sábado, 28 de noviembre de 2009

Veracidad y proporción

George Orwell cuenta en su Diario de Guerra un chiste de dos judíos alemanes que se encuentran en un tren:
“Primer judío: ¿A dónde vas?
Segundo judío: A Berlín.
Primer judío: ¡Mentiroso! Lo dices sólo para engañarme. Sabes que si dices que vas a Berlín pensaré que vas a Leipzig y en realidad, asqueroso truhán, ¡vas a Berlín!”
No sé si viene al caso. Lo recordé a propósito de la reunión del Consejo Nacional de Seguridad Pública en la que varios gobernadores criticaron la encuesta del Instituto de Estudios sobre la Inseguridad (ICESI), una agrupación ciudadana cuyo objeto legal es precisamente el de conocer y difundir, en apoyo al poder público y a la sociedad, las distintas realidades de un problema complejo como el de la criminalidad y la violencia. Antes de entrar en las brechas siempre resbaladizas de los puntos de vista, los intereses y los enfoques, conviene poner atención en el camino, advertir la claridad de lo inequívoco: las reuniones de la república han mudado su sede, sus rituales, sus protocolos y sus reglas. De la pompa monárquica del Teatro de la República se ha transitado a una sala de trabajo; el objetivo de las reuniones republicanas no es ya la conmemoración festiva de un acontecimiento histórico sino el análisis de un problema grave de la sociedad y del Estado; los gobernadores ya no son invitados de honor que aplauden las proezas presidenciales sino actores que expresan su inconformidad y manifiestan la diversidad regional y estatal del país; los funcionarios federales (gobernación, procuraduría general de la república, seguridad pública) no son ya aquellos soldados imperturbables del presidencialismo autoritario, y el mismo presidente de la república, acotado por las nuevas realidades políticas del país, se ve compelido a fungir como un líder que media entre diferencias –independientemente del juicio que nos merezca el liderazgo de Felipe Calderón– y no el todopoderoso gobernante que lanza línea y exige obediencia. En la mutación política de las reuniones republicanas la democracia es la clave explicativa. Vista la mutación con los ojos de quienes vimos las reuniones de la república de José López Portillo, no podemos menos que advertir el avance democrático. La democracia, aunque pazguata y desgarbada, abre puertas y ventanas; es, por lo mismo, un punto de partida.
Los gobernadores no tienen la razón pero tienen razones. Las autoridades federales, tan hechas para explicar el país con la aritmética del escritorio, conocen poco y mal las realidades regionales y estatales del país que gobiernan. El hecho de que la encuesta sobre inseguridad provenga de una institución ciudadana no es garantía de absoluta fiabilidad, pero hacen mal los gobernadores en descalificarla, al menos en términos absolutos. Si un defecto básico tiene esa encuesta es su presentación. Si la criminalidad no sabe de fronteras, no parece acertado ofrecerla estatalmente, pues no refleja la complejidad regional del problema. Algunos gobernadores dudaron de la metodología, otros prescribieron su caducidad (¡como si estuviéramos a años luz del 2008!) y unos más se sintieron ofendidos porque en ella no se reflejan los avances del 2009. En los argumentos de los gobernadores hay un poco de todo. El de Chihuahua fue el más certero: ¿las virtudes son nacionales y los defectos son estatales? Su comentario apunta en la dirección que expongo: las variables regionales son insustituibles y no pueden estrecharse en el reducido marco del territorio estatal. Por ejemplo, comparados el territorio y la demografía de Chihuahua y Querétaro, la conclusión obvia es que el estado norteño es más seguro que el queretano. Un estado territorialmente pequeño y plano como Aguascalientes es más inseguro que Yucatán o Veracruz. Un espacio reducido de Ecatepec es más violento que toda la Tarahumara. Ciudad Juárez, una de las fronteras más violentas del mundo, no es, paradójicamente, la ciudad más insegura del país. La encuesta del ICESI no es solamente numérica; también es subjetiva, psicológica. Ya sabemos que no se puede explicar la inseguridad con la mera estadística delictiva. La sensación de inseguridad también es eso, una percepción. ¿Dónde se originan las percepciones de inseguridad? ¿Quién las fabrica y las difunde? ¿Quién matiza o magnifica la información, quién la esconde o la proclama, quién la muestra desinteresadamente o trafica con ella?
Los medios de comunicación suelen presentar, en vivo y a todo terror, las espectaculares detenciones de bandas delictivas o la comisión de un horrendo crimen. Los datos nos muestran que de cada diez detenidos, nueve son liberados en pocas horas por falta de elementos de prueba para consignarlos. Eso significa que las detenciones son arbitrarias, indiscriminadas, injustas. No es una casualidad: las autoridades policiales han entrado al juego del show mediático postulando una eficacia absolutamente ineficaz. La percepción obvia es que el país chorrea sangres por todos sus poros y que ha llegado la hora de desconfiar hasta de la propia sombra. Es criticable que las autoridades magnifiquen los logros policiales, que mediaticen los resultados o encubran su ineficiencia y corrupción, pero es más criticable que los medios informativos, en nombre de la libertad de expresión, abandonen la responsabilidad del juicio, evadan el deber de la suspicacia, desestimen la tarea de la propia indagación y minimicen su obligación electiva de jerarquizar.
En su defensa, los medios esgrimen con frecuencia el argumento del realismo. La realidad, dicen, es la realidad y hay que transmitirla tal cual. La realidad, sin embargo, no tiene una sola cara, y los medios de comunicación tienen para sí la responsabilidad de verla y plasmarla con veracidad proporcional y una crítica racional, inteligente y también proporcionada. La desproporción suele ser el peor defecto de los medios. Desfiguran el hecho, tuercen la escena, encajonan a los personajes. El eterno opositor no dice que el presidente Calderón se equivoca porque sus decisiones sean malas, sino que las decisiones son malas porque provienen del presidente Calderón. Informar y criticar de un modo automático es renunciar a la identidad del crítico, una manera de renunciar a la responsabilidad. Se suele decir que en materia de libertad de expresión es preferible el exceso que el defecto. La solución al dilema puede ser certera, pero el dilema es generalmente falso. No existe en los hechos esa polaridad. Entre el exceso y el defecto existe eso que Primo Levi llamaba la zona gris, un amplio campo de posibilidades de reflexión, interpretación y decisión informativas. Somos dados a formular los problemas de un modo extremo, tajante, maniqueo. Admiramos la valentía del crítico, no la calidad de la crítica o la veracidad proporcionada; exaltamos la estridencia antes que la mesura y el alarido antes que la temperancia. Cada vez que alguien grita “Esto o lo otro” es muy probable que esté renunciado a la razón, a la inteligencia. El ejercicio de la crítica es un privilegio del cual debemos responder. La primera responsabilidad mediática es con el sentido (de la verdad, de la justicia, de la libertad, de la democracia). El crítico “comprometido” puede ser admirable por su valentía, pero es más útil el crítico “responsable”, el que sabe que el privilegio de la crítica y de la información lleva implícitas todas las agravantes y ninguna atenuante.
¿Qué creer y a quiénes creer? No es un problema de creencias sino de inteligencia. Conviene aceptar aquello que más se acerque a nuestro sentido de la realidad. La proporción, que es la coherencia entre un hecho y su presentación pública, es imprescindible. Puede ser irrelevante que alguien diga que va a Berlín y que en realidad vaya a Berlín. Pero en el ámbito público las palabras y los hechos no viajan en diferente tren.

martes, 24 de noviembre de 2009

El demonio de la servidumbre voluntaria

Tal vez sea exagerado solicitar al poder constituyente queretano (la legislatura y los ayuntamientos) la restauración del orden constitucional, devolviendo de un modo simbólico pero práctico la dignidad a la vida pública local. Además de exagerada, puede parecer una solicitud ociosa, extemporánea, absurda; a fin de cuentas, se dirá, las constituciones de los estados no han sido durante el siglo XX documentos de la importancia política que tuvieron las emanadas de la Constitución federal de 1824 y de la liberal de 1857, cuya elaboración y aprobación por parte de los congresos de los estados estuvo precedida de una interesante e imaginativa tarea de creación y organización política de las respectivas entidades. Sin embargo, restaurar el orden constitucional queretano no es del todo ocioso si consideramos que los anteriores diputados aprobaron las más aberrantes y bochornosas reformas políticas de la historia queretana: merma del derecho a la información pública, reforma para extender la duración en el cargo al presidente de la comisión de derechos humanos, inclusión en el texto constitucional de teorías jurídicas antidemocráticas, atropello a la autonomía de los ayuntamientos, desaseo sintáctico y semántico, exención al gobernador de acudir al congreso a rendir las cuentas finales. . . Lo peor fue, no obstante, el régimen de servidumbre al que fueron sometidos los anteriores diputados y ayuntamientos, aunque tal vez no les falte razón a quienes aseguran que no hubo tal “sometimiento”, que en realidad se trató de un sencillo acuerdo de voluntades (en dinero contante y sonante). En cualquier caso, estamos ante una servidumbre voluntaria, más vergonzosa aún que la explicada por De la Bôetie en su célebre discurso. El deshonor de los diputados de la anterior legislatura quedó lacrado, en su última exhalación ruidosa, con la reforma al artículo 2 de la constitución local, que de un plumazo unánime le arrebató a las mujeres una de sus libertades fundamentales.
Con mayor razón, creo, la legitimidad del poder legislativo local bien podría fundarse en el rescate de su dignidad (es decir, de su autonomía e independencia) y en la seriedad con que en adelante deben estudiarse y discutirse las reformas a la constitución. Es una petición de principio. Hay que decir que las peticiones de principio suelen producir más problemas que los que resuelven. En política son excepcionales. O deben serlo. No conviene que la vida publica acabe convertida en un choque permanente entre principios. No habría práctica o ésta se vería constantemente detenida. Los inevitables choques entre grandes bienes o valores deben ser suavizados mediante acuerdos legislativos que atemperen las contradicciones, minimicen el conflicto y reduzcan las consecuencias de una elección siempre difícil. No se trata de hacer la síntesis de los contrarios sino de superarlos, decía Norberto Bobbio. Pero una petición de principio también puede formularse como una actitud que separa el antes y el después. Me parece que es el caso. Fueron tantas y tan graves las decisiones legislativas del anterior congreso que sería irresponsable mantener la vida pública como si nada hubiera pasado. No se trata solamente de reponer los procedimientos antidemocráticos por otros democráticos, sino de discutir con toda seriedad la reforma de unas normas fundamentales que se cambiaron caprichosamente.
Sabemos que en México se ha abusado de la Constitución. Por razones culturales que no vienen al caso, hemos pretendido resolver los problemas públicos reformando la Constitución. En las abstracciones hemos fundado las esperanzas de mejoramiento real de la vida democrática del país y en esas abstracciones navegamos en las turbulentas aguas de la desigualdad social y la manifiesta injusticia. Es cierto que la constitución de un país no es un altar sagrado o una ciudad prohibida, pero también lo es que en México ha sido reformada artera e innecesariamente. La Constitución ha sido desde 1917 el almacén de las glorias sexenales. Cada presidente de la república acomodó en ella su marca personal, su estilo, su proyecto de gobierno. Pero el país no necesita buenas leyes sino buenos gobernantes, escribió hace poco Gabriel Zaid. Lo que sobran son leyes y reglamentos. Lo que faltan son gobernantes honrados y competentes.
A pesar de lo cual el abuso constitucional cometido por los diputados de la anterior legislatura estatal puede ser corregido no con nuevas y grandilocuentes reformas, sino restaurado el orden constitucional que teníamos hace tres años. La actual constitución da pena ajena. En las reformas aprobadas formalmente por el Constituyente Permanente se incluyeron, a modo de exposición de motivos, algunos párrafos tomados literalmente de juristas post modernos que son francamente antidemocráticos. El problema de meter con tirabuzón algunas frases de teorías jurídicas y políticas modernas da como resultado que el orden jurídico se vuelve más selvático e incomprensible. Perfeccionar el orden jurídico sólo tiene sentido si de ello se sigue una mejoría en la convivencia democrática, si la justicia se pone al alcance de todos. En todo caso, la sencillez y claridad legislativas no están reñidas con la profundidad de las normas. Por eso creo que los actuales diputados bien pueden construir su legitimidad con cimientos duraderos. Para empezar, restaurando el orden constitucional. En los tiempos que corren –por razones históricas y por razones democráticas– no es ociosa una declaración de independencia, una declaración que sea a la vez una crítica al pasado y el punto de partida de una nueva etapa en la vida política del estado. Porque ¿qué democracia es aquella que no ha logrado que los órganos del poder público ejerzan su competencia de un modo libre y responsable? ¿Qué podemos hacer todos para arrancar de nuestras almas el demonio de la servidumbre voluntaria?

sábado, 21 de noviembre de 2009

El sentido de la posibilidad


En su Profecía política fray Servando Teresa de Mier argumentaba que el federalismo era una forma ideal de gobierno para los angloamericanos, que tenían una larga experiencia de autogobierno y mostraban un alto grado de homogeneidad social, que no era el caso de México. Expresó en su célebre discurso del 13 de diciembre de 1823:
“Aquel (Estados Unidos) es un pueblo nuevo, homogéneo, industrioso, laborioso, ilustrado, y lleno de virtudes sociales, como educado por una nación libre; nosotros somos un pueblo viejo, heterogéneo, sin industria, enemigo del trabajo y queriendo vivir de empleos como los españoles, tan ignorantes en la masa general como nuestros padres, y carcomido de los vicios anexos a la esclavitud de tres centurias”.
Las palabras de fray Servando profetizaban el pasado y el futuro de México en un ambiente propicio para las profecías. Hoy podemos saber que ni Estados Unidos era un país tan homogéneo e ilustrado ni México era un pueblo viejo y heterogéneo. En 1823 no sabíamos qué era una federación del mismo modo que en la Rusia zarista de la época desconocían lo que era una constitución.
Sin embargo, la idea de federación estaba claramente asociada a la necesidad de autonomía de las amplias regiones del país que heredamos de la Colonia. Entre los centralistas del Constituyente de 1823-1824 se argumentaba que el sistema federal de Estados Unidos era el resultado de unir lo que estaba separado, mientras que en México se estaba separando lo que estaba unido. La realidad mexicana no obedecía, sin embargo, a esta visión tan simple, pues en todas las antiguas provincias e intendencias españolas las exigencias de autonomía y autogobierno fueron la materia prima del régimen federal. Hoy sabemos que el sistema federal de la Constitución de 1824 fue una decisión afortunada, y hace mucho que nadie discute el asunto. La discusión, en cambio, ha sido y es la de hacer realidad el federalismo. La idea de federación estuvo asociada a la idea de independencia nacional pero también a los ideales de autonomía local, de independencia regional, de autogobierno. Y, también y sobre todo, a la idea de democracia. Si el régimen republicano y federalista ha tenido tantos tropiezos de 1824 al 2009 quizá debamos buscar la causalidad en esa tendencia muy nuestra a exaltar a los caudillos.
Pero, ¿de verdad hemos trascendido la profecía de Teresa de Mier? ¿No advertimos en nuestros días algunas supervivencias de los prejuicios centralistas de 1823?
Las supervivencias centralistas critican la nueva redistribución de recursos públicos arguyendo las presiones y el poder de los gobernadores de los estados en la cámara de diputados. Pero el peso que ahora tienen los gobernadores es una prueba inequívoca de que el presidencialismo mexicano no es ya el presidencialismo autoritario de nuestra historia. Independientemente de cómo se juzguen las decisiones del poder legislativo federal, por fin tenemos un poder legislativo federal. Y tenemos, además, las presiones de los gobiernos estatales en la definición de la política nacional, donde el presupuesto de egresos de la federación es la determinación legislativa en la que más concurren intereses y presiones.
Los críticos del presupuesto de egresos de la federación aprobado por la cámara de diputados tienen razón en prevenir sobre la ausencia en estados y municipios de un sistema moderno de transparencia y rendición de cuentas. Las críticas son justas: no son pocos los estados que se han convertido en presidencialismos autoritarios estatales. La causa general la podemos encontrar en el lento y desigual desarrollo de la división de poderes. Muchos gobernadores se conducen como dueños; ejercen el control casi absoluto sobre partidos políticos y medios de comunicación, y deciden los presupuestos estatales arbitraria y hasta caprichosamente. El esquema autoritario estatal se reproduce en la mayor parte de los municipios. Hay que empezar, entonces, por atacar la causa. Avanzar en la división real del poder público de los estados es un camino que debe abrir nuevas brechas de reflexión y participación. Contar con poderes legislativos locales que cumplan eficazmente su competencia en materia de vigilancia, control, fiscalización, evaluación y corrección del gasto público debe correr paralelamente con los nuevos recursos asignados a los estados y a los municipios y con el nuevo sistema de coordinación fiscal que es necesario discutir. Es cierto que la Auditoría Superior de la Federación tiene facultades para fiscalizar una parte del gasto que ejercen los gobiernos de los estados y los municipales. Hace falta, sin embargo, que la fiscalización sea también inmediata y desde abajo. Una propuesta sencilla es de tipo electoral. En algunos estados se elige por separado al ayuntamiento y al síndico. En Chihuahua, por ejemplo, el ayuntamiento de la capital es mayoritariamente del PAN y el síndico (es síndica) es del PRI. Allá mismo, hay municipios gobernados por el PRI donde el síndico es del PAN. La inteligencia electoral de los ciudadanos ha logrado repartir el poder de manera que desde la papeleta electoral se ponga en funcionamiento el equilibrio, el contrapeso, el reparto del poder. He escuchado a muchos ciudadanos preguntar con gran interés quiénes son los candidatos a la sindicatura del municipio. A veces me he quedado con la impresión de que a esos ciudadanos les interesa más la honorabilidad profesional y política de los candidatos a síndicos que la planilla del ayuntamiento, con presidente municipal incluido. La elección separada del ayuntamiento y del síndico ha obligado a los partidos políticos a postular como síndico a un ciudadano respetable y respetado, que a veces se trata de una persona que no pertenece a ningún partido.
Los estados necesitan otras reformas que sean sencillas pero eficaces. Por ejemplo, y dependiendo de las circunstancias de cada entidad federativa, conviene que se eliminen las inútiles secretarías de la contraloría que dependen directamente de los gobernadores; con los recursos ahorrados se puede fortalecer la capacidad fiscalizadora de los poderes legislativos. Dependiendo de cada caso, se puede discutir la institución de un órgano autónomo similar a la Auditoría Superior de la Federación. Incluso podemos analizar la posibilidad de que los síndicos municipales formen algo así como un órgano asesor o consultivo de la auditoría estatal. Estados y municipios ejercerán más recursos y el hecho nos obliga a imaginar nuevas posibilidades de ejercicio oportuno, honrado y eficaz del gasto público.
El sentido de la realidad es también el sentido de la posibilidad. Este principio es básico en un régimen democrático, que es imperfecto por definición y perfectible por principio. Consiste en la conciencia de que la realidad no es solamente lo que es sino lo que puede ser; no es solamente el presente con sus defectos y virtudes sino también el conjunto de soluciones factibles en el corto plazo, a la vez realizables y trascendentes. Una democracia puede ser juzgada no solamente por lo que muestra sino por el potencial que puede mostrar. ¿Qué se ha logrado y qué es posible lograr? En cualquier circunstancia económica o política, un buen gobernante no se complace con los éxitos alcanzados; siempre es consciente de que se pudo haber conseguido algo más. Nada hay más patético que un gobernante satisfecho. Un político realista es un posibilista.
Ignacio Ramírez “El nigromante” repetía que el municipio era el bastión de la libertad cívica, el contrapeso más eficaz del centralismo. Si un sentido tiene hablar de “democracia participativa”, creo que en el municipio lo podemos encontrar con más facilidad que en las alturas inasibles del gobierno federal.

martes, 17 de noviembre de 2009

Y seréis como dioses

La envidia, ese defecto o pecado tan humano como deshumanizador, es una virtud necesaria de la política. Es el motor de la democracia, la llave que echa a andar la máquina de la inconformidad, la que mantiene el funcionamiento de la competencia. Las reglas democráticas, las mínimas indispensables para evitar que los competidores se arranquen el corazón, quedan reducidas a polvo de oropel en el campo de batalla de la competencia apasionada por el poder. De la envidia dice Baruch Spinoza que es la tristeza ante el bien ajeno. Escribe que lo más agradable para el envidioso es la desgracia de los demás, y lo más insoportable la dicha del otro. El que imagina que otro le odia y cree no haberle dado causa para ello, sentirá a su vez odio contra él. Es así, concluye, que la envidia es el odio mismo. La envidia –defecto o afección o pecado– es la causa que más sufrimiento y dolor le produce a los seres humanos. Es curioso que, siendo la afección espiritual más cotidiana, es a la vez la más negada, disfrazada y soterrada. Ya lo dirán los curas o los psicólogos, pero no es común que una persona confiese que se muere de envidia, que sufre mucho porque el vecino cuida su jardín, porque el amigo ha obtenido un excelente puesto, porque el de junto se declara católico y se pasea tan campante con su Amelia, y encima el muy cínico nos saluda con una amabilidad que trasmina el corazón de veneno corrosivo, o porque esa vieja guandajona es una ignorante y sin embargo se va de vacaciones a Europa. “Nadie envidia por su virtud a otro que no sea su semejante”, dice Spinoza. De aquí se sigue que la democracia, que funda su legitimidad originaria en la igualdad, es la forma de gobierno que postula la semejanza de todos; es decir, de todos contra todos. Igualar a los semejantes es la materia prima de la democracia.

Vicio privado, virtud pública. Sin la envidia no habría competencia política; sin ella la inmensa mayoría de los ciudadanos tendría la cordura de advertir que la lucha por el poder es un asco; en casos menos radicales, la gente tendría conciencia de que la profesión política es una actividad que requiere estómago, hígado, intestinos y un gusto especial por los platos de sapos babosos. Un bufet de sapos, tal es el escenario donde se libra la lucha por el poder, diría el viejo Adolfo Ruiz Cortines. Sin la envidia, muy pocos sacrificarían los goces de la vida privada, los del espíritu y los del cuerpo. Pero los goces diabólicos del poder pertenecen a una dimensión superior.

Antes se decía que la política estaba reservada –o debía estar reservada– a los que tenían vocación de servicio. La primera virtud que adornaba el currículum de un político en tiempos autoritarios era la vocación de servicio. En teoría, esa virtud suponía que aquella persona había nacido para servir a los demás, a sus iguales. El político del autoritarismo llegaba a creerse el cuento del sacrificio como destino. Pocas cosas primitivas había en los viejos políticos como esa sensación de que estaban condenados a servir a los otros. Servir es un privilegio, peroraban. Las cosas han cambiado radicalmente. Con la democracia y sus ideales igualitarios, la vocación de servicio ha perdido su viejo sentido. Con los sueldos y privilegios que disfrutan los gobernantes, la vocación de servicio quedó reducida a polvo demagógico. El intelectual francés Jean Baudrillard escribió que los ciudadanos tenemos una deuda de gratitud con los políticos profesionales, pues a ellos les corresponde la inmunda tarea de cargar con el cadáver pestilente del poder. Pero Baudrillard no tomó en cuenta que son legiones los que deseamos participar en la fúnebre procesión.

La pasión, decía Hobbes, favorece la guerra; pero no la guerra de todos contra todos, sino la guerra racional atizada por la desconfianza y el miedo generalizados, la guerra de algunos contra algunos, de un grupo contra otro grupo, el odio llano como única fuerza motriz. De la política se dice que es una actividad racional, lo cual no quita que el poder se dispute con tanta pasión: la lucha por el poder es apasionada pero no apasionante. Y en la pasión política la envidia es el móvil primario; por eso es la virtud democrática por excelencia. Sin ella, la democracia no se habría impuesto como la forma de gobierno menos mala de cuantas ha conocido la humanidad. El mundo se habría quedado irremediablemente en la Edad Media, donde cada quien tenía un sitio, un destino, un mandamiento divino. La envidia, sin embargo, puede degenerar y poner en riesgo la estructura democrática. Una mala administración de la envidia puede ser fatal. Los equilibrios son necesarios y las leyes y reglas que rigen la lucha por el poder son buenas si son capaces de tener bajo ciertos controles los niveles de la envidia e impedir que el odio degenere en una selva incontrolable. La envidia es una pasión doméstica pero no domesticada. Es tarea de los ciudadanos el trabajo de paciente domesticación.

La envidia es el odio mismo, repite Spinoza. Pero el odio, como el vino, tiene grados, niveles y peligros. Dicen que el odio teológico es el más intenso de todos. Es fácil comprobarlo: bástenos un breve recorrido por las guerras, crímenes y asesinatos en nombre de Dios. El segundo odio formidable es el de los filósofos, que se han pegado hasta con la cubeta en nombre de la verdad. El tercero es el de los amantes. Pero otros odios son asimismo temibles: el odio de los artistas es tan intenso como el de los teólogos. Basta escuchar cómo se califican entre sí poetas, músicos, pintores, novelistas, bailarinas, dramaturgos, actores y demás sensibilidades estéticas. El odio entre mujeres suele ser espeluznante. El de los homosexuales suele ser sanguinario. No obstante, el odio político es el más común y dañino de cuantos conocen los tiempos modernos: ocurre todos los días, a todas horas y en todos los sitios; y en un régimen democrático abarca a muchedumbres deseosas de poder y reconocimiento. El odio político es en apariencia inofensivo; sus consecuencias, sin embargo, causan más daños que todas las guerras juntas, como que, sin que apenas se note, se llevan entre las patas a todo un pueblo cuando lo empobrecen y lo humillan. No exacerbar el odio es quizá la tarea fundamental de un buen gobierno, donde el manejo de la envidia colectiva es de suma importancia.

¿Qué es la guerra de tribus salvajes en el PRD sino una lucha encarnizada movida por la envidia? Ya ni las ideologías juegan el papel que en el pasado los movía a reñir de sol a sol, incluidas las noches nubladas. ¿Por qué están perdiendo el poder los panistas sino porque internamente no han sido capaces de administrar sabia y científicamente la envidia? En la administración de la envidia está la clave para ganar el poder y para no perderlo a las primeras. El inteligente reparto del poder es la manera más eficaz para que la envidia no idiotice a los competidores. El PAN, que ganó el poder el año 2000, ha contribuido a la democracia como ninguna otra institución. Los gobernantes panistas exageraron la planta laboral, los salarios y los privilegios. Pero su pésima administración de la envidia los tiene noqueados. No asimilaron la lección mafiosa que predica no llamar la atención, no despertar envidias. Por eso la envidia no puede ni debe ser apachurrada. Administrar la envidia no significa acortarla sino acotarla. Si, como sugería Platón, la política es el arte del pastoreo, el buen gobernante sabe que las ovejas lo son solamente en la apariencia.

Somos humanos porque necesitamos ser reconocidos. “Los grupos políticos genuinos, dice Peter Sloterdijk, son campos de fuerza en los que cristalizan pasiones en torno a la autoestima”. No soportamos que el otro (el igual a uno) sea prestigiado con un cargo, un honor, un premio. La lealtad es frágil y la envidia es poderosa. Por eso los ciudadanos debemos tener cuidado al elegir a los gobernantes. La tarea democrática más importante es impedir, en la medida de lo posible, que gobiernen los peores, que son aquellos que padecen sentimientos de inferioridad tan profundos como transparentes.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Unos tenderos de pocas luces

Una empresa norteamericana llevó a cabo una encuesta en nueve países de Europa del Este y en antiguas repúblicas soviéticas y concluye que la democracia ha perdido terreno. La mayor parte de los encuestados afirma y lamenta que ahora sean más pobres que durante el comunismo. Llama la atención que el grupo más desilusionado de la democracia está entre los mayores de cincuenta años. Es decir, entre quienes han vivido el contraste del antes y el ahora. Los mayores de cincuenta han vivido más tiempo en la dictadura que en la democracia. Se puede decir que los cincuentones saben más –tienen más experiencia– que los menores de esa edad; se puede agregar que en la medida en que los entrevistados tienen cuarenta, treinta y veinte, sus conocimientos acerca de las realidades de sus países son menores, y los muy jóvenes (entre veinte y treinta años) no vivieron la época totalitaria; sin embargo, entre los grupos de edades tempranas la desilusión no es tan visible como en los mayores de cincuenta. ¿Es válida la afirmación de que los mayores de cincuenta años “saben” más? ¿Qué significa saber más o saber menos? ¿De qué “saber” hablamos? ¿Qué papel juegan la memoria y los recuerdos? ¿Qué mundo imaginaban y esperaban los desilusionados de la democracia?
Toda proporción guardada, en México también suman millones –alrededor del cincuenta por ciento de los ciudadanos– los que declaran que preferirían el regreso de los gobiernos autoritarios si eso les garantizara un mejor ingreso. ¿De veras hace veinte años era mejor el ingreso? ¿Falla la conciencia democrática? ¿Falla la memoria? ¿Se han diluido los recuerdos? ¿Es verdadero el dilema democracia o bienestar material? A diferencia del fenómeno observado en los países de Europa del Este y en las antiguas repúblicas soviéticas, ¿por qué en México el PRI incrementa sus preferencias electorales entre los más jóvenes? ¿Es la ausencia de contraste? ¿Es la creciente falta de oportunidades educativas y laborales? ¿Es el resultado de la bobocracia de los gobiernos del PAN? O bien, ¿es la normalidad democrática? Si la respuesta a esta última pregunta es cierta (o nos conviene que sea cierta), ¿cómo hemos digerido el pasado autoritario, las crisis económicas que lapidaron los sueños de millones, las inflaciones que sembraron semillas de desilusión y odio, el impune desprecio que durante setenta años se infligió a millones de individuos que no pudieron o no quisieron pertenecer a una corporación sindical, a una mafia laboral, a un partido de masas? ¿Borrón y cuenta nueva? ¿Qué añoramos?
La política, por fortuna, no lo es todo. Ni siquiera lo es, creo, en aquellos países donde la política se impuso como una totalidad, donde la vida privada fue escudriñada y penalizada, donde los hijos delataban a sus padres, las esposas a sus esposos, los amigos a sus amigos. Tzvetan Todorov, que vivió su primera juventud en Bulgaria, es implacable con el régimen de su país: “un totalitarismo diabólico, dispuesto a robar, pillar, matar, burlándose de las leyes y las fronteras”. Pero ese reconocimiento no le impide añorar su vida en la intimidad: amistades magníficas, una real intensidad en la convivencia, amores, amigos a los que adoraba, la protección familiar, la comodidad de las costumbres. Al partir rumbo a París, Todorov sintió que se le arrancaba su vida.
Respiramos pasado. Cuando el tiempo nos invade con las sombras envueltas en luces de un ocaso esplendoroso, los recuerdos recientes se desvanecen, y en su lugar aparecen otros, los lejanos: la despreocupada juventud, la dorada infancia, la vida al aire libre.
La niñez pudo haber sido mala, incluso desgraciada; sin embargo, hay en ella un presente indeleble: subir y bajar el monte, tirarse al estanque, jugar eternamente entre la yerba, degustar unos alimentos que hoy nos parecen escasos y simplones pero que en la niñez era briznas de estrellas, trepar en los árboles de Jauja. Es falso el juicio de que cualquiera tiempo pasado fue mejor. Pero el juicio es subjetivamente verdadero como verdadera es la sonrisa de los niños, una sonrisa que no se parece a ninguna. Añoramos el pasado, no el régimen político. El trayecto de la vida es un movimiento incesante; los cambios ocurren todos los días, imperceptibles pero reales. Me parecen sospechosas las personas que anteponen la frase “Yo siempre he pensado que. . .” Puede ser una muletilla, pero si una persona siempre ha pensado lo mismo respecto de uno o varios temas importantes, lo más probable es que se trate de un intolerante, de un dogmático. Ni el sol es el mismo siempre. El sol de cada día es nuevo, el resplandor de hoy no lo habíamos visto; la luna es luna porque es nueva, porque no traiciona a nadie. En eso nos diferenciamos del sol, de la luna, de las nubes, de la lluvia. Vivir es traicionar. En esto consiste la añoranza. Y el primer acto de traición ocurre cuando dejamos de ser niños, cuando empieza el acomodo de nuestra vanidad en la feria de vanidades del mundo.
La vida –la humana, la naturaleza, el azar con su costal de sorprendentes alegrías y tragedias– es amplia, inabarcable, infinita; tanto o más que los mundos que habitan en los pensamientos de cada persona, en sus recuerdos, en sus nostalgias, en sus dulces amarguras. Las relaciones de poder no lo abarcan todo, ni siquiera en el mundo de la lucha por el poder, y menos aún en la soledad del amor o en la apacibilidad de un sol inocente que brilla y calienta a unos y otros por igual, a los seres humanos que caminan y a los dioses nacionales que gobiernan.
“Vivir es traicionar”, repite el poeta y ensayista polaco Adam Zagajewski en su mea culpa: “Renegué de lo más sencillo para declararme a favor del tumulto, de la violencia y de la mentira”. Durante su juventud en Cracovia escribió poemas laudatorios a Stalin, pero nunca impregnados de la costra purulenta de las poesías de los rusos Blok y Maiakovski. Pero los escribió: “Que un día me pusiera a escribir odas en honor al tirano significa que no sólo traicioné a mi nación, a mi familia y a mi propio yo, sino también a la naturaleza del oficio y del modo de pensar que había elegido”. Zagajewski se defiende: “¿Quién era yo? Un alma inmortal embutida en un cuerpo demasiado estrecho, en una época demasiado estrecha”. Y lanza su piedra de fuego evangélica: “¿habéis visto alguna vez a un poeta que reconozca que le gustan las becas suculentas y las críticas laudatorias y admita ser la criatura más vanidosa del mundo, hasta el punto de que no puede vivir una semana sin encomios ni cumplidos?” A las acusaciones de estalinista que ha recibido Zagajewski, responde: “¿Cómo se puede exigir que un chaval indefenso se opusiera a toda una época?” Zagaweski es un poeta; su poesía, tan frágil como el tiempo que se escurre, es indefensa y solitaria. No edulcora sus traiciones con matices o remedos expiatorios; no concede que le quiten esa parte de su vida, la de ser un traidor, y no se escuda en el hecho de que él mismo estuvo en un campo de concentración comunista. Vivió el tránsito del totalitarismo a la democracia y ha comprobado que salir del infierno no es un boleto de entrada al paraíso. De la democracia afirma: “Han triunfado la ordinariez, la mediocridad, la falta de imaginación, la comodidad y la memez. Insignificantes tenderos de pocas luces se ponen a la cabeza de naciones históricas.” Zagaweski confiesa que era portador del germen de la enfermedad totalitaria, pero experimentó y escribió que la luna se pone una camisa nueva cada noche. Lo que tal vez le ha faltado reconocer a Pan Adam Zagaweski es lo que escribió recientemente Adam Michnik en su recuerdo de agosto 1980 (El busca del sentido perdido. Letras libres, noviembre de 2009): “En lugar del hedor enmohecido, sentimos el milagroso olor de la libertad”. Y que en las imperfecciones de la democracia los aromas de la luna y de la yerba llegan a ser perfectos. “Se puede respirar con los dos pulmones”, dice Minchik.

martes, 10 de noviembre de 2009

Dar testimonio hasta el final

La caída del Muro de Berlín puede significar muchas cosas. A veinte años de distancia, las interpretaciones del suceso ocurrido el 9 de noviembre de 1989 han sido diversas y de distinta naturaleza; el hecho, por donde se le vea, se convirtió al instante en un símbolo; fue un punto de llegada –no en el sentido de arribar a la meta o a una meta–, pero no podemos tener la seguridad de que haya sido un punto de partida; decir que fue el fin de la Guerra Fría es una manera abstracta de decir que los peligros de una larga época –la guerra nuclear por encima de todo– cedieron su lugar a otros peligros igualmente temibles –la catástrofe ambiental de la actualidad–; en fin, no sabemos si el punto de partida de 1989 haya tenido un destino cierto, aun si consideramos que los valores democráticos han estado en la base común de las creencias y convicciones políticas de la mayor parte de los estados, incluidos naturalmente los totalitarios. Salir de la barbarie no ha significado entrar al paraíso. La razón es muy simple: no hay paraísos. Cuando se huye no se sabe hacia dónde. El que escapa de la cárcel no piensa en el oasis; su alma y su conciencia las deposita en las piernas. En preciso detenernos en este punto si queremos entender y explicar la desilusión democrática que experimentan grandes sectores de las sociedades que sufrieron el comunismo. Para decirlo de un modo sencillo y breve, esas sociedades sabían de dónde salían pero no a dónde iban. ¿Qué es eso que llaman democracia y economía de mercado? Si mucha gente se ha decepcionado de la democracia no debemos atribuirlo a la democracia misma, sino a las falsas creencias acerca de ella o a la lentitud con que cualquier régimen democrático se arraiga en la colectividad.
Un significado común del Muro de Berlín es la idea de salida. ¿Salir de dónde y por qué? Se sabe que se ha salido del infierno y ahora es preciso que la historia nos ayude a recordar y descubrir cómo fue que se llegó hasta el fondo del abismo. Las dictaduras no surgen de la nada, no caen del cielo ni proceden de la espesura del bosque; los dictadores no llegan un buen día y todo el mundo les aplaude. Hay invariablemente un proceso de desgaste moral, un desvencijo de la esperanza. La caída del Muro y el consecuente desmoronamiento de los gobiernos socialistas cambiaron el orden mundial impuesto tras la Segunda Guerra Mundial. Después de 1989, en Occidente pudimos enterarnos de las entrañas de cada tragedia, y en algunos casos no hicimos sino confirmar lo que algunos testigos ya habían denunciado. La literatura enrejada por fin pudo respirar, los testimonios aterradores inundaron las librerías, los diarios reafirmaron su importancia estética. Uno de esos diarios se publicó recientemente (en 1998 en Alemania y en 2003 en español): Quiero dar testimonio hasta el final. Diarios 1933-1945 del filólogo alemán Victor Klemperer. El material de esos diarios le sirve como base para escribir una obra insuperable: Lingua tertti imperii (La lengua del Tercer Reich). En la lengua del régimen nazi el autor descubre no pocas de las causas del decaimiento moral del pueblo alemán y del ascenso del totalitarismo. La lengua no es solamente uno de los efectos de una crisis política; también es una causa; la degradación del idioma es a la vez un móvil y un resultado; es una espiral que asciende y desciende y contamina todos los rincones de la vida social. A muchos les parece que el habla y la escritura son asuntos menores en la formación cultural de un pueblo. Sin embargo, Klemperer logra demostrar que la gramática sufre una transformación de tal manera profunda –imperceptible al oído desatento o indiferente– que trastoca la convivencia misma. Los diarios de Klemperer, comparados en importancia con los de Anna Frank, apuntan decididamente al desvelamiento de los misteriosos procesos de la crisis del lenguaje alemán y a la consecuente demolición de valores espirituales, morales y políticos. Cuando el lenguaje ha degenerado su prosodia, su sintaxis y su ortografía y cuando los significados han sido suplantados por la oscuridad y el espanto, lo que sigue no es sino la debacle de la condición humana. Con sus casi dos mil páginas, los diarios de Klemperer son una invitación a la lectura pausada de cada una de las construcciones idiomáticas que al final edificaron la lengua del régimen nazi. Y en el mismo sentido podemos referirnos a la corrupción de la lengua rusa: prohibición de palabras, exterminio de lenguas, control del pensamiento, subordinación total de la vida privada a la pública, vulgaridad chillona de la cultura de masas, preeminencia de la charlatanería literaria.
Por eso creo que una de las lecciones del Muro de Berlín es de tipo gramatical. Es, aunque a nadie parece interesarle, una lección fundamental. Es una lección compleja, pues se trata de devolverle al lenguaje su sencillez, su claridad y su belleza. Sin esta lección, creo, la historia del siglo XX estaría incompleta. Le faltaría, por decir lo menos, la mirada crítica acerca de la importancia que tuvo la degradación del lenguaje en la configuración del rostro de la barbarie totalitaria. En la Alemania de Hitler y en la Rusia Soviética de Stalin, la depredación de la lengua era el telón de fondo de la negación de las libertades. Ya Dostoievski había advertido que la vulgaridad del habla significaba la vulgaridad de la dignidad humana. Antes de la Segunda Guerra Mundial, durante el ascenso y consolidación del régimen nazi, el escritor Karl Kraus atizaba cotidianamente contra el lenguaje podrido de la época, al que consideraba un indicio poderoso para explicar la decadencia de los valores colectivos. En cuanto las lenguas rusa y alemana perdieron la rica variedad de su vocabulario y sus tonalidades, la desvaloración de la persona humana fue el pasto seco donde los incendios totalitarios crepitaron sobre la humanidad, hiriéndola de muerte. La lección gramatical es vigente: nos previene, nos alerta, nos recrimina.

domingo, 8 de noviembre de 2009

El rabino de los milagros


La aprobación del presupuesto federal se parece mucho al rabino de los milagros de una antigua canción cómica judía, que es capaz de hacer correr a un ciego, ver a un sordo y oír a un cojo, y luego se mete al agua vestido y sale de ella milagrosamente mojado. Algo de cómico tiene el proceso de aprobación del presupuesto público en tiempos de recesión. Es el milagro rabínico. Supongo que no es mera coincidencia que en el momento en que los diputados inician el sorteo de los intereses en pugna, el presidente Calderón anuncia el fin de la recesión. ¿No estamos ante un milagro? ¿No han llegado las palabras del presidente en el preciso instante en que todos quieren que el reparto del pastel sea en tajadas rebosantes?


La guerra por el presupuesto es una guerra de banderas, todas compitiendo en belleza y honorabilidad. ¿Quién puede negar la honorabilidad democrática de la educación universitaria, de los derechos humanos, de la lucha contra la pobreza o de la promoción de la cultura? Pero ¿quién de los portadores de tan honorable estandarte advierte que la educación universitaria es una calamidad, que los derechos humanos no son sino un trampolín político, que los pobres no son sino el pretexto para engordar el gasto administrativo o que la cultura suele exaltar la mediocridad artística o literaria? El presupuesto de egresos posee, sin embargo, un significado que matiza los mareos ideológicos y la grandilocuencia de los propósitos: nos devuelve a la realidad. Los recursos son más limitados que nunca y las honorabilidades públicas han incrementado su número y su derecho semántico de exigir más dinero. Pero si los recursos son limitados y las honorabilidades públicas son ilimitadas, el dispendio, ese mal entrañable de las burocracias, serpentea por todos lados. Su veneno depredador ha dejado de pertenecer en exclusiva a los poderes administrativos; en los tiempos del presidencialismo exacerbado suponíamos, con razón, que el poder ejecutivo concentraba lo mejor y lo peor de la ineficiencia y la corrupción. Era razonable que lo pensáramos. Pero en cuanto las funciones y los recursos corrieron a la par de la división de poderes, los defectos de la burocracia se extendieron a todas partes: universidades públicas, instituciones políticas, organismos de investigación científica y humanista, institutos electorales, comisiones de derechos humanos, poderes estatales y administraciones municipales. . . ¿Cómo deshacer el mal sin regresar a los decretos presidenciales?


Las exigencias de incrementos presupuestales se expresa de un modo aislado y desordenado. No existe una articulación de prioridades e intereses que muestre el cuadro completo de la realidad financiera y económica del país. Cada cual tira para su lado, sin apenas rozar las necesidades del resto de los peticionarios. El denominador común es la ausencia de autocrítica. Gobernar se ha encarecido a grados irracionales. Con crisis y sin ella, el costo del gobierno es desmesurado. Esta verdad se sabe, se prueba, se comunica. Pero no pasa nada. En la distribución presupuestal de los recursos concurren dos defectos profundamente enraizados en nuestra equivocada cultura política: por un lado, la sacralización del poder público; por el otro, la banalización de problemas reales cuya atención se pospone indefinidamente. En el primer caso, se mantiene la creencia de que el servicio público es un enorme sacrificio que debe remunerarse sin restricciones. Si gobernar está resultado tan caro se debe en buena medida a esa absurda creencia. Junto a ella, la sacralización de algunas actividades que pretenden, con el puro nombre, alegar derechos que no se legitiman con realidades. Pero ninguna institución u organismo que dependen del presupuesto federal rinden cuentas de sus funciones, salvo para justificar por medio de papeles que gastaron lo que recibieron, no la evaluación cualitativa del gasto. Si se trata de un programa social de combate a la pobreza, no sabemos el impacto que los recursos tienen en la calidad de vida, en el bienestar de los beneficiarios, en la formación de nuevos hábitos y destrezas. La mayoría de los programas de desarrollo social son hijos de la providencia, no de un estado que educa cuando reparte o distribuye, no de un estado que ofrece beneficios y al mismo tiempo exige responsabilidades.


La asociación eficacia-burocracia es acaso el fenómeno más perverso de la moral pública. Lo cierto es que las buenas intenciones y las mejores causas no aumentan la riqueza; sin embargo, los peticionarios de más presupuesto arguyen bien al señalar que el dispendio público es un mal que debe corregirse, argumento que los incluye también a ellos. Por más argumentos que se planteen a favor de la educación, los derechos humanos, la lucha contra la pobreza o la promoción de la cultura, no quedan por ello excluidos de formar parte del conjunto de las necesidades sociales.


Pero ¿dónde podemos encontrar el verdadero milagro?


El país está hecho de milagros, pero no son los del presupuesto público. No somos pocos los que podemos dar fe del milagro de la multiplicación de los panes. La mesa del comedor es un milagro cotidiano pero inexplicable. ¿De dónde han salido esas hermosas y variadas viandas? Algunos tenemos suerte, no lo niego; pero la suerte escasea ahí donde la amargura entroniza sus demonios. Gracias a la bendita impertinencia de los hijos, repentinamente llegan tres o cinco o diez invitados que se aposentan frente a la mesa y sonríen con una alegría contagiosa. Entonces empieza el milagro: ¿de dónde están surgiendo las cazuelas desbordantes de sopa, caldo y carne? ¿Dónde está el misterio? ¿Quién puede hacer estos malabares fantásticos que nos dejan a todos con el estómago lleno y el corazón contento? ¿De dónde salió el vino, las cervezas, el agua de frutas? ¿Quién trajo el pastel, la nieve, el arroz con leche?

miércoles, 4 de noviembre de 2009

La cleptocracia estatal

El incremento de impuestos no ha dejado contento a nadie. ¿Por qué ha de sorprendernos? En esta ocasión, sin embargo, la oportunidad ha sido completamente inoportuna. Porque esta vez las alzas impositivas no parecen exageradas; se puede advertir que, dadas las condiciones financieras del país, la nueva ley de ingresos se quedó corta; se puede insistir en esa verdad manida de que una reforma fiscal a fondo tendría que lograr que los que no pagan impuestos –o los que los pagan de modo insuficiente, es decir inequitativo– sean agregados a la masa de los contribuyentes cautivos; se puede criticar la ineficiencia recaudatoria del sistema fiscal y se puede argumentar que los muy ricos pagan casi nada y los muy pobres pagan menos que eso. Pero más importante que aún es: ¿en qué se gasta el dinero público? En la espiral de problemas y necesidades, ¿por qué no llevamos a cabo un acto de contrición pública para evaluar el gasto antes de decidir el ingreso? Sabemos con absoluta certeza que los recursos nunca alcanzan para cubrir las crecientes necesidades; luego, ¿por qué no revisamos esas necesidades? ¿Están todas en el mismo nivel de importancia? Al menos por una vez en la historia fiscal del país, ¿podríamos discutir el para qué del ingreso? ¿Gobernar es exclusivamente gobernar el presupuesto?

El polémico filósofo alemán Peter Sloterdijk publicó hace unos días un ensayo titulado “La cleptocracia estatal” en el que propone sustituir el pago forzoso de impuestos por las donaciones voluntarias. Sloterdijk está nuevamente metido en problemas. El irreverente autor de la trilogía “Esferas” tiene marcaje personal de otro importante filósofo, el célebre Jürgen Habermas. A raíz de la publicación el año 2000 de Notas para el parque humano, Habermas se le fue encima a Sloterdijk. Lo acusó de suscribir una nueva eugenesia, tan peligrosa como la doctrina nazi de la eutanasia. Desde entonces no lo deja en paz. Ahora que con su locuaz imaginación propone los donativos espontáneos en lugar de los impuestos forzados, los discípulos de Habermas lo acusan de darwinismo social. Lo que sea que esto último signifique, lo primero que podemos decir de Sloterdijk es que su arrogancia intelectual no cuadra con la arrogancia intelectual de Habermas. Y el pleito entre dos arrogancias es, por decir lo menos, un circo de reproches intelectuales sumamente divertido.

Como la acusación de los acólitos de Habermas merecería aclaraciones largas y complejas, es más sencillo decir que Sloterdijk es ahora incriminado de algo concreto y entendible: de proponer la desaparición del Estado social. Luego de las acusaciones, la revista Spiegel de estos días publica una entrevista con Sloterdijk (reproducida en México por la revista Letras Libres) en la que aclara el ensayo que tanto revuelo causó entre sus temibles adversarios. El heterodoxo Sloterdijk se pregunta: ¿De dónde saca su fuerza ese Estado que de pronto vuelve a parecer fuerte? La respuesta, dice, se basa en el pago forzoso de impuestos. Otra vez se pregunta: ¿cómo sería si las sumas recaudadas mediante el pago forzoso de impuestos ingresaran mediante pagos espontáneos de los ciudadanos? Se responde: no estaríamos ante el fin del Estado social (salud, educación, pensiones) sino ante el fin de la cleptocracia estatal. Si la fuerza del Estado reside en el pago forzoso de impuestos, los donativos voluntarios le darían a ese mismo Estado una fuerza distinta, una legitimidad que no vería a los ciudadanos como deudores a priori; los tributantes voluntarios estarían más atentos al destino de los recursos y muchos de esos recursos serían transferidos directamente a la beneficencia pública. Sloterdijk desea promover una sociedad basada en la competencia de donadores orgullosos y no en la sorda confiscación de bienes adeudados. Argumenta: “Desde un punto de vista técnico, la crisis fue desencadenada por la absurda política de bajos intereses de los bancos centrales, con lo cual el capital inversionista fue seducido a abalanzarse hacia todo lo que redituara más de cero. Otra cosa es la cuestión acerca de la dirección psicopolitica de la cultura en su conjunto y en ese campo es correcto afirmar que el balance entre codicia y orgullo se ha perdido completamente. Si exigiéramos que el acento volviera a colocarse sobre las virtudes orgullosas y dadivosas, con el tiempo nos acercaríamos a una forma de civilización diferente, la cual no necesariamente sería postcapitalista, pero que dejaría atrás el actual sistema cargado de codicia. Mientras no alcancemos ese cambio de actitud, lo único que queda es el innoble pago forzoso de impuestos para recordarle a la gente sus tareas más nobles”.

La paradoja mexicana no puede ser más circular: la gente no paga impuestos porque no confía en el gobierno; el gobierno debe reformar el sistema fiscal –hay que obligar a que paguen impuestos los que no pagan o los que pagan menos– porque no confía en la espontaneidad de los contribuyentes; el propio gobierno no confía en sí mismo, y por eso aduce, casi siempre de manera desesperada, que si no se aprueba el incremento a las contribuciones, entonces se cancelarán los programas de ayuda a los más pobres, poniendo en riesgo el Estado social; la desesperación del gobierno llega al extremo de tener que denunciar a las grandes corporaciones de pagar, en promedio, apenas el 1.7 por ciento de sus ganancias; los empresarios, más prestos en aclarar que en pagar, desmienten al gobierno; el gobierno, antes que la polvareda se convierta en un tornado, rectifica; los legisladores, al final de la jornada, aprueban los incrementos ante la inconformidad generalizada, empezando por la decepción que ellos mismos declaran por la pobre y triste manera en que llegaron al punto de partida; los contribuyentes, malhumorados porque ahora pagarán más, piensan en la manera de dejar de pagar; los expertos alertan sobre el crecimiento de la economía informal, que no paga impuestos, y el Estado, envuelto en el laberinto de una cleptocracia que navega con bandera de redención, ha dado como resultado un paquete fiscal que es el parto de los montes: nasccetur ridículus mus.

En Estados Unidos es común la expresión “El conjunto de los contribuyentes” cuando se cuestiona el gasto público. En la tradición fiscal a la que pertenecemos tal expresión nos parece odiosa. No hemos podido ni querido vincular el gasto público con el pago de impuestos. Tal vez se deba a nuestra concepción metafísica del Estado. Lo vemos más allá de las realidades mundanas, fuera de nosotros, como una especie de supra realidad que no nos pertenece. Las supervivencias ideológicas de las izquierdas menosprecian la relación impuestos-gasto; desdeñan a los contribuyentes; no existe una relación causal entre contribuyentes y Estado, salvo cuando se determinan los montos por pagar, cubierto lo cual no se vuelve a retomar este vínculo esencial. Si apenas dos de cada diez mexicanos paga impuestos, no se explica que se vea con tan malos ojos a los contribuyentes. La crisis del Estado social no se resolverá incrementado los impuestos a los mismos contribuyentes, pues tal política es desalentadora por donde se le vea; atizado el desaliento y el egoísmo, cada quien buscará la manera de no pagar, de pagar menos, o de plano dirigir su energía a aquellas actividades exentas, tales como la inversión improductiva, la industria y el comercio informales o el abandono del barco donde antes íbamos todos, para utilizar una expresión de Sloterdijk. Ahora empieza la epopeya del presupuesto. Todo parece importante. Pero si todo lo fuera, nada lo sería. Precisamente por eso vale la pena discutir, así sea de manera excepcional, las prioridades del país antes que el presupuesto. El qué antes que el cómo y el con qué. En tanto, vale la pena darle vuelo a la imaginación con la propuesta de Sloterdijk: una sociedad basada en la competencia de donadores. Parece descabellado.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Poder moderado o poder autoritario

Somos una república federal y hace mucho que no queremos ser otra cosa. Sin embargo, los estados libres y soberanos que integran la federación no son tan libres y nunca han sido soberanos; pero hemos andado por el camino federalista por más de ciento ochenta años y nadie ha vuelto a proponer, desde el triunfo de la República en 1867, la modificación de nuestra forma de gobierno. En las primeras dos décadas del siglo XIX ignorábamos lo que era una federación y acaso también lo que era una república. A pesar de lo cual la decisión de los constituyentes de 1823-1824 fue la mejor entre las posibilidades de entonces, ya reducidas a dos: república federal o república central. La monarquía fue derrotada en dos ocasiones, con argumentos y con armas, y nos enorgullece esa etapa única en la historia de México llamada la “República restaurada”. Sabemos, sin embargo, que el sistema federal ha sido entre nosotros una división geográfica antes que una división política. A pesar de los argumentos federalistas de Ramos Arispe, fray Servando y Bustamante y no obstante la exigencia de autonomía de las Provincias, en los hechos se impuso el sistema defendido por los centralistas: una república unitaria con un poder ejecutivo central fuerte. Ese poder ejecutivo central y poderoso fue una realidad omnipresente durante el siglo XX, de 1929 al año 2000. El federalismo mexicano, pues, es joven; sólo lo estamos conociendo en años recientes; la democracia, que es deliberación pública, ha invitado a la mesa principal a los gobernadores; la fuerza de éstos es real (como tales y como miembros de un partido político); y en los asuntos más importantes de la agenda nacional el peso político de los titulares de los poderes ejecutivos estatales es el factor de poder que nos faltaba.
El presidencialismo mexicano no es ya el mismo; debilitadas las atribuciones extra y meta constitucionales del presidente de la república, lo que hoy se puede ver es un equilibrio de poderes federales como nunca antes tuvimos. Con sus evidentes imperfecciones, la democracia funciona en el orden federal de competencia; hay división de poderes y el régimen representativo ha dejado de ser una ficción; en el poder legislativo se delibera, el poder judicial no es ya el órgano de complicidades presidenciales y los funcionarios de la aún poderosa administración pública federal son vigilados por diputados y senadores y por los medios de comunicación. La democracia ha consolidado a los poderes federales; no están exentos de graves defectos, de lamentables retrocesos, pero es una tontera no reconocer que la política nacional de nuestros días se ha distanciado del régimen autoritario. ¿Por qué esa misma suerte no se ha seguido en los estados de la federación, en sus regímenes internos? En los estados el camino ha sido lento. Los poderes locales, excepto en aquellos estados donde la composición de las legislaturas está bien distribuida entre dos o tres partidos y donde la conciencia política está más arraigada (pienso en los estados norteños), mantienen un poder ejecutivo central y omnipotente. Administradores de los recursos públicos de sus estados, los gobernadores suelen tener en la asignación presupuestaria un instrumento arbitral (y arbitrario) que gasta caprichosamente y asigna recursos a los municipios con reglas que no favorecen su autonomía ni su desarrollo. Es justo decir que permanece el prejuicio centralista contra los estados. En el centro se mantiene la creencia de que los estados son eternos pedigüeños, incapaces de generar recursos propios (instituir y cobrar nuevos impuestos); no se quiere ver que el régimen federal nació bien y se desarrolló mal; no se quiere recordar que el gobierno federal fue acumulando nuevas facultades y funciones, algunas de las cuales estuvieron históricamente en el ámbito local de competencia; no se quiere advertir que el artículo constitucional que canceló el régimen federalista, el 124, es no solamente la disposición más cómica de la carta magna, sino la que anuló el potencial político y fiscal de los estados. Si los estados tienen todas las atribuciones que la Constitución no reserva a otras autoridades, en los hechos ese todo quedó reducido a nada. El artículo 124 también puede enunciarse de este modo: los estados tienen todas las facultades, excepto todas. Los acuerdos de coordinación fiscal han sido, hasta hoy, cartas de renuncia: los estados renuncian a cobrar impuestos y a cambio el gobierno federal les incrementa las participaciones. El resultado es que el patrimonialismo federal goza de cabal salud y los gobiernos de los estados han reproducido en su régimen interno los vicios del centralismo, en perjuicio de las autoridades municipales y de las comunidades básicas de la sociedad nacional. El prejuicio centralista anida en la política, en las visiones de los intelectuales y en los medios de comunicación.
El centralismo político, cultural, económico y religioso del Virreinato sobrevivió al primer imperio, a la primera república federal, a la Constitución liberal de 1857, a la revolución de 1910, a la Constitución de 1917. . . Sobrevivió durante todo el siglo XX: a los discursos del 5 de febrero de cada año en el Teatro de la República, a la fuerza regional de algunos caciques y gobernadores, a la oposición que abanderó la antiquísima pero justa causa de la elección libre de los ayuntamientos, a la manifiesta injusticia en la distribución del presupuesto, al sentido común que ha sugerido un federalismo descentralizado. En esta primera década del siglo XXI, en las vísperas de las conmemoraciones del bicentenario del inicio de la Revolución de Independencia, el federalismo ha acrecentado sus bondades políticas y culturales, pero mantiene los peores vicios de su trayecto histórico. Los estados libres y soberanos han reproducido en su régimen interior el presidencialismo autoritario del siglo XX.
Montesquieu hace decir a uno de los personajes de sus Cartas persas el “El príncipe impone el carácter de su espíritu a la corte, la corte a la ciudad, la ciudad a las provincias”. La federación mexicana nació, para bien, con un acto de mimetismo; pero su desarrollo a lo largo de casi doscientos años ha preservado, para mal, lo peor de la calca original. No comparto la opinión de que el sistema federal de 1824 fue producto de una copia simple del sistema estadounidense. Las influencias que mostraron los pensadores y políticos de la primera república federal eran variadas y provenían del pensamiento liberal de Francia, de Inglaterra y de la propia España; a esos influjos doctrinales se agregó la experiencia de trescientos años de decisiones impuestas desde el centro y, naturalmente, la experiencia que acababa de ofrecer al mundo el sistema federal de Estados Unidos. Pero aun el sistema federal norteamericano estuvo influido por Montesquieu. La lección fundamental del Espíritu de las leyes es la moderación. Independientemente de la forma de gobierno adoptada, el régimen moderado es el fundamento del estado moderno. “El poder limitado es el único poder legítimo”, escribió. Montesquieu es tan actual como las noticias de último momento; a él debemos los fundamentos de la política pluralista que hoy tratamos de entender y aplicar; él fue el primer pensador político en explicar la necesidad de unir lo universal y lo particular, de pensar en lo general y lo diferencial, de conciliar la diversidad con algunos principios básicos, uno de los cuales es que el poder es moderado o es tiránico. ¿Cómo fortalecer a los estados de la federación y a la vez limitar su poder? El equilibrio de poderes preserva los intereses individuales; ese equilibrio separa lo público y lo privado, la política y la economía; concede a la política su autonomía de la moral y de la religión y pugna por la pluralidad de partidos políticos y medios de comunicación. Tal es, me parece, la desafiante lección que el pensador liberal nos ofrece: poder moderado o poder autoritario.