El pasado es un país remoto y extraño, un misterioso lugar donde habitan seres de otro planeta. Pero esta sensación es un prejuicio de la ignorancia. Dicho en términos éticos, en el pasado habitan nuestros “otros”, unos supuestos héroes y unos supuestos traidores a los que no conocemos o conocemos mal. Por eso la tarea del historiador es también de índole moral, pues franquea muros, derriba prejuicios, desenreda falacias y nos acerca a esos “otros” que somos, ignorándolo. Por eso también la tarea del historiador es democratizadora: humaniza a unos y a otros, a héroes y villanos; a unos los hace descender de su pedestal pétreo y a otros los exhuma de su condena eterna. A ambos les devuelve la vida humana. Los historiadores son, en este sentido, promotores de la tolerancia; lo suyo es la comprensión de sucesos y personas. Pero los (buenos) historiadores también son, gracias a sus bien hiladas explicaciones, quienes mejor ejemplifican esa virtud tan admirada por Alexándr Herzen a la que llamaba “conciliaridad”. Ahora que los paparazzi del pasado forman la peor de nuestras plagas intelectuales, es oportuno subrayar la importancia de los historiadores en la comprensión del presente.
En la escuela aprendimos la historia de México mal y de malas. Fue una sola historia, la oficial, una interpretación cerrada, una línea recta y continua, sin rupturas ni matices; en ella encontramos patriotas y traidores y un final feliz. La historia patria, troquelada en los libros de texto y en millones de discursos, tenía un principio y un fin y, entre ambos, el mito del origen y el destino. Por lo mismo, padecía la enfermedad del determinismo. La mayoría de los historiadores era, ad majorem gloriam Hegeli, el grupo más optimista de las ciencias humanas, portadores de puras buenas noticias, heraldos del fin de la historia nacional.
Pero un historiador optimista es una contradicción en los términos. Para entender el pasado hay que mirarlo con suspicacia. ¿Para qué la historia? La pregunta es vieja y se puede responder de distintos modos, con intereses variados y perspectivas diferentes. De una manera muy sencilla se puede decir que no nacimos ayer y que, por lo tanto, la comprensión del presente requiere de un conocimiento suficiente del trayecto. La memoria es una obligación, pero llevada al extremo puede causar esclerosis múltiple. Para responder al para qué de la historia se ha vuelto común la expresión de Santayana: “Aquellos que no recuerdan su pasado están condenados a repetirlo”. La afirmación es falsa, al menos en el sentido que se le asigna. Significa que si conocemos la historia estamos exentos de repetir los errores, lo cual es equivocado. Lo primero que hay que reconocer es que no hay un pasado “único”. Tzvetan Todorov dice que en el pasado se encuentra de todo, y que por lo mismo no tenemos derecho a hacer un elogio incondicional de la memoria. El conocimiento histórico no es una garantía absoluta de comprensión, ni del pasado ni del presente, y en cambio sí puede ser una cárcel infranqueable. Es cierto, cada sociedad tiene un deber con la memoria, pero ese deber no está desamortizado del presente. Encuestas recientes indican que más del sesenta por ciento de los ciudadanos mexicanos no cree en la democracia. ¿Cómo entender el clima antipolítico que en nuestros días crece como yerba mala? ¿Quién nos explica esta catástrofe política? Difícilmente lo harán los libros conmemorativos.
El PAN tiene, por decirlo de un modo general, dos historias. La primera, la honorable, transcurre durante los sesenta años que hizo de la oposición política un ejemplo de civilidad democrática. La segunda, la de partido en el poder, lleva una década de fracasos. A los panistas no les ha servido su historia; la conocen poco o la ignoran; saben que es honorable, pero no la aprovechan para gobernar en consecuencia. Sus errores no tienen comparación histórica. Les ha faltado, es cierto, experiencia para gobernar, pero antes han carecido de lucidez para desatar los nudos que en el pasado reciente impidieron la formación de gobiernos democráticos. En la raíz podemos encontrar un prejuicio tan elemental como pueril, que tiene que ver con el aprendizaje de la historia. El maniqueísmo del PAN les hizo dividir la política en buenos y malos. La solución que imaginaron y practicaron fue de una ingenuidad asombrosa: quitar a los malos y poner en su lugar a los buenos. Con la mera sustitución, se creyó que habíamos arribado a otro fin de la historia, justo cuando otra etapa política apenas comenzaba, cuando había que empujar el cambio democrático.
La transición democrática iniciada el año 2000 ha avanzado poco; incluso se puede decir que se detuvo y que en muchos aspectos ha retrocedido. El PAN, que en su primera historia es un partido moderno, en la segunda se han debilitado sus prácticas democráticas y en cambio han ganado defectos que nunca fueron suyos. Si en el 2000 no construyeron las alianzas necesarias para transitar a la democracia, las alianzas que ahora han suscrito para competir por algunas gubernaturas han desdibujado su identidad. Se puede concluir que el problema del PAN es la fractura de una tradición democrática que los diferenciaba del pragmatismo insolente del PRI y del tribalismo grosero del PRD. Si ya no hay diferencias, pierde la política; es decir, el interés, el contraste, la polémica. En la creciente decepción ciudadana de la política, las alianzas, aun coyunturales, borran fronteras, estandarizan proyectos, igualan la mediocridad.; los candidatos y las propuestas de uno pueden ser las del otro. Parece que el PRI regresará al poder presidencial en el 2012. ¿Cuál PRI? ¿Hay más de uno? El PRI también ha cambiado: sus valores liberales y laicos se han desfigurado y el partido se parece cada vez más al panismo de sacristía. De repente, miles de priistas salieron de su clóset confesional. Un buen deseo es que la alternancia lleve al poder presidencial a la izquierda partidista, pero ignoro cómo se pueden erradicar sus ponzoñas ideológicas y sus prácticas cavernarias.
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