En la calle, cuando se camina sin trayecto ni rumbo, en esos momentos en que el alma distraída desciende por las piernas hasta refugiarse en las plantas de los pies, el azar apacigua sus ventarrones de luz y sombra, de amor y desdicha, de vida y muerte. El azar, que golpea tanto como acaricia, a veces descansa (o hace que descansa). Entonces las calles carecen de sentido y magnitud, pero no de belleza, de esa belleza imperceptible a los ojos de los que caminan con el alma acojonada. Ocurre en esos instantes inanimados lo mejor: toparse con algo o alguien inesperados. La sorpresa es casi siempre buena; las excepciones, que las hay, nos traen de regreso del túnel de la despreocupación; puede ser una persona no grata o decididamente ingrata: un acreedor, un melandro, un tipo quejumbroso, un par de señoras redondas que engrasan con su perfume el desparpajado paseo. Se precisa de varios minutos para recuperar la indolencia, salvo que el indeseado encuentro nos amargue la tarde y tengamos que volver a casa con la memoria avinagrada. Las calles son hermosas porque son impredecibles; hay que descubrirlas: una ventana que nunca habías visto pero que hace siglos está ahí, una persona que no conoces que te saluda amablemente, una muchacha que te mira tímidamente pero hace como si no te hubiera visto, un viejo compañero de la escuela al que no veías hace muchos años y de cuyo nombre no te acuerdas. La calle es una caja de sorpresas; cada día es nuevo, vacío, una hoja en blanco; cada vez adviertes nuevos encantos y, si hay algo de suerte, llega de no sé dónde un milagro, como atrapar con una mirada todos los colores del atardecer. Lo mejor de la calle es cuando eres invisible: ver sin que te vean. Las calles definen la ciudad, dice Alejandro Rossi en uno de los ensayos del “Manual del Distraído.” Pero ciertas calles y en determinados momentos no son, como él decía, ruidosas y promiscuas, indiscretas e intemperadas; hay ocasiones en que una calle no solamente no dificulta el anonimato o la soledad, sino que sólo en ella podemos ocultarnos de los demás o disfrutar de una soledad especialmente benigna. Durante algunas tardes, en esos minutos grises previos al ocaso, la calle es el refugio de la indolencia. No quieres encontrar o encontrarte con nadie y menos quieres un encontronazo. Mejor dicho: no piensas en ningún encuentro. El otro día, cuando las primeras sombras de la noche asomaban su rostro sin que nadie las invocara, bajando por la calle Victoria en dirección a la Catedral, una señora gorgoreaba una melodía que no identifiqué; al momento de alzar un poco la vista para mirarme, dijo “perdón”, y siguió su camino. Durante los pasos que me faltaban para llegar a la plaza de Catedral pensé que la palabra “perdón” es la más usada en todas las lenguas del mundo, incluida naturalmente la nuestra, y que su uso se había reducido a una mera cortesía. Nos pasamos la vida pidiendo perdón y no lo pedimos cuando lo amerita. Crucé la plaza y me detuve unos instantes frente al Banco Minero; luego, en el costado izquierdo del edificio, releí la placa: “En esta casa nació tal día y tal año Don Martín Luis Guzmán”, etcétera. Miré el fondo de la calle Libertad y pude observar que la profundidad afilaba sus colmillos para tragarse a los adolescentes que ahí se apostan a esperar el incierto destino de ojos y cuerpos obscenos. Me volví y regresé al jardín. Frente a Catedral me senté en la única banca disponible a ver pasar la gente, como suele decirse. Casi al momento se acercó una muchacha delgadita que sin preámbulos me dijo: “Soy Karina y represento a los siete pecados capitales”. Distraído y todo, lo primero que le respondí fue que era el colmo de la vanidad y la presunción, que no creía que siete los pecados capitales, por unanimidad, hubiesen nombrado a nadie su representante, y menos a una muchacha de aspecto tan inocente. Luego pensé que se trataba de alguna propaganda de tipo religioso y que la muchacha sólo pretendía salvarme de dichos pecados. Entonces le dije, sin que hubiera una pregunta en tal sentido, que no estaba yo para prescindir de ningún pecado, y menos de los capitales; le pedí que regresara en veinte años, que muy probablemente para entonces los siete pecados capitales me habrían abandonado a mí. Ella me tendió un folleto y entonces comprendí: vendía suscripciones, con descuentos muy atractivos, de un antro llamado precisamente “Los 7 pecados capitales”. Le agradecí y de todos modos agregué que el nombre era presuntuoso, entre otras cosas porque algunos de esos pecados son mutuamente incompatibles, como la gula y la lujuria y la pereza y la ira. De modo alternado, tal vez, pero no al mismo tiempo. La envidia es la excepción: combina con cualquiera de los otros seis. La joven me agradeció y se fue a otra banca a promover los pecados. Vi la catedral, a pie firme en una ciudad de escombros. El barroco y el churrigueresco entrelazados. En esas figuraciones estaba cuando un hombre corpulento y patitieso se sentó a mi lado: “¿Puedo contarle algo?” Estaba ahí por culpa de la envidia. Acababa de llegar de Estados Unidos y a causa de un accidente de trabajo había cobrado medio millón de dólares. Sobre todo por las tardes, familiares y vecinos llegaban hasta su modesta vivienda para preguntar sobre su salud y devolverle las ganas de vivir. “¿Y quién dice que tengo desgano de la vida? Por eso vengo aquí todas las tardes, para no ver a los que me quieren ver”. Me despedí y me fui a mi casa, a un costado del templecito franciscano. De Albert Camus leí: “la gente no es mala, es que no ve”. Pero “no ver” es el peor de los pecados. Las personas son buenas, pero dejan de serlo cuando creen que lo son. Sin embargo, eso de hacer el bien sin mirar a quién es una superchería. De las tantas que inventaron los jesuitas. ¿O fueron los dominicos?
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