la última rosa es tan roja como la primera.
domingo, 14 de junio de 2009
Alejandro Rossi
En la Francia ilustrada del siglo XVIII ululaba la consigna conservadora de que los filósofos eran destructores del arte. En contra, Denis Diderot hace decir a uno de los protagonistas de Jacques el fatalista que un sabio resulta peligroso cuando vive entre idiotas; los poderosos –explica– detestan a los filósofos, porque no se arrodillan ante ellos; los magistrados los combaten y los sacerdotes no pueden verlos al pie de los altares, y los poetas, gente sin principios que tienen tontamente la filosofía por el martillo de las bellas artes, sin darse cuenta de que incluso ellos no fueron más que aduladores (Rousseau llamaba a la filosofía el “martillo de las bellas artes", y Diderot le dedica ese párrafo y el adjetivo idiota). Leía la novela de Diderot cuando me enteré de la muerte de Alejandro Rossi, uno de los pensadores más finos y transparentes de la segunda mitad del siglo XX. Fue, si se me permite la paráfrasis, un filósofo rodeado de pensadores brillantes y un destructor de las feas artes de escribir por escribir, hablar por hablar, pensar por pensar y ¿vivir por vivir? Las quisquillas gramaticales de Rossi lo elevaron, en un ambiente intelectual y académico dominado por la depredación del idioma, en algo así como el sabiondo de la clase; pero no un sabelotodo que protagoniza respuestas, no el que se sienta en la primera fila, no el que acompaña al profesor a la salida. Un ser humano más bien apacible, de sonrisa pautada, Rossi era, como decía mi madre cuando alguien refunfuñaba ante la sopa de habas, un faceto; pero las facetadas de Rossi (las pequeñas historias, las reflexiones brevísimas, las confesiones rápidas, los recuerdos) son luminosas. Mi profesor de epistemología Luis Villoro me recomendó leer, hace ya treinta años, el Manual del distraído antes de entrar a Lenguaje y significado. Al instante me sorprendió el ritmo con que se transita, con una sonrisa en el alma, de la teoría de conjuntos o la lógica matemática a la literatura y al arte. Entre las muchas vueltas y vuelcos que ha tenido la vida durante estos treinta años, en los momentos más confusos y desesperanzados (los propios y los del mundo), he regresado a Rossi en busca de fe: creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, en determinadas informaciones. . . en la fe animal de Santayana que nos orienta sin demostraciones o razonamientos, aquella que, sin garantizarnos nada, nos separa de la demencia y nos restituye a la vida. Esa fe primitiva de Rossi es el viento cálido de su legado filosófico y literario: un puñado de textos exquisitos, a la vez suaves y poderosos, amables siempre.
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