La lucha contra la delincuencia organizada ya parece la hoja costrada de un cuaderno parvulario después de pasarle una de esas gomas corrientes que manchan más de lo que limpian. Luego de emborronar arbitraria y enérgicamente la hoja, no se distinguen ya los garabatos; los espacios que estaban en blanco, en las márgenes o entre renglones, acaban maculados por una plasta entre rojiza y azulada; las líneas, los trazos, las extrañas y caprichosas figuras y los tachones más burdos y torpes se convierten en un cuadro de arrugas, moronas y raspaduras. Pintura abstracta, diría uno de esos vanguardistas despatarrados. La hoja del párvulo pasa de lo deforme (que tiene una forma) a lo informe (que no tiene ninguna). Algo similar sucede con la apretujada presencia del ejército en las calles. La militarización de la lucha contra el narcotráfico no ofrece, a casi tres años de iniciada, ninguna prueba, por mínima que sea, de que la decisión fue acertada. Es posible advertir, en cambio, que las consecuencias han sido desastrosas, empezando por la creciente e indiscriminada violación de derechos humanos. La pañosa visión que tiene el Estado de que el narcotráfico puede estar en todos lados ha torcido la lucha en una guerra ciega y sorda en la que los caídos carecen de nombre y bando. Ya se sabe que en una batalla campal lo que importa es golpear a lo que se mueva, no elegir el golpe ni el destinatario. Los medios de comunicación, en el parte diario de guerra, exaltan los golpes, no la eficacia cualitativa de los mismos, acaso porque lo ignoran tanto como los ciudadanos. Del combate al crimen organizado cada día sabemos menos. Antes de iniciada la guerra sabíamos, aun de manera difusa, que el enemigo estaba infiltrado en todos los frentes: en las instituciones de seguridad y procuración de justicia, en los cuerpos policiales, en cuantiosas y sorprendentes inversiones, en algunas altas esferas del poder político y económico, en las comunidades municipales, en los partidos políticos. . . Sabiéndolo, no se escardaron los terrenos donde se librarían las batallas. No se llevó a cabo la más elemental tarea de inteligencia que precede a una guerra: saber con precisión quién es el enemigo, dónde está, cuáles son sus fortalezas bélicas y cuáles sus debilidades, quiénes son sus aliados y sus enemigos jurados; y, de modo especial, quiénes de ellos gravitan o entran y salen por la propia casa. La mugre sólo fue visible cuando empezó la fiesta.
Si los militares mexicanos se ganaron el respeto de la sociedad fue sobre todo porque no los veíamos o los veíamos poco (regularmente en tareas de auxilio a la población en desastres naturales). Toparse con un convoy de soldados en una carretera podía inspirar una quisquilla de zozobra o temor, no de miedo. Pétreos y pesados, su presencia en determinados sitios era parte del paisaje, no el paisaje. Sin embargo, su participación en el negocio del narcotráfico se puede rastrear hasta el momento mismo en que la siembra de mariguana se convirtió en un cultivo rentable, hace más de cincuenta años. De hecho, la primera autoridad involucrada en la protección del tráfico de drogas despachaba en las zonas militares. Pasado el tiempo, llegados a la era del populismo punitivo, los jefes medios del ejército fueron desplazados por los cuerpos policiales de investigación. Hace poco, un reportero me contó que le llamaron de la zona militar para confiarle que las autoridades de la PGR mentían sobre los cargamentos de droga que interceptaban. Si la cantidad incautada era de dos toneladas, la policía federal anunciaba que habían sido cien kilogramos. El acuerdo con el reportero fue que la zona militar le proporcionaría información exacta sobre los decomisos de droga, dinero y armas. Con información privilegiada, el reportero fue publicando datos reales, ante la extrañeza y preocupación de los agentes federales. Pero cuando se dispuso que los militares participaran directamente en la vigilancia y detención de los cargamentos de enervantes, las puertas informativas de la zona militar quedaron definitivamente cerradas al periodista. Es obvia la disputa entre autoridades por la interlocución con los delincuentes.
Una sociedad militarizada es una sociedad civil debilitada. En la borrosa mancha en que se ha convertido la lucha contra el narcotráfico, policías y soldados han tornado la guerra en una sospecha generalizada. Existen comunidades y barrios enteros donde los domicilios son violentados con el pretexto de buscar drogas. Casa por casa, soldados y policías se meten por la fuerza buscando pruebas incriminatorias. Basta una llamada anónima, un delator ocurrente, un rumor desperdigado, una calumnia cizañera. Se ha corrompido el valor civil de la denuncia y se ha dado paso a una especie de delación vengativa, característica de los regímenes totalitarios. Si en éstos la acusación más efectiva era una supuesta actividad contrarrevolucionaria, ahora es una supuesta actividad criminal. El otro defecto de la militarización es el desgaste institucional y social del ejército, sea por molestias leves o por agresiones injustas y desproporcionadas; la guerra da la impresión de haberse eternizado; no se ve el final del túnel; no se advierte, en fin, que la delincuencia esté siendo realmente mermada, a pesar de que a todas horas los medios de comunicación difunden operativos espectaculares, detenciones de cientos de lugar tenientes, captura de brazos derechos, desmantelamientos de bandas de secuestradores, decomisos de toneladas de drogas y, para rematar, discursos presidenciales que encienden las cenizas parduzcas del desastre. El ejército, una institución respetada por la mayoría de la población, ha tenido que ceder parte de su prestigio a cambio de nada. El tiempo transcurre en contra. En la guerra contra el narcotráfico, todos perdemos; excepto, claro, los que tienen que perder.
La impunidad delictiva en México, lo sabemos como una verdad de opinión pública, es del 98 por ciento. Del 2 por ciento que se investiga y consigna, sólo una parte mínima llega a sentencia definitiva, algo así como el 0.04 del total de delitos. Delinquir en México es, visto desde la perspectiva del delincuente, el negocio más seguro de cuantos negocios lícitos existen. En el caso del narcotráfico, los expertos afirman que la estructura financiera del crimen organizado permanece intocada, inquebrantable. Me refiero al gran capital que se invierte en instituciones financieras nacionales e internacionales, en grandes negocios inmobiliarios, en la industria del espectáculo, en el financiamiento político, en la corrupción de los altos niveles de los poderes públicos. Debajo de ese gran capital, la pulverización del dinero sucio entra sin ninguna dificultad a bancos, cajas populares, instituciones cambiarias, fraccionamientos, protección a autoridades policiales de los niveles medios y bajos, salarios a campesinos, ayudantes, transportistas, intermediarios, donaciones destinadas a obras de beneficio comunitario, ayudas a organizaciones religiosas y civiles. . . Los frutos de la industria del narcotráfico circulan libremente; su entramado es complejo, difícil de desmarañar, pero el Estado no ha concentrado inteligencia, coordinación, perseverancia y determinación para cerrar las llaves que financian toda la estructura. De las 145 mil denuncias de lavado de dinero durante el sexenio de Vicente Fox, sólo se iniciaron 145 averiguaciones, de las cuales no sabemos su curso ni su conclusión. El dato ya no es actual, pues la velocidad de operaciones económicas crece vertiginosamente. Otro dato es demoledor: el 95 por ciento de las ejecuciones del crimen organizado no se investiga. Cifras aparte, la lucha contra el crimen organizado no lo ha desalentado, pero la histeria persecutoria puede arrasar a miles de inocentes. Pende sobre muchos inocentes el riesgo de un mal rato o de una trastada fatal.
Si los militares mexicanos se ganaron el respeto de la sociedad fue sobre todo porque no los veíamos o los veíamos poco (regularmente en tareas de auxilio a la población en desastres naturales). Toparse con un convoy de soldados en una carretera podía inspirar una quisquilla de zozobra o temor, no de miedo. Pétreos y pesados, su presencia en determinados sitios era parte del paisaje, no el paisaje. Sin embargo, su participación en el negocio del narcotráfico se puede rastrear hasta el momento mismo en que la siembra de mariguana se convirtió en un cultivo rentable, hace más de cincuenta años. De hecho, la primera autoridad involucrada en la protección del tráfico de drogas despachaba en las zonas militares. Pasado el tiempo, llegados a la era del populismo punitivo, los jefes medios del ejército fueron desplazados por los cuerpos policiales de investigación. Hace poco, un reportero me contó que le llamaron de la zona militar para confiarle que las autoridades de la PGR mentían sobre los cargamentos de droga que interceptaban. Si la cantidad incautada era de dos toneladas, la policía federal anunciaba que habían sido cien kilogramos. El acuerdo con el reportero fue que la zona militar le proporcionaría información exacta sobre los decomisos de droga, dinero y armas. Con información privilegiada, el reportero fue publicando datos reales, ante la extrañeza y preocupación de los agentes federales. Pero cuando se dispuso que los militares participaran directamente en la vigilancia y detención de los cargamentos de enervantes, las puertas informativas de la zona militar quedaron definitivamente cerradas al periodista. Es obvia la disputa entre autoridades por la interlocución con los delincuentes.
Una sociedad militarizada es una sociedad civil debilitada. En la borrosa mancha en que se ha convertido la lucha contra el narcotráfico, policías y soldados han tornado la guerra en una sospecha generalizada. Existen comunidades y barrios enteros donde los domicilios son violentados con el pretexto de buscar drogas. Casa por casa, soldados y policías se meten por la fuerza buscando pruebas incriminatorias. Basta una llamada anónima, un delator ocurrente, un rumor desperdigado, una calumnia cizañera. Se ha corrompido el valor civil de la denuncia y se ha dado paso a una especie de delación vengativa, característica de los regímenes totalitarios. Si en éstos la acusación más efectiva era una supuesta actividad contrarrevolucionaria, ahora es una supuesta actividad criminal. El otro defecto de la militarización es el desgaste institucional y social del ejército, sea por molestias leves o por agresiones injustas y desproporcionadas; la guerra da la impresión de haberse eternizado; no se ve el final del túnel; no se advierte, en fin, que la delincuencia esté siendo realmente mermada, a pesar de que a todas horas los medios de comunicación difunden operativos espectaculares, detenciones de cientos de lugar tenientes, captura de brazos derechos, desmantelamientos de bandas de secuestradores, decomisos de toneladas de drogas y, para rematar, discursos presidenciales que encienden las cenizas parduzcas del desastre. El ejército, una institución respetada por la mayoría de la población, ha tenido que ceder parte de su prestigio a cambio de nada. El tiempo transcurre en contra. En la guerra contra el narcotráfico, todos perdemos; excepto, claro, los que tienen que perder.
La impunidad delictiva en México, lo sabemos como una verdad de opinión pública, es del 98 por ciento. Del 2 por ciento que se investiga y consigna, sólo una parte mínima llega a sentencia definitiva, algo así como el 0.04 del total de delitos. Delinquir en México es, visto desde la perspectiva del delincuente, el negocio más seguro de cuantos negocios lícitos existen. En el caso del narcotráfico, los expertos afirman que la estructura financiera del crimen organizado permanece intocada, inquebrantable. Me refiero al gran capital que se invierte en instituciones financieras nacionales e internacionales, en grandes negocios inmobiliarios, en la industria del espectáculo, en el financiamiento político, en la corrupción de los altos niveles de los poderes públicos. Debajo de ese gran capital, la pulverización del dinero sucio entra sin ninguna dificultad a bancos, cajas populares, instituciones cambiarias, fraccionamientos, protección a autoridades policiales de los niveles medios y bajos, salarios a campesinos, ayudantes, transportistas, intermediarios, donaciones destinadas a obras de beneficio comunitario, ayudas a organizaciones religiosas y civiles. . . Los frutos de la industria del narcotráfico circulan libremente; su entramado es complejo, difícil de desmarañar, pero el Estado no ha concentrado inteligencia, coordinación, perseverancia y determinación para cerrar las llaves que financian toda la estructura. De las 145 mil denuncias de lavado de dinero durante el sexenio de Vicente Fox, sólo se iniciaron 145 averiguaciones, de las cuales no sabemos su curso ni su conclusión. El dato ya no es actual, pues la velocidad de operaciones económicas crece vertiginosamente. Otro dato es demoledor: el 95 por ciento de las ejecuciones del crimen organizado no se investiga. Cifras aparte, la lucha contra el crimen organizado no lo ha desalentado, pero la histeria persecutoria puede arrasar a miles de inocentes. Pende sobre muchos inocentes el riesgo de un mal rato o de una trastada fatal.
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