domingo, 30 de agosto de 2009

Los hijos de la maquila

A Michel, en el día de su partida

Las raíces de la criminalidad actual no son profundas y a veces no están ocultas; son como las raíces de esos árboles que huyen de la asfixia subterránea y salen a buscar la mirada del cielo, la bendición del sol, las voces de la gente, las pisadas aguzadas de los hombres jóvenes o los pasos zigzagueantes de los niños; su deseo de sol es tanto que destrozan el concreto de las banquetas y las desnivelan, y en ocasiones agrietan la calle y desnudan el pudor de los caños. Si se quiere resolver el problema, es inútil podar el árbol, cortar sus ramas, rociar con insecticidas o plaguicidas sus raíces, el tronco y los brazos; también es inútil reconstruir la banqueta o elevarla, pues la memoria de las raíces tiene el poder de barbechar en el rudo concreto y asomar sus ríspidos lomos, como lo hace una víbora carnosa entre la yerba. El crimen está en las calles, en cualquier esquina, en el cruce azaroso donde coinciden un desparpajo y una sombra repentina; ha dejado los escondrijos donde aguardaba a los incautos y ha salido a enfrentar, retadoramente, al primero que se ponga enfrente. Hace unos meses, luego del aviso difundido por todos los medios de comunicación de que a partir de las ocho de la noche los narcos saldrían a las calles a disparar a todo lo que se moviera, se recomendó a la gente que antes del oscurecer ya estuviera en sus casas, y que ya no saliera. Ese día la ciudad fue un caos de movimientos, apuros y llamadas; incluso se cayó el sistema de telefonía celular por la saturación de voces de madres preguntando por sus hijos, de maridos alertando a sus mujeres, de jóvenes enviando mensajes de texto a amigos y conocidos, de hijos procurando la ubicación de sus padres. En efecto, antes de las ocho de la noche la ciudad estaba muerta del cuerpo y del alma, y sólo los suspiros contenidos detrás de las ventanas mostraban que los signos vitales funcionaban, expectantes y temerosos, como cuando de niños nos asustaban con el cuento de que al día siguiente, en cuanto el sol diera las primeras señales de somnolencia, pasaría corriendo por nuestra calle, barbudo y harapiento, el judío errante. En Ciudad Juárez las mafias del narcotráfico reclutan a jovencitos de entre 16 y 18 años de edad. Su función es el asesinato. Apenas descascarados de adolescencia, estos hijos de nadie son ideales para ejecutar a los enemigos: narcos de otras bandas, policías, soldados, alcaldes insumisos, funcionarios policiales, agentes ministeriales. . . Acá les dicen “Los hijos de la maquila”. En su mayoría son hijos de madres solteras que trabajan en las maquiladoras. Ellas no son, en su gran mayoría, originarias de la frontera. Proceden de todo el país: de Veracruz, de Chiapas, de Oaxaca, de Guerrero, de Michoacán, de Zacatecas, de Puebla. . . Se puede decir que el país habita en Ciudad Juárez, un crisol de miserias y penumbras. En el sentido literal de la expresión, los hijos de la maquila fueron echados al mundo, aventados a la calle sin más resguardo que la propia capacidad de supervivencia en un medio extremadamente hostil y violento; no tienen historia porque no tienen parientes, ni cercanos ni lejanos; no hay abuelos, tíos, primos, amigos de la familia, amigos de los amigos, conocidos de los conocidos. No tienen padre y la vida les negó hasta el derecho elemental de escribir, como Kafka, una carta de desprecio. No tienen nada y hasta la nada se les niega, diría Ortega y Gasset. Y, lo peor, no tienen a sus madres, pues miles de ellas doblan turno en una maquiladora. Crecen solos. Literalmente. Entrar y recorrer una maquiladora es una experiencia singular: ocho mil muchachas trabajando en una nave industrial inabarcable, indivisible, incontable. Ocho mil por turno, 24 mil jovencitas en una sola de las miles que hay en la frontera. Se ve a las claras su origen humilde: un barrio desgraciado, una comunidad rural perdida en la nada geográfica, un andurrial deshojado de tiempo y de sentido. Los hijos de la maquila, esos muchachos de entre 16 y 18 años, son los más crueles y sanguinarios, según dicen acá. Tal vez exageran, pero no tanto: en pocos años han acumulado más dosis de nada que los más viejos. Vivir y morir es lo mismo: nada.
Hace unos veinte años, cuando el presidente Salinas lanzaba su proyecto modernizador, escuché voces de alerta que predecían que las maquiladoras serían la principal causa de desempleo en México. Creaban miles de oportunidades de trabajo, atraían a multitudes de todo el país, y de un momento a otro desaparecían, desmontadas con la misma rapidez con que se instalaban. Repentinamente miles de inmigrados se quedaban sin empleo, pero el camino de regreso había sido taponado por la fatalidad. Visto a la distancia, creo que el razonamiento en contra de las maquiladoras es falaz, pues equivale a predicar que para no perder el empleo lo mejor es no emplearse. Las maquiladoras han reclutado a cientos de miles de muchachas mexicanas que en sus comunidades tenían menos de lo que tienen acá, pues en Ciudad Juárez al menos se aviva el sueño de cruzar la frontera y ganar algo más que el salario mínimo. Pero los hijos de la maquila no están solamente en las ciudades de la frontera más grande y violenta del mundo; alegoría o metáfora, los hijos de la maquila están en todo el país: en las impermeables milpas de Guanajuato, en los lomeríos desérticos de Zacatecas, en las calles devastadas de Neza, en los mundos intemporales de cualquier serranía, en la obscena corrupción pública y privada, en el desastre ambiental, en la catástrofe de la educación básica, en el reseco paladar de cincuenta millones de pobres. Si la policía detiene a cien sicarios, varios miles están en la fila de aspirantes. Decir que millones de jóvenes mexicanos son hijos de la maquila sólo es una continuación de una vieja realidad: los campesinos mexicanos son todos hijos de El Capote de Gógol, eternos aspirantes a una cobija que los proteja del torrencial aguacero de injusticias que cae a chorros, sabe Dios de dónde.
Decir que las muchachas que trabajan en las maquiladoras son libres o que eligieron laborar en ellas es falso. No hay libertad donde no hay opciones. Chesterton escribió hace cien años que “Diez millones de mujeres jóvenes se alzaron al grito de Nadie mandará sobre nosotras, y acto seguido se convirtieron en mecanógrafas”. Imagino el disgusto de las feministas de hace cien años y el desprecio de las actuales. No se puede tomar a Chesterton tan literalmente, pero ya en su tiempo, su propia cuñada (esposa de su hermano Cecil) Ada Jones recuerda en The Chestertons que llegó un momento en que Gilberth estaba agotado y se apartó de la sociedad, del mundo: “Me figuro que fue esa separación lo que le hacía mirar la posición económica de las jóvenes solteras como una situación eremítica. Sostenía, sabía indiscutiblemente, que una atmósfera de hogar es mucho más saludable, más feliz y más deseable para una joven que un buen empleo en una oficina”, dice Ada en unas memorias que escribió durante los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y cuyo manuscrito pudo rescatar milagrosamente en medio de los destellos mortales lanzados por los alemanes. Agrega que la mayoría de las jovencitas quería quedarse en casa en vez de levantarse temprano y correr a sentarse durante diez horas o más frente a una máquina de escribir. La mejor crítica a Chesterton ha sido de su cuñada, que trabajaba con él y para él, que lo conocía, que disfrutaba de su genio tanto como padecía la contundencia de su ingenio. Como sea, esos juicios aún nos interrogan: podemos disentir y aun podemos indignarnos ante la implacable ejecutoriedad de Chesterton, pero no podemos ignorarlo o suponer que el mundo que él criticó tan duramente no es el mismo mundo –agravado geométricamente– que hoy sufrimos. Acá en la frontera, sin embargo, cuando he preguntado a alguna jovencita de doble turno dónde y con quién encarga a su hijo pequeño, una chispa de luz emerge en la hermosa respuesta: “Con mi mamá”.

lunes, 24 de agosto de 2009

La telaraña de la ley


A mis Tres Reyes Mágicos, con amorosa gratitud
El espacio donde vive la ira se agranda o se achica dependiendo de la persona y de las circunstancias. Cuando la ira se convierte en exigencia punitiva, es decir cuando el castigo se apodera de la conciencia de la mayor parte de la sociedad, gobernar queda peligrosamente reducido a la función policial. Gracias a la ira la gente puede expresar su inconformidad, gritar su impotencia, exigir resultados, ponerse en acción; la desmesura social de la ira, sin embargo, es una abierta y pública una invocación a los demonios del Estado. Es incalculable la cantidad de recursos de todo tipo que los gobiernos en México destinan para combatir el crimen organizado. Si una pequeña parte de esos recursos se invirtieran en salud, en educación, en procurar un poco de bienestar a los más débiles, el problema del narcotráfico no tendría la compleja magnitud que hoy tiene. Los ciudadanos exigimos, con justicia, que el Estado arranque las raíces del mal, pero no hemos tenido la inteligencia para sugerir programas distintos a los policiales y sus anexas. Es como si un profesor les ordena a sus alumnos que para el día siguiente entreguen un trabajo sobre un tema o un autor que aún no se ha tratado en clase. El problema es de ustedes, dice el arrogante maestro, tienen que enseñarse a investigar y a resolver problemas por ustedes mismos. Acierta quien sospeche que ese profesor no quiere trabajar, preparar la clase siguiente. Así los ciudadanos le pedimos al Estado que resuelva el problema; aunque sea con su natural pachorra, el Estado crea más instituciones, les cambia el nombre a las existentes y las rebautiza, compra más armamento y equipo, invierte en centros tecnológicos y cibernéticos que lo vigilan todo, contrata más agentes y gasta en su preparación, contrata más fiscales, abogados, dictaminadores y jueces, y también al personal que vigilará a los vigilantes de procuración, investigación, enjuiciamiento y encarcelación de los delincuentes. Por su lado, los medios de comunicación de masas han llevado la noticia policial a la primera plana. El número de muertos y el número de detenidos son miles cada día, pero ninguno de esos medios informa sobre el hecho de que más del 90 por ciento de las ejecuciones no se investigan o de que más del 95 por ciento de los detenidos salen libres unas horas o unos días después de su detención. Lo que está ocurriendo es que las detenciones son indiscriminadas, un modo rápido y fácil de mostrar eficacia; se detiene a quienes no se debe y luego hay que soltarlos por falta de pruebas. Pero el engaño es, en el mejor de los casos, un auto engaño, pues sólo las autoridades se creen el cuento de que la guerra contra la delincuencia organizada ha conseguido logros importantes. Enfrente, los ciudadanos organizados en agrupaciones especializadas suelen descalificar en términos absolutos esos logros. Pero nada se ha hecho para reformar estructuralmente el sistema mexicano de justicia y menos se ha iniciado con toda seriedad el combate a la desigualdad. Nadie puede decir que los mexicanos somos igualmente libres ante la ley. Ya los clásicos atenienses decían que la ley es una telaraña que, en cuanto te atrapaba, era imposible salir de ella, excepto las arañas grandes y potentes que con sus enormes patas rasgaban sin dificultad alguna la tela que las separaba de la libertad. El hombre enredado irremediablemente en la telaraña de la ley es quizá el tema más serio de la literatura del siglo XIX, sobre todo entre los narradores rusos, pero fue Kafka quien pudo adentrarse en los vericuetos sin salida de la burocracia punitiva del siglo XX. De modo que los teóricos de las formas de gobierno y las formas de estado han de paliar su optimismo a la hora de afrontar el estudio de la burocracia, esa monstruo digestivo al que Octavio Paz le asignó el papel de ser el verdadero gobierno. La burocracia penal ha sido engordada gracias al populismo punitivo. Pero la ciudanía no puede eludir su propia responsabilidad a la hora de exigir más eficacia; hemos formulado exigencias poco inteligentes; como el profesor que deja una tarea ininteligible a sus alumnos, así nosotros gritamos que sea el Estado el que resuelva el problema, que para eso pagamos impuestos. Si preguntamos a jefes policiales, a fiscales y procuradores, a jueces y magistrados, a abogados penalistas y a todos los que directa o indirectamente viven de la más rentable de las actividades económicas del país, la industria del delito, cuál es la solución para combatir con mayor eficacia al crimen organizado, la respuesta es inmediata y única: más recursos. No se habla de reformar el sistema de justicia y a nadie se le ocurre agregar que en México la desigualdad ante la ley se explica por el hecho sencillo de que la justicia penal en nuestro país es una para los pobres y otra para los poderosos. No me refiero necesariamente a la corrupción, es decir a que los funcionarios judiciales incurran en peculado o prevaricación, sino al hecho bastante más sencillo de que los procesos son largos, muy largos, y sólo unos pocos pueden sostener un juicio tan extenso. No se ha querido ver el punto central de la justicia: su primera finalidad es, decía Ricoeur, poner fin a la incertidumbre. En el sistema de justicia mexicano ocurre todo lo contrario: la naturaleza de la industria del delito (delincuentes, autoridades, medios de comunicación masiva) es la largueza, el laberinto, lo que no tiene fin. La telaraña kafkiana es un traje a la medida de la justicia (penal, civil, mercantil, fiscal, laboral, política, etcétera). ¿Por dónde empezar? El filósofo del Derecho Norberto Bobbio (en octubre se cumple el centenario de su nacimiento) propuso empezar por la justicia civil. Y acertó.

lunes, 17 de agosto de 2009

El azar y los siete pecados capitales

En la calle, cuando se camina sin trayecto ni rumbo, en esos momentos en que el alma distraída desciende por las piernas hasta refugiarse en las plantas de los pies, el azar apacigua sus ventarrones de luz y sombra, de amor y desdicha, de vida y muerte. El azar, que golpea tanto como acaricia, a veces descansa (o hace que descansa). Entonces las calles carecen de sentido y magnitud, pero no de belleza, de esa belleza imperceptible a los ojos de los que caminan con el alma acojonada. Ocurre en esos instantes inanimados lo mejor: toparse con algo o alguien inesperados. La sorpresa es casi siempre buena; las excepciones, que las hay, nos traen de regreso del túnel de la despreocupación; puede ser una persona no grata o decididamente ingrata: un acreedor, un melandro, un tipo quejumbroso, un par de señoras redondas que engrasan con su perfume el desparpajado paseo. Se precisa de varios minutos para recuperar la indolencia, salvo que el indeseado encuentro nos amargue la tarde y tengamos que volver a casa con la memoria avinagrada. Las calles son hermosas porque son impredecibles; hay que descubrirlas: una ventana que nunca habías visto pero que hace siglos está ahí, una persona que no conoces que te saluda amablemente, una muchacha que te mira tímidamente pero hace como si no te hubiera visto, un viejo compañero de la escuela al que no veías hace muchos años y de cuyo nombre no te acuerdas. La calle es una caja de sorpresas; cada día es nuevo, vacío, una hoja en blanco; cada vez adviertes nuevos encantos y, si hay algo de suerte, llega de no sé dónde un milagro, como atrapar con una mirada todos los colores del atardecer. Lo mejor de la calle es cuando eres invisible: ver sin que te vean. Las calles definen la ciudad, dice Alejandro Rossi en uno de los ensayos del “Manual del Distraído.” Pero ciertas calles y en determinados momentos no son, como él decía, ruidosas y promiscuas, indiscretas e intemperadas; hay ocasiones en que una calle no solamente no dificulta el anonimato o la soledad, sino que sólo en ella podemos ocultarnos de los demás o disfrutar de una soledad especialmente benigna. Durante algunas tardes, en esos minutos grises previos al ocaso, la calle es el refugio de la indolencia. No quieres encontrar o encontrarte con nadie y menos quieres un encontronazo. Mejor dicho: no piensas en ningún encuentro. El otro día, cuando las primeras sombras de la noche asomaban su rostro sin que nadie las invocara, bajando por la calle Victoria en dirección a la Catedral, una señora gorgoreaba una melodía que no identifiqué; al momento de alzar un poco la vista para mirarme, dijo “perdón”, y siguió su camino. Durante los pasos que me faltaban para llegar a la plaza de Catedral pensé que la palabra “perdón” es la más usada en todas las lenguas del mundo, incluida naturalmente la nuestra, y que su uso se había reducido a una mera cortesía. Nos pasamos la vida pidiendo perdón y no lo pedimos cuando lo amerita. Crucé la plaza y me detuve unos instantes frente al Banco Minero; luego, en el costado izquierdo del edificio, releí la placa: “En esta casa nació tal día y tal año Don Martín Luis Guzmán”, etcétera. Miré el fondo de la calle Libertad y pude observar que la profundidad afilaba sus colmillos para tragarse a los adolescentes que ahí se apostan a esperar el incierto destino de ojos y cuerpos obscenos. Me volví y regresé al jardín. Frente a Catedral me senté en la única banca disponible a ver pasar la gente, como suele decirse. Casi al momento se acercó una muchacha delgadita que sin preámbulos me dijo: “Soy Karina y represento a los siete pecados capitales”. Distraído y todo, lo primero que le respondí fue que era el colmo de la vanidad y la presunción, que no creía que siete los pecados capitales, por unanimidad, hubiesen nombrado a nadie su representante, y menos a una muchacha de aspecto tan inocente. Luego pensé que se trataba de alguna propaganda de tipo religioso y que la muchacha sólo pretendía salvarme de dichos pecados. Entonces le dije, sin que hubiera una pregunta en tal sentido, que no estaba yo para prescindir de ningún pecado, y menos de los capitales; le pedí que regresara en veinte años, que muy probablemente para entonces los siete pecados capitales me habrían abandonado a mí. Ella me tendió un folleto y entonces comprendí: vendía suscripciones, con descuentos muy atractivos, de un antro llamado precisamente “Los 7 pecados capitales”. Le agradecí y de todos modos agregué que el nombre era presuntuoso, entre otras cosas porque algunos de esos pecados son mutuamente incompatibles, como la gula y la lujuria y la pereza y la ira. De modo alternado, tal vez, pero no al mismo tiempo. La envidia es la excepción: combina con cualquiera de los otros seis. La joven me agradeció y se fue a otra banca a promover los pecados. Vi la catedral, a pie firme en una ciudad de escombros. El barroco y el churrigueresco entrelazados. En esas figuraciones estaba cuando un hombre corpulento y patitieso se sentó a mi lado: “¿Puedo contarle algo?” Estaba ahí por culpa de la envidia. Acababa de llegar de Estados Unidos y a causa de un accidente de trabajo había cobrado medio millón de dólares. Sobre todo por las tardes, familiares y vecinos llegaban hasta su modesta vivienda para preguntar sobre su salud y devolverle las ganas de vivir. “¿Y quién dice que tengo desgano de la vida? Por eso vengo aquí todas las tardes, para no ver a los que me quieren ver”. Me despedí y me fui a mi casa, a un costado del templecito franciscano. De Albert Camus leí: “la gente no es mala, es que no ve”. Pero “no ver” es el peor de los pecados. Las personas son buenas, pero dejan de serlo cuando creen que lo son. Sin embargo, eso de hacer el bien sin mirar a quién es una superchería. De las tantas que inventaron los jesuitas. ¿O fueron los dominicos?

domingo, 9 de agosto de 2009

Azar, política, cultura


En su Diccionario del diablo Ambrose Bierce distingue entre monarquías: en la absoluta el soberano hace lo que le da la gana, siempre que plazca a los asesinos; en la limitada el poder del soberano para hacer el mal está restringido. En las repúblicas, dice, gobierna el azar. No he leído una definición de república más cercana a los orígenes modernos de una república, que durante el Renacimiento veneciano nace como oposición al excesivo control de los monarcas y al dominio que se ejercía sobre la vida privada e íntima de las personas. Como sea, la definición de Bierce es la cereza que adorna el anarquismo inofensivo de Borges.
La vida es bella porque es breve, decía Benda; yo creo que también es bella porque es impredecible. Y lo es en las dos únicas direcciones posibles: pasado y futuro. Ninguna persona soportaría ver su pasado completo, de una vez. Si el protagonista no se aburre de sí mismo durante la primera hora, se vuelve loco. Por eso el pasado personal se descubre gradual e imprevistamente, a momentos, en ráfagas de contento, tristeza o dolor. Lo mismo ocurre con el futuro. No es posible, por fortuna, que una persona vea el transcurso de su futuro. Si fuera posible, también se volvería loco; no soportaría las penas que, como dice el sabio refrán, llegan solas, sin avisos ni emplazamientos. Y tampoco soportaría ver todas las alegrías y los buenos momentos que están delante. Caería fulminado por un infarto.
¿Planear la vida, apropiarnos del destino, privatizar el misterio, estatizar la belleza de lo inesperado? ¿No es el azar el don más preciado del ser humano, con sus maravillas y sus miserias entrelazadas? Libertad y destino, dos enemigos irreconciliables. Y el miedo, en todos los tiempos, es el ducto por donde se llega al paraíso de la esclavitud o la insana dependencia. La libertad, el juego donde el azar reparte las cartas, es un lugar poco atractivo. Parece un sitio inhóspito, incierto, descorazonador; a veces es jubiloso. La gente prefiere no pensar y no jugar, dejar su vida en manos de otros. Que sea el Estado, la Iglesia o el Destino los que decidan.
Los ciudadanos piden y el político concede. Mejor dicho: promete conceder. El Estado ofrece en primer lugar protegernos de la naturaleza y de nosotros mismos. Pero al protegernos de la naturaleza la ha destruido y ha permitido que otros lucren destruyéndola. Es el resultado del ideal de progreso de la Ilustración. En realidad el Estado promete protegernos del azar. Entonces formula políticas públicas. Ahora todo el mundo llama a los programas y acciones políticas públicas, un anglicismo traído por los tecnócratas a nuestro idioma. El concepto, hoy usado incluso por los doctos de las ciencias jurídicas y políticas, no es propio de la Constitución mexicana. Muy recientemente, en agosto de 2001, en el discurso metido a chaleco en el artículo 2º constitucional, se habla de “políticas necesarias para garantizar la vigencia de los derechos de los indígenas” y de “establecer políticas sociales para proteger a los migrantes (sic) de los pueblos indígenas”. La única mención constitucional está en la reforma al artículo 21 de junio del año 2008: “Formular políticas públicas tendientes a prevenir la comisión de delitos”. Pero el concepto “políticas públicas” no está donde debiera, en el artículo 26, que establece el lenguaje y el contenido del sistema de planeación democrática del desarrollo nacional.
El hecho es que el Estado formula políticas públicas y crea monstruos burocráticos para satisfacer lo que no puede, pero –atento y presuroso– anuncia nuevos cobros y legisla sobre nuevas obligaciones. El Estado es un mal necesario. Como cualquier mal, tiene grados. Lo mejor es poner el máximo cuidado en pensar lo que le pedimos al Estado porque se apresura a concederlo, generalmente a cambio de que le cedamos algo o mucho de nuestra libertad. Le planteamos una necesidad y de inmediato aprueba una ley y crea una institución burocrática. Pasada la necesidad, es imposible deshacerse de la burocracia. En una democracia el gobierno tiene límites. Gracias a ellos podemos tener espacios importantes de libertad para pensar, creer, crear y hacer lo que nos venga en gana, siempre que no impidamos al Estado protegernos de nosotros mismos. Eso no basta para que el poder limite su actuación a los linderos que de manera clara y estricta han sido fijados por la legislación. El Estado tiene, por decirlo en el lenguaje de nuestro tiempo, una propensión genética a engordar; digamos que es propenso a la obesidad; suele interpretar las demandas ciudadanas de modo geométrico. Si le pedimos que reduzca los extremos de pobreza y desigualdad, aprueba una ley que decreta la erradicación de esos extremos. El resultado lo conocemos: la extrema pobreza crece tanto como crecen las burocracias encargadas de combatirla.
No es descabellada la propuesta de Gabriel Zaid de repartir dinero entre los más pobres en lugar de mantener una burocracia tan costosa como ineficiente. Del dinero destinado a remediar la pobreza sólo llega a los pobres el 30 por ciento. Por eso insisto en el cuidado que debemos poner en lo que le pedimos al Estado y en la interpretación que hace el Estado de lo que le pedimos. Si pedimos programas y recursos para alentar la cultura y la creación artística y literaria, lo más probable es que cree una institución abigarrada de direcciones y departamentos que se chuparán la mayor parte de los recursos. Contra las llamadas políticas culturales del Estado ha de oponerse una política de la cultura y una cultura de la política. Si dejamos en manos del Estado la cultura corremos tres peligros: la corrupción, la ineficiencia y la glorificación de la mediocridad. Un riesgo más, atribuible a la enseñanza de la literatura en las universidades, es el de la hegemonía de la teorización ideológica, letal para la literatura.
“Es el pueblo el que se avasalla, el que se corta la garganta”, escribe Étienne de la Boétie en su célebre Discurso de la servidumbre voluntaria. No se crea que en el siglo XXI estamos demasiado lejos de la naturaleza servil que denunciaba de la Boétie en el siglo XVI. Concedo que hay buena fe y mucha necesidad en los millones de ciudadanos que exigen al Estado la solución de problemas, pero no deja de haber demasiados ilusos y otros tantos gandules. Queriendo procurarnos un bien, acabamos haciéndonos un mal. La cultura –eso que llaman políticas culturales– no nos hacen más ciudadanos sino más súbditos. El azar, el juego donde la libertad abofetea al destino, contradice la dependencia, el control. Asumido como libertad frente a las pretensiones de dominio y uniformidad de los poderes reales, es precisamente lo que nos salva del estado de naturaleza. Lo primitivo es que un poder cualquiera tenga el monopolio de la vida: qué creer, qué leer, qué comer, qué no comer, qué pensar, qué prevenir.
El azar, por otro lado, es el ambiente donde se puede crear libremente y donde la competencia le abre oportunidades al talento; en otras condiciones, en el control demasiado rígido de las políticas culturales, el talento y la creación libre casi nunca ganan. Decía Borís Pasternak que gracias al ciego juego del azar había tenido la fortuna de expresarse plenamente. En México, con excepciones notables, la poesía ha dejado de existir y la literatura se ha detenido, en parte, creo, porque las políticas culturales están diseñadas y se aplican clientelarmente. Lo peor que nos puede pasar es que se refuerce la vieja idea que identificaba al Estado con la sociedad. El propio Pasternak lo advirtió: frente a esa equivalencia Estado-sociedad, intelectuales y escritores deben resistir mediante una oposición honesta y real, a la tendencia expansiva del Estado. En el congreso de escritores de París de 1935, no obstante la histeria servil de Iliá Ehrenburg, Pasternak alcanzó a gritar una verdad que en estos tiempos democráticos mantiene su vigor y su advertencia: “La poesía siempre será algo más sencillo de lo que pueda discutirse en una reunión, pues siempre seguirá siendo una función orgánica de la felicidad humana. La organización es la muerte del arte”. ¿No se organizan en nuestros días colectivos literarios, de teatro, de cine, de poesía? ¿De verdad es posible la creación literaria y artística en la igualación de la mediocridad? No es exagerado decir que en México hay más escritores que lectores ¿No suele decirse de un mal escritor (pero prolijo) que en su vida ha escrito más libros de los que ha leído? Estamos organizados para no leer, argumenta Zaid. ¿Cómo confiar en políticas culturales diseñadas y aplicadas por quienes no leen o por quienes tienen compromisos, aunque sean derivados, con el partido en el poder, con una ideología o una teoría de vanguardia?
El Estado no es nuestro dueño. Lo suyo es controlar, sea mediante políticas culturales, prescripciones clínicas o cédulas de identidad. Dicen los expertos que el iris ocular es único, que no hay dos iguales. Dicen que es por nuestra seguridad. De aprobarse, se gastarán varios miles de millones de pesos y nos entregarán una cédula de identidad. La paradoja es curiosa: el Estado nos va a demostrar que no somos idénticos mediante una identidad. Es el consenso servil donde se funda el dominio. El miedo y el servilismo divinizan al Estado, que es cada vez más ineficiente, costoso y altanero. No está cumpliendo sus funciones más elementales y sin embargo no cejamos de asignarle otras. Organizar al Estado es limitarlo para que no abuse del poder y para que nos proteja de los abusos de los otros poderes. Pero la alianza entre poderes es letal para la población. Por eso llegamos a la democracia, para separar los poderes y limitarlos. En una interpretación libre, la democracia es capaz de producir un conjunto de pequeñas y breves utopías construidas por una persona, una comunidad o un pueblo. Soñar no cuesta nada, se dice, pero los sueños no saben igual cuando el Estado o la Iglesia están metidos en la cocina y en la recámara.

domingo, 2 de agosto de 2009

La guerra contra el narcotráfico y la pintura abstracta

La lucha contra la delincuencia organizada ya parece la hoja costrada de un cuaderno parvulario después de pasarle una de esas gomas corrientes que manchan más de lo que limpian. Luego de emborronar arbitraria y enérgicamente la hoja, no se distinguen ya los garabatos; los espacios que estaban en blanco, en las márgenes o entre renglones, acaban maculados por una plasta entre rojiza y azulada; las líneas, los trazos, las extrañas y caprichosas figuras y los tachones más burdos y torpes se convierten en un cuadro de arrugas, moronas y raspaduras. Pintura abstracta, diría uno de esos vanguardistas despatarrados. La hoja del párvulo pasa de lo deforme (que tiene una forma) a lo informe (que no tiene ninguna). Algo similar sucede con la apretujada presencia del ejército en las calles. La militarización de la lucha contra el narcotráfico no ofrece, a casi tres años de iniciada, ninguna prueba, por mínima que sea, de que la decisión fue acertada. Es posible advertir, en cambio, que las consecuencias han sido desastrosas, empezando por la creciente e indiscriminada violación de derechos humanos. La pañosa visión que tiene el Estado de que el narcotráfico puede estar en todos lados ha torcido la lucha en una guerra ciega y sorda en la que los caídos carecen de nombre y bando. Ya se sabe que en una batalla campal lo que importa es golpear a lo que se mueva, no elegir el golpe ni el destinatario. Los medios de comunicación, en el parte diario de guerra, exaltan los golpes, no la eficacia cualitativa de los mismos, acaso porque lo ignoran tanto como los ciudadanos. Del combate al crimen organizado cada día sabemos menos. Antes de iniciada la guerra sabíamos, aun de manera difusa, que el enemigo estaba infiltrado en todos los frentes: en las instituciones de seguridad y procuración de justicia, en los cuerpos policiales, en cuantiosas y sorprendentes inversiones, en algunas altas esferas del poder político y económico, en las comunidades municipales, en los partidos políticos. . . Sabiéndolo, no se escardaron los terrenos donde se librarían las batallas. No se llevó a cabo la más elemental tarea de inteligencia que precede a una guerra: saber con precisión quién es el enemigo, dónde está, cuáles son sus fortalezas bélicas y cuáles sus debilidades, quiénes son sus aliados y sus enemigos jurados; y, de modo especial, quiénes de ellos gravitan o entran y salen por la propia casa. La mugre sólo fue visible cuando empezó la fiesta.
Si los militares mexicanos se ganaron el respeto de la sociedad fue sobre todo porque no los veíamos o los veíamos poco (regularmente en tareas de auxilio a la población en desastres naturales). Toparse con un convoy de soldados en una carretera podía inspirar una quisquilla de zozobra o temor, no de miedo. Pétreos y pesados, su presencia en determinados sitios era parte del paisaje, no el paisaje. Sin embargo, su participación en el negocio del narcotráfico se puede rastrear hasta el momento mismo en que la siembra de mariguana se convirtió en un cultivo rentable, hace más de cincuenta años. De hecho, la primera autoridad involucrada en la protección del tráfico de drogas despachaba en las zonas militares. Pasado el tiempo, llegados a la era del populismo punitivo, los jefes medios del ejército fueron desplazados por los cuerpos policiales de investigación. Hace poco, un reportero me contó que le llamaron de la zona militar para confiarle que las autoridades de la PGR mentían sobre los cargamentos de droga que interceptaban. Si la cantidad incautada era de dos toneladas, la policía federal anunciaba que habían sido cien kilogramos. El acuerdo con el reportero fue que la zona militar le proporcionaría información exacta sobre los decomisos de droga, dinero y armas. Con información privilegiada, el reportero fue publicando datos reales, ante la extrañeza y preocupación de los agentes federales. Pero cuando se dispuso que los militares participaran directamente en la vigilancia y detención de los cargamentos de enervantes, las puertas informativas de la zona militar quedaron definitivamente cerradas al periodista. Es obvia la disputa entre autoridades por la interlocución con los delincuentes.
Una sociedad militarizada es una sociedad civil debilitada. En la borrosa mancha en que se ha convertido la lucha contra el narcotráfico, policías y soldados han tornado la guerra en una sospecha generalizada. Existen comunidades y barrios enteros donde los domicilios son violentados con el pretexto de buscar drogas. Casa por casa, soldados y policías se meten por la fuerza buscando pruebas incriminatorias. Basta una llamada anónima, un delator ocurrente, un rumor desperdigado, una calumnia cizañera. Se ha corrompido el valor civil de la denuncia y se ha dado paso a una especie de delación vengativa, característica de los regímenes totalitarios. Si en éstos la acusación más efectiva era una supuesta actividad contrarrevolucionaria, ahora es una supuesta actividad criminal. El otro defecto de la militarización es el desgaste institucional y social del ejército, sea por molestias leves o por agresiones injustas y desproporcionadas; la guerra da la impresión de haberse eternizado; no se ve el final del túnel; no se advierte, en fin, que la delincuencia esté siendo realmente mermada, a pesar de que a todas horas los medios de comunicación difunden operativos espectaculares, detenciones de cientos de lugar tenientes, captura de brazos derechos, desmantelamientos de bandas de secuestradores, decomisos de toneladas de drogas y, para rematar, discursos presidenciales que encienden las cenizas parduzcas del desastre. El ejército, una institución respetada por la mayoría de la población, ha tenido que ceder parte de su prestigio a cambio de nada. El tiempo transcurre en contra. En la guerra contra el narcotráfico, todos perdemos; excepto, claro, los que tienen que perder.
La impunidad delictiva en México, lo sabemos como una verdad de opinión pública, es del 98 por ciento. Del 2 por ciento que se investiga y consigna, sólo una parte mínima llega a sentencia definitiva, algo así como el 0.04 del total de delitos. Delinquir en México es, visto desde la perspectiva del delincuente, el negocio más seguro de cuantos negocios lícitos existen. En el caso del narcotráfico, los expertos afirman que la estructura financiera del crimen organizado permanece intocada, inquebrantable. Me refiero al gran capital que se invierte en instituciones financieras nacionales e internacionales, en grandes negocios inmobiliarios, en la industria del espectáculo, en el financiamiento político, en la corrupción de los altos niveles de los poderes públicos. Debajo de ese gran capital, la pulverización del dinero sucio entra sin ninguna dificultad a bancos, cajas populares, instituciones cambiarias, fraccionamientos, protección a autoridades policiales de los niveles medios y bajos, salarios a campesinos, ayudantes, transportistas, intermediarios, donaciones destinadas a obras de beneficio comunitario, ayudas a organizaciones religiosas y civiles. . . Los frutos de la industria del narcotráfico circulan libremente; su entramado es complejo, difícil de desmarañar, pero el Estado no ha concentrado inteligencia, coordinación, perseverancia y determinación para cerrar las llaves que financian toda la estructura. De las 145 mil denuncias de lavado de dinero durante el sexenio de Vicente Fox, sólo se iniciaron 145 averiguaciones, de las cuales no sabemos su curso ni su conclusión. El dato ya no es actual, pues la velocidad de operaciones económicas crece vertiginosamente. Otro dato es demoledor: el 95 por ciento de las ejecuciones del crimen organizado no se investiga. Cifras aparte, la lucha contra el crimen organizado no lo ha desalentado, pero la histeria persecutoria puede arrasar a miles de inocentes. Pende sobre muchos inocentes el riesgo de un mal rato o de una trastada fatal.