domingo, 31 de mayo de 2009

La federalización del autoritarismo



Fray Servando Teresa de Mier profetizó, en un discurso pronunciado en el Congreso Constituyente de 1823, que el sistema federal era una forma ideal de gobierno para los angloamericanos, que tenían una larga experiencia de autogobierno, pero que en México, carcomido por la esclavitud de tres centurias, el federalismo traería división, desorden, ruina y “el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”. La profecía política de Teresa de Mier no se cumplió. Si en el siglo XIX prevaleció la división, el desorden, la ruina y “el trastorno de nuestra tierra hasta sus cimientos”, la causa no fue el sistema federal, que apenas pudo asomar la cabeza durante un siglo. El hecho de que la profecía de Fray Servando no se cumpliera no significa que no estuvieran de su parte varias de las razones que esgrimió en su brillante argumentación contra un federalismo calcado del sistema de Estados Unidos. La Revolución de 1910 y los debates del Constituyente de 1916-1917 mostraron sin lugar a dudas que la federación era una realidad geográfica y cultural, pero no una realidad política. Sin embargo, el espíritu profético de Teresa de Mier se quedó a vivir entre nosotros. La modernización porfiriana adujo razones y motivos para concentrar el poder; razones y motivos los tuvieron los gobiernos que siguieron al triunfo del Constitucionalismo y también los gobernantes surgidos del partido fundado por Plutarco Elías Calles hace ochenta años. En los tres casos, el país fue gobernado a contracorriente de las aguas catastróficas anunciadas por Fray Servando, para impedirlas, paliarlas o exterminarlas. Al final, el sistema federal mexicano acabó siendo un “federalismo centralizado”. A fin de cuentas, la consolidación del presidencialismo tenía hondas raíces culturales en el pasado virreinal, que se impusieron a las no menos profundas raíces políticas de autogobierno, autonomía y libertad para decidir los asuntos locales. Durante las últimas tres décadas del siglo XX uno de los ideales políticos más recurrentes fue el de deshacer el complejo entuerto del presidencialismo autoritario, y sólo en la primera década de nuestro siglo podemos observar algunos avances en la construcción pactada de un federalismo posible. Aunque las causas y los efectos del presidencialismo son vigentes, el presidente de la república del siglo XXI ha tomado distancia del Señor Presidente del siglo XX. Por fin hemos podido comprobar que el sufragio efectivo es realmente efectivo. Con todo, el federalismo centralizado goza de buena salud; el complejo entramado cultural, político y jurídico del autoritarismo no se ha desactivado estructuralmente. El espíritu de Teresa de Mier sigue vivo en los prejuicios con que el gobierno federal mira el país, y también están vivas las visiones centralistas de muchos intelectuales de la ciudad de México, incluso entre los defensores más conspicuos de la democracia y el federalismo.
Es cierto que el presidente de la República ya no decide los nombres de los gobernadores ni aprueba o desaprueba los nombres de los presidentes municipales más importantes del país, empezando por el jefe de gobierno de la ciudad de México, sede de los poderes federales. Hay que agregar, sin embargo, que la construcción de un federalismo que combine autonomía, colaboración y coordinación es un proceso cuya data es anterior a la institucionalización de elecciones confiables. Es indudable que el voto libre es la base de una nueva legitimidad que ha venido empujando la firma de acuerdos federalistas en materia fiscal, hacendaria y de seguridad. Sería necio no reconocer que la Conferencia Nacional de Gobernadores ha rendido en poco tiempo más frutos que todas las reuniones de la República que se celebraron con gran pompa en Querétaro los días 5 de febrero y 15 de mayo de cada año. Se puede probar que la CONAGO ha sido más útil al sistema federal que todos los discursos y leyes federalistas de 1823 al año 2000. Pero en el proceso de construir un federalismo cercano a los viejos y nuevos ideales de autogobierno, capacidad para resolver problemas locales y nuevas atribuciones para tomar decisiones oportunas, estamos sufriendo lo que se puede llamar la “Federalización del autoritarismo”. No son pocos los estados de la Federación donde los gobernadores, no obstante su legitimidad democrática, administran los recursos públicos de manera patrimonial, donde deciden como dueños de los poderes legislativo y judicial y propietarios del partido que los llevó al poder, donde controlan a los ayuntamientos y corrompen a los partidos opositores y a los medios de comunicación, donde se carece de normas eficaces para regular las licitaciones públicas o se trampea o se viola las que se tienen, donde la transparencia se reduce a la publicación de una página en internet y la rendición de cuentas es un sistema de regateo informativo, y donde se exalta la grandeza del gobernador y se esconden, en la manga ancha de la arbitrariedad, ineficiencias graves, desvíos de recursos, favoritismos, clientelismos y otros vicios autoritarios del siglo XX. ¿Cómo lograr que las buenas cuentas del ámbito de federal (división y equilibrio de poderes, democracia deliberativa, libertad de expresión, transparencia y rendición de cuentas, entre otros) permeen en el suelo jabonoso de los estados?
La cultura política y su hija legítima la conciencia democrática están en todos los vientos del país, con diferente intensidad y rumbo. Por eso, a la hora de evaluar el fenómeno de la federalización del autoritarismo, es difícil generalizar. Hay estados ricos con gobernadores autoritarios y estados pobres con gobernadores moderados. Hay estados con buenos niveles de escolaridad, industrializados y bien comunicados que son gobernados por políticos prepotentes y atrabiliarios y estados que sufren graves atrasos educativos, culturales y económicos que son gobernados por políticos juiciosos. El criterio geográfico no ayuda mucho. La conciencia democrática en Chihuahua está más arraigada que en Coahuila, Durango o Tamaulipas. En el centro del país, el Estado de México y Jalisco tienen, con problemas más complejos y desigualdades más profundas, sociedades más críticas y participativas que las de Aguascalientes, Guanajuato, Hidalgo y Querétaro. Y se puede constatar que en algunas regiones rurales los ciudadanos podrían dar una lección de inteligencia política y sensatez electoral a los ciudadanos del Distrito Federal.
El crimen organizado desnuda y pone en evidencia al autoritarismo federalizado. No es exagerado decir que en todo el país las autoridades ofrecen protección a los delincuentes, organizados o desorganizados, del fuero común o del federal. Y digo “ofrecen” porque en México son más los funcionarios que buscan ser corrompidos que los delincuentes que buscan corromper. En el mercado de la corrupción la demanda es superior a la oferta. En ocasiones la competencia es feroz entre autoridades federales, estatales y municipales por ganar la interlocución con el narcotráfico. El operativo policial para detener a diez alcaldes y 17 funcionarios de Michoacán es apenas una hebra de la madeja de las relaciones entre política y criminalidad. Tal vez el gobierno de Felipe Calderón quebrantó una norma o el espíritu del pacto federal; pudo incumplir una regla de cortesía política, e incluso se puede discutir si violó la Constitución. Sobre esas cuestiones se pueden llenar los mares de tinta en pro y en contra. Pero ¿y las pruebas? Si treinta detenidos han sido sometidos a arraigo de cuarenta días, ¿entonces no tenían pruebas bastantes para consignarlos judicialmente cuanto antes, evitando las suspicacias? Lo más lamentable del operativo michoacano fue la presencia triunfalista y burlona del líder nacional del PAN. No sé cuánto beneficie electoralmente al PAN el espectáculo de las detenciones, pero la altanería de Germán Martínez aguijonea con su torpeza la debilitada estructura democrática del país.


miércoles, 27 de mayo de 2009

Y el verbo se hizo polvo

Ahora se vuelve a oír la queja del verbo. Ausente durante varias décadas de la vida pública mexicana y más ausente todavía de los intereses formativos de los políticos, la palabra hablada vuelve a ser un criterio del juicio electoral. Uno lo escucha de pasada, sin preguntar, principalmente entre los jóvenes: “Pero ése no sabe ni hablar”. No se tiene que llegar a la deconstrucción para saber lo que significa el reproche: ¿Cómo quiere gobernar aquel que no sabe hablar? La pregunta, exagerada si se quiere, contiene, desdeñoso, un renovado móvil ciudadano, donde “saber hablar” es una condición necesaria: si ese candidato no sabe hablar, menos sabe gobernar. El aparente regreso del verbo puede explicarse, aunque sea en mínima parte, porque el poder ha igualado a los partidos y la gente ha descubierto que los defectos de unos son los defectos de todos. En más de un sentido, los partidos se han emparejado: en todos hay corruptos, ineptos y prepotentes. Las coincidencias han diluido la claridad con que antes veíamos las diferencias. Quizás a esa igualación se deba el interés de los jóvenes por la expresión hablada de los candidatos. No hay que hacerse ilusiones: a los partidos no les interesa la reflexión política ni la manera de comunicar las palabras. El hecho es que los cuadros dirigentes de los partidos son, en general, los primeros damnificados del empobrecimiento de la expresión hablada y escrita. La pobreza del lenguaje es, qué duda cabe, la pobreza de la inteligencia. En La seducción de las palabras, Álex Grijelmo escribe que las palabras arraigan en la inteligencia y crecen con ella, pero traen antes la semilla de una herencia cultural que trasciende al individuo. Dicho con exageración, la crisis de liderazgo es la crisis del lenguaje. Y, como resultado de ambas, el peligroso descrédito de lo público. Nadie gana o pierde unas elecciones con el verbo, hablando mejor o peor, pero parece que de las cenizas malolientes de la verborrea demagógica del viejo sistema político resurgen algunos jirones de una verdad olvidada: la política se hace con palabras; la política es gramática en acción. Si los hechos no diferencian acusadamente a unos de otros, entonces la retórica puede recobrar un poco de su viejo aliento. “Saber hablar” ha regresado por su propio peso cultural, pero no sabemos cuánto pesa ni cuánto dure su visita.
El siglo XX sepultó la retórica. La combinación de palabras, gestos, ideologías, maldad y locura enlodaron el discurso político y contaminaron todo el lenguaje. Ajenos a la dictadura, en México fueron las energías utópicas humedecieron la tierra donde floreció un discurso político de gran manufactura. Sobresale la capacidad retórica y discursiva de los líderes del Partido Liberal durante la primera década del siglo pasado, los intelectuales del Ateneo, los literatos y filósofos reunidos en el proyecto educativo de Vasconcelos, los jóvenes sabios que defendieron a la Universidad y consiguieron su autonomía, los viejos comunistas que con su encendido discurso intentaron mover a las masas obreras y campesinas, los poetas y narradores que con su verbo preciso y puntilloso le dieron a la política el soplo del buen decir. . . Más tarde, el populismo nacionalista y los pésimos imitadores torcieron el verbo, manosearon las palabras hasta arrancarles su dignidad, prostituyeron las formas oratorias hasta reducirlas a gritos y gestos de infame memoria. El lenguaje político se convirtió en algazara obscena con la llegada de Luis Echeverría al poder. La gente ridiculizaba la letra y la melodía, engolaba la voz, acertaba en la tonada de agudos y graves y desacralizaba la solemnidad gestual de la clase política. La entrada a la política oficial tenía en la capacidad oratoria una puerta ancha y siempre abierta. Los candidatos, si eran cortos en el arte de la persuasión, hablaban poco. Los oradores profesionales llevaban la voz del candidato, del partido, de las ideas, de la historia. Corrompido el discurso por la perversión de sus formas y la fuga de sus contenidos, a los oradores del PRI les llamaron jilgueros. Hubo algunos que con un discurso, dicho en el lugar y momento oportunos, entraron a la política por la puerta grande. En los setenta, sin embargo, la oratoria en México estaba sumida en los rincones sombríos de los bajos fondos. Los retóricos quedaron desempleados y su lugar fue ocupado por los especialistas en imagen y en mercadotecnia. La retórica, agonizante durante la primera mitad del siglo XX, fue declarada descerebrada y oficialmente muerta a la edad de 2,500 años. A la cumbre se encaramó la imagen, esa nueva ciencia a la que Milan Kundera llamó Imagología. La imagen política, que antes se nutría de símbolos, formas y palabras, se pervirtió, se hizo carroñera, y ahora contribuye a cenegar todavía más el arte de la conversación, el diálogo difícil, la confronta indispensable, el debate cotidiano. Luego entonces, ¿para qué saber hablar si la imagen lo dice todo? He escuchado que algunos candidatos rehúyen el debate. Alegan que no debemos caer en la “debatitis”. ¿Qué entenderán estos mentecatos por democracia?
Los expertos en imagen y mercadotecnia política agotaron muy pronto las reservas de su muy limitada imaginación y su escasísimo talento. Y es que no valen mucho los recursos de la imagen frente a la dura realidad de los bolsillos agujerados, frente al desconsuelo, la desilusión y la indignación de los ciudadanos por la pazguata mediocridad de partidos y candidatos. Pero muchos ciudadanos han aprendido a leer entre líneas: el costo de los anuncios y la futilidad de las frases están en la mirada que escudriña, en la protesta indignada. Insisto en que no hay que hacerse ilusiones. Ya sabemos que en la democracia de mercado el verbo se hace polvo. Con mayor razón hay que alegrarse cuando los jóvenes desdeñan a tal o cual candidato porque “no sabe ni hablar”.

domingo, 24 de mayo de 2009

Calumnia e impunidad

La transparencia es condición necesaria de la democracia y la transparencia pervertida procrea monstruos nada democráticos. El cinismo es su engendro más espantoso. Se suele decir, con resignación o complacencia, que ahora sabemos lo que antes estaba oculto. Pero ¿de verdad lo sabemos? Mejor: ¿qué sabemos y qué utilidad tiene ese saber? La sucesión de escándalos de corrupción pudren el ánimo más templado, si luego no pasa nada. Y en México no pasa nada. Una extraña moral es característica de políticos y gobernantes: aguantar un rato el propio escándalo que ya toca a la puerta el escándalo de otro. Luego todo se olvida. Me parece más grave el olvido que la corrupción: en la desmemoria fallamos los ciudadanos. México es el país de las acusaciones. Las incriminaciones recíprocas abundan en tiempos electorales, pero su presencia en la vida pública es una práctica tan común como dar los buenos días o tomar café. Lanzar calumnias no es un deporte exclusivo de México, pero el medio es propicio para su florecimiento. Sobre el hábito calumniador se pueden ofrecer explicaciones culturales de gran talante, todas ellas interesantes y bien documentadas, pero acaso nos convenga apelar a los defectos característicos de nuestro sistema de justicia: tardío, enmarañado, ineficaz y, debido a los anteriores defectos, injusto para todos. La sobreabundancia de acusaciones públicas desvía la atención, ensombrece el panorama y oculta los hechos y los rostros de los verdaderos responsables. La acusación recurrente en estos días es la de narcotráfico. El reparto indiscriminado de sospechas sólo está logrando que se anulen las miradas objetivas e imparciales de quienes estudian seriamente la presencia de la delincuencia organizada en las instituciones policiales y el riesgo que corremos por causa de la infiltración de intereses criminales en las instituciones democráticas (empezando por los partidos). Si de acusar se trata, la contienda electoral se ha convertido en un talk show intermitente en el que los hablantes son sustituidos de un día a otro. El espectáculo acaba cansando pronto a los mirones, pero en cambio daña la seriedad de la política y resquebraja el interés de los ciudadanos en los asuntos públicos. El resultado es que nadie es culpable de nada, ni siquiera los que realmente lo son o pueden serlo, si se les juzgara. La verborrea defensiva pasa siempre por las mismas palabras: es un complot, hay tintes electorales, hay intereses mezquinos, es una venganza, se quiere politizar el asunto, no voy a renunciar. . . El hecho es que la inmoderación del fuego incriminatorio beneficia a los culpables: los cubre, los encubre, los recubre. Si algo logran los sembradores de escándalos, con intención o sin ella, es blindar la corrupción y la impunidad. Si todos son sospechosos, nadie es culpable. El fuego existe, aunque lo escondan las cenizas.

El proverbio Calumnia, que algo queda nos viene a la medida. Se le atribuye al dramaturgo francés del siglo XVIII Pierre-Augustin de Beaumarchais, utilizada en la comedia El barbero de Sevilla (1775), comedia que algunas décadas más tarde Giacomo Rossini musicalizó magistralmente en la ópera del mismo nombre. Es célebre el aria de la calumnia: la calunnia é un venticello. . . Como en la ópera de Rossini, la calumnia comienza como una brisa, como un vientecillo suave pero negro; el crescendo va agregando instrumentos, la intensidad del sonido se eleva y el cañonazo final asusta con su tono inesperado. La frase también se atribuye a Voltaire y a Bacon. No dudaría de que se encontrase en alguno de los clásicos griegos o latinos, pues, al fin, es una conseja de indudable eficacia, y su formulación es tan antigua como el homo sapiens. Calumniar es una práctica de todos los tiempos y todas las culturas. El cuadro La calumnia de Apelle de Sandro Boticelli, que refleja el mundo de la intriga renacentista de la Florencia del siglo XV, representa al demonio de la envidia como la sombra motora, el móvil del crimen, la llave que abre las puertas del infierno. Se puede tener la tentación de creer que la calumnia es netamente latina; sin embargo, si nos atenemos al siglo XX, la calumnia delatora es la maldición de las almas en las dictaduras totalitarias. Recuerdo un artículo del escritor español Juan de Goytisolo titulado precisamente así, Calumnia, que algo queda, en el que defiende al escritor checo Milan Kundera de la acusación de haber delatado a un desertor: El insoportable pasado de Kundera. La respuesta del escritor checo fue inmediata y rotunda, pero no mereció ni la décima parte del espacio destinado a calumniarlo. Menos realista que la realidad, el poema La calumnia del modernista Rubén Darío supone que Una gota de lodo sobre un diamante/por más que se encuentre en fango lleno/el valor que lo hace bueno no perderá ni un instante/ y ha de ser siempre diamante/por más que lo manche el cieno. Darío tiene de su lado la razón poética, y, leídos con ironía, también la razón política. En la lucha por el poder no hay diamantes. Son puras piedras brutas. El hecho de que muchos de nuestros políticos sean unas “joyitas”, sólo significa que han de ser siempre joyitas/por más que las limpie el cielo. La calumnia da buenos rendimientos. De entrada, los titulares de los medios de comunicación. Nunca serán la respuesta, la réplica o la aclaración tan llamativas como el primer golpe. Y me parece que, tomando como principio la presunción de inocencia, un calumniado debiera disponer de más medios y espacios para defenderse que los destinados a acusarlo, con la condición de que al mismo tiempo lleve su defensa al ministerio público. Ya sé que esto último sólo tiene validez teórica. En la lucha por el poder la calumnia es un recurso político que usan unos y otros. No hay inocentes. El calumniado de hoy es el calumniador de mañana. Pero no en todas partes es así.
El presidente de la Cámara de los Comunes del Reino Unido, el diputado Michael Martin, ha dimitido de su cargo luego que la oposición denunció los gastos injustificados de los representantes populares. Un politólogo del Telegraph escribe que el presidente del Parlamento se tardó un siglo en dimitir. “¡Caray!, me digo, si apenas fueron unos días”. Michael Martin, el laborista católico que acumula treinta años como parlamentario, fue urgido a renunciar, no por corrupto sino por inepto: sabiéndolo o no, la mayoría de los diputados se excedieron en los gastos. El antecedente de una renuncia del speaker o presidente del Parlamento es de hace trescientos años, en 1695, cuando John Trevor fue obligado a dimitir acusado de aceptar sobornos. Los ciudadanos británicos se quejan de que en su país no pasa nada. Critican la pachorra con que los corruptos redactan su renuncia. Muchos ciudadanos ingleses miran y admiran la dignidad humana de los japoneses, que ante la primera sospecha de inmoralidad pública y sin dilaciones de ninguna especie, apuntan en su agenda la cita fatal y llegan a ella con puntualidad inglesa. George Martin ha pedido perdón por los abusos parlamentarios. Los ciudadanos británicos lo agradecen, pero se va. Es probable incluso que se adelanten las elecciones. El desprestigio lo sufre también el primer ministro Gordon Brown, quien ha ofrecido disculpas a la sociedad en nombre de toda la clase política de Gran Bretaña. Los abusos parlamentarios de los Comunes y de los Lores pueden parecernos a los mexicanos naderías, insignificancias administrativas, irregularidades corregibles, pero allá el escándalo adquirió grandes proporciones y ya produjo efectos demoledores: la dimisión de George Martin, el adelanto de las elecciones, la inmediata revisión de las normas que regulan los gastos del Parlamento y el anuncio de cambios en el gabinete ministerial. Es bueno concluir diciendo que el escándalo significa el fin de la carrera política de George Martin y el principio del fin de la de Gordon Brown. ¡Y se quejan los ciudadanos británicos de que en su país no pasa nada!


miércoles, 20 de mayo de 2009

La locura del poder

Ejercer el poder absoluto es una locura. Pero hay una locura peor: descender de ese poder. Desde que los atenienses inventaron la razón y la democracia hace dos mil quinientos años la humanidad ha ensayado mil y una formas de organizarse políticamente, sin éxito, y el conjunto catalogado de esos ensayos forman la biografía del fracaso. La humanidad fracasó una y otra vez a la hora de poner en práctica la necesidad de organizarse políticamente. Como el alcohólico que en la infernal resaca jura solemnemente no beber nunca más, los pueblos hacen lo propio, sólo para toparse nuevamente con una nueva y más espectacular borrachera. La negación se convierte entonces en el mecanismo de defensa colectivo con el que se logra mantener el engaño durante mucho tiempo, a veces durante siglos. Errar es de humanos, nos repetimos desconsoladamente. Pero pasados los efectos más dolorosos de la resaca, una nueva recaída nos aguarda paciente y sombría. Volteamos entonces la mirada al pasado remoto y nos reencontramos con los inventos griegos: la razón y la democracia. Llegamos a la democracia moderna no desde el éxito, la victoria, la evolución, el progreso o la línea recta. Miles de trompicones sangrientos nos condujeron a la aceptación, casi siempre a regañadientes, de que la democracia es la forma menos mala de organizarnos políticamente. Ella nos asegura, nunca para siempre, que dejaremos de matarnos unos a otros en nombre del origen o el destino. Y contra la locura del poder, en la democracia hemos descubierto un remedio casero con el que se alivian parcialmente los graves trastornos mentales que produce el poder (inmoderado o no), así cuando se ejerce como cuando deja de ejercerse. El remedio, ya se dijo, es casero. Sus efectos curativos son lentos; hay que armarse de disciplina, perseverancia y mucha paciencia. Alrededor de ese remedio casero se han edificado cientos de teorías y se han producido miles de fórmulas, recetas y cápsulas académicas. Algunas generalizaciones son indudablemente válidas; la democracia ha logrado, luego de dos mil quinientos años, erigir algunos principios de validez y aceptación universales, pero la democracia es sobre todo un proceso de ensayo-error-ensayo-error-ensayo. . . ¡acierto! Sin embargo, contra la locura de quienes descienden del poder, el remedio casero es apenas un vaso de agua en el cuerpo y alma resecos de la espantosa cruda.
Se ve casi imposible –la historia lo muestra sobradamente– que aquel que ha ejercido mucho poder deja de ejercerlo como si nada hubiera pasado. La cultura priísta tenía una máxima adecuada para el caso: hay que prepararse para ser, para no ser y para dejar de ser. La fórmula es justa y puede ser útil para ser y para no ser, per es inservible para dejar de ser. En la medida en que ganamos distancia del siglo XX, el presidencialismo autoritario mexicano es más visible. Un personaje de la novela Novecento de Alessandro Baricco asegura que el mar se contempla mejor desde un pedazo de tierra, no desde el mar. Así nos pasa con los presidentes que durante un siglo ejercieron un poder ilimitado. ¿Qué fue de los ex presidentes? Sólo dos de ellos fueron elevados a la dignidad política de estadistas: Porfirio Díaz y Lázaro Cárdenas. Son los que mayor prestigio y reconocimiento internacional tuvieron, cada cual en distinta época, circunstancias y penurias. ¿Cómo podían los presidentes mexicanos del siglo XX ejercer tanto poder y luego vivir para (no) contarlo? ¿Quién de ellos no se arrepintió de designar a un sucesor que antes fue uno de sus tantos colaboradores obedientes, sumisos, lambiscones o siervos? ¿Cómo no sentirse traicionado? La locura del poder tiene, como el vino, distintas graduaciones y efectos, según el momento y la persona.
Las palabras acusadoras de Miguel de la Madrid cayeron como esquirlas hirientes sobre Salinas de Gortari, y éste, en un contraataque al punto y fulminante, le dejó caer al primero una bomba. Salinas se defiende bien, es poderoso, tiene aliados poderosos y pertenece al pequeño círculo del gran poder. Ha sido un ex presidente oscuramente omnipresente. De la Madrid confiesa que se arrepintió de haber designado a Salinas su sucesor. No hay duda de que Salinas se arrepintió de Zedillo. Antes, Díaz Ordaz se arrepintió de Echeverría (estuvo a punto de sustituirlo) y Elías Calles se dio de topes por haber nombrado a Cárdenas. De los demás sabemos poco. Guardaron silencio. No sé si Ávila Camacho renegó de Miguel Alemán o si éste se sintió traicionado por Ruiz Cortines. Se sabe que Echeverría pretendió influir en el gobierno de López Portillo y que éste declaró haber sido el último presidente de la Revolución. Dos ex presidentes encubrieron sus intereses de poder en mascaradas académicas: Echeverría y Fox. La diferencia no es solamente el financiamiento, de carácter público en el centro de estudios del tercer mundo de Echeverría y ausente en el centro de no sé qué de Vicente Fox. Ninguno tenía antecedentes o intereses académicos y ambos coinciden en la sed de reconocimiento internacional. La semejanza es patente: ambos fueron los presidentes más populistas de la historia política del siglo XX. Por otro lado, Miguel de la Madrid dirigió el Fondo de Cultura Económica, una actividad cercana a su vocación magisterial, y Zedillo dirige un departamento de la Universidad de Yale, que le viene como anillo al dedo. Ávila Camacho sobrevivió poco tiempo y Ruiz Cortines se fue a un rincón a rumiar la muerte. Lázaro Cárdenas sobrevivió casi 25 años como una conciencia en vigilia, serena y poderosa a la vez, y su popularidad se volvió legendaria. López Portillo sobrevivió en la agonía, cayéndose a pedazos, en el palco reservado al patetismo. ¿Y Salinas? Su poder es tan grande como su impopularidad.
El PRD exige una investigación sobre Salinas. El PAN pide que se investigue, no a Salinas, sino al PRI. En el PRI, evasivos, dicen que la historia ya lo juzgó. Los tres yerran: debe ser investigado el salinismo, esa intrincada red de pactos y negocios políticos, financieros y criminales que tuvieron lugar en y desde Los Pinos. El salinismo no fue un estilo de gobernar: fue y es un proyecto de poder político y económico que trasciende los sexenios y los partidos. Decir que el de Salinas fue un gobierno del PRI es decir poco. El PRI era más bien era un estorbo. Salinas no quiso o no pudo modernizarlo, y en cambio se valió de su experiencia, estructura y liderazgos para que le estorbara menos. El salinismo fue una síntesis del gran poder del capital con el gran poder de la política. Dicho con algo de exageración, más que una síntesis fue una simbiosis. Se desdibujaron las líneas divisorias entre política y empresa y entre políticos y empresarios y se modificaron las fronteras entre lo público y lo privado: lo público corrió el camino de la privatización y lo privado el de la publicidad. Perdieron ambos. El salinismo no está subordinado a partidos, ideologías, empresas, sindicatos o medios de comunicación. En todos ellos tiene gratitudes, valores entendidos, silencios cómplices. Así como Echeverría gastó una millonada en el pago de vacaciones europeas a miles de estudiantes y profesores de una izquierda híper crítica pero analfabeta, también Salinas destinó una buena tajada de la partida secreta en la compra de lealtades en los medios de comunicación. Es un poder autónomo, con aliados en todas partes, con intereses lícitos e ilícitos, con estrategias políticas y financieras de gran calibre. Por donde se le vea, es un obstáculo que enfrenta la democracia de partidos y la libre empresa. Como red de complicidades cupulares, influye desde lo alto en el rumbo del mercado y de la política. Su poder es real y de ello dan fe Miguel de la Madrid y López Obrador. Conviene pactar con el salinismo la continuidad de la transición democrática, pero antes es necesario conocerlo.

martes, 19 de mayo de 2009

Crítica de la razón clínica


No saludar, no besar, no estar entre la gente, no auto medicarse, no tocar, no compartir, no viajar, no bajar la guardia, no resollar, no jurar el nombre de la OMS en vano. Si la influenza llegó para quedarse, los mandamientos de la razón clínica también. El dogma sagrado de la prevención no se detiene ante nada, exudados que fueron los pudores que tenía antes de la epidemia: si una persona ama realmente a su prójimo, no lo salude ni lo bese. El célebre y repudiado “amor de lejos” pasó a ser, en menos de una semana, el amor oficial. Sólo hay una manera de probar que se ama a la humanidad: lavarse las manos con agua y jabón durante al menos veinte segundos, cada dos horas. Pero la hermenéutica teológica determina que eso no basta: hay que desinfectarlas. Algunos herejes andan diciendo que varios millones de mexicanos no tienen agua. Agregan que el agua es cara y escasa. Otros, a quienes la razón clínica tacha de falsos profetas, se atreven a pronosticar que en poco tiempo el agua no será cara ni escasa: simple y sencillamente no la habrá. Por cierto, ¿y el agua? La Congregación para la doctrina de la Fe Clínica responde con el dogma de la prevención. La moderna apostasía replica que el dogma de la prevención se ha torcido, y hay quienes sugieren, sin duda inspirados por el diablo, que el dogma es falso. Estos infieles osan argumentar a favor de la libertad responsable de la persona en el cuidado de lo que es suyo, su cuerpo, y que el Estado Clínico carece de legitimidad para hacerse cargo de los demás. Pero estos libertinos van más lejos y preguntan: ¿quién le ha dado al Estado el poder de sacralizar la salud y adueñarse del cuerpo y la mente de las personas? Con un tono francamente herético, recuerdan que el Estado debe ayudarnos a vivir sanos, pero nadie lo faculta a ejercer coacción para mantenernos vivos al costo que sea. Ya he dicho que los más perversos aseguran que el dogma de la prevención de la salud es falso. Es una contradicción en sus términos. Arguyen que la medicina preventiva ha sido suplantada por la razón clínica. Dicen estos hijos de Belcebú que el dogma de la prevención sólo ha logrado que la gente de clases medias y pobres destine demasiado dinero en la adivinación de enfermedades, dinero que bien podría gastar en comer mejor, en diversiones salubres o insalubres, en placeres deliberadamente insanos y en disfrutar la vida tanto como sea posible, hasta que el cuerpo aguante. Estos herejes reincidentes afirman que la razón clínica dejó de ser preventiva desde el momento en que dejó de promover la despreocupación, el desparpajo, la sensatez y la alegría de vivir. En su lugar, dicen, la razón clínica produce miedo, tensión, control, despilfarro y más desigualdad social. Estos cátaros endemoniados afirman que la razón clínica no se propone que la gente no se enferme sino que la gente no se muera. Prevenir para no lamentar era una verdad aceptada por todos. Per esta verdad popular no lo fue nunca en términos absolutos. Bien formulada, consistía en evitar, tanto como fuera posible, tener que consultar al médico. La sabia prevención enseñaba que había que mantener lejos a los médicos y a los curas. El peligro herético sostiene que la moderna razón clínica ya no es preventiva sino temeraria (costosa e impositiva), pues ahora nos ha creado la necesidad de acudir al médico o “a la clínica más cercana” al primer síntoma. La sabia prevención tenía la finalidad de tranquilizarnos. La razón clínica nos mantiene en permanente estado de zozobra, temor, neurastenia. La normalidad ya no es la salud sino la enfermedad; ya no somos un país de seres humanos sino de estadísticas potencialmente enfermas. Para decirlo con sus propias palabras, la razón clínica tiene como fin esencial posponer la muerte. La santa madre Organización Mundial de la Salud y sus filiales episcopales arguyen que gracias a la prevención se ha reducido considerablemente la mortalidad infantil. En uno de sus “Documentos disciplinares” la autoridad sanitaria informa que “La posposición de la muerte entre los niños se aprecia en el desplazamiento de las muertes hacia edades adultas” (el que se ría de este informe será azotado en la plaza principal). Seré curioso: ¿por qué será que se mueren más los mayores de 65 años? Alguien dijo que los jóvenes también se mueren pero que los viejos se mueren siempre. Actualmente la gente nace y muere en una clínica. Se pregunta Robert Musil en “El hombre sin atributos”: Pero ¿acaso también debemos vivir como en una clínica? Si una verdad ha dejado el virus de la influenza es que todos somos sospechosos. Se puede leer en el “Diccionario de uso del español” de doña María Moliner que el sospechoso es aquel que tiene desafecto o desafección por el régimen. La palabra tiene una denotación claramente policial: se suele aludir a la falta de honradez. Ya no somos sospechosos porque estemos enfermos sino porque estamos vivos.
Unos tipos raros a quienes la razón clínica llama “nuevos albigenses” se quejan del calvario que hay que sufrir en clínicas y hospitales públicos: esperas kafkianas, maltrato, groserías, negligencia, incompetencia. Denuncian que no hay medicamentos en la clínica más cercana ni en la más lejana. Los nuevos albigenses tienen la irreverente osadía de murmurar que el personal directivo, médico y auxiliar de los centros de salud pública traficaron con anti virales y cubre bocas. En el colmo de la herejía se preguntan: ¿por qué nuestro presidente Felipe Calderón dijo que México había salvado al mundo? ¿Y quién salva a los mexicanos de sus salvadores? La influenza logró encumbrar un nuevo mandamiento: “no te auto medicarás”. Nadie duda de los riesgos de tomar fármacos ante determinados síntomas patológicos, pero es un crimen contra la libertad convertir la excepción en un dogma de fe. El resultado es que, en nombre de la prevención, se ha destruido la cultura de la prevención. Unos cismáticos luciferinos andan diciendo que el mandamiento de “no auto medicación” es un atentado contra siglos de cultura, sabiduría, experiencia y sentido común. Pregonan estos jansenistas que la primera norma de la prevención es aprovechar los conocimientos de la gente para cuidar y atender su salud, incluyendo desde luego el derecho a decidir qué medicamento aplicarse, con conocimiento de causa y corriendo los riesgos que implica el ejercicio de una libertad. La epidemia de influenza decretó la expulsión de la medicina tradicional, los remedios caseros, el resguardo hogareño, el ojo clínico de los mayores, los arrumacos familiares y miles de posibilidades preventivas y terapéuticas que la gente ha usado siempre con razonable eficacia. Los susodichos herejes del demonio recuerdan que entre la población que no tiene derechos de salud y seguridad social, más de 30 millones de mexicanos no pueden pagar el costo de la medicina privada. Y los herejes iconoclastas señalan que el Seguro Popular es una especie de misterio trinitario, pues nadie sabe dónde ni a quién exigir las promesas de redención que los gobernantes alardean en su publicidad.
La epidemia de influenza canceló la vida del país. Se actúo tarde y luego se sobreactúo. Los herejes mefistofélicos aseguran que será más caro el remedio que la enfermedad: pronostican que las consecuencias económicas y sociales de haber detenido el sol agravará las enfermedades típicas de nuestro tiempo y dará origen a otras hasta hoy inexistentes. Preguntan: ¿quién es capaz de calcular el costo de las enfermedades físicas y mentales que producirán el desempleo, el empobrecimiento de las clases medias y las nuevas legiones de enfermos reales e imaginarios? Escribe un apóstata genial que la charlatanería médica moderna confunde la salud con la prevención de la enfermedad. Otros endemoniados acusan a la razón clínica de violar los derechos humanos más elementales. Un reconocido filósofo heterodoxo ha escrito que el derecho a la auto medicación, y por tanto la colaboración de cada quien en la invención de su propia salud, es un derecho humano del mismo rango que la libertad de expresión. Agrega el filósofo contumaz que si antes se controlaba a la población en nombre de la eterna salvación del alma, la razón clínica lo hace en nombre de la eterna salvación del cuerpo y de la mente. La razón clínica, en tanto niega la libertad y la responsabilidad de los ciudadanos, es uno de los enemigos de la sociedad abierta.

sábado, 16 de mayo de 2009

Un ciudadano vota así. Instrucción anti pastoral sobre las elecciones




Una creencia electoral muy difundida recomienda a los ciudadanos no votar por los partidos sino por las personas. La creencia es falsa. Si no se quiere usar el criterio de lo falso por su implicación contraria, digamos entonces que la creencia es suicida. Si este adjetivo resulta demasiado escandaloso, digamos pues que la creencia es anti-política. Como también esta última adjetivación parece exagerada, digamos que la creencia es ignorante, incorrecta, inadecuada o inútil. Si, finalmente, nos acercamos un poco a la complejidad de la democracia, digamos entonces que la creencia es incompleta, parcialmente falsa, parcialmente verdadera, relativamente adecuada o relativamente incorrecta. Si recordamos que la política no postula verdades de tipo científico, religioso o moral, también podemos decir que la creencia es inmadura, infantil o pre-democrática.
Mucho me temo que la democracia es de partidos o no es democracia. Aunque sea un pleonasmo, la democracia es democracia política. Vale agregar, sin embargo, que la democracia no empieza ni termina con los partidos. Es bueno recordar que los partidos son medios, no fines. La Constitución define a los partidos como organizaciones de ciudadanos que tienen como fin promover la participación del pueblo en la vida democrática, contribuir a la integración de la representación nacional y hacer posible el acceso de los ciudadanos al ejercicio del poder público. Se oye bien, suena bonito. Pero todos gritamos a coro que la realidad no es la que configura la Constitución: unos dirán que es letra muerta, otros afirmarán que son principios teóricos que nada tienen que ver con los hechos, muchos expresarán que, en consecuencia, la democracia no existe en nuestro país, y, desgraciadamente, la gran mayoría no dirá nada. Vale decir que los ideales democráticos (estén en la Constitución o formen parte de los buenos hábitos de convivencia de la gente) son necesarios. Forman parte de lo que llamamos “política real”. No crean los ciudadanos que la política es solamente lo que vemos. La democracia tiene un sentido de la realidad y un sentido de la posibilidad. Frente a la realidad que observamos (nos guste mucho, poco o nada) tenemos la facultad de pensar en todo aquello que podría llegar a ser. A este realismo le damos el nombre de “democracia posible”. La democracia es lo que existe y también lo que es posible que exista. La realidad despierta las posibilidades, sobre todo si se concede la misma importancia a lo que tenemos como a lo que es posible tener. Es válido y necesario evaluar nuestra democracia en relación al pasado no democrático o autoritario, pero es más útil y práctico compararla con el futuro, con todo aquello que puede llegar a ser. También es válido comparar la democracia con el presente: quién nos gobierna, cómo nos gobierna y qué podemos hacer para elegir mejores gobiernos. Los partidos son necesarios (un mal necesario, si se quiere) pero no bastan para construir ese edificio al que llamamos régimen democrático. Aunque sea obvio, vale recordar que los partidos son las instituciones más desprestigiadas del país (y del mundo), más que la policía, los bancos, los diputados, el ministerio público, los jueces, el matrimonio y los Legionarios. Un ciudadano mediocre dirá “Ni modo, son los partidos que tenemos”. A este ciudadano podemos calificarlo como un iluso, pues es incapaz de ver la realidad. Un ciudadano razonable y realista pensará en qué tipo de partidos es posible tener. Un ciudadano inteligente es capaz de ver, gracias los lentes de los ideales, las realidades posibles. Desgraciadamente, la gran mayoría no pensará ni verá nada. La indiferencia ciudadana es la realidad más escabrosa y la más difícil de modificar.
A la hora de decidir el voto vale fijarse en la persona, pero es mejor cuando se le mira dentro de un partido. Es falso el refrán de que más vale malo por conocido que bueno por conocer. La alternancia es siempre un recurso legítimo por medio del cual los ciudadanos deshacen el engaño de la fatalidad electoral. El ciudadano razonable y realista tiene presente que la votación es una forma civilizada de derrocar al mal gobierno. Es importante saber quién es el candidato: de dónde surge, quién o quiénes lo eligieron, qué intereses (además de los políticos) representa y obedece, cuáles son los frenos institucionales que le impedirían gobernar caprichosamente. En política no es confiable la persona que se manda sola. La historia nos muestra que los gobernantes que se bastan a sí mismos o que no necesitan de otros para tomar decisiones acaban gobernando mal o muy mal, y algunos se vuelven locos. Un ciudadano razonable y realista pondrá más atención en las reglas y procedimientos de la elección de un candidato que en sus preferencias religiosas, morales y sexuales. Antes que deberes éticos, el gobernante tiene obligaciones legales. Su conciencia moral puede llegar a ser útil, pero es más útil que esté constreñido por normas e instituciones jurídicas que lo vigilen, lo evalúen y lo sometan a responsabilidades políticas, administrativas y penales. Si un gobernante ladrón alega que tiene su conciencia tranquila, es preferible que sus sentimientos morales los experimente en la cárcel y no en la ancha calle de la impunidad. De modo que un ciudadano razonable y realista se fijará tanto en la persona como en el partido que lo postula. Pero no basta. Conviene hacer memoria: cuentan las intenciones pero cuentan más los resultados; valen los títulos académicos y honores intelectuales, pero valen más la honradez probada, las cualidades políticas y el conocimiento de la realidad. Cuentan la experiencia, el arraigo, la propuesta y la capacidad para escuchar, hablar y dialogar. Un ciudadano razonable y realista no se interesará demasiado en el estado civil de un candidato. Pondrá más atención en su estado incivil. Se fijará más en sus dolencias gástricas que en sus preferencias gastronómicas.
Izquierda y derecha son dos expresiones políticas que, afortunadamente, todavía son útiles a la hora de juzgar a personas e instituciones públicas. Además de útiles, son necesarias. Es prudente desconfiar de los extremos, de los radicales, de las posturas desmesuradas. Con el riesgo de simplificar, podemos decir que en la derecha se pone un énfasis especial en la libertad y la izquierda en la justicia. En esto el ciudadano razonable y realista no ha hacerse bolas, pues libertad y justicia no son excluyentes en términos absolutos. El pensador político más importante del siglo XX escribió que la igualdad y la justicia sólo pueden buscarse en la libertad. Vale desconfiar, de entrada, de los candidatos que propongan como finalidad de su gobierno la grandeza del municipio, de la ciudad, del estado o del país. No saben lo que dicen o nos están engañando. No es confiable un candidato que promete la erradicación de la pobreza, la desigualdad y la violencia. No sabe lo que dice o es un pobre diablo. En el amor es válido ofrecer el cielo, la luna y las estrellas, no en la política. Es preferible el candidato que en lugar de abstracciones y quimeras ofrece soluciones concretas para reducir tanto como sea posible los efectos más graves de la desigualdad social, y que al mismo tiempo nos dice detalladamente cuándo, cómo, dónde y con qué cumplirá las soluciones ofrecidas. No es confiable el candidato ambiguo, soso o inseguro. Son preferibles las propuestas sencillas, concretas, duraderas y factibles que las obras espectaculares y caras. El ciudadano razonable y realista sabe que los gobernantes pueden poco, pero también sabe que la democracia hace posible que ese poco poder, apoyado por el poder de la población, es capaz de distribuir los recursos con oportunidad, honradez y equidad. El político más importante del siglo XX dijo que la democracia es la peor forma de gobierno, con excepción de las demás. Con este espíritu de sabio pesimismo, el ciudadano razonable y realista sabe que el único escepticismo útil es el escepticismo activo, y confía en el candidato que es capaz de persuadir y convencer a la población de participar responsablemente en la gestión del bienestar general. Un candidato comprometido con la democracia ofrece soluciones para fortalecer la transparencia, la rendición de cuentas y las responsabilidades.
A estas alturas un ciudadano razonable y realista sabe que elegimos la democracia no porque nos ofrezca el cielo, la luna y las estrellas, sino porque sólo ella nos garantiza, nunca en términos absolutos, una convivencia un poco más humana. Sabe que el poder corrompe. De niño escuchó un adagio que ahora le viene a la memoria: “En arca abierta hasta el más justo peca”. El ciudadano razonable y realista sufraga de manera negativa: su voto va dirigido a impedir que gobiernen los corruptos, los incompetentes y los autoritarios. Sabe que es inútil buscar a los más justos entre los justos, y por eso prefiere poner cerraduras a las arcas y castigar a los vivales que las violen con ganzúas o magias presupuestarias, y deja de perder el tiempo buscando a unos seres angelicales a quienes los románticos de todos los tiempos han dado en llamar “el hombre nuevo”, “la sociedad nueva”, “el orden nuevo” u otras patrañas por el estilo. Sabe que es preferible repartir el poder entre varios que otorgárselo a uno solo. Sabe que los ciudadanos tenemos la obligación de vigilar a los gobernantes, pero antes procura elegirlos de tal modo que entre ellos prive una mutua pero razonable desconfianza: es bueno que entre ellos se vigilen, se controlen y se acusen. Un ciudadano razonable y realista desconfía de las votaciones unánimes. Prefiere la deliberación, el debate y la difícil confrontación antes que el acuerdo fácil, cómodo y al vapor. Finalmente, el ciudadano razonable y realista leerá con suspicacia esta “Instrucción anti pastoral” y luego la depositará en la bolsa de los desechos reciclables. Un ciudadano razonable y realista no admite instrucciones de nadie. Sabe que la política no se explica ni se vive con instructivos o recetarios.