La gran reforma política que está en el aire (del PAN, del PRI y del PRD) me recuerda a mi amigo Severiano Gregorio que nunca ha tenido buenas relaciones con los sacramentos católicos. “Por causa propia o circunstancia ajena, dice, los sacramentos y yo no hacemos buena química”. Vino al mundo a medio camino de una sequía de doce años que despobló la ranchería donde nació; la pila bautismal de la parroquia del pueblo, estriada de arideces ensimismadas, hacía años que no tenía ni gota. El padrino Benigno Cazalla trajo consigo, desde la capital del Estado, unas botellas de aguardiente para la fiesta del bautizo, y una parte de ellas sirvió para medio humedecer el arca bautismal. El raído y empobrecido cura, que ya peinaba canas a pesar de que era completamente calvo, no tuvo alternativa, pero en su mensaje final puso énfasis en la necesidad de que al niño Severiano, tan pronto como la voluntad de Dios empujara con su mano redentora el solazo inclemente, recibiera el bautismo en toda forma, con agua bendita, alegando que el aguardiente, aunque bendecido con el doble de rezos y santiguadas, tal vez no surtiera los efectos previstos en los cánones. Sin rodeos pero sin regodeos, el cura manifestó sus dudas acerca de que Severiano hubiera sido liberado del pecado original con aguardiente de caña, y más inseguridad se dibujó en su desertificado rostro al dudar de que el recién nacido hubiera recibido los siete dones del Espíritu Santo, advirtiendo las funestas y crepitantes consecuencias que el bautismo con aguardiente traería consigo. Lo cierto es que los padres de Severiano Gregorio partieron presurosos a la fiesta y no se volvieron a acordar de la advertencia del humilde dignatario de la iglesia. Años después, cuando Severiano cumplió siete años, su madre lo mandó al catecismo, pero el muy canijo intuía que era más útil treparse hasta la parte más alta de un mezquite con la intención, me cuenta, de darle vueltas al sol para apagarlo, así como se gira un foco hasta enceguecerlo. La víspera del día de la virgen de San Juan de los Lagos Severiano Gregorio se confesó por primera y única vez en su vida. Mal rezadas las oraciones que anteceden a la confesión y reprobado en el ritual de contrición exigido, Severiano se dio vuelo contando las travesuras, engaños, golpes y correteadas que le infligían los muchachos maloras del rancho. No había contado ni el diez por ciento de sus quejas cuando el cura, amable pero firme, le recordó que al confesionario se va a contar los propios pecados, no los de los otros. Severiano se defendió un poco; explicó que él no había hecho ningún mal a esos verijones que se burlaban de él, que, por ejemplo, no había dado motivo para que le quitaran el sombrero y luego lo lanzaran entre ellos mientras Severiano corría de un lado a otro tratando de cacharlo, chorreando lágrimas y rabia. El cansado cura, que en materia de teología dogmática era inquebrantable, le volvió a explicar el misterio del sacramento; ante la terquedad del muchacho, no tuvo más remedio que ordenarle que repitiera el curso de doctrina. “Pero ¿qué gracia o chiste tiene contar los propios pecados, se preguntaba Severiano, si lo que verdaderamente alivia el alma es contar todo lo que le hacen a uno injustamente?” Decepcionado con el sacramento, Severiano no volvió a confesarse. En su juventud, cuando una carga insoportable de culpa lo tenía al borde del nihilismo, acudió al primer templo a su paso, pero el sacerdote no lo quiso confesar porque Severiano no se sabía el Yo pecador.
El presidente Calderón-PAN, el PRI y el PRD han lanzado a los cuatro vientos una multitud de acusaciones al sistema político mexicano. La mayoría son justas y los pecados son capitales. La iniciativa firmada por el presidente Calderón lanza culpas y exculpas. Propone reformar 19 artículos de la Constitución, adicionar 12 y derogar parcialmente uno. La metáfora es desafortunada pero la Constitución está convertida en el confesionario de los partidos políticos. La propuesta del PRI pretende reformar 29 artículos de la Carta Manga. La iniciativa del PRD y sus compañeros de viaje, la más acusadora de todas, propone reformar 31 artículos constitucionales, la adición de 13 y la derogación parcial de 9. Sumados los pecados expuestos con lujo de detalles teóricos, el total de reformas es de 114. Excepto el PRD que anuncia la próxima aparición de una Ley de Partidos, no hay en el extenso catálogo de pecados políticos un acto de contrición partidista. Las culpas son de otros, de las circunstancias, de la transición, de los defectos estructurales del sistema presidencialista, de los pecados por omisión del congreso de la unión, de la “feudalización” (sic) de los estados, de la improvisación de los legisladores, de la ineficacia de las instituciones, de la dependencia al poder ejecutivo de algunas funciones como el ministerio público y la fiscalización, de la falta de ratificación de los secretarios de la administración federal, de la aritmética de la representación y la sobrerrepresentación, etcétera. La culpa la tienen los demás, no los partidos políticos. Con tímido pudor se reconoce, casi entre líneas, sin que se note apenas, que la mayoría de los ciudadanos no cree en los partidos, que los detesta, pero las soluciones se buscan en la Constitución, en el confesionario de mi amigo Severiano Gregorio, no en la autocrítica Los partidos no confiesan que los pecados más graves son de su incumbencia; por ejemplo, no hay competencia interna, no debaten los problemas libre y abiertamente, no funcionan como cedazos para cernir a los peores, no compiten con decoro ni legalidad, dirigen el país según intereses electorales y no generales, omiten rendir cuentas, son arrogantes, discursean hipócritamente, se enfrentan pero no se confrontan. Una sola reforma, la del funcionamiento democrático de los partidos, bastaba para iniciar con sensatez la reforma política. Como los laputienses, la clase política mexicana construye los edificios empezando desde arriba.
El presidente Calderón-PAN, el PRI y el PRD han lanzado a los cuatro vientos una multitud de acusaciones al sistema político mexicano. La mayoría son justas y los pecados son capitales. La iniciativa firmada por el presidente Calderón lanza culpas y exculpas. Propone reformar 19 artículos de la Constitución, adicionar 12 y derogar parcialmente uno. La metáfora es desafortunada pero la Constitución está convertida en el confesionario de los partidos políticos. La propuesta del PRI pretende reformar 29 artículos de la Carta Manga. La iniciativa del PRD y sus compañeros de viaje, la más acusadora de todas, propone reformar 31 artículos constitucionales, la adición de 13 y la derogación parcial de 9. Sumados los pecados expuestos con lujo de detalles teóricos, el total de reformas es de 114. Excepto el PRD que anuncia la próxima aparición de una Ley de Partidos, no hay en el extenso catálogo de pecados políticos un acto de contrición partidista. Las culpas son de otros, de las circunstancias, de la transición, de los defectos estructurales del sistema presidencialista, de los pecados por omisión del congreso de la unión, de la “feudalización” (sic) de los estados, de la improvisación de los legisladores, de la ineficacia de las instituciones, de la dependencia al poder ejecutivo de algunas funciones como el ministerio público y la fiscalización, de la falta de ratificación de los secretarios de la administración federal, de la aritmética de la representación y la sobrerrepresentación, etcétera. La culpa la tienen los demás, no los partidos políticos. Con tímido pudor se reconoce, casi entre líneas, sin que se note apenas, que la mayoría de los ciudadanos no cree en los partidos, que los detesta, pero las soluciones se buscan en la Constitución, en el confesionario de mi amigo Severiano Gregorio, no en la autocrítica Los partidos no confiesan que los pecados más graves son de su incumbencia; por ejemplo, no hay competencia interna, no debaten los problemas libre y abiertamente, no funcionan como cedazos para cernir a los peores, no compiten con decoro ni legalidad, dirigen el país según intereses electorales y no generales, omiten rendir cuentas, son arrogantes, discursean hipócritamente, se enfrentan pero no se confrontan. Una sola reforma, la del funcionamiento democrático de los partidos, bastaba para iniciar con sensatez la reforma política. Como los laputienses, la clase política mexicana construye los edificios empezando desde arriba.
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