La envidia, ese defecto o pecado tan humano como deshumanizador, es una virtud necesaria de la política. Es el motor de la democracia, la llave que echa a andar la máquina de la inconformidad, la que mantiene el funcionamiento de la competencia. Las reglas democráticas, las mínimas indispensables para evitar que los competidores se arranquen el corazón, quedan reducidas a polvo de oropel en el campo de batalla de la competencia apasionada por el poder. De la envidia dice Baruch Spinoza que es la tristeza ante el bien ajeno. Escribe que lo más agradable para el envidioso es la desgracia de los demás, y lo más insoportable la dicha del otro. El que imagina que otro le odia y cree no haberle dado causa para ello, sentirá a su vez odio contra él. Es así, concluye, que la envidia es el odio mismo. La envidia –defecto o afección o pecado– es la causa que más sufrimiento y dolor le produce a los seres humanos. Es curioso que, siendo la afección espiritual más cotidiana, es a la vez la más negada, disfrazada y soterrada. Ya lo dirán los curas o los psicólogos, pero no es común que una persona confiese que se muere de envidia, que sufre mucho porque el vecino cuida su jardín, porque el amigo ha obtenido un excelente puesto, porque el de junto se declara católico y se pasea tan campante con su Amelia, y encima el muy cínico nos saluda con una amabilidad que trasmina el corazón de veneno corrosivo, o porque esa vieja guandajona es una ignorante y sin embargo se va de vacaciones a Europa. “Nadie envidia por su virtud a otro que no sea su semejante”, dice Spinoza. De aquí se sigue que la democracia, que funda su legitimidad originaria en la igualdad, es la forma de gobierno que postula la semejanza de todos; es decir, de todos contra todos. Igualar a los semejantes es la materia prima de la democracia.
Vicio privado, virtud pública. Sin la envidia no habría competencia política; sin ella la inmensa mayoría de los ciudadanos tendría la cordura de advertir que la lucha por el poder es un asco; en casos menos radicales, la gente tendría conciencia de que la profesión política es una actividad que requiere estómago, hígado, intestinos y un gusto especial por los platos de sapos babosos. Un bufet de sapos, tal es el escenario donde se libra la lucha por el poder, diría el viejo Adolfo Ruiz Cortines. Sin la envidia, muy pocos sacrificarían los goces de la vida privada, los del espíritu y los del cuerpo. Pero los goces diabólicos del poder pertenecen a una dimensión superior.
Antes se decía que la política estaba reservada –o debía estar reservada– a los que tenían vocación de servicio. La primera virtud que adornaba el currículum de un político en tiempos autoritarios era la vocación de servicio. En teoría, esa virtud suponía que aquella persona había nacido para servir a los demás, a sus iguales. El político del autoritarismo llegaba a creerse el cuento del sacrificio como destino. Pocas cosas primitivas había en los viejos políticos como esa sensación de que estaban condenados a servir a los otros. Servir es un privilegio, peroraban. Las cosas han cambiado radicalmente. Con la democracia y sus ideales igualitarios, la vocación de servicio ha perdido su viejo sentido. Con los sueldos y privilegios que disfrutan los gobernantes, la vocación de servicio quedó reducida a polvo demagógico. El intelectual francés Jean Baudrillard escribió que los ciudadanos tenemos una deuda de gratitud con los políticos profesionales, pues a ellos les corresponde la inmunda tarea de cargar con el cadáver pestilente del poder. Pero Baudrillard no tomó en cuenta que son legiones los que deseamos participar en la fúnebre procesión.
La pasión, decía Hobbes, favorece la guerra; pero no la guerra de todos contra todos, sino la guerra racional atizada por la desconfianza y el miedo generalizados, la guerra de algunos contra algunos, de un grupo contra otro grupo, el odio llano como única fuerza motriz. De la política se dice que es una actividad racional, lo cual no quita que el poder se dispute con tanta pasión: la lucha por el poder es apasionada pero no apasionante. Y en la pasión política la envidia es el móvil primario; por eso es la virtud democrática por excelencia. Sin ella, la democracia no se habría impuesto como la forma de gobierno menos mala de cuantas ha conocido la humanidad. El mundo se habría quedado irremediablemente en la Edad Media, donde cada quien tenía un sitio, un destino, un mandamiento divino. La envidia, sin embargo, puede degenerar y poner en riesgo la estructura democrática. Una mala administración de la envidia puede ser fatal. Los equilibrios son necesarios y las leyes y reglas que rigen la lucha por el poder son buenas si son capaces de tener bajo ciertos controles los niveles de la envidia e impedir que el odio degenere en una selva incontrolable. La envidia es una pasión doméstica pero no domesticada. Es tarea de los ciudadanos el trabajo de paciente domesticación.
La envidia es el odio mismo, repite Spinoza. Pero el odio, como el vino, tiene grados, niveles y peligros. Dicen que el odio teológico es el más intenso de todos. Es fácil comprobarlo: bástenos un breve recorrido por las guerras, crímenes y asesinatos en nombre de Dios. El segundo odio formidable es el de los filósofos, que se han pegado hasta con la cubeta en nombre de la verdad. El tercero es el de los amantes. Pero otros odios son asimismo temibles: el odio de los artistas es tan intenso como el de los teólogos. Basta escuchar cómo se califican entre sí poetas, músicos, pintores, novelistas, bailarinas, dramaturgos, actores y demás sensibilidades estéticas. El odio entre mujeres suele ser espeluznante. El de los homosexuales suele ser sanguinario. No obstante, el odio político es el más común y dañino de cuantos conocen los tiempos modernos: ocurre todos los días, a todas horas y en todos los sitios; y en un régimen democrático abarca a muchedumbres deseosas de poder y reconocimiento. El odio político es en apariencia inofensivo; sus consecuencias, sin embargo, causan más daños que todas las guerras juntas, como que, sin que apenas se note, se llevan entre las patas a todo un pueblo cuando lo empobrecen y lo humillan. No exacerbar el odio es quizá la tarea fundamental de un buen gobierno, donde el manejo de la envidia colectiva es de suma importancia.
¿Qué es la guerra de tribus salvajes en el PRD sino una lucha encarnizada movida por la envidia? Ya ni las ideologías juegan el papel que en el pasado los movía a reñir de sol a sol, incluidas las noches nubladas. ¿Por qué están perdiendo el poder los panistas sino porque internamente no han sido capaces de administrar sabia y científicamente la envidia? En la administración de la envidia está la clave para ganar el poder y para no perderlo a las primeras. El inteligente reparto del poder es la manera más eficaz para que la envidia no idiotice a los competidores. El PAN, que ganó el poder el año 2000, ha contribuido a la democracia como ninguna otra institución. Los gobernantes panistas exageraron la planta laboral, los salarios y los privilegios. Pero su pésima administración de la envidia los tiene noqueados. No asimilaron la lección mafiosa que predica no llamar la atención, no despertar envidias. Por eso la envidia no puede ni debe ser apachurrada. Administrar la envidia no significa acortarla sino acotarla. Si, como sugería Platón, la política es el arte del pastoreo, el buen gobernante sabe que las ovejas lo son solamente en la apariencia.
Somos humanos porque necesitamos ser reconocidos. “Los grupos políticos genuinos, dice Peter Sloterdijk, son campos de fuerza en los que cristalizan pasiones en torno a la autoestima”. No soportamos que el otro (el igual a uno) sea prestigiado con un cargo, un honor, un premio. La lealtad es frágil y la envidia es poderosa. Por eso los ciudadanos debemos tener cuidado al elegir a los gobernantes. La tarea democrática más importante es impedir, en la medida de lo posible, que gobiernen los peores, que son aquellos que padecen sentimientos de inferioridad tan profundos como transparentes.
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