domingo, 1 de noviembre de 2009

Poder moderado o poder autoritario

Somos una república federal y hace mucho que no queremos ser otra cosa. Sin embargo, los estados libres y soberanos que integran la federación no son tan libres y nunca han sido soberanos; pero hemos andado por el camino federalista por más de ciento ochenta años y nadie ha vuelto a proponer, desde el triunfo de la República en 1867, la modificación de nuestra forma de gobierno. En las primeras dos décadas del siglo XIX ignorábamos lo que era una federación y acaso también lo que era una república. A pesar de lo cual la decisión de los constituyentes de 1823-1824 fue la mejor entre las posibilidades de entonces, ya reducidas a dos: república federal o república central. La monarquía fue derrotada en dos ocasiones, con argumentos y con armas, y nos enorgullece esa etapa única en la historia de México llamada la “República restaurada”. Sabemos, sin embargo, que el sistema federal ha sido entre nosotros una división geográfica antes que una división política. A pesar de los argumentos federalistas de Ramos Arispe, fray Servando y Bustamante y no obstante la exigencia de autonomía de las Provincias, en los hechos se impuso el sistema defendido por los centralistas: una república unitaria con un poder ejecutivo central fuerte. Ese poder ejecutivo central y poderoso fue una realidad omnipresente durante el siglo XX, de 1929 al año 2000. El federalismo mexicano, pues, es joven; sólo lo estamos conociendo en años recientes; la democracia, que es deliberación pública, ha invitado a la mesa principal a los gobernadores; la fuerza de éstos es real (como tales y como miembros de un partido político); y en los asuntos más importantes de la agenda nacional el peso político de los titulares de los poderes ejecutivos estatales es el factor de poder que nos faltaba.
El presidencialismo mexicano no es ya el mismo; debilitadas las atribuciones extra y meta constitucionales del presidente de la república, lo que hoy se puede ver es un equilibrio de poderes federales como nunca antes tuvimos. Con sus evidentes imperfecciones, la democracia funciona en el orden federal de competencia; hay división de poderes y el régimen representativo ha dejado de ser una ficción; en el poder legislativo se delibera, el poder judicial no es ya el órgano de complicidades presidenciales y los funcionarios de la aún poderosa administración pública federal son vigilados por diputados y senadores y por los medios de comunicación. La democracia ha consolidado a los poderes federales; no están exentos de graves defectos, de lamentables retrocesos, pero es una tontera no reconocer que la política nacional de nuestros días se ha distanciado del régimen autoritario. ¿Por qué esa misma suerte no se ha seguido en los estados de la federación, en sus regímenes internos? En los estados el camino ha sido lento. Los poderes locales, excepto en aquellos estados donde la composición de las legislaturas está bien distribuida entre dos o tres partidos y donde la conciencia política está más arraigada (pienso en los estados norteños), mantienen un poder ejecutivo central y omnipotente. Administradores de los recursos públicos de sus estados, los gobernadores suelen tener en la asignación presupuestaria un instrumento arbitral (y arbitrario) que gasta caprichosamente y asigna recursos a los municipios con reglas que no favorecen su autonomía ni su desarrollo. Es justo decir que permanece el prejuicio centralista contra los estados. En el centro se mantiene la creencia de que los estados son eternos pedigüeños, incapaces de generar recursos propios (instituir y cobrar nuevos impuestos); no se quiere ver que el régimen federal nació bien y se desarrolló mal; no se quiere recordar que el gobierno federal fue acumulando nuevas facultades y funciones, algunas de las cuales estuvieron históricamente en el ámbito local de competencia; no se quiere advertir que el artículo constitucional que canceló el régimen federalista, el 124, es no solamente la disposición más cómica de la carta magna, sino la que anuló el potencial político y fiscal de los estados. Si los estados tienen todas las atribuciones que la Constitución no reserva a otras autoridades, en los hechos ese todo quedó reducido a nada. El artículo 124 también puede enunciarse de este modo: los estados tienen todas las facultades, excepto todas. Los acuerdos de coordinación fiscal han sido, hasta hoy, cartas de renuncia: los estados renuncian a cobrar impuestos y a cambio el gobierno federal les incrementa las participaciones. El resultado es que el patrimonialismo federal goza de cabal salud y los gobiernos de los estados han reproducido en su régimen interno los vicios del centralismo, en perjuicio de las autoridades municipales y de las comunidades básicas de la sociedad nacional. El prejuicio centralista anida en la política, en las visiones de los intelectuales y en los medios de comunicación.
El centralismo político, cultural, económico y religioso del Virreinato sobrevivió al primer imperio, a la primera república federal, a la Constitución liberal de 1857, a la revolución de 1910, a la Constitución de 1917. . . Sobrevivió durante todo el siglo XX: a los discursos del 5 de febrero de cada año en el Teatro de la República, a la fuerza regional de algunos caciques y gobernadores, a la oposición que abanderó la antiquísima pero justa causa de la elección libre de los ayuntamientos, a la manifiesta injusticia en la distribución del presupuesto, al sentido común que ha sugerido un federalismo descentralizado. En esta primera década del siglo XXI, en las vísperas de las conmemoraciones del bicentenario del inicio de la Revolución de Independencia, el federalismo ha acrecentado sus bondades políticas y culturales, pero mantiene los peores vicios de su trayecto histórico. Los estados libres y soberanos han reproducido en su régimen interior el presidencialismo autoritario del siglo XX.
Montesquieu hace decir a uno de los personajes de sus Cartas persas el “El príncipe impone el carácter de su espíritu a la corte, la corte a la ciudad, la ciudad a las provincias”. La federación mexicana nació, para bien, con un acto de mimetismo; pero su desarrollo a lo largo de casi doscientos años ha preservado, para mal, lo peor de la calca original. No comparto la opinión de que el sistema federal de 1824 fue producto de una copia simple del sistema estadounidense. Las influencias que mostraron los pensadores y políticos de la primera república federal eran variadas y provenían del pensamiento liberal de Francia, de Inglaterra y de la propia España; a esos influjos doctrinales se agregó la experiencia de trescientos años de decisiones impuestas desde el centro y, naturalmente, la experiencia que acababa de ofrecer al mundo el sistema federal de Estados Unidos. Pero aun el sistema federal norteamericano estuvo influido por Montesquieu. La lección fundamental del Espíritu de las leyes es la moderación. Independientemente de la forma de gobierno adoptada, el régimen moderado es el fundamento del estado moderno. “El poder limitado es el único poder legítimo”, escribió. Montesquieu es tan actual como las noticias de último momento; a él debemos los fundamentos de la política pluralista que hoy tratamos de entender y aplicar; él fue el primer pensador político en explicar la necesidad de unir lo universal y lo particular, de pensar en lo general y lo diferencial, de conciliar la diversidad con algunos principios básicos, uno de los cuales es que el poder es moderado o es tiránico. ¿Cómo fortalecer a los estados de la federación y a la vez limitar su poder? El equilibrio de poderes preserva los intereses individuales; ese equilibrio separa lo público y lo privado, la política y la economía; concede a la política su autonomía de la moral y de la religión y pugna por la pluralidad de partidos políticos y medios de comunicación. Tal es, me parece, la desafiante lección que el pensador liberal nos ofrece: poder moderado o poder autoritario.

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