La falta de lucidez de nuestros días nos quiere hacer creer que la democracia es una totalidad, una omnipresencia divina que está en todas partes y todo lo oye, lo ve y lo juzga. El discurso democratizador suele meterse en todos lados, incluso donde no lo llaman, donde no hace falta, donde contamina la relación humana y la desvía, la desnaturaliza, la pervierte o la hace fracasar. Si una pareja de enamorados o un par de amigos fundan el amor y la amistad en valores democráticos, téngase por seguro que ni es amor ni es amistad. La insensatez generalizada de predicar la democratización del amor y de la amistad equivale a la negación de ambas; es en cambio genuino decir que el amor y la amistad son, por definición, relaciones negadoras de la indeterminación a la que tiende el poder, pues, al cabo, el poder intenta la gestión de los individuos mediante su estandarización, a través de clasificaciones, mapas y estadísticas.
Decía Max Scheler que el pudor es un valor social que defiende al individuo “de la exposición pública de lo privado”, considerando que la política (lo público) busca sustraer a los individuos de lo discreto, lo singular, lo subjetivo. Defender lo privado es, por tanto, un acto de resistencia contra el intento del poder político de homologación. Y el amor y la amistad son esos actos que se resisten a ser tomados como materia prima para la uniformidad y la cosificación. El amor y la amistad, como actos de defensa de la identidad, son actos de defensa de la libertad. Ya sabemos que en la actualidad las fronteras entre lo público y lo privado se han anubarrado; las esferas pública y privada están cada vez más interconectadas; ya no se erizan cuando se rozan; pasar de una a otra y luego hacer el viaje de regreso carece de visados y garitas; se sale a la calle con la vida privada en el alma y al instante miles de cámaras ya te arrancaron un pedazo de tu intimidad. La paradoja es que en la calle sólo se puede vivir la vida privada si los espacios públicos son efectivamente públicos, si no son objetos apropiables. En la confusión de las esferas la vida privada se publicita y la vida pública se privatiza. La confusión corre en contra de ambas, de la libertad individual en un caso y de la autonomía política en el otro.
Un buen amigo es bueno porque te descubre mundos que desconoces. La amistad es un viaje, una travesía; tiene un principio y, por lo mismo, es susceptible de tener un final, a veces abrupto. Los amigos charlan, conversan, platican (se platican); hablando con propiedad, el diálogo no sirve al amor ni a la amistad, pues la lógica del diálogo implica un orden determinado de posiciones y contra posiciones, una negociación que busca acuerdos, una confrontación que razona y argumenta. Entre los amigos puede haber diferencias y rupturas, pero el viaje carece de itinerarios, rumbos o metas; la embarcación donde los amigos platican (se platican) no tiene plan de vuelo, agenda, bitácora, bandera, piloto, caja negra; hay memoria pero no hay registros; no se levantan actas ni se pactan compromisos; las opiniones divergen o convergen, pero no se constituyen partidas ni llegadas, acaso porque el recorrido es lo que importa. Y si un amigo te descubre nuevos mundos, ese amigo es un buen amigo.
Uno de estos buenos amigos me ha dado a conocer a Umberto Galimberti (Monza, Italia, 1942), el filósofo más leído en Italia. El libro de presentación lleva un título llamativo y provocador: I miti del nostro tempo; pero la provocación es amable y cordial, sin trampas ni estridencias, sin máculas académicas o intelectuales. De su vastísima obra editorial se han traducido al español un diccionario de psicología de más de cuatro mil conceptos y un librito excepcionalmente interesante titulado Las cosas del amor, que he leído con la misma gratificación que se guarda para el amigo que te presentó con Galimberti. Pero ¿qué no se ha escrito sobre el amor? ¡Tanto y tan poco! El misterio del amor mantiene los secretos que intrigaron a los pensadores de la Antigüedad tanto como a los de nuestros días. Se agradece a Galimberti que no abuse de quienes no sabemos de psicología. No es casual el título: las cosas del amor. El autor aborda el tema del amor de un modo periférico, panorámico, partiendo de los sentimientos que lo rondan, los que lo construyen y lo destruyen, los que lo almidonan o lo enturbian: trascendencia, carácter sagrado, sexualidad, perversión, soledad, dinero, deseo, idealización, seducción, pudor, celos, traición, odio, pasión, identificación, posesión, matrimonio, lenguaje, locura. El amor y sus demonios. En todo caso, el amor es el único espacio donde el individuo puede realmente expresarse, más allá de los roles que está obligado a asumir en una sociedad técnicamente organizada. El amor es la radicalización del individuo, la defensa de la subjetividad. El amor es una especie de fractura, dice Galimberti. Las relaciones de amor se estropean, y cuando se tiene la sospecha de que, antes o después, llegará el final, es que ese final ya llegó. El amor es indecible: se le puede explicar sólo cuando se ha esfumado. Dice un personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil: “Si se trata verdaderamente de amor surgido del primer guiño, o de hermosura nunca vista, te encuentras sin saber qué nombre darle, sin un sentimiento con que responder; te sientes sencillamente confundido, ofuscado, cegado de admiración, reducido a un estado de estupidez que nada tiene que ver con la felicidad”. Y es que el amor es absoluto (“solutus ab”, desligado de todo) y por eso es una realidad que resiste los argumentos de la razón, de la democracia, de la indeterminación a que nos someten los gobernantes, las iglesias y los medios de comunicación.
El amor –parece ser la conclusión que sugiere Galimberti– es una acción: “No una vida después de la muerte como promete el mensaje religioso, sino una vida antes de la muerte”.
Decía Max Scheler que el pudor es un valor social que defiende al individuo “de la exposición pública de lo privado”, considerando que la política (lo público) busca sustraer a los individuos de lo discreto, lo singular, lo subjetivo. Defender lo privado es, por tanto, un acto de resistencia contra el intento del poder político de homologación. Y el amor y la amistad son esos actos que se resisten a ser tomados como materia prima para la uniformidad y la cosificación. El amor y la amistad, como actos de defensa de la identidad, son actos de defensa de la libertad. Ya sabemos que en la actualidad las fronteras entre lo público y lo privado se han anubarrado; las esferas pública y privada están cada vez más interconectadas; ya no se erizan cuando se rozan; pasar de una a otra y luego hacer el viaje de regreso carece de visados y garitas; se sale a la calle con la vida privada en el alma y al instante miles de cámaras ya te arrancaron un pedazo de tu intimidad. La paradoja es que en la calle sólo se puede vivir la vida privada si los espacios públicos son efectivamente públicos, si no son objetos apropiables. En la confusión de las esferas la vida privada se publicita y la vida pública se privatiza. La confusión corre en contra de ambas, de la libertad individual en un caso y de la autonomía política en el otro.
Un buen amigo es bueno porque te descubre mundos que desconoces. La amistad es un viaje, una travesía; tiene un principio y, por lo mismo, es susceptible de tener un final, a veces abrupto. Los amigos charlan, conversan, platican (se platican); hablando con propiedad, el diálogo no sirve al amor ni a la amistad, pues la lógica del diálogo implica un orden determinado de posiciones y contra posiciones, una negociación que busca acuerdos, una confrontación que razona y argumenta. Entre los amigos puede haber diferencias y rupturas, pero el viaje carece de itinerarios, rumbos o metas; la embarcación donde los amigos platican (se platican) no tiene plan de vuelo, agenda, bitácora, bandera, piloto, caja negra; hay memoria pero no hay registros; no se levantan actas ni se pactan compromisos; las opiniones divergen o convergen, pero no se constituyen partidas ni llegadas, acaso porque el recorrido es lo que importa. Y si un amigo te descubre nuevos mundos, ese amigo es un buen amigo.
Uno de estos buenos amigos me ha dado a conocer a Umberto Galimberti (Monza, Italia, 1942), el filósofo más leído en Italia. El libro de presentación lleva un título llamativo y provocador: I miti del nostro tempo; pero la provocación es amable y cordial, sin trampas ni estridencias, sin máculas académicas o intelectuales. De su vastísima obra editorial se han traducido al español un diccionario de psicología de más de cuatro mil conceptos y un librito excepcionalmente interesante titulado Las cosas del amor, que he leído con la misma gratificación que se guarda para el amigo que te presentó con Galimberti. Pero ¿qué no se ha escrito sobre el amor? ¡Tanto y tan poco! El misterio del amor mantiene los secretos que intrigaron a los pensadores de la Antigüedad tanto como a los de nuestros días. Se agradece a Galimberti que no abuse de quienes no sabemos de psicología. No es casual el título: las cosas del amor. El autor aborda el tema del amor de un modo periférico, panorámico, partiendo de los sentimientos que lo rondan, los que lo construyen y lo destruyen, los que lo almidonan o lo enturbian: trascendencia, carácter sagrado, sexualidad, perversión, soledad, dinero, deseo, idealización, seducción, pudor, celos, traición, odio, pasión, identificación, posesión, matrimonio, lenguaje, locura. El amor y sus demonios. En todo caso, el amor es el único espacio donde el individuo puede realmente expresarse, más allá de los roles que está obligado a asumir en una sociedad técnicamente organizada. El amor es la radicalización del individuo, la defensa de la subjetividad. El amor es una especie de fractura, dice Galimberti. Las relaciones de amor se estropean, y cuando se tiene la sospecha de que, antes o después, llegará el final, es que ese final ya llegó. El amor es indecible: se le puede explicar sólo cuando se ha esfumado. Dice un personaje de El hombre sin atributos de Robert Musil: “Si se trata verdaderamente de amor surgido del primer guiño, o de hermosura nunca vista, te encuentras sin saber qué nombre darle, sin un sentimiento con que responder; te sientes sencillamente confundido, ofuscado, cegado de admiración, reducido a un estado de estupidez que nada tiene que ver con la felicidad”. Y es que el amor es absoluto (“solutus ab”, desligado de todo) y por eso es una realidad que resiste los argumentos de la razón, de la democracia, de la indeterminación a que nos someten los gobernantes, las iglesias y los medios de comunicación.
El amor –parece ser la conclusión que sugiere Galimberti– es una acción: “No una vida después de la muerte como promete el mensaje religioso, sino una vida antes de la muerte”.
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