Desde el primer día estaban todos los personajes y escenarios del caso Paulette. El padre Brown habría visto que no faltaba nada, que ninguna circunstancia y detalle relacionados con la desaparición de la niña estaban fuera del alcance de la mirada. Pero la mirada del padre Brown no se origina en los ojos sino en el alma, en la propia y en la de los otros, mientras la ciencia y la técnica contemplan desde la arrogancia, dos perspectivas distintas con resultados diferentes, no necesariamente contradictorios, pero casi siempre obtenidos en tiempos separados uno del otro. La tecnología para investigar el delito es sorprendente, pero los investigadores han dejado de pensar. Las ciencias penales, la criminalística, la criminología y demás técnicas forenses han avanzado enormemente desde Dupin y Holmes. En contra, han perdido terreno las muy sencillas tareas de observar y pensar, de mirar a las personas, escucharlas, de advertir esas minucias en las que nadie repara, en cosas y objetos comunes, en sombras y árboles, en el viento y en las ventanas, en las palabras. . . en las palabras. Las cosas son claras pero los detectives ya no piensan. Es más, el detective es una especie extinguida. Atenidos a los instrumentos más sofisticados para medir, al ser humano le fue cercenada la razón simple; se oxidó con el tiempo; se inutilizó; se convirtió en un atributo que no tiene ninguna función en el alma y en la actualidad da lo mismo si se le deja o se le extirpa. Algunos pensadores de la condición humana han llegado a afirmar que, por abandono, el sentido común fue achicándose gradualmente, y un buen día los niños nacieron sin él. No se han inventado todavía instrumentos que tengan por objeto ver los hechos con el sentido ordinario, y el padre Brown sospechó que la capacidad humana de observación y deducción habían mutado hasta tornarse automáticos, es decir “dialécticos”. “El acto de pensar –murmuró preocupado– acabó siendo dialéctico: como una maquinita de juegos, como la regla de tres".
El padre Brown sabe a las primeras cuando una persona miente; el polígrafo no le sirve en absoluto: es impreciso, costoso y requiere de expertos que lo pongan a funcionar, y luego se requiere de otros expertos que interpreten las líneas que suben y bajan, los rayos que contornean las agujas zigzagueantes en la pantalla. El mayor defecto de los detectores de mentiras –observó el padre Brown– es que dicen muchas mentiras, aunque ironizó diciendo que los hombres han inventado máquinas para evadir su responsabilidad de pensar, saber y decir la verdad. Para el cura la verdad es obvia, pero se requiere sencillez antes que artificios técnicos o científicos; pero, ante todo, se necesita verla sin truculencias morales. El padre Brown no es perfecto ni infalible. Tiene un defectillo, a todas luces deliberado: llega tarde y por su cuenta. Llega cuando todos deliberan y sacan conclusiones. La tardanza del padrecito a la reunión se debió a que antes anduvo merodeando por ahí, en los alrededores del edificio, mirando muros, entradas y salidas, recorriendo pasillos, tocando paredes, oyendo los ruidos normales de cada día. Tal vez su retraso se debió a que él, un hombre lento y sosegado del siglo XIX, no tiene el hábito moderno de errar veinte horas de las veinticuatro el día, salvo que –pensó– el mundo globalizado al que había llegado hubiera tenido el poder técnico de alargar los días y apagar el sol mediante un interruptor instalado en la oficina del inspector de policía. El hecho es que el padre Brown llegó a la mitad de la conferencia de prensa del procurador de justicia. Intuyó que el crimen estaba resuelto y sesgó su atención lamentando que su largo viaje en el tiempo hubiera sido innecesario, con el trabajo que él tenía en la mediación de los conflictos que todos los días suscitan las envidias entre ángeles, arcángeles y serafines. A la izquierda del procurador vio el padre Brown a una mujer con el rostro desencajado, a punto de desmoronarse de angustia y desesperanza. “El procurador –pensó el humilde padrecito– está presentando a la culpable del asesinato de la niña”. Sólo reparó en su error cuando aquella mujer mortificada fue anunciada como la psicóloga del caso. Para empezar, se sorprendió de que en el siglo XXI la psicología determinara a los culpables, pero dejó de pensar en ello cuando la psicóloga balbuceó su explicación. En realidad el padre Brown entendió poco de lo que ahí se dijo y no comprendió ni jota de lo que relató la psicóloga. Sintió vergüenza de haber supuesto que la experta en los rincones del alma fuera la asesina, y se recriminó por dejarse llevar por la primera impresión. Se sintió ridículo, como un Lombroso de la psicología. Luego se fue a ver esa maravilla tecnológica llamada televisión, pero su asombro no fue en ningún momento estridente o escandaloso, pues no era él un turista encandilado sino un hombre que en su tiempo recorrió, a pie, en burro, en tren y en barco, todos los países, incluida la remota región africana de Tombuctú, donde los caníbales inventaron una ciencia que, traducida con dificultad al español, se podría denominar Criminofagia, ciencia que ahora el padre Brown ha querido ver en esa parvada de camarógrafos y fotógrafos arremolinados en las salas y sus alrededores, tragando con sus máquinas las partículas elementales de la realidad.
Al padre Brown le interesan los hechos y uno de los caminos para llegar a ellos es observando los gestos y digiriendo las palabras de los otros. Del procurador de justicia le llamó la atención una expresión: “Hay claras inconsistencias”. No entendió. Las inconsistencias, pensó, son oscuras, no claras. En fin, el cura dejó de lado la minucia del lenguaje y volvió la mirada a la televisión, en el momento en que el periodista José Cárdenas adelantó en exclusiva que las investigaciones apuntaban a un auto secuestro. El cura casi pega un grito de susto, él que es la serenidad en movimiento. No entendió cómo una niña de cuatro años, con defectos motrices y una ternura angelical, pudo planear y llevar a cabo su propio secuestro. No le cupo en la cabeza esa línea de investigación, como ahora se dice de una buena pista. La desechó por aberrante, una locura propia de retrasados morales. Tal vez pensó que investigadores y periodistas eran víctimas de la peor de las imbecilidades, y entonces se apartó a rezar una sencilla oración para acallar sus aspavientos interiores, aunque siguió sin entender por qué se asignaba a una inocente pequeñita la sospecha de haber cometido un delito tan monstruoso, y además contra sí misma. Pasado el estupor, el padre Brown regresó al cuarto de la niña y al instante dedujo un puñado de conclusiones. Todo era tan obvio que se aburrió un poco; no tuvo necesidad de escuchar el testimonio de nadie, no obstante lo cual oyó con fingido desparpajo las voces a su alrededor. El caso lo resolvió mentalmente antes de veinticuatro horas. Salió de la habitación, vio de reojo las recámaras, la sala, la cocina y luego recorrió los pasillos hasta salir del edificio. Midió con la mirada las áreas comunes, los jardines, la alberca, el gimnasio y se sentó en la banca junto a unos rosales marchitos; se distrajo con el aleteo ascendente de las palomas en una tarde que caía misericordiosamente. Lamentó no traer en la bolsa de su vestido talar unos granos de trigo. Unos minutos después regresó al departamento de lujo donde decenas de investigadores aspiraba con alta tecnología todo tipo de migajas, huellas, pelusas y rastros de nada. El ir y venir de gente y aparatos lo puso un poco de malas, y en ese momento se dispuso a marcharse. En la mente llevaba el cuadro completo de los hechos. Sabía sin duda el curso de los acontecimientos y, a punto de alzar el vuelo la ancheta aquella, subió a la máquina que lo transportó más de cien años en el tiempo. Pensó en su siglo XIX, en la alharaca del progreso, la ciencia y el arte por el arte. Regresó sin entender por qué el Señor había castigado a la humanidad del siglo XXI arrancándole ojos, oídos y discernimiento. Y entonces, con su mirada triste clavada en el piso, rezó suplicando el perdón de sus pecados.
El padre Brown sabe a las primeras cuando una persona miente; el polígrafo no le sirve en absoluto: es impreciso, costoso y requiere de expertos que lo pongan a funcionar, y luego se requiere de otros expertos que interpreten las líneas que suben y bajan, los rayos que contornean las agujas zigzagueantes en la pantalla. El mayor defecto de los detectores de mentiras –observó el padre Brown– es que dicen muchas mentiras, aunque ironizó diciendo que los hombres han inventado máquinas para evadir su responsabilidad de pensar, saber y decir la verdad. Para el cura la verdad es obvia, pero se requiere sencillez antes que artificios técnicos o científicos; pero, ante todo, se necesita verla sin truculencias morales. El padre Brown no es perfecto ni infalible. Tiene un defectillo, a todas luces deliberado: llega tarde y por su cuenta. Llega cuando todos deliberan y sacan conclusiones. La tardanza del padrecito a la reunión se debió a que antes anduvo merodeando por ahí, en los alrededores del edificio, mirando muros, entradas y salidas, recorriendo pasillos, tocando paredes, oyendo los ruidos normales de cada día. Tal vez su retraso se debió a que él, un hombre lento y sosegado del siglo XIX, no tiene el hábito moderno de errar veinte horas de las veinticuatro el día, salvo que –pensó– el mundo globalizado al que había llegado hubiera tenido el poder técnico de alargar los días y apagar el sol mediante un interruptor instalado en la oficina del inspector de policía. El hecho es que el padre Brown llegó a la mitad de la conferencia de prensa del procurador de justicia. Intuyó que el crimen estaba resuelto y sesgó su atención lamentando que su largo viaje en el tiempo hubiera sido innecesario, con el trabajo que él tenía en la mediación de los conflictos que todos los días suscitan las envidias entre ángeles, arcángeles y serafines. A la izquierda del procurador vio el padre Brown a una mujer con el rostro desencajado, a punto de desmoronarse de angustia y desesperanza. “El procurador –pensó el humilde padrecito– está presentando a la culpable del asesinato de la niña”. Sólo reparó en su error cuando aquella mujer mortificada fue anunciada como la psicóloga del caso. Para empezar, se sorprendió de que en el siglo XXI la psicología determinara a los culpables, pero dejó de pensar en ello cuando la psicóloga balbuceó su explicación. En realidad el padre Brown entendió poco de lo que ahí se dijo y no comprendió ni jota de lo que relató la psicóloga. Sintió vergüenza de haber supuesto que la experta en los rincones del alma fuera la asesina, y se recriminó por dejarse llevar por la primera impresión. Se sintió ridículo, como un Lombroso de la psicología. Luego se fue a ver esa maravilla tecnológica llamada televisión, pero su asombro no fue en ningún momento estridente o escandaloso, pues no era él un turista encandilado sino un hombre que en su tiempo recorrió, a pie, en burro, en tren y en barco, todos los países, incluida la remota región africana de Tombuctú, donde los caníbales inventaron una ciencia que, traducida con dificultad al español, se podría denominar Criminofagia, ciencia que ahora el padre Brown ha querido ver en esa parvada de camarógrafos y fotógrafos arremolinados en las salas y sus alrededores, tragando con sus máquinas las partículas elementales de la realidad.
Al padre Brown le interesan los hechos y uno de los caminos para llegar a ellos es observando los gestos y digiriendo las palabras de los otros. Del procurador de justicia le llamó la atención una expresión: “Hay claras inconsistencias”. No entendió. Las inconsistencias, pensó, son oscuras, no claras. En fin, el cura dejó de lado la minucia del lenguaje y volvió la mirada a la televisión, en el momento en que el periodista José Cárdenas adelantó en exclusiva que las investigaciones apuntaban a un auto secuestro. El cura casi pega un grito de susto, él que es la serenidad en movimiento. No entendió cómo una niña de cuatro años, con defectos motrices y una ternura angelical, pudo planear y llevar a cabo su propio secuestro. No le cupo en la cabeza esa línea de investigación, como ahora se dice de una buena pista. La desechó por aberrante, una locura propia de retrasados morales. Tal vez pensó que investigadores y periodistas eran víctimas de la peor de las imbecilidades, y entonces se apartó a rezar una sencilla oración para acallar sus aspavientos interiores, aunque siguió sin entender por qué se asignaba a una inocente pequeñita la sospecha de haber cometido un delito tan monstruoso, y además contra sí misma. Pasado el estupor, el padre Brown regresó al cuarto de la niña y al instante dedujo un puñado de conclusiones. Todo era tan obvio que se aburrió un poco; no tuvo necesidad de escuchar el testimonio de nadie, no obstante lo cual oyó con fingido desparpajo las voces a su alrededor. El caso lo resolvió mentalmente antes de veinticuatro horas. Salió de la habitación, vio de reojo las recámaras, la sala, la cocina y luego recorrió los pasillos hasta salir del edificio. Midió con la mirada las áreas comunes, los jardines, la alberca, el gimnasio y se sentó en la banca junto a unos rosales marchitos; se distrajo con el aleteo ascendente de las palomas en una tarde que caía misericordiosamente. Lamentó no traer en la bolsa de su vestido talar unos granos de trigo. Unos minutos después regresó al departamento de lujo donde decenas de investigadores aspiraba con alta tecnología todo tipo de migajas, huellas, pelusas y rastros de nada. El ir y venir de gente y aparatos lo puso un poco de malas, y en ese momento se dispuso a marcharse. En la mente llevaba el cuadro completo de los hechos. Sabía sin duda el curso de los acontecimientos y, a punto de alzar el vuelo la ancheta aquella, subió a la máquina que lo transportó más de cien años en el tiempo. Pensó en su siglo XIX, en la alharaca del progreso, la ciencia y el arte por el arte. Regresó sin entender por qué el Señor había castigado a la humanidad del siglo XXI arrancándole ojos, oídos y discernimiento. Y entonces, con su mirada triste clavada en el piso, rezó suplicando el perdón de sus pecados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario