A Michel, en el día de su partida
Las raíces de la criminalidad actual no son profundas y a veces no están ocultas; son como las raíces de esos árboles que huyen de la asfixia subterránea y salen a buscar la mirada del cielo, la bendición del sol, las voces de la gente, las pisadas aguzadas de los hombres jóvenes o los pasos zigzagueantes de los niños; su deseo de sol es tanto que destrozan el concreto de las banquetas y las desnivelan, y en ocasiones agrietan la calle y desnudan el pudor de los caños. Si se quiere resolver el problema, es inútil podar el árbol, cortar sus ramas, rociar con insecticidas o plaguicidas sus raíces, el tronco y los brazos; también es inútil reconstruir la banqueta o elevarla, pues la memoria de las raíces tiene el poder de barbechar en el rudo concreto y asomar sus ríspidos lomos, como lo hace una víbora carnosa entre la yerba. El crimen está en las calles, en cualquier esquina, en el cruce azaroso donde coinciden un desparpajo y una sombra repentina; ha dejado los escondrijos donde aguardaba a los incautos y ha salido a enfrentar, retadoramente, al primero que se ponga enfrente. Hace unos meses, luego del aviso difundido por todos los medios de comunicación de que a partir de las ocho de la noche los narcos saldrían a las calles a disparar a todo lo que se moviera, se recomendó a la gente que antes del oscurecer ya estuviera en sus casas, y que ya no saliera. Ese día la ciudad fue un caos de movimientos, apuros y llamadas; incluso se cayó el sistema de telefonía celular por la saturación de voces de madres preguntando por sus hijos, de maridos alertando a sus mujeres, de jóvenes enviando mensajes de texto a amigos y conocidos, de hijos procurando la ubicación de sus padres. En efecto, antes de las ocho de la noche la ciudad estaba muerta del cuerpo y del alma, y sólo los suspiros contenidos detrás de las ventanas mostraban que los signos vitales funcionaban, expectantes y temerosos, como cuando de niños nos asustaban con el cuento de que al día siguiente, en cuanto el sol diera las primeras señales de somnolencia, pasaría corriendo por nuestra calle, barbudo y harapiento, el judío errante. En Ciudad Juárez las mafias del narcotráfico reclutan a jovencitos de entre 16 y 18 años de edad. Su función es el asesinato. Apenas descascarados de adolescencia, estos hijos de nadie son ideales para ejecutar a los enemigos: narcos de otras bandas, policías, soldados, alcaldes insumisos, funcionarios policiales, agentes ministeriales. . . Acá les dicen “Los hijos de la maquila”. En su mayoría son hijos de madres solteras que trabajan en las maquiladoras. Ellas no son, en su gran mayoría, originarias de la frontera. Proceden de todo el país: de Veracruz, de Chiapas, de Oaxaca, de Guerrero, de Michoacán, de Zacatecas, de Puebla. . . Se puede decir que el país habita en Ciudad Juárez, un crisol de miserias y penumbras. En el sentido literal de la expresión, los hijos de la maquila fueron echados al mundo, aventados a la calle sin más resguardo que la propia capacidad de supervivencia en un medio extremadamente hostil y violento; no tienen historia porque no tienen parientes, ni cercanos ni lejanos; no hay abuelos, tíos, primos, amigos de la familia, amigos de los amigos, conocidos de los conocidos. No tienen padre y la vida les negó hasta el derecho elemental de escribir, como Kafka, una carta de desprecio. No tienen nada y hasta la nada se les niega, diría Ortega y Gasset. Y, lo peor, no tienen a sus madres, pues miles de ellas doblan turno en una maquiladora. Crecen solos. Literalmente. Entrar y recorrer una maquiladora es una experiencia singular: ocho mil muchachas trabajando en una nave industrial inabarcable, indivisible, incontable. Ocho mil por turno, 24 mil jovencitas en una sola de las miles que hay en la frontera. Se ve a las claras su origen humilde: un barrio desgraciado, una comunidad rural perdida en la nada geográfica, un andurrial deshojado de tiempo y de sentido. Los hijos de la maquila, esos muchachos de entre 16 y 18 años, son los más crueles y sanguinarios, según dicen acá. Tal vez exageran, pero no tanto: en pocos años han acumulado más dosis de nada que los más viejos. Vivir y morir es lo mismo: nada.
Hace unos veinte años, cuando el presidente Salinas lanzaba su proyecto modernizador, escuché voces de alerta que predecían que las maquiladoras serían la principal causa de desempleo en México. Creaban miles de oportunidades de trabajo, atraían a multitudes de todo el país, y de un momento a otro desaparecían, desmontadas con la misma rapidez con que se instalaban. Repentinamente miles de inmigrados se quedaban sin empleo, pero el camino de regreso había sido taponado por la fatalidad. Visto a la distancia, creo que el razonamiento en contra de las maquiladoras es falaz, pues equivale a predicar que para no perder el empleo lo mejor es no emplearse. Las maquiladoras han reclutado a cientos de miles de muchachas mexicanas que en sus comunidades tenían menos de lo que tienen acá, pues en Ciudad Juárez al menos se aviva el sueño de cruzar la frontera y ganar algo más que el salario mínimo. Pero los hijos de la maquila no están solamente en las ciudades de la frontera más grande y violenta del mundo; alegoría o metáfora, los hijos de la maquila están en todo el país: en las impermeables milpas de Guanajuato, en los lomeríos desérticos de Zacatecas, en las calles devastadas de Neza, en los mundos intemporales de cualquier serranía, en la obscena corrupción pública y privada, en el desastre ambiental, en la catástrofe de la educación básica, en el reseco paladar de cincuenta millones de pobres. Si la policía detiene a cien sicarios, varios miles están en la fila de aspirantes. Decir que millones de jóvenes mexicanos son hijos de la maquila sólo es una continuación de una vieja realidad: los campesinos mexicanos son todos hijos de El Capote de Gógol, eternos aspirantes a una cobija que los proteja del torrencial aguacero de injusticias que cae a chorros, sabe Dios de dónde.
Decir que las muchachas que trabajan en las maquiladoras son libres o que eligieron laborar en ellas es falso. No hay libertad donde no hay opciones. Chesterton escribió hace cien años que “Diez millones de mujeres jóvenes se alzaron al grito de Nadie mandará sobre nosotras, y acto seguido se convirtieron en mecanógrafas”. Imagino el disgusto de las feministas de hace cien años y el desprecio de las actuales. No se puede tomar a Chesterton tan literalmente, pero ya en su tiempo, su propia cuñada (esposa de su hermano Cecil) Ada Jones recuerda en The Chestertons que llegó un momento en que Gilberth estaba agotado y se apartó de la sociedad, del mundo: “Me figuro que fue esa separación lo que le hacía mirar la posición económica de las jóvenes solteras como una situación eremítica. Sostenía, sabía indiscutiblemente, que una atmósfera de hogar es mucho más saludable, más feliz y más deseable para una joven que un buen empleo en una oficina”, dice Ada en unas memorias que escribió durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y cuyo manuscrito pudo rescatar milagrosamente en medio de los destellos mortales lanzados por los alemanes. Agrega que la mayoría de las jovencitas quería quedarse en casa en vez de levantarse temprano y correr a sentarse durante diez horas o más frente a una máquina de escribir. La mejor crítica a Chesterton ha sido de su cuñada, que trabajaba con él y para él, que lo conocía, que disfrutaba de su genio tanto como padecía la contundencia de su ingenio. Como sea, esos juicios aún nos interrogan: podemos disentir y aun podemos indignarnos ante la implacable ejecutoriedad de Chesterton, pero no podemos ignorarlo o suponer que el mundo que él criticó tan duramente no es el mismo mundo –agravado geométricamente– que hoy sufrimos. Acá en la frontera, sin embargo, cuando he preguntado a alguna jovencita de doble turno dónde y con quién encarga a su hijo pequeño, una chispa de luz emerge en la hermosa respuesta: “Con mi mamá”.
Las raíces de la criminalidad actual no son profundas y a veces no están ocultas; son como las raíces de esos árboles que huyen de la asfixia subterránea y salen a buscar la mirada del cielo, la bendición del sol, las voces de la gente, las pisadas aguzadas de los hombres jóvenes o los pasos zigzagueantes de los niños; su deseo de sol es tanto que destrozan el concreto de las banquetas y las desnivelan, y en ocasiones agrietan la calle y desnudan el pudor de los caños. Si se quiere resolver el problema, es inútil podar el árbol, cortar sus ramas, rociar con insecticidas o plaguicidas sus raíces, el tronco y los brazos; también es inútil reconstruir la banqueta o elevarla, pues la memoria de las raíces tiene el poder de barbechar en el rudo concreto y asomar sus ríspidos lomos, como lo hace una víbora carnosa entre la yerba. El crimen está en las calles, en cualquier esquina, en el cruce azaroso donde coinciden un desparpajo y una sombra repentina; ha dejado los escondrijos donde aguardaba a los incautos y ha salido a enfrentar, retadoramente, al primero que se ponga enfrente. Hace unos meses, luego del aviso difundido por todos los medios de comunicación de que a partir de las ocho de la noche los narcos saldrían a las calles a disparar a todo lo que se moviera, se recomendó a la gente que antes del oscurecer ya estuviera en sus casas, y que ya no saliera. Ese día la ciudad fue un caos de movimientos, apuros y llamadas; incluso se cayó el sistema de telefonía celular por la saturación de voces de madres preguntando por sus hijos, de maridos alertando a sus mujeres, de jóvenes enviando mensajes de texto a amigos y conocidos, de hijos procurando la ubicación de sus padres. En efecto, antes de las ocho de la noche la ciudad estaba muerta del cuerpo y del alma, y sólo los suspiros contenidos detrás de las ventanas mostraban que los signos vitales funcionaban, expectantes y temerosos, como cuando de niños nos asustaban con el cuento de que al día siguiente, en cuanto el sol diera las primeras señales de somnolencia, pasaría corriendo por nuestra calle, barbudo y harapiento, el judío errante. En Ciudad Juárez las mafias del narcotráfico reclutan a jovencitos de entre 16 y 18 años de edad. Su función es el asesinato. Apenas descascarados de adolescencia, estos hijos de nadie son ideales para ejecutar a los enemigos: narcos de otras bandas, policías, soldados, alcaldes insumisos, funcionarios policiales, agentes ministeriales. . . Acá les dicen “Los hijos de la maquila”. En su mayoría son hijos de madres solteras que trabajan en las maquiladoras. Ellas no son, en su gran mayoría, originarias de la frontera. Proceden de todo el país: de Veracruz, de Chiapas, de Oaxaca, de Guerrero, de Michoacán, de Zacatecas, de Puebla. . . Se puede decir que el país habita en Ciudad Juárez, un crisol de miserias y penumbras. En el sentido literal de la expresión, los hijos de la maquila fueron echados al mundo, aventados a la calle sin más resguardo que la propia capacidad de supervivencia en un medio extremadamente hostil y violento; no tienen historia porque no tienen parientes, ni cercanos ni lejanos; no hay abuelos, tíos, primos, amigos de la familia, amigos de los amigos, conocidos de los conocidos. No tienen padre y la vida les negó hasta el derecho elemental de escribir, como Kafka, una carta de desprecio. No tienen nada y hasta la nada se les niega, diría Ortega y Gasset. Y, lo peor, no tienen a sus madres, pues miles de ellas doblan turno en una maquiladora. Crecen solos. Literalmente. Entrar y recorrer una maquiladora es una experiencia singular: ocho mil muchachas trabajando en una nave industrial inabarcable, indivisible, incontable. Ocho mil por turno, 24 mil jovencitas en una sola de las miles que hay en la frontera. Se ve a las claras su origen humilde: un barrio desgraciado, una comunidad rural perdida en la nada geográfica, un andurrial deshojado de tiempo y de sentido. Los hijos de la maquila, esos muchachos de entre 16 y 18 años, son los más crueles y sanguinarios, según dicen acá. Tal vez exageran, pero no tanto: en pocos años han acumulado más dosis de nada que los más viejos. Vivir y morir es lo mismo: nada.
Hace unos veinte años, cuando el presidente Salinas lanzaba su proyecto modernizador, escuché voces de alerta que predecían que las maquiladoras serían la principal causa de desempleo en México. Creaban miles de oportunidades de trabajo, atraían a multitudes de todo el país, y de un momento a otro desaparecían, desmontadas con la misma rapidez con que se instalaban. Repentinamente miles de inmigrados se quedaban sin empleo, pero el camino de regreso había sido taponado por la fatalidad. Visto a la distancia, creo que el razonamiento en contra de las maquiladoras es falaz, pues equivale a predicar que para no perder el empleo lo mejor es no emplearse. Las maquiladoras han reclutado a cientos de miles de muchachas mexicanas que en sus comunidades tenían menos de lo que tienen acá, pues en Ciudad Juárez al menos se aviva el sueño de cruzar la frontera y ganar algo más que el salario mínimo. Pero los hijos de la maquila no están solamente en las ciudades de la frontera más grande y violenta del mundo; alegoría o metáfora, los hijos de la maquila están en todo el país: en las impermeables milpas de Guanajuato, en los lomeríos desérticos de Zacatecas, en las calles devastadas de Neza, en los mundos intemporales de cualquier serranía, en la obscena corrupción pública y privada, en el desastre ambiental, en la catástrofe de la educación básica, en el reseco paladar de cincuenta millones de pobres. Si la policía detiene a cien sicarios, varios miles están en la fila de aspirantes. Decir que millones de jóvenes mexicanos son hijos de la maquila sólo es una continuación de una vieja realidad: los campesinos mexicanos son todos hijos de El Capote de Gógol, eternos aspirantes a una cobija que los proteja del torrencial aguacero de injusticias que cae a chorros, sabe Dios de dónde.
Decir que las muchachas que trabajan en las maquiladoras son libres o que eligieron laborar en ellas es falso. No hay libertad donde no hay opciones. Chesterton escribió hace cien años que “Diez millones de mujeres jóvenes se alzaron al grito de Nadie mandará sobre nosotras, y acto seguido se convirtieron en mecanógrafas”. Imagino el disgusto de las feministas de hace cien años y el desprecio de las actuales. No se puede tomar a Chesterton tan literalmente, pero ya en su tiempo, su propia cuñada (esposa de su hermano Cecil) Ada Jones recuerda en The Chestertons que llegó un momento en que Gilberth estaba agotado y se apartó de la sociedad, del mundo: “Me figuro que fue esa separación lo que le hacía mirar la posición económica de las jóvenes solteras como una situación eremítica. Sostenía, sabía indiscutiblemente, que una atmósfera de hogar es mucho más saludable, más feliz y más deseable para una joven que un buen empleo en una oficina”, dice Ada en unas memorias que escribió durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y cuyo manuscrito pudo rescatar milagrosamente en medio de los destellos mortales lanzados por los alemanes. Agrega que la mayoría de las jovencitas quería quedarse en casa en vez de levantarse temprano y correr a sentarse durante diez horas o más frente a una máquina de escribir. La mejor crítica a Chesterton ha sido de su cuñada, que trabajaba con él y para él, que lo conocía, que disfrutaba de su genio tanto como padecía la contundencia de su ingenio. Como sea, esos juicios aún nos interrogan: podemos disentir y aun podemos indignarnos ante la implacable ejecutoriedad de Chesterton, pero no podemos ignorarlo o suponer que el mundo que él criticó tan duramente no es el mismo mundo –agravado geométricamente– que hoy sufrimos. Acá en la frontera, sin embargo, cuando he preguntado a alguna jovencita de doble turno dónde y con quién encarga a su hijo pequeño, una chispa de luz emerge en la hermosa respuesta: “Con mi mamá”.