miércoles, 18 de mayo de 2011

De qué muere la gente


Escribe Claudio Magris que nacer es más terrible, más violento y más absurdo que morir. ¿Quién lo puede saber? Tal vez los muertos lo sepan pero no tenemos testimonio fiable de esa experiencia. Como sea, el acto creativo es doloroso; lo fue la explosión del Bing Bang y lo sigue siendo un parto; lo ha sido siempre la génesis de una hecatombe y la creación solitaria de un poema escrito hace dos mil años ante una vela tímida que parpadea hasta que se apaga. Crear duele y por eso vivir tiene sentido.


La gente nace y en el curso de la existencia aprende la costumbre de morir. No es lo mismo, sin embargo, tener conciencia de la muerte que la presencia de ella. El tiempo y las circunstancias hacen la diferencia: no es igual tener veinte años que ochenta ni es lo mismo vivir en una ciudad apacible que en otra donde las esquirlas cruzan de una acera a otra o provienen de un callejón tenebroso donde las luces fugaces e intermitentes de la metralla rasgan el silencio y las balas vuelan libres y caprichosas, haciendo trizas el azar, crepitando la indiferencia con que uno camina vestido de desparpajo, iluminado por la textura invisible del retraimiento.


Tienen culpa los que nacen y la tienen los que causan el nacimiento. Esto es más cierto ahora que antes. Traer un hijo al mundo ha adquirido sentidos y tonos diferentes. La gente ve el mundo y se retrae; ahora se la piensa; analiza y discute con el marido o el amante; tiene conciencia de que el mundo está convertido en un tiradero de fierro oxidado, que la lluvia es ácido mortal, que las aguas de los ríos son lixiviados venenosos, que la inseguridad y la violencia enseñorean su crueldad a diestro y siniestro; sabe de la pederastia y el tráfico de menores, del desempleo y de esto y lo otro.


Hace unos días, en el elevador de un hotel de la ciudad de México, le comenté a una guapa muuchacha embarazada: “Es una maravilla ver una mujer embarazada”. Ella me respondió al instante: “Para que veáis que, a pesar de todo, todavía confiamos en vosotros”. Era, como se oye, una muchacha española. El “vosotros” es “ustedes los hombres”, pero también puede interpretarse como reproche a la estupidez globalizada.


Algunas madres sienten culpa de haber traído al mundo a uno o a sus hijos. El enunciado anterior es políticamente correcto pero es inexacto: la culpa la llegamos a sentir todos, madres y padres, según las circunstancias. Hay épocas especialmente propicias para la culpa de hacer nacer: violencia extrema, miseria, guerra, calamidad, pertenencia cultural. En alguna parte de uno de sus libros (creo que Dossier K) el escritor húngaro-judío Imre Kertész (Premio Nobel de Literatura 2002) escribe sobre la culpa del judío de procrear en un mundo hostil que los persigue, los destierra y los mete en hornos crematorios. Muchos se consuelan apelando a la voluntad de Dios, pero este consuelo, una cobardía, apenas sirve para no reconocer, con Montaigne, que el recién nacido ya tiene edad suficiente para morir. El mismo Kertész escribió uno de los libros más tristes y bellos sobre la muerte: la muerte de lo que nace o no nació. El libro es Kaddish por el hijo no nacido. En realidad es una oración que llora por el niño que no nació en él. Kertész, que estuvo en un campo nazi de exterminio, soñaba que Auschwitz era la imagen misma de su padre. El fantasma de Kafka. Ya el católico Georges Bernanos, tan genuinamente católico que no perdía el tiempo en rezos, lamentaba la muerte del niño que fue.


Nacer, además de terrible y violento como apunta el escritor italiano, es un hecho culposo. No siempre ha sido así o tal vez la gente antigua no alcanzaba a intuir siquiera que una culpa escondida en algún rincón de su memoria profunda obedecía a la costumbre de ser parte del nacimiento de otro. Dar vida es un gozo y una pena al mismo tiempo. Como sea, con el dolor a cuestas –del que hace nacer y del que nace–, vivir es la más sorprendente y milagrosa de las maravillas, una experiencia que nos ha sido dada accidentalmente a una minoría selecta azarosamente. Se nace por accidente y ya después poco se sabe sobre el acto de morir. El tema es recurrente en el escritor húngaro Sándor Márai: una cosa es la muerte y otra muy distinta es el acto de morir.


De Márai (1900-1989) acaban de publicarse en español sus Diarios 1984-1989. Son notas que va escribiendo sobre la muerte, la de su mujer que se fue desgranando hasta quedar reducida a un olote oxidado, la de sus hermanos y amigos, la suya propia, el proceso de putrefacción que Márai vivió de los 84 a los 89, unos días antes de darse un tiro. El libro me conmovió hasta el llanto.


Cada uno de sus últimos días Márai pensó en su muerte, pero el tormento de morir no fue de ningún modo un pensamiento sencillo. Anota el 11 de abril de 1984: “Quietud si pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir”. Fallecida su esposa con la que convivió más de sesenta años, Márai dispuso su triste existencia en torno a la agonía. Él, enemigo mortal de las armas, compró una. Incluso tomó lecciones de tiro: aprender a matar-se.


En el camino de sus notas garabatea breves reflexiones sobre el momento: planear para los siguientes cinco segundos. Lee poco: Voltaire, poesía húngara (la lengua es la verdadera patria, repite), Don Quijote (dice que es la novela más hermosa de la literatura universal). Márai descubre la bella fatalidad de morir sano: “Ha de ser bonito morir sano”, apunta. Pero la realidad que tuvo que padecer los últimos meses modificaron esa convicción: fue víctima de la costosa industria del dolor, de la vejez y de la agonía. A los médicos los llama perreros con título. Descubre que todo es mentira: “lo que los curas, los médicos y la gente de toda clase masculla sobre la muerte. La realidad de la muerte es asquerosa”. Cuando Márai siente cerca la muerte huele su pestilente aliento. Sin embargo, a veces se consuela con un verso: “Tal vez no sea gran cosa la muerte”. El viejo escritor ironiza: “Es posible. Acaso el poeta estaba en lo cierto, teniendo en cuenta que todo el mundo ha pasado por ello y nadie ha presentado una queja a posteriori”.


Humor fúnebre el de Márai que se va diluyendo como si estuviera metido en un tambo de ácido. Lee a Spinoza: “Todo está en Dios. Y Dios está en todo. Sin embargo, Dios no puede ser el Dios de las religiones”. Las religiones institucionalizan la muerte y al hacerlo la deforman, la desfiguran, la convierten en un espectáculo plañidero y la disponen para que el comercio de la agonía y de la muerte se enriquezca como ninguno otro: “El robo descarado ejercido por la medicina y sus compañías es asqueroso”. Los curas, agrego yo, bien que contribuyen a que esa industria sea hoy tan floreciente como el comercio de drogas o el consumo de comida chatarra. Todavía tiene Márai el humor de ironizar sobre la comida chatarra: una tarde va a comer a un restaurante de comida china. Los chinos, piensa, ya tienen bombas atómicas, pero aún no han sido capaces de inventar el cuchillo y el tenedor.


El 15 de enero los Diarios 1984-1989 tienen el siguiente apunte: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”.


Se suicidó el 21 de febrero de 1989. Ante la muerte del otro uno sólo piensa tonterías. Yo pensé: “ya no se enteró Márai de la caída del Muro de Berlín”. Sin embargo, pensé también en las últimas palabras que le dijo su esposa: “Ten cuidado de no mezclarte con mala gente”.


Sabemos, al menos desde Montaigne, que morimos no porque estemos enfermos sino porque estamos vivos. Esta verdad elemental no nos permite, sin embargo, comprender la muerte ni el acto de morir, y menos nos sirve de consuelo cuando enfrentamos esa abstracción a la que llamamos muerte o el recuerdo de aquella tarde de diciembre cuando una bala lanzada desde la oscuridad rozó los cabellos sueltos de tu cabeza. La muerte ronda en redondo; llega cuando se le da la gana y no llega cunando debiera. Eso debiera producirnos una profunda alegría: “Estoy vivo. ¡Viva la vida!”.


En su Autobiografía, Bertrand Russell, el más importante filósofo desde Kant según afirma el sabio Karl Popper, anota: “He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por una horas de este gozo”. Eso mismo lo suscribe cualquiera que tenga entre sus manos la esplendorosa oportunidad de unas horas de ese inmenso gozo.


La vida es una fiesta porque es breve y porque cada vez los invitados son otros. La muerte es un misterio y no se ve en el horizonte científico nada que lo desvele. El propio Einstein abogaba por mantener en su lugar los grandes misterios de la vida. Era un hombre sabio: el conocimiento racional es escaso y por eso debemos cuidarlo como el mayor tesoro de la humanidad. Es penoso que la gente actual se desfigure y se des-configure: le tienen demasiado miedo a morir. Ha de ser porque le tienen miedo a la vida. A los 87 años, la mujer de Sándor Márai era una mujer hermosísima, más aún que en sus distintas juventudes.


Las parejas de hoy ya no quieren hijos. “Salen muy caros”, dicen. Pero no es la carestía material de la vida sino el exceso de expectativas que el consumo ha impuesto como deberes sacramentales, uno de los cuales es mantener a una persona con vida al costo que sea, económico y moral. Antes la gente se moría con dignidad, en su casa y en paz. La industria de la muerte ha transformado esa costumbre; el mercado de la agonía ha abierto un abanico de posibilidades de vegetación. El negocio de la agonía es cruel pero la muerte es un negocio en sí mismo.


El día que Márai esparció las cenizas de su mujer en el mar de San Diego, California, una vez que el representante de la empresa fúnebre se despidió del escritor, le comentó en tono amable y servicial: “Esperamos que haya quedado satisfecho. Vuelva pronto”.



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