sábado, 20 de junio de 2009
En el centenario de Berlin
miércoles, 17 de junio de 2009
La traición de los nulos
El régimen democrático es necesariamente representativo. Tal es su único adjetivo legítimo. La democracia directa no existió ni en la Grecia clásica. Los intelectuales que en estos días hablan de representación como si los partidos, los diputados o los órganos legislativos fueran una extensión corporal y espiritual de los ciudadanos, no han comprendido la naturaleza y funciones de la representación política. En esta ignorancia anida el defecto demagógico de la campaña por el voto nulo o blanco. Quienquiera diga que no se siente representado por los partidos sólo ha inventado el agua tibia. Acierta, en cambio, quien argumenta ineficacia, corrupción, dilación, futilidad, dispendio. La lucha política se toma demasiadas licencias; en venganza, los medios de comunicación se toman otras tantas, a veces más dañinas que las primeras. Política y reflexión política se convierten, así, en un juego de exageraciones, en una espiral de hechos y palabras que asciende alternadamente. No tenemos, para hacer frente a la vida licenciosa de políticos y medios de comunicación, una cultura civil que les exija cuentas a unos y a otros. En nombre de la autonomía de los partidos o de la libertad de expresión se cometen verdaderas tropelías.
Las razones que se exponen para defender el voto blanco o nulo son casi todas de buena manufactura. Tienen, en cambio, el pecado original de ser formuladas en y desde el centro. Para los anulistas el país es México, sin adjetivos ni diferencias. No hay la mínima consideración a la diversidad de regiones, estados, municipios y comunidades. Para ellos la elección del próximo 5 de julio es singular, única e indivisible. Es cierto que la renovación de la cámara de diputados es de indudable trascendencia para la vida pública del país, pero no es la única; y para millones de votantes no es la más importante. El 5 de julio hay varias elecciones y muchas votaciones: cinco gobernadores, decenas de congresos locales, centenas de alcaldes, millares de regidores. Hay municipios gobernados tan atrozmente que la anulación del voto sería la ratificación del poder caciquil. Lo mismo se puede decir de los gobernadores: hay estados donde los ciudadanos, hartos de la arbitrariedad y la corrupción, quieren votar para derrocar al partido postulante. Hay comunidades enteras, en fin, en que votar es asegurar la continuidad de buenos gobiernos. Los intelectuales centralistas que pregonan la racionalidad del voto blanco no discriminan, no diferencian, no distinguen; tampoco asumen los daños que le causan a la política. No es irrelevante que algunos conductores de noticiarios nacionales declaren que su voto será en blanco, pero entonces habían de aclarar que en ese momento ofician de curas y no de periodistas. Hay millones de ciudadanos cuyo interés primordial es elegir a su presidente municipal, y sería lamentable que acudieran a las urnas a inutilizar su voluntad. Los medios de comunicación, convertidos en monasterios laicos, predican antes que informar. Destaco el hecho de que los intelectuales ejercen un privilegio exclusivo del que no son responsables. La decadencia política no se detiene anulando el voto si, a la vez, no se contribuye a fomentar la capacidad de discernimiento. El voto nulo es indiscriminado, absoluto; va contra todo y contra todos. Se diluye así la inteligencia que distingue, diferencia, compara, constata, coteja, castiga, reconoce y decide.
domingo, 14 de junio de 2009
Alejandro Rossi
Enrique Krauze, en Letras Libres de noviembre de 2007, escribió: “El pequeño y con frecuencia mezquino mundo cultural mexicano parece haber valorado finalmente la dimensión de Alejandro Rossi, el escritor a quien este año se le otorgó, con casi treinta de retraso, al Premio Villaurrutia. . .” Krauze, otro quisquilloso de la claridad intelectual, lanza su reproche de fuego contra una comunidad de idiotas que suele premiar la mediocridad, y otras tantas se hace de la vista gorda frente al talento. En uno de sus aforismos temibles, Cioran confiesa que, con la puntualidad, padecía la locura del escrúpulo, al grado de que era capaz de matar con tal de llegar a tiempo. La de Rossi no era, ni mucho menos, una locura histérica; era una pasión –a veces obsesiva– por la pulcritud y la precisión de un texto: ni una palabra de más ni una de menos; ni una coma mal puesta ni un punto huidizo; ni un adjetivo patoso ni un sustantivo insignificante; ni un tiempo pasado lapidario ni un subjuntivo eufemístico. Krauze recuerda que una vez le habló para detener el envío a la imprenta porque necesitaba corregir una coma. Rossi sabía, como Octavio Paz o como Karl Kraus, que uno de los lindes entre civilización y barbarie lo dibuja el lenguaje. Kraus, un escritor extremadamente sensible a los abusos del lenguaje, detestaba una coma mal puesta, una palabra sin sustancia, una frase desfigurada. El escritor austriaco tenía afilada la conciencia, como más tarde la tuvo Rossi, de que el habla y la escritura reflejan, como ninguna otra cosa, los peligros totalitarios que se ciñen sobre la cultura, sobre la humanidad misma. La formación original de Rossi fue la lógica simbólica y ya no abandonó el hábito de la exactitud. Sus escrúpulos ortográficos, sintácticos y semánticos no son meras envolturas de regalo o el aroma con el que se impregna una idea, un recuerdo, una anécdota, una fisura insidiosa de la vida cotidiana. Escribir bien fue su estilo. Y con ese estilo rindió tributo al pensamiento: pensar el mundo es pensarlo en la inmensidad de su excepcional pequeñez. Cualquiera puede, al fin, contemplar la caída de luz de las estrellas, maravillado de que en el mundo aún existan los misterios. Rossi pertenece a esa clase de pensadores que escaparon a la marea del lenguaje ampuloso. No vivió, como el fatalista de Diderot, entre idiotas, pues el triángulo de su travesía intelectual surcó los caminos de bosque de Heidegger, las observaciones tempestuosas de Wittgenstein y el aliento existencial de Ortega. Sus cercanos dicen que era un hombre jovial. Así se ve en las fotografías: un escéptico alegre. Degustaba el sabor de la amistad tanto como los sinsabores del pensamiento. Fue capaz de encontrar, precisamente donde nadie busca, las ideas cortadas a la medida de la página perfecta, un baldazo de sustancia contra quienes predican que el texto no significa nada. Rossi le produce asombro a Krauze; a mí me produce contentamiento. Supongo que es lo mismo: en tiempos de barbarie el contento es un asombro. Rossi se tomó seriamente “la tremenda tarea de pensar”. Detestó las explicaciones excesivas y las brumas de las crónicas complicadas. Estoy seguro de que, como Chesterton, vivió para comprobar que la puesta de sol es siempre nueva y que la última rosa es tan roja como la primera.
miércoles, 10 de junio de 2009
Voto blanco: ¿un nuevo victimismo político?
La tara del voto blanco no es que sea inmoral, sino que es falso. Su punto de partida es la libertad, pero se dirige contra libertad. No deja de haber en esa campaña un tufo de victimismo civil: los ciudadanos (buenos) somos víctimas de los políticos (malos). Tal actitud es una renuncia a la autonomía del ciudadano, pues equivale a renunciar a la responsabilidad de apropiarnos de lo que es nuestro. En el victimismo civil del voto blanco se observa la formación de una dignidad herida hasta los huesos, y ya se sabe que las víctimas suelen buscar un refugio exclusivo, una especie de apartheid político. Espero que, de ser así, en un futuro cercano no tengamos que discutir las cuotas electorales que corresponden a estas nuevas víctimas del malvado sistema político mexicano.
miércoles, 3 de junio de 2009
La rocosa indiferencia de los ciudadanos
Pero ¿quién piensa en la Constitución durante la disputa por las preferencias de los electores? ¿Acaso algún candidato la “siente” cuando escucha los reproches ciudadanos o cuando palpa los reclamos de justicia de tanta gente que sufre la injusticia? Si, como dice Churchill de un modo tan bello, la lucha política “es sentir la Constitución en su proceso primario”, eso sólo puede ser verdad en la civilizada Inglaterra (cada vez menos), no en México. La inglesa, lo sabemos, es una Constitución no escrita, y la experiencia de “sentirla” posee un significado que no tiene ninguna otra en el mundo. En Inglaterra “sentir la Constitución” ha de haber sido una experiencia de memoria, identidad y emoción. Entre nosotros no imagino a un candidato sintiendo la Constitución cuando cuelga su retrato en un poste o cuando fija sus frases en un anuncio espectacular. Los mexicanos no “sentimos” la Constitución porque no sentimos que sea nuestra. Y es que, la verdad, no es nuestra. No sabemos de quién es ni por qué los gobernantes le profesan tanto culto con sus alabanzas, juramentos y jaculatorias, pero en cambio le damos vuelo a la auto denigración al repetir el viejo axioma de que en este país las leyes se hicieron para violarlas, y tenemos la sospecha fundada de que los primeros en violarlas son los gobernantes, precisamente quienes tienen la doble obligación de cumplirlas y hacerlas cumplir. ¿Qué piensan y sienten los candidatos cuando saludan a una preocupada señora, cuando oyen las quejas de los decepcionados vecinos, cuando ven la pobreza, cuando palpan el polvo de la desesperanza? Si Churchill viera las campañas electorales mexicanas dudaría en afirmar que ellas son indispensables en la educación de los políticos, y de ninguna manera expresaría que en la lucha por el poder se puede sentir la constitución en su base humana y social. Al ver que los candidatos rehúyen el debate, que hablan con balbuceos ininteligibles o que las campañas se reducen al reparto impreso de quimeras, tal vez pensaría en revivir a Chesterton para que destinara un día entero a discutir con un ciudadano los problemas fundamentales del ser humano, no importa que ese ciudadano acabara votando por el candidato que reparte techumbres de asbesto o atole con el dedo. A casi veinte días de su inicio, las campañas no han logrado mover la pétrea indiferencia de los ciudadanos. Se puede argüir que el fenómeno de la apatía política es mundial y que en las democracias consolidadas el abstencionismo ronda el cincuenta por ciento; pero caer en la trampa estadística es como si una persona pobre decide trabajar menos porque se ha enterado que los ricos se toman vacaciones holgadas dos o tres veces por año. Es probable que el abstencionismo favorezca electoralmente al partido que gobierna, pero es absolutamente cierto que nos perjudica a todos. En su mayoría, las elecciones no las ganan los partidos, las pierde el gobierno. Por eso se dice que la democracia es la única forma de gobierno que permite a los ciudadanos derrocar a los gobernantes sin derramamiento de sangre. Como sea, ni partidos ni candidatos están debatiendo los más acuciantes problemas de la sociedad, ni entre ellos ni con los ciudadanos. Es un hecho que nuestras campañas políticas no contribuyen a la educación de los políticos ni sirven para ablandar la rocosa indiferencia de los ciudadanos.