jueves, 22 de septiembre de 2011

El oso de Kafka

Recordé, a propósito de alguna cháchara igualitaria, el relato del escritor polaco Sławomir Mrożek (Borzecin, 1930), titulado El nuevo ajedrez.
Es ficción. El nuevo ajedrez de Mrożek es tan irreal como la oronda nariz de Gógol o el elefante volador de Chesterton.
Pero cuidado: los cuentos de hadas suelen ser más reales que el realismo. Ciertos relatos son de la misma textura que las nubecillas delgadas y juspias que entornan el cielo azul- negro de las tardes de otoño.
Va mi traducción-adaptación del relato de Mrożek:
Durante un torneo de ajedrez, un jugador joven y fuerte, al ser derrotado, perdió el dominio de sí mismo y le propinó una brutal madriza a su oponente. El público aplaudió y celebró histéricamente la salvajada.
También sociólogos, psicólogos, estetas y filósofos tomaron partido por el vehemente joven y admiraron su espontaneidad.
Coincidieron en que la golpiza era buena para la salud psíquica y previene la neurosis (no quedó claro para quién).
Los analistas políticos criticaron el represivo sistema de torneos de ajedrez, el cual “favorece a unos y causa traumas insuperables a otros”.
Los profesores de las universidades públicas protestaron contra la norma de eliminación a través de la competencia, por antidemocrática y conducir a la formación de élites.
Los colectivos de artistas subrayaron el valor estético de la conducta del joven como un puro acto de arte situacional.
Los devotos de San Jaques Lacan y unos filósofos llamados postmodernos exaltaron los logros de la física moderna, que había descubierto la imprevisibilidad de la materia elemental.
Los estructuralistas recordaron que la imagen del mundo como sistema rígido de leyes y normas, de causas y efectos, era una antigualla y exigieron reformas radicales en los torneos de ajedrez, puesto que este juego era el último residuo de aquella obsoleta filosofía. (Los estructuralistas era un colectivo de albañiles laputienses que empezaban la construcción de las casas con el colado de los techos y sólo al final hundían los cimientos, método al que llamaban eje paradigmático).
Fue entonces cuando surgió el ajedrez de vanguardia. Los pedagogos lo llamaron educación por competencias.
En lugar de afanarse frente al tablero, los jugadores, primero, se llenaban de insultos, y después intentaban sacar las figuras del contrario a patadas, asaltos insidiosos e, incluso, con certeros escupitajos, aunque este método sólo llegaron a dominarlo los mejores.
La estrategia más eficaz consistía en reducir al contrario e inmovilizarlo cortándole las extremidades. Y ya sin ningún impedimento, eliminar todas las figuras del tablero, entre las manifestaciones de entusiasmo del público.
El nuevo ajedrez se convirtió en un espectáculo popularísimo.
El campeón de todos los torneos fue llamado “Maestro”, e incluso varias universidades públicas le otorgaron doctorados honoríficos.
Los intelectuales lo citaban y los colectivos de artes escénicas lo recitaban. El Maestro se hizo rico y famoso. Algunos decían que era poeta.
Abro un paréntesis para decir que el nuevo ajedrez surgió en una época de furor vanguardista. La época ya cumplió cien años. Su incubación es vieja, pero el futurismo la desparramó a principios del siglo XX. Ocurrió cuando los escritores –luego los militares y después todos– hicieron estallar la casa del lenguaje hasta reducirla a escombros.
Todavía a mediados del siglo pasado la fiebre producía situaciones chistosísimas. Por ejemplo, en Buenos Aires, el escritor polaco Witold Gombrowicz subió al escenario en medio de un concierto sinfónico y se puso a teclear al piano, sin haberlo tocado nunca. Manoteó, sus dedos cayeron sobre el teclado como plastas de cemento. El público aplaudió rabiosamente. Durante un tiempo la gente creyó que Gombrowicz era pianista. En el café Rex de la calle Corrientes sus amigos y admiradores celebraron la ocurrencia de este escritor genial. Cierro el paréntesis.
El público se aburrió pronto, a pesar de que el gobierno subsidió el nuevo ajedrez para salvarlo de la ruina. Decidieron que los torneos se celebraran en arenas de lodo. Nada: el público necesitaba algo completamente nuevo.
Los organizadores, aprovechando la experiencia de la industria circense de la Roma antigua, concibieron la idea de ofrecer una partida entre el Maestro y un oso. Los boletos se agotaron en menos de una hora.
El Maestro empezó la competencia gritando al oso “Bestia apestosa”.
Sin embargo, el oso se sentó tranquilamente ante el tablero y, después de un rato de reflexión, movió un peón de la casilla C3 a la B3.
La sala se estremeció. El Maestro, queriendo espabilar al indolente oso, le mentó la madre y lo acusó de neoliberal. El oso miró a su alrededor, se levantó y dijo: “Disculpen, pero no puedo concentrarme en estas condiciones”. Y se fue. Se perdió en la densa niebla de la soledad.
Se organizó una batida policial contra el oso. Incluso se echó mano del ejército, la marina y la fuerza aérea. Y de una estrategia, claro.
Los organizadores contabilizaron pérdidas y emprendieron diligencias judiciales contra el oso, pidiendo una indemnización de quinientos millones de dólares. El gobierno la pagó y la sumó a la deuda pública. Las organizaciones no gubernamentales obtuvieron jugosos subsidios para defender a la sociedad civil de la inequidad que causan los osos.
El oso fue capturado entre las boscosas montañas, pero no fue juzgado. Pesaron más las voces que afirmaban que no era su culpa, pues no era sino un animal. El oso fue internado en un manicomio.
Nadie quiso ver que el oso había experimentado una alrevesada metamorfosis kafkiana: se había transformando en un ser humano. Afortunadamente para la igualdad, el peligro fue conjurado.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

El secreto de todo

A Dunia, por todo lo que me ha contado


El abuelo del escritor israelí Amos Oz descubrió los placeres del sexo a los 77 años. El milagro ocurrió unos meses después de la muerte de la esposa de Alexander Klaussner, que así se llamaba el sabio abuelo del sabio escritor.
El abuelo Alexander y su prima Shlomit se prendaron amorosamente en su natal Odesa, allá a principios del siglo XX. El amor de los jovencitos desató una terrible pelea entre las familias, como en Romeo y Julieta.
En una de las oleadas migratorias de judíos de Europa del Este la pareja se embarcó con destino a Nueva York, donde pensaban casarse y hacer su vida. Durante la travesía, tal vez cuando el barco bamboleaba las aguas misteriosas de la Atlántida, el novio se enamoró apasionada, perdida y desesperadamente de otra pasajera. La novia Shlomit lo arrastró de la oreja todo el camino y no lo soltó hasta después de la boda. ¿Cómo que hasta después de la boda?
En realidad ella no lo soltó nunca. Al poco tiempo volvieron a Odesa. Años más tarde, partieron a Israel de manera definitiva, supongo que para que pudiera nacer Amos Oz, un excelente escritor.
¿Cuál era el secreto del atractivo viril del abuelo?, se pregunta Amos Oz.
El abuelo Alexander tenía una cualidad muy rara en los hombres, posiblemente la cualidad más sexy para las mujeres: sabía escuchar.
No simplemente hacía que escuchaba, por educación.
No interrumpía las frases de su interlocutora.
No la interrumpía ni se inmiscuía en lo que estaba diciendo la mujer en turno para concluir y pasar a otro tema.
No dejaba que ella le hablase al vacío mientras él preparaba su respuesta para cuando por fin terminase.
No fingía que le interesaba o disfrutaba sino que le interesaba y disfrutaba de verdad.
No era impaciente. No aspiraba a llevar la conversación de los insignificantes argumentos de ella a los importantes de él.
Todo lo contrario: le gustaban esos argumentos. Le agradaba esperarla y, aunque se alargase, la esperaba y se deleitaba mientras tanto en sus rodeos.
No metía prisa. No apremiaba. Esperaba a que ella terminase e incluso cuando acababa no se precipitaba, sino que le gustaba seguir esperándola: a lo mejor tenía algo más que añadir. A lo mejor se le ocurría otra feliz idea.
Le gustaba dejar que ella le cogiese de la mano y, a su ritmo, le condujese a sus sitios favoritos. Le gustaba acompañarla como una flauta acompaña una melodía.
Le gustaba conocerla. Le gustaba comprender. Saber. Le gustaba llegar al fondo de su mente, e incluso más allá.
Le gustaba entregarse, deseaba entregarse más que deleitarse con la entrega de ella.
Ellas hablaban y hablaban hasta que no podían más, hablaban incluso de las cosas más íntimas, secretas y sensibles, y él escuchaba con sutileza, con ternura, con empatía e indulgencia.
No, no con indulgencia sino con placer y sentimiento.
Hay un montón de hombres a los que les gusta muchísimo el sexo, incondicionalmente, pero odian a las mujeres.
Al abuelo Alexander le gustaban ambas cosas.
Y con delicadeza: sin echar cuentas, sin pedir nada a cambio. Nunca apremiaba. Le gustaba zarpar y no apresurarse a echar el ancla.
Muy seguido se iba con alguna de ellas a un “centro de veraneo” (así los llamaba el abuelo, influido sin duda por Chéjov).
En una ocasión, cuando el abuelo Alexander tenía ya unos 89 años, avisó que emprendería un viaje importante de uno o dos días.
Al cabo de una semana de ausencia todos estaban inquietos.
A punto de llamar a la policía y a los hospitales, el abuelo regresó: satisfecho, alegre, divertido y contento como un niño.
- Abuelo, ¿dónde te habías metido?
- ¿Qué pasa?, he estado viajando un poco.
- ¿No dijiste que volverías en dos o tres días?
- Y qué si lo dije. Bueno, he estado con la señora Hershkovitz.
- ¿Y a dónde fueron?
- Ya lo he dicho: a divertirnos. Encontramos una pensión tranquila. Una pensión muy civilizada. Una pensión como las de Suiza.
- ¿Una pensión? ¿Dónde? ¿No has podido al menos llamarnos por teléfono para que no nos preocupásemos?
- No había teléfono en la habitación. ¿Qué pasa? ¡Era una pensión extraordinariamente civilizada!
Cuando el abuelo cumplió 93 años decidió que había llegado el momento de hablar con su nieto “de hombre a hombre”: sobre las mujeres.
“Las mujeres, dijo el abuelo, en algunos sentidos son exactamente igual que nosotros. Exactamente igual. Del todo. Pero en otros sentidos las mujeres son completamente distintas. Muy, muy diferentes”.
Amos Oz, el curioso nieto de 36 años, preguntó: “¿Pero en qué sentido las mujeres son completamente igual que nosotros y en qué sentido son muy diferentes?”
El abuelo respondió: “Bueno, en eso estoy trabajando”.
Amos Oz reflexiona: “También yo sigo trabajando en ello”.
El abuelo conoció los placeres del sexo a los 77 y murió a los 95. Durante casi veinte años las hizo felices a todas y no volvió histérica a ninguna.
Comentó que la muerte de un joven de veinte años es una desgracia, pero que la muerte a los 95 es una tragedia: el abuelo Alexander ya se había habituado a la vida.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Parábola del carterista y los bolsillos

Es evidente –decía Chesterton– que el carterista es un defensor de la empresa privada, pero sería exagerado decir que es un defensor de la propiedad privada. En el capitalismo/mercantilismo –agrega– se adorna a los carteristas con las virtudes del pirata, mientras que en el comunismo se reforma al carterista reformando los bolsillos.
Cuando se discutía la aprobación de casinos (1994-2000) se argumentaba que favorecerían el turismo; en contra se alertaba que serían fuente de lavado de dinero y propiciarían la delincuencia. La experiencia da la razón a los que se manifestaron en contra: los casinos no favorecen el turismo, la clientela es local, su autorización es oscura y su funcionamiento es, por decir lo menos, irregular. Los casinos son legales, pero sería exagerado decir que son defensores del patrimonio familiar o que los permisos se otorgan con transparencia. Tenemos pruebas de sobra para sospechar que su autorización y funcionamiento son asuntos que el poder público decide arbitrariamente, fuera de las reglas de la competencia económica; no hay licitaciones públicas y por tanto no hay transparencia; las decisiones se toman en medio de una competencia de traficantes de influencias y la corrupción gubernamental no es sino el eslabón que cierra el círculo de oscuridades. La paradoja es que la competencia entre personas y grupos, al escapar al marco normativo de las convocatorias y las licitaciones, se lleva al plano de la brutalidad del mercado, es decir a la ley del más fuerte, y la extorsión y el asesinato no son sino los desenlaces fatales de una cadena oxidada por el clientelismo de alto nivel, la corrupción pública, la exacerbada ambición privada y la estupidez de los consumidores (en este caso, los clientes de los casinos).
Dos fenómenos contrapuestos se observan en la espesa oscuridad de la inseguridad y la violencia en México: de un lado, se exalta la punibilidad a niveles nunca antes vistos en la historia de México (ni siquiera comparables a los tiempos del bandidaje del siglo XIX); del otro, se exalta la cultura de la legalidad como la panacea educativa que erradicará el clima de violencia y criminalidad que vivimos. Una cosa tiene que ver con la otra, pero sólo en apariencia: escribir libros y proponer programas de cultura de la legalidad y de aprecio a la ley es como creer que el carterista robará lo estrictamente necesario para alimentar a su familia. Como tantos otros asuntos que nos preocupan, el problema está mal planteado.
En un artículo reciente (Consenso contra el crimen, Reforma, 4/09/2011) Enrique Krauze escribe que no existe un consenso nacional de repudio al crimen organizado. Sin duda tiene razón; es cierto que nadie en México está a favor del narcotráfico y del crimen organizado, pero en la vida cotidiana nos conducimos favoreciéndolo. A sabiendas de que una actividad funciona de manera irregular o bordea los lindes de la legalidad, la gente participa en esa actividad (clientes, proveedores, consumidores, aduladores) y con eso forma parte de la cadena de ilegalidades que doquier se cometen, desde infracciones menores hasta tragedias mortales. Si a los ciudadanos-consumidores nos da lo mismo que el negocio a donde entramos es legal, no veo por qué el problema lo formulemos desde la legalidad y no desde la ilegalidad. En este aspecto se puede tomar la punta de la hebra de lo que Krauze llama consenso contra el crimen como un rechazo sistemático a las miles de ilegalidades que vemos cotidianamente, casi siempre con indiferencia, pero en miles de ocasiones participando en la bonanza de esas actividades irregulares. El casino de Monterrey donde murieron cincuenta y dos personas había sido clausurado por la autoridad municipal, pero seguía funcionando gracias a la tramitación de un amparo que concedió la suspensión provisional de la clausura. Este hecho bastaba por sí mismo para que la gente desconfiara. Me parece que una medida preventiva que tiene la autoridad es de carácter informativo. Por ejemplo, si esa autoridad clausura un negocio por no cumplir las normas de seguridad, de higiene o de calidad, pero no puede impedir que siga funcionando por estar en curso un recurso procesal, la autoridad bien puede informarlo objetivamente. Bastaría un letrero que señalara lo siguiente: “Este negocio fue clausurado por no cumplir las normas de seguridad. Sigue funcionando porque el dueño de la empresa interpuso un amparo. Usted decide”.
Arriba, en efecto, se requieren acuerdos y pactos nacionales que deslinden responsabilidades y establezcan compromisos. Pero de poco sirven esos acuerdos y pactos si no se forma una sociedad civil que utilice el no consumo como una forma útil de participar contra la ilegalidad, es decir, mediante la abstención. No es contradictorio participar absteniéndose; la formación cívica de personas y agrupaciones organizadas en torno al objetivo de abstenerse de acudir o consumir en aquellos lugares de dudosa legalidad es más útil que marchar al Zócalo de la ciudad de México o a la macro-plaza de Monterrey para exigir la renuncia de las autoridades. Como sea, la abstención y la acción no se excluyen. La abstención debe ser razonable y razonada; un cierto escepticismo siempre es conveniente cuando el ciudadano recela de una autoridad o un negocio; la perspicacia ciudadana es una virtud si es capaz de elegir; la suspicacia es siempre positiva cuando se trata de cuidar la propia integridad; no hay cautela exagerada cuando se cuida el bolsillo. ¿No tenían los clientes del Casino Royale de Monterrey información suficiente como para tomar la precaución de esperar a que se resolvieran los recursos legales interpuestos por los dueños? ¿No somos todos un poco culpables de que la ilegalidad prospere? La cultura de la legalidad puede empezar por un recorrido porfiado y persistente por la diversidad de lo ilegal. En la cuantiosa maraña de leyes y reglamentos es muy difícil conducirse legalmente. Quizás el primer consenso nacional contra el crimen organizado deba empezar con el acuerdo de no resolver los problemas sólo con leyes y burocracia. El poeta Javier Sicilia ha conseguido muy poco con el decreto que crea la Procuraduría Social de Atención a las Víctimas de Delitos. Lo valioso de la pelea civil de Sicilia está en su actitud y en su recorrido, no en el resultado. De leyes y burocracia está empedrado el camino del infierno. En el país existen cientos de organismos y dependencias públicos y otras tantas agrupaciones privadas y civiles que dedican sus esfuerzos a proteger a las víctimas y apoyarlas. Sin embargo, el hecho de que el Estado sea el responsable único de atenderlas equivale a dejar intocados los adornos de los carteristas, cuando en realidad se requiere una reforma a los bolsillos de los delincuentes más que a los recursos de todos.
El ilustrado humanista Cesare Becaria decía en el siglo XVIII que la lucha por el poder se reducía a ver quién prometía los peores castigos. En México se penaliza lo civil y no se civiliza lo penal. De ello son responsables los abogados y unas instituciones de justicia asustadas. No hemos iniciado la reforma de la justicia civil. Los procedimientos para la reparación de daños son del siglo XIX. No tenemos juicios civiles contra la delincuencia organizada. El dueño del casino de Monterrey debe afrontar sus responsabilidades laborales, administrativas y penales, pero también debe ser sujeto de demandas millonarias por daño moral y civil. La responsabilidad de los servidores públicos no es solamente política, administrativa y penal: también debiera ser civil; es decir, quedar sujetos, de manera personal, al pago de los daños que su incompetencia, corrupción o negligencia produjeron. Independientemente de las responsabilidades públicas, los ciudadanos debieran contar con acciones civiles de carácter económico contra los delincuentes y los malos gobernantes.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Una muralla alta

A la memoria de RGR
En los totalitarismos no se tenía el sagrado derecho de pensar contra uno mismo, acaso porque en una dictadura totalitaria no existe uno mismo o no conviene que exista; sólo el individuo puede pensar contra sí mismo: es su derecho, su obligación, su necesidad de sobrevivir con dignidad en un ambiente donde las culpas tienen un solo nombre y un solo domicilio; pensar contra uno mismo forma parte de la libertad de pensamiento y, de modo similar a como se ejerce cualquiera de las libertades democráticas, se piensa contra uno mismo en silencio o en voz alta, así como el creyente tiene derecho a la religiosidad íntima y a su pública manifestación; cuando los jerarcas católicos escupen contra el “individualismo”, una parte del escupitajo les cae en el rostro, tal vez en la boca que abrieron para gritar y luego no tuvieron tiempo de cerrar; no debieran ignorar que fue la teología católica la que instauró la soberanía ética del individuo, y menos debieran ignorar que nada hay más cristiano que pensar contra uno mismo: el examen de conciencia, la contrición, la confesión, el propósito de enmienda; pensar contra uno mismo remonta al creyente al pecado original; los no creyentes nos limitamos a experimentar el asombro ante la complejidad de la condición humana. Llama la atención el texto de Ramón Alberto Garza publicado en Reporte Índigo el 26 de este espantoso agosto (No tenemos derecho a llorar) en el que nos invita, a propósito de la conmoción que ha causado la catástrofe humana en un casino de Monterrey, “a confrontarnos con los demonios a quienes con nuestro silencio cómplice les expedimos un pasaporte en blanco para que se adueñaran de lo que solía ser un oasis empresarial, cultural y social”. Pero piensa contra sí mismo cuando escribe: “Porque antes de reprender con toda justicia a las autoridades que por incompetencia o complicidad autorizaron la proliferación de los casinos y no los vigilaron, tendríamos que condenarnos a nosotros mismos”. Y sigue pensando contra sí mismo: “A todos los regiomontanos que tomamos por asalto las decenas de casinos, los cientos de mesas de bingo, las miles de máquinas tragamonedas, con la esperanza de ganar en una sentada, con unos cuantos pesos, lo que solíamos recibir en un mes o en un año con el sudor de nuestra frente”. No se tome a la ligera el comentario de Ramón Alberto Garza; no ahora que el presidente Calderón es utilizado como bote de basura donde se depositan los males y las culpas de los mexicanos; no ahora que la sucesión presidencial está desbordando los lindes de la cordura; no ahora que el país se enfila hacia divisiones categóricas. En el casino de Monterrey murieron sobre todo mujeres: empleadas y clientes; en los casinos del país la clientela es principalmente femenina; he visto viejecitas de más de ochenta años en las maquinitas, a señoras de clases medias altas y altas que sudan sus afeites aceitosos durante horas esa esperanza-adicción de ganar, como dice Ramón Alberto Garza, lo que una persona normal se gana en un mes o en un año, y también he visto a muchachas de clases medias bajas perder cien o mil pesos en una sentada. Pensar contra uno mismo no es un flagelo indiscriminado por las cosas malas que pasan en el mundo; no es un mea culpa servil o gratuito; es, por el contrario, un acto de libertad que le exige a uno mismo no engañarse del todo acerca de lo que ocurre a nuestro alrededor; es, por decirlo así, ponerse en tela de juicio y aprender a deslindar responsabilidades, pues es un simplismo culpar a una sola persona o institución (o al Estado) de todo, y ni siquiera se podría culpar en términos absolutos a los delincuentes, al menos no si antes no ponemos sobre la mesa la red de complicidades públicas y privadas que allanan el camino a la extorsión y al asesinato. Si vale el término “mesianismo” utilizado por el escritor de Lyov Adam Zagajewski para definir el fenómeno de colocar todo el mal del mundo en el adversario, entre nosotros, en este México de 2011, es mesiánico situar al enemigo en un solo lugar y con un solo nombre. Pensar contra uno mismo es, por definición, un acto reflexivo; intenta escudriñar los vicios privados como tierra fértil donde crece el yerbajo de la maldad criminal; se propone apuntar los yerros evidentes de los gobiernos y el alto grado de corrupción policial y política que trafica con la ilegalidad y abre las puertas de los grandes negocios a los amigos, a los parientes, a los leales; busca enfocar la luz en la hipocresía de ciertos sectores privilegiados que hacen negocios con delincuentes y lavan dinero. No se debe pasar por alto que la buena sociedad regiomontana no ha tenido pudor en emparentar con los jefes de la delincuencia; viven entre ellos, de ellos y con ellos; eso mismo se puede ver en muchas partes del país; el dinero ha corrompido a legiones de policías y políticos, pero en el camino ha corrompido a sectores influyentes de la vida social y religiosa del país; porque no son inocentes de la corrupción los obispos, uno de los cuales dijo que el dinero sucio se purificaba al entrar a las arcas de la diócesis; no son inocentes los medios de comunicación, que han contribuido a categorizar la realidad en dos partes: gobiernos ineficientes y ciudadanos inocentes. El mal es muy democrático. Con todo, pensar contra uno mismo nos conduce a concluir que en México hay por lo menos cien millones de mexicanos que trabajan y viven la vida como se puede y con lo que se tiene, viendo el espectáculo de la muerte que nos bordea y amenaza. En los totalitarismos se consideraba contra revolucionario pensar contra sí mismo; de un modo parecido, hoy es impopular la autocrítica o insinuar la hipocresía; lo políticamente correcto es culpar al presidente, a los gobernadores, a los policías, al modelo económico; poco se dice de los delincuentes y casi nada de sectores y familias que, a sabiendas, los tienen de vecinos, hacen negocios con ellos, los admiran y, llegado el caso, despotrican contra el gobierno por su ineficiencia. Dice Zagajewski en su ensayo Una muralla alta: “Hay que pensar contra uno mismo. Si no, no somos libres”.