Si casi la mitad de los empresarios del país no realizó su declaración de impuestos y si más de la mitad de las actividades económicas pertenecen a la llamada economía informal, ya se ve que el Leviatán inspira un temor inocuo, así como los virus mutan y se inmunizan contra los antibióticos. Si una parte de los contribuyentes incumplen sus obligaciones fiscales, el poder público tiene la fuerza para amenazarlos hasta lograr que paguen; pero si esa parte llega a la mitad, las amenazas y los requerimientos son llamadas a misa, pero con badajos de algodón.
El hecho, sin embargo, es una poderosa llamada de atención que enseña la fragilidad del Estado, fragilidad que nos pasa a torcer a todos. El fracaso del combate al crimen organizado se debe a razones que los especialistas en asuntos de seguridad nos explican todos los días, pero la ejecución de inocentes (niños y jóvenes) tiene un impacto demoledor en la conciencia de una sociedad que quiere creer en las instituciones públicas, pero que diariamente descubre que son las instituciones públicas las que no creen en la sociedad. No hay confianza donde no hay reciprocidad. Los gobernantes invitan todos los días a la participación ciudadana en materia de seguridad, pero la participación se reduce a denunciar; los pocos que han atendido la invitación han comprobado que sus informes son infructuosos; además, hay temor. La confidencialidad de las denuncias anónimas no convence a los ciudadanos. Se tiene miedo –fundado o infundado– de que su voz no sea resguardada escrupulosamente. Se ha edificado, en cambio, una pequeña sociedad de delatores, pero los involucrados forman parte de los sectores degradados de la delincuencia y de la policía, en lucha entre sí.
Lo de los impuestos es otra cosa. Aunque aspectos de una misma realidad, no es lo mismo evadir impuestos que simplemente no cumplir con la declaración fiscal. En este último caso parece que hay un abandono descorazonador, una toalla que se tira, una rendición por default. Es como cuando una institución bancaria le requiere a un asalariado el pago de una cantidad millonaria, con intereses sobre intereses, gastos de cobranza y demás exigencias absurdas que suelen enlistar los bancos. Al ver el monto de su deuda, la persona ya puede apoltronarse cómodamente y esperar el fin del mundo. Ya nada se puede alegar; no hay fuerza para resistir.
El ciudadano no confía en el gobierno porque el gobierno no confía en el ciudadano. Si se trata de cumplir la ley, el ciudadano comprueba todos los días que el gobierno es el primero en faltarle el respeto, en torcerla. De otro modo, por ejemplo, la corrupción y la impunidad no serían la regla general. Las responsabilidades públicas existen desde la Constitución de 1917 y durante las tres décadas que nos preceden se ha avanzado en la regulación de esas responsabilidades; se han creado instituciones y organismos que fiscalizan el gasto público y las banderas y compromisos favoritos de candidatos y gobernantes son la transparencia y la rendición de cuentas. Lo cierto es que las instituciones que vigilan la honradez y eficiencia de los recursos públicos son instituciones que expiden cartas de buena conducta; y, si no, para otorgarlas están los tribunales federales que, por defectos ajenos y propios, funcionan como tribunales de exculpación, basados casi siempre en defectos procesales, apegados a derecho, no a la justicia.
¿Cómo emprender la tarea pública de civismo y legalidad cuando los que dirigen la tarea se distinguen por sus decisiones inciviles y sus actitudes ilegales? El cinismo acaba imponiéndose.
Véase el caso del ex contralor del gobierno de Francisco Garrido: expresó públicamente que el asunto de las comparecencias de ex funcionarios en la contraloría estatal era un circo. Su insolencia burlona y retadora cayó como bomba en todas partes, dentro y fuera del gobierno, en un momento en que la responsabilidad pública ya no admite artificios. Sería un golpe demoledor a la frágil credibilidad pública que, con los años, le tuviéramos que dar la razón al lenguaraz Ricardo del Río.
Los abusos de poder durante la docena tragicómica queretana se dieron en todas las dependencias y áreas de gobierno. Necesitamos saber con aritmética precisión la naturaleza y el monto de esos abusos, con sumas y restas perfectas. Pero conviene más que nunca repasar los defectos legales, institucionales y humanos que están causando la reiteración de los abusos.
Un poco más allá de nuestra incierta localidad, las acusaciones de corrupción se intercambian como en una batalla campal de todos contra todos. El caso es que se investiga poco y se descalifica todo. Es cierto que en la lucha por el poder se lanzan culpas como ráfagas de ametralladora automática, y lo único que se logra con los ataques indiscriminados es que se alza una nube negra y espesa que cubre todo el panorama, escenario donde ya no es posible distinguir entre calumnia y certeza. Todo se ennegrece y luego no es posible discernir lo falso de lo verdadero.
Si el 98 por ciento de lo crímenes no son del conocimiento de las autoridades de procuración de justicia, en México cometer un delito tiene un porcentaje de riesgo del 2 por ciento; pero el porcentaje de sanciones impuestas a los funcionarios públicos no es muy distinto del criminal; el abuso de poder, el tráfico de influencias, el desvío de recursos, el enriquecimiento indebido, la arbitrariedad, el uso torcido de recursos públicos y todas las conductas tipificadas en las leyes de responsabilidades, se cometen teniendo un porcentaje de riesgo insignificante. Robar en la calle y robar en una oficina pública son, al cabo, tareas de similar manufactura, salvo que los ladrones de la calle no predican moralidad y no se valen de un puesto público para bolsear al prójimo. Ni a unos ni a otros se les juzga, pero a los segundos los volvemos a elegir.
El hecho, sin embargo, es una poderosa llamada de atención que enseña la fragilidad del Estado, fragilidad que nos pasa a torcer a todos. El fracaso del combate al crimen organizado se debe a razones que los especialistas en asuntos de seguridad nos explican todos los días, pero la ejecución de inocentes (niños y jóvenes) tiene un impacto demoledor en la conciencia de una sociedad que quiere creer en las instituciones públicas, pero que diariamente descubre que son las instituciones públicas las que no creen en la sociedad. No hay confianza donde no hay reciprocidad. Los gobernantes invitan todos los días a la participación ciudadana en materia de seguridad, pero la participación se reduce a denunciar; los pocos que han atendido la invitación han comprobado que sus informes son infructuosos; además, hay temor. La confidencialidad de las denuncias anónimas no convence a los ciudadanos. Se tiene miedo –fundado o infundado– de que su voz no sea resguardada escrupulosamente. Se ha edificado, en cambio, una pequeña sociedad de delatores, pero los involucrados forman parte de los sectores degradados de la delincuencia y de la policía, en lucha entre sí.
Lo de los impuestos es otra cosa. Aunque aspectos de una misma realidad, no es lo mismo evadir impuestos que simplemente no cumplir con la declaración fiscal. En este último caso parece que hay un abandono descorazonador, una toalla que se tira, una rendición por default. Es como cuando una institución bancaria le requiere a un asalariado el pago de una cantidad millonaria, con intereses sobre intereses, gastos de cobranza y demás exigencias absurdas que suelen enlistar los bancos. Al ver el monto de su deuda, la persona ya puede apoltronarse cómodamente y esperar el fin del mundo. Ya nada se puede alegar; no hay fuerza para resistir.
El ciudadano no confía en el gobierno porque el gobierno no confía en el ciudadano. Si se trata de cumplir la ley, el ciudadano comprueba todos los días que el gobierno es el primero en faltarle el respeto, en torcerla. De otro modo, por ejemplo, la corrupción y la impunidad no serían la regla general. Las responsabilidades públicas existen desde la Constitución de 1917 y durante las tres décadas que nos preceden se ha avanzado en la regulación de esas responsabilidades; se han creado instituciones y organismos que fiscalizan el gasto público y las banderas y compromisos favoritos de candidatos y gobernantes son la transparencia y la rendición de cuentas. Lo cierto es que las instituciones que vigilan la honradez y eficiencia de los recursos públicos son instituciones que expiden cartas de buena conducta; y, si no, para otorgarlas están los tribunales federales que, por defectos ajenos y propios, funcionan como tribunales de exculpación, basados casi siempre en defectos procesales, apegados a derecho, no a la justicia.
¿Cómo emprender la tarea pública de civismo y legalidad cuando los que dirigen la tarea se distinguen por sus decisiones inciviles y sus actitudes ilegales? El cinismo acaba imponiéndose.
Véase el caso del ex contralor del gobierno de Francisco Garrido: expresó públicamente que el asunto de las comparecencias de ex funcionarios en la contraloría estatal era un circo. Su insolencia burlona y retadora cayó como bomba en todas partes, dentro y fuera del gobierno, en un momento en que la responsabilidad pública ya no admite artificios. Sería un golpe demoledor a la frágil credibilidad pública que, con los años, le tuviéramos que dar la razón al lenguaraz Ricardo del Río.
Los abusos de poder durante la docena tragicómica queretana se dieron en todas las dependencias y áreas de gobierno. Necesitamos saber con aritmética precisión la naturaleza y el monto de esos abusos, con sumas y restas perfectas. Pero conviene más que nunca repasar los defectos legales, institucionales y humanos que están causando la reiteración de los abusos.
Un poco más allá de nuestra incierta localidad, las acusaciones de corrupción se intercambian como en una batalla campal de todos contra todos. El caso es que se investiga poco y se descalifica todo. Es cierto que en la lucha por el poder se lanzan culpas como ráfagas de ametralladora automática, y lo único que se logra con los ataques indiscriminados es que se alza una nube negra y espesa que cubre todo el panorama, escenario donde ya no es posible distinguir entre calumnia y certeza. Todo se ennegrece y luego no es posible discernir lo falso de lo verdadero.
Si el 98 por ciento de lo crímenes no son del conocimiento de las autoridades de procuración de justicia, en México cometer un delito tiene un porcentaje de riesgo del 2 por ciento; pero el porcentaje de sanciones impuestas a los funcionarios públicos no es muy distinto del criminal; el abuso de poder, el tráfico de influencias, el desvío de recursos, el enriquecimiento indebido, la arbitrariedad, el uso torcido de recursos públicos y todas las conductas tipificadas en las leyes de responsabilidades, se cometen teniendo un porcentaje de riesgo insignificante. Robar en la calle y robar en una oficina pública son, al cabo, tareas de similar manufactura, salvo que los ladrones de la calle no predican moralidad y no se valen de un puesto público para bolsear al prójimo. Ni a unos ni a otros se les juzga, pero a los segundos los volvemos a elegir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario