lunes, 24 de agosto de 2009

La telaraña de la ley


A mis Tres Reyes Mágicos, con amorosa gratitud
El espacio donde vive la ira se agranda o se achica dependiendo de la persona y de las circunstancias. Cuando la ira se convierte en exigencia punitiva, es decir cuando el castigo se apodera de la conciencia de la mayor parte de la sociedad, gobernar queda peligrosamente reducido a la función policial. Gracias a la ira la gente puede expresar su inconformidad, gritar su impotencia, exigir resultados, ponerse en acción; la desmesura social de la ira, sin embargo, es una abierta y pública una invocación a los demonios del Estado. Es incalculable la cantidad de recursos de todo tipo que los gobiernos en México destinan para combatir el crimen organizado. Si una pequeña parte de esos recursos se invirtieran en salud, en educación, en procurar un poco de bienestar a los más débiles, el problema del narcotráfico no tendría la compleja magnitud que hoy tiene. Los ciudadanos exigimos, con justicia, que el Estado arranque las raíces del mal, pero no hemos tenido la inteligencia para sugerir programas distintos a los policiales y sus anexas. Es como si un profesor les ordena a sus alumnos que para el día siguiente entreguen un trabajo sobre un tema o un autor que aún no se ha tratado en clase. El problema es de ustedes, dice el arrogante maestro, tienen que enseñarse a investigar y a resolver problemas por ustedes mismos. Acierta quien sospeche que ese profesor no quiere trabajar, preparar la clase siguiente. Así los ciudadanos le pedimos al Estado que resuelva el problema; aunque sea con su natural pachorra, el Estado crea más instituciones, les cambia el nombre a las existentes y las rebautiza, compra más armamento y equipo, invierte en centros tecnológicos y cibernéticos que lo vigilan todo, contrata más agentes y gasta en su preparación, contrata más fiscales, abogados, dictaminadores y jueces, y también al personal que vigilará a los vigilantes de procuración, investigación, enjuiciamiento y encarcelación de los delincuentes. Por su lado, los medios de comunicación de masas han llevado la noticia policial a la primera plana. El número de muertos y el número de detenidos son miles cada día, pero ninguno de esos medios informa sobre el hecho de que más del 90 por ciento de las ejecuciones no se investigan o de que más del 95 por ciento de los detenidos salen libres unas horas o unos días después de su detención. Lo que está ocurriendo es que las detenciones son indiscriminadas, un modo rápido y fácil de mostrar eficacia; se detiene a quienes no se debe y luego hay que soltarlos por falta de pruebas. Pero el engaño es, en el mejor de los casos, un auto engaño, pues sólo las autoridades se creen el cuento de que la guerra contra la delincuencia organizada ha conseguido logros importantes. Enfrente, los ciudadanos organizados en agrupaciones especializadas suelen descalificar en términos absolutos esos logros. Pero nada se ha hecho para reformar estructuralmente el sistema mexicano de justicia y menos se ha iniciado con toda seriedad el combate a la desigualdad. Nadie puede decir que los mexicanos somos igualmente libres ante la ley. Ya los clásicos atenienses decían que la ley es una telaraña que, en cuanto te atrapaba, era imposible salir de ella, excepto las arañas grandes y potentes que con sus enormes patas rasgaban sin dificultad alguna la tela que las separaba de la libertad. El hombre enredado irremediablemente en la telaraña de la ley es quizá el tema más serio de la literatura del siglo XIX, sobre todo entre los narradores rusos, pero fue Kafka quien pudo adentrarse en los vericuetos sin salida de la burocracia punitiva del siglo XX. De modo que los teóricos de las formas de gobierno y las formas de estado han de paliar su optimismo a la hora de afrontar el estudio de la burocracia, esa monstruo digestivo al que Octavio Paz le asignó el papel de ser el verdadero gobierno. La burocracia penal ha sido engordada gracias al populismo punitivo. Pero la ciudanía no puede eludir su propia responsabilidad a la hora de exigir más eficacia; hemos formulado exigencias poco inteligentes; como el profesor que deja una tarea ininteligible a sus alumnos, así nosotros gritamos que sea el Estado el que resuelva el problema, que para eso pagamos impuestos. Si preguntamos a jefes policiales, a fiscales y procuradores, a jueces y magistrados, a abogados penalistas y a todos los que directa o indirectamente viven de la más rentable de las actividades económicas del país, la industria del delito, cuál es la solución para combatir con mayor eficacia al crimen organizado, la respuesta es inmediata y única: más recursos. No se habla de reformar el sistema de justicia y a nadie se le ocurre agregar que en México la desigualdad ante la ley se explica por el hecho sencillo de que la justicia penal en nuestro país es una para los pobres y otra para los poderosos. No me refiero necesariamente a la corrupción, es decir a que los funcionarios judiciales incurran en peculado o prevaricación, sino al hecho bastante más sencillo de que los procesos son largos, muy largos, y sólo unos pocos pueden sostener un juicio tan extenso. No se ha querido ver el punto central de la justicia: su primera finalidad es, decía Ricoeur, poner fin a la incertidumbre. En el sistema de justicia mexicano ocurre todo lo contrario: la naturaleza de la industria del delito (delincuentes, autoridades, medios de comunicación masiva) es la largueza, el laberinto, lo que no tiene fin. La telaraña kafkiana es un traje a la medida de la justicia (penal, civil, mercantil, fiscal, laboral, política, etcétera). ¿Por dónde empezar? El filósofo del Derecho Norberto Bobbio (en octubre se cumple el centenario de su nacimiento) propuso empezar por la justicia civil. Y acertó.

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