En una de sus paradojas luminosas dice Chesterton que el hombre militar obtiene un poder civil proporcional a las virtudes militares que pierden los civiles. Bien entendido el mensaje, se puede decir que la virtud más útil y significativa de la vida civil es el valor civil (¿cuál otra si no?). Pero el poder civil de los militares, un poder perdido por los civiles, gradualmente deja de ser un poder civil para convertirse en un poder que tiene en la violencia su única fuerza. Nadie duda de que la valentía sea una virtud militar; el problema es dudar de que sea una virtud civil. En todo caso, la valentía militar y el valor civil corren en sentidos contrarios: la primera va hacia delante, adueñándose del terreno y de los símbolos, y la segunda viene hacia atrás, perdiendo espacios y significados.
La vida en México se ha militarizado sin que apenas lo hayamos advertido. No lo digo porque el Ejército se pasee por las calles combatiendo a los narcotraficantes, sin duda una muestra –pero no la más importante– de la corrosión que sufre el poder de la sociedad civil–, sino porque la vida civil ha hecho propias unas actitudes, unas conductas y un lenguaje bélicos cada vez más desprovistos de metáforas. Puede concederse que el ejército libre una guerra contra el narcotráfico, pero es sospechoso que sea el Estado el que exprese y asuma que la guerra la libra el Estado, con la implicación de que una guerra de un Estado sólo puede ser contra otro estado. Puede concederse también que se diga que la policía luche contra los delincuentes, aunque en realidad la función legal de las instituciones ministeriales y cuerpos policiales es la de investigar delitos y perseguir y detener a los probables delincuentes, y, dependiendo de su eficacia, llevarlos al juez para que los procese, los juzgue y los sentencie.
Pero la militarización –decía– no sólo ha invadido espacios que son propios de la sociedad civil y del valor civil, sino que su lenguaje ha impregnado el lenguaje de todas las instituciones públicas y privadas, de los individuos y los grupos. El belicismo está en todas partes y con respecto a todos los problemas. Se dice que hay que librar una guerra contra el cáncer, contra la pobreza, contra la desigualdad; se anuncia y lo aceptamos que se declaren batallas contra la obesidad, contra las enfermedades cardiovasculares, contra la diabetes; no nos sorprende que se declare una guerra sin cuartel contra la discriminación, la violencia doméstica o la piratería; no reparamos en las trampas que se esconden en las declaraciones de guerra contra todos los males públicos y privados, y no parece que el lenguaje le importe a nadie, como si no fuera una señal para sospechar que el discurso del poder es un discurso que ha convertido lo bélico en el idioma con el que busca espantar antes que persuadir, con un lenguaje que busca infundir miedo antes que valentía, con unas palabras que buscan impresionar antes que hacer pensar. También las leyes sufren este fenómeno bélico. Sus nombres y sus contenidos son claramente militares: ley contra la discriminación, reglamento contra el tabaquismo, punto de acuerdo contra la comida chatarra, convenios para combatir el fulgor de las estrellas, políticas sanitarias contra las enfermedades imaginarias, guerra sin tregua contra el mal de amores, cruzadas contra el sentido común y la automedicación, códigos voluminosos para combatir el desempleo, reglas y bases para luchar contra la economía informal, reformas fiscales para perseguir a los evasores. . .
Pero el Leviatán guerrero y belicoso no lo advertimos solamente en el discurso del poder político, en las leyes y en el lenguaje científico, académico e intelectual. El comercio también tiene en la guerra, en la violencia y en el combate (aéreo y terrestre, en la lucha cuerpo a cuerpo) los métodos de su acción. Los productos ya no se venden, se imponen mediante la fuerza de la reiteración, como bombardeos nocturnos a una ciudad dormida; la publicidad ya no busca convencer sino vencer; a los vendedores se les capacita no para que seduzcan al comprador, sino para que lo agredan, y al efecto se diseñan y se echan a andar “campañas agresivas”; los comerciantes compiten no con los usos de la razón, la elección libre y el convencimiento, sino mediante la fuerza militar que no deja salidas, opciones o negativas. Ciudadanos y consumidores somos los verdaderos enemigos de la guerra que doquier se libra, y de ellos se espera la rendición, el izamiento de la bandera blanca, la firma de un acuerdo incondicional de paz, lo que significa que se ha renunciado a la libertad y a la crítica, a la elección y al sentido común.
El lenguaje bélico y militar ha sido utilizado en todas las épocas; las metáforas que de ese léxico han sido aprovechadas por el lenguaje literario y por el habla común para describir con mayor precisión un hecho determinado, un fenómeno especial, una relación humana extrema. El problema es que en más de un sentido la metáfora ha muerto, por lo menos en esta cuestión de los términos militares aplicados a la vida común, a la vida que por definición es pacífica, cordial y civilizada. Antes se decía que en el amor y en la guerra todo se vale, seguramente porque una guerra es siempre cruel y porque el amor acaba muchas veces en una guerra desenfrenada. El adagio es evidentemente falso, pues todas las actividades humanas tienen uno o varios límites, pues de lo contrario no serían humanas. George Steiner dice que una ruptura amorosa es siempre una colisión de dos trenes a alta velocidad, y todos conocemos uno o varios casos en que los amantes (o ex amantes) son capaces de albergar un odio mortal (que ni la muerte vence). Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre cómo el lenguaje bélico –por eso es bélico– le ha ganado casi todos los espacios al lenguaje civil. Peor aún, del lenguaje ha transitado a los hechos, a eso que dice Chesterton de que el poder civil que gana el poder militar es un poder que pierde el poder civil.
La fuerza civil tiene una diferencia fundamental respecto de la fuerza militar: no tiene ni busca héroes. Por eso es que el poder civil es una fuerza superior cuando se organiza, actúa y transforma. En el poder civil no hay héroes y tampoco caudillos. Es un poder que no se puede retratar pero cuya fuerza se siente y se hace sentir. Ante el fracaso del poder militar en la guerra contra el narcotráfico, parece que ya puede el poder civil recuperar la acción democrática que le corresponde legal y moralmente. Contaminados de lo bélico, muchos intelectuales proponen una insurrección civil, un levantamiento ciudadano, una rebelión democrática. Valen como metáforas, pero se puede decir lo mismo de un modo menos violento. Necesitamos, en efecto, que la fuerza civil sea la fuerza del valor civil. Por más demagogia que distribuyan los poderosos, los ciudadanos no tenemos formas o medios prácticos de participar en la decisión de asuntos que de manera especial nos afectan a todos. Porque demagógicas son las consultas ciudadanas, los consejos de participación social, las comisiones consultivas, las oficinas de atención ciudadana y demás mascaradas democráticas. El mal del militarismo, reflexiona Chesterton, no es que enseñe a ciertos hombres a ser fieros, arrogantes y excesivamente belicosos, sino que enseña a la mayoría delos hombres a ser dóciles, tímidos y excesivamente pacíficos. A fin de cuentas, el militarismo enseña la disciplina, no el valor. Y muchos gobernantes, comerciantes, medios de comunicación, líderes religiosos y caudillos intelectuales nos quieren obedientes y sumisos, no preguntones o suspicaces. El notable filósofo francés Paul Ricoeur escribió un libro profundo y bello titulado La metáfora viva. La lección no puede ser más oportuna: buscar el significado de las palabras y las cosas es el camino que tenemos los seres humanos para librarnos de la simulación y la ambigüedad generalizadas.
La vida en México se ha militarizado sin que apenas lo hayamos advertido. No lo digo porque el Ejército se pasee por las calles combatiendo a los narcotraficantes, sin duda una muestra –pero no la más importante– de la corrosión que sufre el poder de la sociedad civil–, sino porque la vida civil ha hecho propias unas actitudes, unas conductas y un lenguaje bélicos cada vez más desprovistos de metáforas. Puede concederse que el ejército libre una guerra contra el narcotráfico, pero es sospechoso que sea el Estado el que exprese y asuma que la guerra la libra el Estado, con la implicación de que una guerra de un Estado sólo puede ser contra otro estado. Puede concederse también que se diga que la policía luche contra los delincuentes, aunque en realidad la función legal de las instituciones ministeriales y cuerpos policiales es la de investigar delitos y perseguir y detener a los probables delincuentes, y, dependiendo de su eficacia, llevarlos al juez para que los procese, los juzgue y los sentencie.
Pero la militarización –decía– no sólo ha invadido espacios que son propios de la sociedad civil y del valor civil, sino que su lenguaje ha impregnado el lenguaje de todas las instituciones públicas y privadas, de los individuos y los grupos. El belicismo está en todas partes y con respecto a todos los problemas. Se dice que hay que librar una guerra contra el cáncer, contra la pobreza, contra la desigualdad; se anuncia y lo aceptamos que se declaren batallas contra la obesidad, contra las enfermedades cardiovasculares, contra la diabetes; no nos sorprende que se declare una guerra sin cuartel contra la discriminación, la violencia doméstica o la piratería; no reparamos en las trampas que se esconden en las declaraciones de guerra contra todos los males públicos y privados, y no parece que el lenguaje le importe a nadie, como si no fuera una señal para sospechar que el discurso del poder es un discurso que ha convertido lo bélico en el idioma con el que busca espantar antes que persuadir, con un lenguaje que busca infundir miedo antes que valentía, con unas palabras que buscan impresionar antes que hacer pensar. También las leyes sufren este fenómeno bélico. Sus nombres y sus contenidos son claramente militares: ley contra la discriminación, reglamento contra el tabaquismo, punto de acuerdo contra la comida chatarra, convenios para combatir el fulgor de las estrellas, políticas sanitarias contra las enfermedades imaginarias, guerra sin tregua contra el mal de amores, cruzadas contra el sentido común y la automedicación, códigos voluminosos para combatir el desempleo, reglas y bases para luchar contra la economía informal, reformas fiscales para perseguir a los evasores. . .
Pero el Leviatán guerrero y belicoso no lo advertimos solamente en el discurso del poder político, en las leyes y en el lenguaje científico, académico e intelectual. El comercio también tiene en la guerra, en la violencia y en el combate (aéreo y terrestre, en la lucha cuerpo a cuerpo) los métodos de su acción. Los productos ya no se venden, se imponen mediante la fuerza de la reiteración, como bombardeos nocturnos a una ciudad dormida; la publicidad ya no busca convencer sino vencer; a los vendedores se les capacita no para que seduzcan al comprador, sino para que lo agredan, y al efecto se diseñan y se echan a andar “campañas agresivas”; los comerciantes compiten no con los usos de la razón, la elección libre y el convencimiento, sino mediante la fuerza militar que no deja salidas, opciones o negativas. Ciudadanos y consumidores somos los verdaderos enemigos de la guerra que doquier se libra, y de ellos se espera la rendición, el izamiento de la bandera blanca, la firma de un acuerdo incondicional de paz, lo que significa que se ha renunciado a la libertad y a la crítica, a la elección y al sentido común.
El lenguaje bélico y militar ha sido utilizado en todas las épocas; las metáforas que de ese léxico han sido aprovechadas por el lenguaje literario y por el habla común para describir con mayor precisión un hecho determinado, un fenómeno especial, una relación humana extrema. El problema es que en más de un sentido la metáfora ha muerto, por lo menos en esta cuestión de los términos militares aplicados a la vida común, a la vida que por definición es pacífica, cordial y civilizada. Antes se decía que en el amor y en la guerra todo se vale, seguramente porque una guerra es siempre cruel y porque el amor acaba muchas veces en una guerra desenfrenada. El adagio es evidentemente falso, pues todas las actividades humanas tienen uno o varios límites, pues de lo contrario no serían humanas. George Steiner dice que una ruptura amorosa es siempre una colisión de dos trenes a alta velocidad, y todos conocemos uno o varios casos en que los amantes (o ex amantes) son capaces de albergar un odio mortal (que ni la muerte vence). Sin embargo, vale la pena reflexionar sobre cómo el lenguaje bélico –por eso es bélico– le ha ganado casi todos los espacios al lenguaje civil. Peor aún, del lenguaje ha transitado a los hechos, a eso que dice Chesterton de que el poder civil que gana el poder militar es un poder que pierde el poder civil.
La fuerza civil tiene una diferencia fundamental respecto de la fuerza militar: no tiene ni busca héroes. Por eso es que el poder civil es una fuerza superior cuando se organiza, actúa y transforma. En el poder civil no hay héroes y tampoco caudillos. Es un poder que no se puede retratar pero cuya fuerza se siente y se hace sentir. Ante el fracaso del poder militar en la guerra contra el narcotráfico, parece que ya puede el poder civil recuperar la acción democrática que le corresponde legal y moralmente. Contaminados de lo bélico, muchos intelectuales proponen una insurrección civil, un levantamiento ciudadano, una rebelión democrática. Valen como metáforas, pero se puede decir lo mismo de un modo menos violento. Necesitamos, en efecto, que la fuerza civil sea la fuerza del valor civil. Por más demagogia que distribuyan los poderosos, los ciudadanos no tenemos formas o medios prácticos de participar en la decisión de asuntos que de manera especial nos afectan a todos. Porque demagógicas son las consultas ciudadanas, los consejos de participación social, las comisiones consultivas, las oficinas de atención ciudadana y demás mascaradas democráticas. El mal del militarismo, reflexiona Chesterton, no es que enseñe a ciertos hombres a ser fieros, arrogantes y excesivamente belicosos, sino que enseña a la mayoría delos hombres a ser dóciles, tímidos y excesivamente pacíficos. A fin de cuentas, el militarismo enseña la disciplina, no el valor. Y muchos gobernantes, comerciantes, medios de comunicación, líderes religiosos y caudillos intelectuales nos quieren obedientes y sumisos, no preguntones o suspicaces. El notable filósofo francés Paul Ricoeur escribió un libro profundo y bello titulado La metáfora viva. La lección no puede ser más oportuna: buscar el significado de las palabras y las cosas es el camino que tenemos los seres humanos para librarnos de la simulación y la ambigüedad generalizadas.
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