domingo, 9 de agosto de 2009

Azar, política, cultura


En su Diccionario del diablo Ambrose Bierce distingue entre monarquías: en la absoluta el soberano hace lo que le da la gana, siempre que plazca a los asesinos; en la limitada el poder del soberano para hacer el mal está restringido. En las repúblicas, dice, gobierna el azar. No he leído una definición de república más cercana a los orígenes modernos de una república, que durante el Renacimiento veneciano nace como oposición al excesivo control de los monarcas y al dominio que se ejercía sobre la vida privada e íntima de las personas. Como sea, la definición de Bierce es la cereza que adorna el anarquismo inofensivo de Borges.
La vida es bella porque es breve, decía Benda; yo creo que también es bella porque es impredecible. Y lo es en las dos únicas direcciones posibles: pasado y futuro. Ninguna persona soportaría ver su pasado completo, de una vez. Si el protagonista no se aburre de sí mismo durante la primera hora, se vuelve loco. Por eso el pasado personal se descubre gradual e imprevistamente, a momentos, en ráfagas de contento, tristeza o dolor. Lo mismo ocurre con el futuro. No es posible, por fortuna, que una persona vea el transcurso de su futuro. Si fuera posible, también se volvería loco; no soportaría las penas que, como dice el sabio refrán, llegan solas, sin avisos ni emplazamientos. Y tampoco soportaría ver todas las alegrías y los buenos momentos que están delante. Caería fulminado por un infarto.
¿Planear la vida, apropiarnos del destino, privatizar el misterio, estatizar la belleza de lo inesperado? ¿No es el azar el don más preciado del ser humano, con sus maravillas y sus miserias entrelazadas? Libertad y destino, dos enemigos irreconciliables. Y el miedo, en todos los tiempos, es el ducto por donde se llega al paraíso de la esclavitud o la insana dependencia. La libertad, el juego donde el azar reparte las cartas, es un lugar poco atractivo. Parece un sitio inhóspito, incierto, descorazonador; a veces es jubiloso. La gente prefiere no pensar y no jugar, dejar su vida en manos de otros. Que sea el Estado, la Iglesia o el Destino los que decidan.
Los ciudadanos piden y el político concede. Mejor dicho: promete conceder. El Estado ofrece en primer lugar protegernos de la naturaleza y de nosotros mismos. Pero al protegernos de la naturaleza la ha destruido y ha permitido que otros lucren destruyéndola. Es el resultado del ideal de progreso de la Ilustración. En realidad el Estado promete protegernos del azar. Entonces formula políticas públicas. Ahora todo el mundo llama a los programas y acciones políticas públicas, un anglicismo traído por los tecnócratas a nuestro idioma. El concepto, hoy usado incluso por los doctos de las ciencias jurídicas y políticas, no es propio de la Constitución mexicana. Muy recientemente, en agosto de 2001, en el discurso metido a chaleco en el artículo 2º constitucional, se habla de “políticas necesarias para garantizar la vigencia de los derechos de los indígenas” y de “establecer políticas sociales para proteger a los migrantes (sic) de los pueblos indígenas”. La única mención constitucional está en la reforma al artículo 21 de junio del año 2008: “Formular políticas públicas tendientes a prevenir la comisión de delitos”. Pero el concepto “políticas públicas” no está donde debiera, en el artículo 26, que establece el lenguaje y el contenido del sistema de planeación democrática del desarrollo nacional.
El hecho es que el Estado formula políticas públicas y crea monstruos burocráticos para satisfacer lo que no puede, pero –atento y presuroso– anuncia nuevos cobros y legisla sobre nuevas obligaciones. El Estado es un mal necesario. Como cualquier mal, tiene grados. Lo mejor es poner el máximo cuidado en pensar lo que le pedimos al Estado porque se apresura a concederlo, generalmente a cambio de que le cedamos algo o mucho de nuestra libertad. Le planteamos una necesidad y de inmediato aprueba una ley y crea una institución burocrática. Pasada la necesidad, es imposible deshacerse de la burocracia. En una democracia el gobierno tiene límites. Gracias a ellos podemos tener espacios importantes de libertad para pensar, creer, crear y hacer lo que nos venga en gana, siempre que no impidamos al Estado protegernos de nosotros mismos. Eso no basta para que el poder limite su actuación a los linderos que de manera clara y estricta han sido fijados por la legislación. El Estado tiene, por decirlo en el lenguaje de nuestro tiempo, una propensión genética a engordar; digamos que es propenso a la obesidad; suele interpretar las demandas ciudadanas de modo geométrico. Si le pedimos que reduzca los extremos de pobreza y desigualdad, aprueba una ley que decreta la erradicación de esos extremos. El resultado lo conocemos: la extrema pobreza crece tanto como crecen las burocracias encargadas de combatirla.
No es descabellada la propuesta de Gabriel Zaid de repartir dinero entre los más pobres en lugar de mantener una burocracia tan costosa como ineficiente. Del dinero destinado a remediar la pobreza sólo llega a los pobres el 30 por ciento. Por eso insisto en el cuidado que debemos poner en lo que le pedimos al Estado y en la interpretación que hace el Estado de lo que le pedimos. Si pedimos programas y recursos para alentar la cultura y la creación artística y literaria, lo más probable es que cree una institución abigarrada de direcciones y departamentos que se chuparán la mayor parte de los recursos. Contra las llamadas políticas culturales del Estado ha de oponerse una política de la cultura y una cultura de la política. Si dejamos en manos del Estado la cultura corremos tres peligros: la corrupción, la ineficiencia y la glorificación de la mediocridad. Un riesgo más, atribuible a la enseñanza de la literatura en las universidades, es el de la hegemonía de la teorización ideológica, letal para la literatura.
“Es el pueblo el que se avasalla, el que se corta la garganta”, escribe Étienne de la Boétie en su célebre Discurso de la servidumbre voluntaria. No se crea que en el siglo XXI estamos demasiado lejos de la naturaleza servil que denunciaba de la Boétie en el siglo XVI. Concedo que hay buena fe y mucha necesidad en los millones de ciudadanos que exigen al Estado la solución de problemas, pero no deja de haber demasiados ilusos y otros tantos gandules. Queriendo procurarnos un bien, acabamos haciéndonos un mal. La cultura –eso que llaman políticas culturales– no nos hacen más ciudadanos sino más súbditos. El azar, el juego donde la libertad abofetea al destino, contradice la dependencia, el control. Asumido como libertad frente a las pretensiones de dominio y uniformidad de los poderes reales, es precisamente lo que nos salva del estado de naturaleza. Lo primitivo es que un poder cualquiera tenga el monopolio de la vida: qué creer, qué leer, qué comer, qué no comer, qué pensar, qué prevenir.
El azar, por otro lado, es el ambiente donde se puede crear libremente y donde la competencia le abre oportunidades al talento; en otras condiciones, en el control demasiado rígido de las políticas culturales, el talento y la creación libre casi nunca ganan. Decía Borís Pasternak que gracias al ciego juego del azar había tenido la fortuna de expresarse plenamente. En México, con excepciones notables, la poesía ha dejado de existir y la literatura se ha detenido, en parte, creo, porque las políticas culturales están diseñadas y se aplican clientelarmente. Lo peor que nos puede pasar es que se refuerce la vieja idea que identificaba al Estado con la sociedad. El propio Pasternak lo advirtió: frente a esa equivalencia Estado-sociedad, intelectuales y escritores deben resistir mediante una oposición honesta y real, a la tendencia expansiva del Estado. En el congreso de escritores de París de 1935, no obstante la histeria servil de Iliá Ehrenburg, Pasternak alcanzó a gritar una verdad que en estos tiempos democráticos mantiene su vigor y su advertencia: “La poesía siempre será algo más sencillo de lo que pueda discutirse en una reunión, pues siempre seguirá siendo una función orgánica de la felicidad humana. La organización es la muerte del arte”. ¿No se organizan en nuestros días colectivos literarios, de teatro, de cine, de poesía? ¿De verdad es posible la creación literaria y artística en la igualación de la mediocridad? No es exagerado decir que en México hay más escritores que lectores ¿No suele decirse de un mal escritor (pero prolijo) que en su vida ha escrito más libros de los que ha leído? Estamos organizados para no leer, argumenta Zaid. ¿Cómo confiar en políticas culturales diseñadas y aplicadas por quienes no leen o por quienes tienen compromisos, aunque sean derivados, con el partido en el poder, con una ideología o una teoría de vanguardia?
El Estado no es nuestro dueño. Lo suyo es controlar, sea mediante políticas culturales, prescripciones clínicas o cédulas de identidad. Dicen los expertos que el iris ocular es único, que no hay dos iguales. Dicen que es por nuestra seguridad. De aprobarse, se gastarán varios miles de millones de pesos y nos entregarán una cédula de identidad. La paradoja es curiosa: el Estado nos va a demostrar que no somos idénticos mediante una identidad. Es el consenso servil donde se funda el dominio. El miedo y el servilismo divinizan al Estado, que es cada vez más ineficiente, costoso y altanero. No está cumpliendo sus funciones más elementales y sin embargo no cejamos de asignarle otras. Organizar al Estado es limitarlo para que no abuse del poder y para que nos proteja de los abusos de los otros poderes. Pero la alianza entre poderes es letal para la población. Por eso llegamos a la democracia, para separar los poderes y limitarlos. En una interpretación libre, la democracia es capaz de producir un conjunto de pequeñas y breves utopías construidas por una persona, una comunidad o un pueblo. Soñar no cuesta nada, se dice, pero los sueños no saben igual cuando el Estado o la Iglesia están metidos en la cocina y en la recámara.

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