martes, 26 de julio de 2011

Un Gurú en la Universidad

El yo es un caballo de carreras en un ascensor
Roberto Matta
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Un chiquillo de rostro pajizo reparte volantillos fotocopiados en una de esas calles donde la gente camina arrebujada en sus sueños. Es una suerte vivir en una ciudad donde hay un bote de basura cada diez metros: se pueden tirar de inmediato y con decencia los volantes y folletos que ofrecen ventas nocturnas, casas en fraccionamientos de ensueño, préstamos instantáneos, licenciaturas ejecutivas, proclamas para que la gente viva la cultura emprendedora y un oleaje descomunal de productos y servicios para adelgazar o para aumentar (hasta en un setenta por ciento) el vigor sexual. Una señora arrebolada de enjambres faciales camina, como dicen en Rusia, con todos los ojos; de su vestido penden ristras moradas que hienden el aire; empelota los folletos y los arroja al momento al bote de basura, a la vista de todos. Yo hago lo propio (menos impropio) y me deshago del papelerío un poco más adelante, con un disimulo ridículo.
Pero el papelillo que reparte el chiquillo de rostro de atonía intestinal no es cualquier oferta: es el anuncio de una conferencia en la Universidad Autónoma de Querétaro. Me llama la atención y lo leo: un tal Instituto de Desarrollo Humano invita a la conferencia “Autoliberación: herramientas para perdonar y liberar el alma”, que se impartirá en el auditorio Fernando Díaz Ramírez de la UAQ el viernes 29 de julio a las 19:30 horas. La entrada es libre y hay un número para informes y reservaciones. Aparece la foto del conferencista: cabeza alopécica, barba estropajosa, sonrisa fingida; es un tal Gurú Álvaro. No sé si “Gurú” es nombre propio, sustantivo, adjetivo, apodo, grado académico o título nobiliario. Sé que en las universidades hay gurúes, pero no he sabido de alguno que se autonombre. Sé que un gurú es exactamente lo contrario de un pensador libre, racional y crítico; sé que es un guía espiritual hinduista y que, por extensión, la communis opinio enjareta el apodo a especialistas de gran influencia: gurú de la filosofía, gurú de la política, gurú de la informática, etcétera.
No me la creo. Es decir, concedo el beneficio de la duda a la UAQ: no creo que haya prestado su mejor auditorio a un Gurú para que imparta una conferencia de superación personal. Parece un truco mercantil, porque ¿quién se puede creer que la máxima casa de estudios autorice a un camaján de rostro frailuco a ocupar la tribuna de tan honorable recinto?
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Me quedo con la impresión de que se trata de una impostura, pues en el Auditorio Fernando Díaz Ramírez han tenido lugar acontecimientos académicos y culturales de gran relevancia para las ciencias, las humanidades y las artes. En ese recinto se ha escuchado la voz valiente de los críticos de la sinrazón y la injusticia; ahí mismo se han impartido conferencias magistrales y sesudas explicaciones de filósofos, antropólogos, psicólogos, historiadores, politólogos, sociólogos y comunicólogos; en ese auditorio los rectores rinden sus informes y dan cuenta de los avances académicos, de los trabajos de investigación científica de profesores empeñosos y sapientes, de logros sorprendentes en extensión universitaria y difusión de la cultura; en ese lugar han tenido lugar debates memorables que han hollado el pensamiento político y sociológico del país; de ese centro han emergido las propuestas electorales más avanzadas; en el auditorio se ha rendido justo homenaje a los personajes más destacados del intelecto, la filantropía y la trayectoria académica; también se han presentado libros y conciertos de renombrado nivel académico y estético. El Auditorio Fernando Díaz Ramírez es la continuación del Aula Magna del edificio de 16 de Septiembre, espacio de la razón donde, a mediados de 1950, José Vasconcelos habló de la misión de la universidad, donde Hugo Gutiérrez Vega, a mediados de 1960, defendió la razón, la cultura y la civilización contra la superchería, la barbarie y el despotismo; en el Aula Magna escuché a Manuel Lozada disertar sobre el pensamiento de Kant, Spengler, Santayana y Mauriac; ahí mismo, en 1969, un filósofo inglés que fue alumno de Bertrand Russel explicó la obra de este filósofo de la ciencia; en esa Aula Magna escuchamos la teoría marxista de la plusvalía, las teorías fenomenológicas, el existencialismo cristiano y no cristiano, el intuicionismo de Bergson y conferencias sobre Hegel, Nietzsche, Heidegger y otros de esa talla; ahí conocimos a María Zambrano (ya no traía enfundada la pistola con la que dicen que encañonó a Ortega y Gasset en 1936) y a pensadores de renombre internacional. ¿Cómo creer que un Gurú dicte en el Auditorio universitario una conferencia sobre las herramientas para perdonar y liberar el alma? Sinceramente, no creo que la UAQ haya prestado el auditorio. Una de dos: es un malentendido o el tal Gurú Álvaro utiliza el nombre de la Universidad para embaucar a quienes cavan escondrijos en suelos arenosos buscando lo que no existe. Creo que la Universidad lo desmentirá.
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“Autoliberación” significa, sin darle vueltas a la palabra compuesta, “liberarse de y por uno mismo”. Eso es imposible. ¿Liberarse de uno y por uno mismo? Si el objetivo de la conferencia es liberar el alma, uno se puede preguntar ¿de qué y de quiénes? Y la pregunta de rigor es: ¿qué es el alma? Pregunto: ¿el objetivo es liberar el alma del cuerpo o liberar el alma de sí misma? ¿O las dos? En cualquier caso, liberar el alma del cuerpo ha de ser tan horrible como liberar el cuerpo del alma; si el caso fuera liberar el alma de sí misma corre el riesgo de: 1) No encontrarla y espesar la frustración en el intento; 2) Encontrarla y abrirle la puerta para que se eleve al neblinoso cielo; 3) Atraparla y hacerle una cirugía mayor para extirparle sus lebrastones; 4) Desenvainarla de sus entresijos y trillarla hasta exterminarla. Tal vez se trate de una descomposición químico-metafísica o de una deconstrucción que fragmente el alma en partículas elementales hasta reducirlas a motillas de polvo; pero entonces, cuando se descubra que en las partículas elementales no hay nada, lo difícil será volverlas a pegar. Las almas sujetas a la deconstrucción pueden acabar como las almas muertas de Gógol: siervos amortajados que se compran en paquete.
El Gurú ofrece herramientas para perdonar y liberar el alma. Eso de las herramientas no me queda claro. Con el significado de “medios” o “procedimientos” la denotación se la debemos al nazismo: “la automatización del espíritu”, decía Klemperer. En buen español las herramientas son herramientas: una llave inglesa, un desarmador, un martillo, un mazo, un sacacorchos, un destapador de caños, un bordón de palo, un cepillo para barrer las briznas, una palanqueta para detener una roca, una cuchilla para limar las rebabas. Sí, ya sé que es sentido figurado; pero también hay un sentido común. Chesterton diría que la mejor manera de perdonar es pidiendo perdón y perdonando. Esto último merece un complemento: tenemos un pensamiento científico, humanista, ético y religioso de miles de años; nuestra cultura cristiana es la más rica en valores prácticos (vale lo mismo para creyentes y no creyentes); las culturas milenarias de Oriente nos llegaron a través del Helenismo, y en México la cultura cristiana se enriqueció con las civilizaciones indígenas. Sin embargo, la ignorancia y el miedo aborregan a la gente y la llevan a comprar milagros de papel de estraza. La terapia actual no va más allá de frases hechas: “perdónate a ti mismo”, “ámate a ti mismo”, “sé tú mismo”; el Oráculo de Delfos se ha abaratado: “conócete a ti mismo”. Ahora se habla de “empoderarse”, una paparrucha autoritaria que tiene erizados a tantos. ¡Si empezaran por “empoderarse” de la gramática española ya sería un logro admirable! Tenemos un idioma de valores liberales y procedimientos democráticos para hacerlos realidad. Las modas estadounidenses son eso, modas, y aquí se vuelven modismos.
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El título de una nota periodística me llevó a un equívoco. El título es: “Mi opinión es que no debería haber capillas en las universidades públicas”. Al instante estuve de acuerdo: en las universidades públicas las capillas ideológicas son círculos académicos herméticos y excluyentes. El declarante es el rector de la Universidad Complutense de Madrid. El equívoco se aclaró cuando leí que las capillas no eran sectas académicas sino espacios físicos para el oficio religioso. La declaración del rector obedeció a un altercado ocurrido en una de esas capillas: un grupo de unos 50 jóvenes (en su mayoría mujeres) irrumpió en una donde se encontraba un párroco y unas alumnas rezando. Rodearon el altar, algunas se desnudaron de la cintura para arriba y se besaron. La intolerancia de las despechadas las pinta no de la cintura para arriba sino de la boca hacia el cerebro. Mesurado, el rector no está de acuerdo en que haya capillas en las universidades públicas, pero condena la irrupción grosera de las intolerantes. De un modo sensato, los psicólogos exigen que en lugar de capillas se construyan clínicas. El caso es que se ha pedido al rector que sancione a los “profanadores” –así les llamó el Arzobispado de Madrid–, pero el rector no tiene elementos para identificarlos (as), pues las fotografías que tiene en su despacho no muestran los rostros.
Aclarado el equívoco, opino que en las universidades públicas (y particulares) no debe haber capillas de culto religioso. En la Complutense se puede llegar a un acuerdo: quitarlas o dejarlas; si se quitan, se puede construir una clínica, un laboratorio, una biblioteca; si se dejan, a ellas entra quien quiere. Pero las capillas ideológicas de las universidades son impenetrables; sus púlpitos son sagrados y los oficiantes rinden culto a unos y lanzan anatemas a otros; la coartada de la libertad de cátedra es perfecta: esconde a gurúes y profetas, y los alumnos-acólitos quedan a merced de predicadores y textos sagrados.

martes, 12 de julio de 2011

La Quebrada de las Mentiras

Cuando anocheció, la luz eléctrica reflejó por fin sus rasgos
Andrzej Stasiuk
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Caminar a la medianoche es una costumbre extraña de algunos. Como un personaje de Imre Kertész, uno cree que camina para pensar, quizá porque los problemas y preocupaciones nos acucian a pensar; sin embargo, uno no piensa en lo que debe pensar; al que camina a la medianoche no se le pueden ver los pensamientos; aparenta que va pensando. La realidad es otra: se camina a la medianoche para dejar de pensar; pero entonces la hora de pensar es la hora en que no se piensa.
El recorrido es regularmente el mismo. Los pies se independizan y se dirigen a Ezequiel Montes, hasta la plazuela Mariano de las Casas; se respira una nostalgia oxidada al contemplar el templo de Santa Rosa de Viterbo. Es viernes: hay más ruido y más gente; el contraste de la ciudad es asombroso: bullicio en una plaza y total silencio en la calle siguiente. A las épocas las separan unos pasos. La callecita Fagoaga es una estación obligada; sus fantasmas duermen plácidamente y el silencio es una pequeña hondonada de tiempo. De Pino Suárez a la plaza Constitución se pueden ver claramente dos religiones: la de los cantos gregorianos del templo de Santo Domingo y la de la vanidad santurrona de San Agustín. En la Plaza Constitución la alegría inunda los portales: gente, música, meseros comedidos; es otro tiempo. Hay un restaurante de platillos de Nueva Orleans; la comida no es mala pero nada tiene que ver con la de Nueva Orleans. La misericordia urbana redimió a Venustiano Carranza y, petrificado, fue llevado a no sé dónde; las pilastras de cantera de los estados constituyentes, tan feas como una tal carta de derechos y deberes económicos de los estados que el servilismo construyó en honor a Luis Echeverría, fueron expulsadas de la ancestral fealdad de la plaza.
El callejón Libertad es un hervidero de jóvenes y antros. Los tiempos se confunden en un espacio de no más de veinte metros: música tropical que huye por el hocico de una puerta, boleros endulzados con plastas de miel, canciones de moda que sólo canta la juventud, letras desentonadas “contra ellos” que contornean los pechos y los despechos de señoras sudorosas, rolas en inglés que tamborean los nervios más agudos y tensos. El callejón Libertad parece la Quebrada de las Mentiras de la novela de Kertész.
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El callejón Libertad vive varios tiempos en un mismo espacio. Antes, durante mi niñez, el callejón empedraba los sueños y durante el día era un tenderete de fierros viejos; era una veredilla que serpenteaba el camino a La Cruz. El callejón era vivo porque grandes y chicos estaban vivos (o fingían que lo estaban), pero era feo: chirridos de hojalata, sombras prestadas a las altas y gruesas paredes, macetas de geranios podridos porque nadie los plantaba, pregones tristes y gimientes, portones insolentes, muertos convertidos en piedras porque nadie los lloraba. Años más tarde, la ignorancia gramatical lo bautizó como “Andador” Libertad. En las noches, durante muchos años, el descenso por el callejón era quizá la más intemporal de las caminatas; no es que el tiempo se detuviera; lo que pasaba era que las tonalidades de la noche te hacían creer que pensabas, cuando en realidad el pensamiento era una apariencia. En el mejor de los casos, eran hilachas de pensamiento. El callejón Libertad era “Una abstracción árida y espectral” (Kertész).
El óxido del callejón Libertad ahora se ha lubricado con grasa fétida y pringosa; en las baldosas se mezclan aromas y desperdicios de lechugas masticadas, cerveza herrumbrosa y babichas de cigarros despanzurrados, portones acordonados como alambradas por donde se ingresa a los antros, coagulación de julandrones y pajilleras. “La noche cose un saco de oscuridad”, entona un canto reproducido por la escritora Herta Müller. Enfundado en ese traje, los pasos miran la esquina de Vergara. Un grupo de jóvenes (clase media y media alta) hacen un círculo donde hay una pelea; me acerco y veo que dos niños de siete u ocho años están trenzados en un agarrón de trancazos, cabezazos, arañazos, golpes cortos, fuercitas que retuercen el cuello, pies que se intercalan furiosos. Los jóvenes espectadores gritan, animan, ladran, aúllan. Entro en el redondel e intento separarlos. Un joven veinteañero que parece ser el líder del grupo me increpa: “Déjalos, no te metas”. Mi incorporo y lo encaro: “No jodan, son unos niños”. El joven me reta “Vamos a darnos un “tirito” tú y yo”. Le propongo: “Primero vamos a separar a los niños y luego nos damos el tirito”. En ese momento llega un joven de unos treinta o treinta cinco y también intenta separar a los niños que, trenzados en el suelo grasiento, se revuelcan: sangran la cabeza, la nariz, la boca. El que parece ser el líder del grupo se quita la camisa y lo reta: “Ora vamos tú y yo”. Su rostro cenizo enrojece y su cuerpo rugoso se arquea; sus puños se aceran; en su cinturón una navaja palpita en un estuche, y entonces jalo del brazo al joven de treinta o treinta y cinco y lo aparto unos metros. “Cálmate, son muchos, vamos a buscar ayuda. ¿Traes celular?”. Lo trae, naturalmente, y además guarda los teléfonos de la Guardia Municipal, de Protección Civil, de Seguridad Pública, de los Bomberos, de la Cruz Roja. Los tres o cuatro números que marca suenan ocupados. Nuevos intentos: nada. “¿Le entramos”?, le pregunto. Ahora es él el que dice que son muchos. “Andan bien pasados”, agrega. Nos encaminamos hacia el grupo. Casi al llegar, el júbilo anuncia el fin de la pelea. Unos ganan y otros pierden. Era sólo un “juego”: un juego de apuestas, como en las peleas de perros. Alguien comenta que el niño ganador recibe “crack” como premio. El grupo se dispersa. El que parece el líder del grupo no lo es. En realidad es (Cómo decirlo?). Digámoslo con decencia: es un joven empresario del espectáculo. Otra vez Herta Müller:
Niño pequeño sin los mayores,
Sobre el asfalto hay un zapato descalzo.
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No son casos aislados. Vi algo similar hace más de veinte años en la calle Libertad de Chihuahua, a unos pasos de lo que fue el Banco Minero, a veinte metros de una placa que informa: “En esta casa nació en mil ochocientos y tantos el escritor Martín Luis Guzmán”. Escribe Claudio Magris que toda interpretación simplificadora y ampulosa se convierte en un instrumento ideológico de poder de una clase política. En un artículo publicado en Corriere della Sera reflexiona sobre el supuesto dilema de educar en valores o en nociones. Es obvio que el dilema es falso. El problema se presenta cuando la educación en valores desplaza la transmisión de conocimiento, de nociones laicas que ellas mismas son valores, más útiles (para la vida, para el trabajo y para la convivencia) que los pregones éticos de las escuelas. Lo laico no es, escribe Magris, lo contrario a lo católico; laicidad significa tolerancia y duda de las propias certezas; se opone tanto al clericalismo avinagrado como a la cultura actual del ‘Yo’ impermeable y narcisista. Pero cuidado con las abstracciones éticas sin correspondencia con los hechos y la realidad. A un niño le pueden reiterar la importancia del respeto al otro, de no discriminar, de cumplir las leyes; ese niño no tiene dificultad para comprender que es mejor el diálogo que el conflicto y que es preferible arreglar las diferencias de manera pacífica y no por la fuerza. Pero en el aula, en el patio de la escuela, en la calle y en su casa el niño comprueba lo contrario: gritos, intolerancia, violación generalizada de reglas urbanas, agresiones en la familia, autoridades corruptas, comerciantes abusivos, vecinos groseros e intolerantes. “En la escuela –escribe Magris– se tiene ante todo que estudiar y aprender". La escuela no forma hijos. ¿Por qué habría de formar padres? Las escuelas de hoy, con la coartada de educar en valores, adoctrinan en dogmas ideológicos, morales o religiosos. La escuela, dice Magris, debe enseñar nociones y disciplinas sobre el fundamento de los valores comunes que constituyen la base y la premisa de la vida democrática, con validez para creyentes y no creyentes. Enseñar nociones es el valor de valores de una buena escuela; es decir, transmitir conocimiento (científico, humanista, estético, ético, técnico). Sin embargo, educar en valores se ha convertido en publicidad de curso legal, pero puede causar un mal trascendente: demeritar la enseñanza de las ciencias, de las humanidades y de las artes, que por sí mismas son valores sustantivos de una buena educación. No me parece digno de admiración un muchacho moralmente virtuoso si no sabe lo elemental de matemáticas, física, química, biología, historia, geografía, español.
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En las esquinas flotan oscuridades. El ruido caracolea su desarmonía y se diluye conforme uno se aleja de los aúllos de los tiempos apretujados del callejón. En la calle veo tanques militares. No lo son, sólo parecen. Son las camionetas de aspecto bélico que hoy circulan en la ciudad con su fealdad intimidante. Su finalidad no es la belleza sino el poder. Los jeep han sido desplazados por cureñas motorizadas. Su forma acorazada es un invento del nazismo: blindar, blindaje, blindarse. De pasada se puede decir que la expresión “material humano”, hoy de uso generalizado en las empresas, en el gobierno y hasta en la educación, fue acuñada por Goebbels.
En Arteaga (en la que fue la calle de los pajareros) la espesa oscuridad se adhiere a la piel. El aroma del cansancio borra los recuerdos. El anzuelo del tiempo embadurna el regreso. Queda un fulgor que desciende del fondo de la noche. Ha de ser (pienso sin pensar) “el aura de tristeza que desprenden las personas que nunca lloran” (Stasiuk).


miércoles, 6 de julio de 2011

De donde todos vienen y a donde todos van

Id, tomad vuestros pueblos, morad en ellos como de antes y tornad a tomar vuestros árboles de fruta y vuestras tierras y sementeras.
Relación de Michoacán

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Un alcalde de un municipio cercano a la ciudad donde vivo me cuenta: “Por las noches, en las madrugadas, de los cerros bajan decenas de camiones cargados de árboles muertos, de troncos serrados por potentes máquinas eléctricas, y el desfile de esos camiones va patrullado por policías federales y estatales. Me he quejado: fui a ver al gobernador para avisarle, pero me mandaron a la dependencia competente. Nada. Fui a la delegación de SEMARNAT y nada. Fui a PROFEPA a México y nada. De parte del gobernador me mandaron decir que el asunto forestal no era de mi competencia, que me olvidara del asunto y que mejor me pusiera a trabajar. ¿Qué puedo hacer? Ya me amenazaron”.
En medio del negocio de la tala de árboles y del narcotráfico la mayoría de los presidentes municipales del país vive en un cruce de caminos: 1) Se hacen de la vista gorda y voltean a otra parte; 2) Aceptan participar en el negocio y ofrecen protección a los delincuentes; 3) Denuncian y corren el riesgo de ser asesinados. La mayoría de ellos decide la primera opción: hacen que no ven; muchos se forman en la fila de los corruptibles, y sólo unos pocos corren los riesgos. Estos últimos podrían ser más si los pueblos y las comunidades hicieran algo más que mirar la erosión de su antiquísimo paisaje. Recuérdese Angangueo. Un campesino explicó la catástrofe: los cerros se vinieron abajo y sepultaron el pueblo porque se cortaron los árboles. Otra vuelta de tuerca: los cimientos de cerros y montañas están arriba, en medio y debajo: árboles, piedras y agua.
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Desde mayo pasado, cansados de agachar la cabeza, cerca de veinte mil comuneros de Cherán (de donde todos vienen y a donde todos van) se han organizado para protegerse de los taladores. Llevan a cabo tareas de vigilancia, barricadas con costales de arena, troncos y piedras en los accesos por donde los delincuentes han transitado a sus anchas, y una acción comunal de autodefensa que, hasta el momento, es un buen ejemplo de desobediencia civil: firme pero pacífica. Se han armado con palos, piedras, machetes, azadones, palas y su propio valor civil para defender sus bosques. En la autodefensa participan ancianos y niños y jóvenes y mujeres de todas las edades. El hecho ha tenido la fuerza de llamar la atención del periodismo nacional y de distintas agrupaciones civiles del país que se han unido para apoyarlos. Una mujer habla en purépecha y declara que en su comunidad, cercana a Cherán, ya no pueden ir a la siembra ni sacar a sus animalitos. “No somos libres”, lamenta. El ochenta por ciento de las veintisiete mil hectáreas boscosas de Cherán han sido incendiadas y taladas. La gente asegura que cada día salían 180 camiones cargados de madera. El negocio también es de los extorsionadores: cobran, por cada camión, mil pesos. La venta de protección es uno de los negocios más rentables en el campo michoacano y en extensos territorios del país. Cherán ha cambiado: las autoridades despachan en oficinas privadas, casi en secreto; las clases están suspendidas y los propios comuneros han promovido una especie de ley seca que invita a los borrachines a abstenerse, en vista de lo extraordinario de la situación que vive el pueblo. Son muchos los que han dejado la copa. Es su forma de participar en la sobriedad que caracteriza cualquier acto de desobediencia civil: lucidez, firmeza, unidad comunitaria. La desobediencia civil es efectiva si no se pierden vista los medios y los fines, si no se confunden. Cientos de comunidades del país se están organizando con el ejemplo de Cherán.
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De algunas comunidades cercanas a Cherán son mis antepasados maternos. Fui de niño y he regresado muchas veces. La comunidad existe antes de las conquistas chichimeca y española. En 1533 los franciscanos la bautizan con el nombre de San Francisco Cherán. Fue parte del imperio tarasco de Tariácuri y su templo principal, del siglo XVI, fue construido a instancias de fray Jacobo Daciano (era danés: Jakov av Dacia). El clima templado de Cherán es una delicia. En la memoria del gusto y del olfato permanece el sabor y el aroma de sus frutas: chenguas amorosamente envueltas en cucuruchos, duraznos dulcísimos, pilas de ciruelas, montoncitos de chabacanos. En Cherán se comen los mejores uchepos del país. La artesanía de guitarras, maracas, baleros y una variada imaginación plasmada manualmente en un trocito de pino, en una rodaja de encino o en una tira mágica de oyamel, es una actividad centenaria. Es, en palabras de Gabriel Zaid, El modelo Vasco de Quiroga (Empresarios oprimidos, 2004). Escribe Zaid que no hay en los escritos de Vasco de Quiroga un modelo formal para el desarrollo económico, ni podría haberlo (los modelos económicos son del siglo XVIII). Pero Tata Vasco había leído La República de Platón, La ciudad de Dios de San Agustín y la Utopía de Tomás Moro. Vasco de Quiroga (sigue Zaid) fue un promotor del desarrollo indígena, pero no actuó en primer lugar por la vía de los textos que modifican la manera de pensar, sino por la vía de los hechos: la creación de instituciones que suben de nivel la vida personal y comunitaria. Se atribuyen al obispo de Michoacán las tradiciones artesanales de muchos pueblos de su diócesis: alfarería, cobre, guitarras, herrería, lacas, muebles, redes, textiles. Es decir, un modelo de desarrollo desde abajo, no desde Harvard. Después de tantos siglos, la obra está viva. Seguramente porque estuvo bien hecha. Dice Zaid que el énfasis en la justicia del mundo asalariado hizo olvidar el desarrollo del mundo no asalariado: artesanos, artistas, microempresarios. Concluye: “el modelo de Vasco de Quiroga puede ser la doctrina social cristiana del siglo XXI y la solución práctica de un liberalismo inteligente, frente a los problemas sociales que el gigantismo no puede remediar”. En Cherán la desobediencia civil no hace sino defender esa forma sencilla de producir y crear riqueza y trabajo. Tres enemigos se han aliado para impedirlo: la estupidez gubernamental que construye centros de convenciones para atraer centros comerciales gigantescos e industrias aeroespaciales, en perjuicio irremediable de las formas tradicionales pero altamente eficientes de producir y crear riqueza.
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Jean-Marie Le Clézio es el mejor escritor francés de la actualidad. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 2008. Ha vivido y trabajado en México en distintas ocasiones. Su libro La conquista divina de Michoacán es una obra casi milagrosa: se basa en la Relación de Michoacán (anónimo del siglo XVI, atribuido por algunos al franciscano Gerónimo de Alcalá). “Es, dice, la última memoria, para que no perezca completamente la grandeza de Michoacán, ni la antigua alianza de los purépechas con sus dioses. Único libro del pueblo Puré, cumple para nosotros un destino misterioso y emocionante, escrito para gloria de los vencidos y no para provecho de los vencedores”. La Relación de Michoacán, asegura Le Clézio, es un relato digno de ser comparado con la Ilíada, el Poema de Gilgamesh o la Gesta del Rey Arturo. Los vencidos, sin embargo, son los mismos ahora que desde el descubrimiento de Pátzcuaro o la caída del imperio purépecha. Los chichimecas salvajes que no fueron conquistados por los dioses purépechas, han regresado por la reconquista: desertificación, violencia, crimen organizado, voracidad maderera, autoridades políticas asustadas o corrompidas, autoridades religiosas perezosas, extinción gradual de las tradiciones artesanales y artísticas, suelos erosionados, temor, hartazgo. Los purépechas del siglo XVI habían alcanzado el mayor grado de cultura de Mesoamérica; llegaron a ser, por lo mismo, un pueblo poderoso pero pacífico. Si los purépechas hubieran decidido ayudar al imperio azteca contra los españoles, la Conquista no se habría logrado en tan poco tiempo. En el esplendor del imperio purépecha, en él habitaban guachichiles, pames, zacatecas, atanatoyas huaxabanes, tepeuanes, copuces, tolimecas, cuitlatecas tepuztecas, otomíes, matlazincas, chontales. Antes de la Conquista, el monarca gobierna con los representantes de las corporaciones: cantereros, pescadores, plumajeros, curtidores, cazadores, fabricantes de arcos, pintores, carpinteros, hiladores y tejedores. A Michoacán llegó el feroz conquistador Nuño de Guzmán pero también el franciscano Vasco de Quiroga, que vio las tradiciones productivas de los purépechas y elevó el nivel de los oficios, que perduran hasta nuestros días, como ejemplos que ponen en ridículo los modelos y las teorías del desarrollo económico y social del gigantismo que nos aplasta.
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La desobediencia civil de las comunidades de Cherán es quizás el grito de los vencidos que se defiende como mejor puede. Los riesgos no son pocos: taladores y narcotraficantes son poderosos y crueles y en el país son legiones los llamados luchadores sociales que van a todas, pero preñados de intereses partidistas o ideológicos. En Cherán se lucha por preservar los bosques. En Cambio climático Nicholas Stern escribe que somos la primera generación que puede, con su desidia, destruir la relación entre los humanos y el planeta. En miles de comunidades eso se ha sabido siempre: los árboles son los cimientos que sostienen cerros y montañas. Sin ellos, las piedras y el lodo se desprenden en caída libre; sin ellos, la lluvia no apetece infiltrarse y pasa de lado: corre con fuerza monstruosa arrastrando pedruscos, troncos, acequias, cultivos y animales. Ahora mismo recuerdo la primavera de Cherán: oyameles y encinos altos y altaneros, frutales en flor, manantiales de agua fría que entornaban la mirada rojiza del atardecer.