La aprobación del presupuesto federal se parece mucho al rabino de los milagros de una antigua canción cómica judía, que es capaz de hacer correr a un ciego, ver a un sordo y oír a un cojo, y luego se mete al agua vestido y sale de ella milagrosamente mojado. Algo de cómico tiene el proceso de aprobación del presupuesto público en tiempos de recesión. Es el milagro rabínico. Supongo que no es mera coincidencia que en el momento en que los diputados inician el sorteo de los intereses en pugna, el presidente Calderón anuncia el fin de la recesión. ¿No estamos ante un milagro? ¿No han llegado las palabras del presidente en el preciso instante en que todos quieren que el reparto del pastel sea en tajadas rebosantes?
La guerra por el presupuesto es una guerra de banderas, todas compitiendo en belleza y honorabilidad. ¿Quién puede negar la honorabilidad democrática de la educación universitaria, de los derechos humanos, de la lucha contra la pobreza o de la promoción de la cultura? Pero ¿quién de los portadores de tan honorable estandarte advierte que la educación universitaria es una calamidad, que los derechos humanos no son sino un trampolín político, que los pobres no son sino el pretexto para engordar el gasto administrativo o que la cultura suele exaltar la mediocridad artística o literaria? El presupuesto de egresos posee, sin embargo, un significado que matiza los mareos ideológicos y la grandilocuencia de los propósitos: nos devuelve a la realidad. Los recursos son más limitados que nunca y las honorabilidades públicas han incrementado su número y su derecho semántico de exigir más dinero. Pero si los recursos son limitados y las honorabilidades públicas son ilimitadas, el dispendio, ese mal entrañable de las burocracias, serpentea por todos lados. Su veneno depredador ha dejado de pertenecer en exclusiva a los poderes administrativos; en los tiempos del presidencialismo exacerbado suponíamos, con razón, que el poder ejecutivo concentraba lo mejor y lo peor de la ineficiencia y la corrupción. Era razonable que lo pensáramos. Pero en cuanto las funciones y los recursos corrieron a la par de la división de poderes, los defectos de la burocracia se extendieron a todas partes: universidades públicas, instituciones políticas, organismos de investigación científica y humanista, institutos electorales, comisiones de derechos humanos, poderes estatales y administraciones municipales. . . ¿Cómo deshacer el mal sin regresar a los decretos presidenciales?
Las exigencias de incrementos presupuestales se expresa de un modo aislado y desordenado. No existe una articulación de prioridades e intereses que muestre el cuadro completo de la realidad financiera y económica del país. Cada cual tira para su lado, sin apenas rozar las necesidades del resto de los peticionarios. El denominador común es la ausencia de autocrítica. Gobernar se ha encarecido a grados irracionales. Con crisis y sin ella, el costo del gobierno es desmesurado. Esta verdad se sabe, se prueba, se comunica. Pero no pasa nada. En la distribución presupuestal de los recursos concurren dos defectos profundamente enraizados en nuestra equivocada cultura política: por un lado, la sacralización del poder público; por el otro, la banalización de problemas reales cuya atención se pospone indefinidamente. En el primer caso, se mantiene la creencia de que el servicio público es un enorme sacrificio que debe remunerarse sin restricciones. Si gobernar está resultado tan caro se debe en buena medida a esa absurda creencia. Junto a ella, la sacralización de algunas actividades que pretenden, con el puro nombre, alegar derechos que no se legitiman con realidades. Pero ninguna institución u organismo que dependen del presupuesto federal rinden cuentas de sus funciones, salvo para justificar por medio de papeles que gastaron lo que recibieron, no la evaluación cualitativa del gasto. Si se trata de un programa social de combate a la pobreza, no sabemos el impacto que los recursos tienen en la calidad de vida, en el bienestar de los beneficiarios, en la formación de nuevos hábitos y destrezas. La mayoría de los programas de desarrollo social son hijos de la providencia, no de un estado que educa cuando reparte o distribuye, no de un estado que ofrece beneficios y al mismo tiempo exige responsabilidades.
La asociación eficacia-burocracia es acaso el fenómeno más perverso de la moral pública. Lo cierto es que las buenas intenciones y las mejores causas no aumentan la riqueza; sin embargo, los peticionarios de más presupuesto arguyen bien al señalar que el dispendio público es un mal que debe corregirse, argumento que los incluye también a ellos. Por más argumentos que se planteen a favor de la educación, los derechos humanos, la lucha contra la pobreza o la promoción de la cultura, no quedan por ello excluidos de formar parte del conjunto de las necesidades sociales.
Pero ¿dónde podemos encontrar el verdadero milagro?
El país está hecho de milagros, pero no son los del presupuesto público. No somos pocos los que podemos dar fe del milagro de la multiplicación de los panes. La mesa del comedor es un milagro cotidiano pero inexplicable. ¿De dónde han salido esas hermosas y variadas viandas? Algunos tenemos suerte, no lo niego; pero la suerte escasea ahí donde la amargura entroniza sus demonios. Gracias a la bendita impertinencia de los hijos, repentinamente llegan tres o cinco o diez invitados que se aposentan frente a la mesa y sonríen con una alegría contagiosa. Entonces empieza el milagro: ¿de dónde están surgiendo las cazuelas desbordantes de sopa, caldo y carne? ¿Dónde está el misterio? ¿Quién puede hacer estos malabares fantásticos que nos dejan a todos con el estómago lleno y el corazón contento? ¿De dónde salió el vino, las cervezas, el agua de frutas? ¿Quién trajo el pastel, la nieve, el arroz con leche?
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