El gran escritor católico François Mauriac decía en una conferencia que no es a los reinos de este mundo a los que le fue prometido que las puertas del infierno no prevalecerían contra ellos, sino tan sólo a la iglesia. Recordé a Mauriac a propósito de las debilidades de nuestra democracia y de los peligros autoritarios que la asechan. Esos peligros laten en las venas de la clase política y también por supuesto entre la ciudadanía. Nuestra democracia tiene sus propias raíces culturales pero no son tan profundas. Los deseos autoritarios están vivos y se expresan como aspiraciones individuales y colectivas, a veces de modo abierto y consciente y otras de manera inocente, indeliberada. Como cualquier virus, el peligro autoritario también ha mutado. Al menos en teoría, nadie descree de la democracia y nadie acepta que prefiere la dictadura. La teoría de que la democracia es la mejor forma de gobierno es cierta, pero también son ciertas las pasiones con que se lucha por el poder. Y las pasiones políticas son la materia que mejor nos permite evaluar con relativa precisión los avances y retrocesos de un régimen democrático, no el estado que guardan las teorías. Precisamente porque el peligro antidemocrático está más presente de lo que a veces suponemos, puede ser útil recordar algunas verdades básicas.
La democracia es un obra humana, obviamente imperfecta y desesperantemente perfectible. Como creación humana, la democracia participa, en palabras de Kant, del árbol torcido con que fue hecha la humanidad. Son muchos los críticos que no toman en cuenta este hecho básico. Por el contrario, los defectos de un régimen democrático son expuestos como pruebas concluyentes de que la democracia no sirve, de que ha fracasado. A este juicio inapelable suele seguir la expresión de un lugar común: lo que falla es el modelo (se refieren a la economía, pero un cambio de modelo económico no es como cambiar el modelo de un coche); sospecho que en esa expresión subsiste el prejuicio de la perfección. ¿No anda por ahí escondida la idea marxista de que el mundo mercantil sólo puede ser superado por una transformación radical de todas las relaciones concretas de la vida del hombre que existe en la sociedad? ¿No hay enraizada en esos críticos la antigua idea de perfección del orden social? Es injusto atribuir el descrédito de los sistemas democráticos a algún fallo en los principios; más bien hay que buscarlo en los defectos de gobiernos y gobernantes y en el carácter impersonal de las elecciones. Hace falta deslindar responsabilidades, no descalificar indiscriminadamente un régimen que, en nuestro caso, aún chorrea las aguas de su bautismo.
Nuestra democracia es joven. Además de los defectos propios del crecimiento, nos hemos apropiado de otros que nos influyen. La democracia norteamericana es admirable por algunas razones y criticable por otras. De ella no hemos imitado lo mejor y en cambio nos hemos agenciado de lo peor, generalmente de modo acrítico. De lo mejor no hemos aprendido, por ejemplo, la transparencia que permite descubrir abusos y delitos. Allá también la corrupción es un hecho, pero sería una necedad no reconocer que la impunidad no alcanza los niveles que padece la mayoría de los países, incluido el nuestro. De lo peor hemos copiado creencias y prácticas de apariencia democrática que, en los hechos, pervierten los principios. Igual que allá, también aquí la democracia ha producido una masa de víctimas que exige reparación. Nuestra democracia es joven y ya sufre algunas decadencias. Ella hace florecer virtudes y defectos, igualdades deseables e igualitarismos indeseables. El papel de víctima –más bien de ex víctima– es un rol privilegiado. Se exige la inmediata reparación de injusticias –reales o imaginarias– inferidas hace diez, cien o quinientos años. La justicia es escasa, limitada, pero a nadie conviene que la compasión ocupe el lugar de la justicia. Una sociedad de ex víctimas es, al fin, una sociedad fosilizada.
Bertrand Russell escribió que la envidia es la base de la democracia y recuerda que Heráclito decía que se debiera haber ahorcado a todos los ciudadanos de Éfeso por haber dicho: “No puede haber entre nosotros ninguno que sea el primero”. Lo cual significa que en Éfeso la envidia llegó al extremo de destruir los ideales de igualdad. También aquí, como en Estados Unidos, la cultura democrática ha degenerado en un sistema de cuotas que pervierte principios generales y cosifica a las personas. En nuestro caso la perversión ha llegado a la irracionalidad, como la nominación de un determinado porcentaje de mujeres a cargos de elección popular, las que luego son sustituidas por hombres (las llamadas “juanitas”). En la sustitución está la comicidad, no en la postulación. El hecho sería risible si no fuera porque esas mujeres son víctimas voluntarias de explotación política. Es más digno no ser nominado o nominada que serlo a sabiendas de que se está representando una farsa. Y aunque no fuera el caso, la nominación porcentual de cuotas a puestos públicos es justa por un lado e injusta por el otro; alienta y desalienta al mismo tiempo; amplía posibilidades de participación y a la vez las constriñe. Es grave que las mujeres sean tomadas como cuotas, no como personas inteligentes, preparadas, honradas y políticamente competentes para representar a la población de hombres y mujeres, de jóvenes y viejos, de ricos y pobres, de sanos y enfermos, de mayorías y minorías. Una mujer no representa mejor los intereses de las mujeres por el hecho de ser mujer, sino de ser mejor. Siendo mejor que unos y otras, representa con la misma calidad a unas y otros, a la diversidad que somos. El riesgo de esta falsa equidad es que nos puede llevar a exigir se postulen candidatos atendiendo a grupos de edad, condición social, escolaridad, discapacidad, preferencia sexual, color de la piel, estatura. . . ¿Es democrático exigir cuotas partidistas para los obesos, los ateos o los diabéticos? No olvidemos que una cuota positiva esconde siempre una cuota negativa. No basta ser débil para tener razón; es preferible ayudar a competir, y una competencia equitativa no se logra segregando las diferencias, sino integrándonos en ellas, no en un mar de particularismos que fragmentan la vida en común.
El mayor riesgo de la envidia es que, en el extremo, cultiva el rencor. Y entonces –volvamos a las palabras de Russell– se alza poderoso el peligro de que se degenere en una “orgía de odio”.
Las reformas que necesitamos deben, por un lado, alentar el interés de más ciudadanos en los asuntos públicos y en la edificación de una fuerte cultura cívica; por el otro, deben desalentar la creencia de que participar en política se reduce a pertenecer a un partido y exigir un cargo de representación o un empleo público. Parece una paradoja: alentar y desalentar. No lo es. Si un representante recibe un salario desmesurado, no veo cómo se puede desalentar la envidia que nos produce a quienes apenas ganamos la subsistencia, que somos casi todos. Se puede decir que una democracia consolidada lo es porque administra inteligentemente la envidia, sin asfixiarla, pues ella promueve la competencia y la democracia misma. Además de los salarios públicos, el método más seguro para ahuyentar el peligro de convertirnos en una sociedad de aspirantes a un cargo de elección es el de la responsabilidad. Un buen sistema de responsabilidades públicas es el mejor antídoto contra la tentación del mal.
Los dos años siguientes, con sus bruscas acometidas de humo, serán menos propicios para las reformas. En 2012 los ciudadanos sólo ratificaremos decisiones de las que no estamos enterados. Espero equivocarme, sabiendo que la esperanza –decía Mauriac– no es una virtud política, sino religiosa. Lo sabio es vivir con un activo y alegre escepticismo. Esto significa que no podemos eludir el deber de mejorar este pedacito de humanidad en el que nos ha tocado convivir.
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