A Rogelio Garfias
El sol, por fin, se ha detenido. El viejo anhelo del hombre fuerte se está cumpliendo sin que apenas lo hayamos notado. Petrificado en lo alto del cielo, su luz, como un solsticio fijo, ya casi no da sombras. Pero su luz quema; sólo durante algunas tardes de invierno su calidez es como una tapia de bruma que, aun transparente, sosiega un poco la furia solar.
No hace mucho la transparencia era la más justa de las exigencias humanas. Las noches eran largas y sus sombras cubrían el día entero. Queríamos saber, teníamos derecho a saber, era preciso saber; la democracia era, es, transparencia; saber lo que ocurría en los rincones del poder –rincones oscuros, tenebrosos, sombríos– era, es, una manera de desvelar los misterios del poder, de descarrilar el cortinaje negruzco que escondía la madeja –los intríngulis, los cruces y entrecruces de los acuerdos– cuyas hilillos apenas se desprendían de esa madeja como de un estropajo huyen las fibras menos aptas para la rudeza de la friega del cochambre.
El día se ha vuelto casi eterno. Adormecidas las noches y aluzados todos los rincones, incluso los vericuetos de los matorrales de flores campiranas, el día ha dejado de ser día; sin las noches que guardan secretos y misterios, el día es un sol que ha despojado el amanecer de sus fulgores y entusiasmos y ha derruido el éxtasis de las maravillas multicolores de los crepúsculos de otoño. Sin la noche, el día es nada; es luz ardiente o filmación invisible; es brillo cegador o vigilante ciego. Nada escapa a la luz, nada le es ajeno. Las personas somos filmadas por cientos de cámaras instaladas en todas partes, en patios y oficinas públicas, en bancos y comercios, en terminales de autobuses y aeropuertos, en las calles, en una plaza que parece apacible, entre la gente y el ruido, en el rincón sombreado de soledad de un parque, a la entrada del vecindario, en el interior de las casas. Asistimos, sin tomar conciencia de ello, al exterminio de los rincones. Lo que es una virtud pública es un vicio privado y lo que es un vicio privado no ha alcanzado el privilegio de ser una virtud pública. Así, por ejemplo, la transparencia que exigimos a los gobernantes y a todos aquellos que ejercen un poder sobre la sociedad, lo hemos adoptado –o no se nos ha impuesto por razones de seguridad, es decir por nuestro bien– en el ámbito de la vida privada, en el restaurante, en la calle, en un jardín, en la sala de la casa, en la alcoba. La sociedad se ha vuelto transparente a fuerza de cámaras y micrófonos a la vista de todos y de ello no se infiere que seamos una sociedad más abierta ni que el Estado sea más democrático que en tiempos. Si no conviene que la transparencia de los asuntos públicos sea total, menos conviene que lo sea en los asuntos que no lo son, los que corresponden, según el sentido común, a la esfera de la persona y su soledad o a las soledades juntas llamadas “familia”.
La claridad es buena en sí misma sólo si las excepciones le dan sentido o significado. Una vida sin escondrijos es una vida despojada de sus prendas íntimas. Porque ¿qué es una piel de mujer si su aroma desaparece? ¿Qué es el sabor sin el aroma? Si todo es sol, ¿cómo mirarlo sin temor a ser achicharrado con su mirada feraz? ¿Qué es la luz del sol si ciega y no alumbra?
En un magnífico artículo publicado hace unos días en El país de España (Psicoanálisis del rincón), Vicente Verdú aborda el asunto con una sombría lucidez que encalla en la conciencia de quienes vivimos en tiempos de sol intenso, en claroscuros deslumbrantes y oscuridades de temor, suspenso o miedo. En los días terribles la noche es una esperanza que nos ayuda a no deshilar la integridad del espíritu y en las noches tenebrosas la aurora rehace la trivialidad de la existencia y ahuyenta los demonios densos de la fatalidad.
Los peores crímenes no se cometen en las sombras de la noche sino a plena luz del día. Esto lo sabían los mafiosos antiguos y la lección la han aprendido los delincuentes de nuestro tiempo: si quieres ocultar algo, hazlo a plena luz del día, a la vista de todos. En los hechos, los delitos más graves (la ejecución de un grupo de jóvenes, pongamos por caso) se llevan a cabo en la multitud, delante de la mirada de muchos. Estos crímenes son los más difíciles de resolver. De esta talla son los asesinatos políticos: entre más se indaga y se descubre, menos se sabe de los hechos. Dígalo si no el caso del asesino del emperador austrohúngaro que en 1914 detonó la Primera Guerra Mundial, el crimen del presidente Kennedy o el de Luis Donaldo Colosio. Al Capone fue condenado no por sus masacres callejeras sino por evasión fiscal, con pruebas documentales guardadas durante años y resguardadas en la confidencialidad y aun en el secreto. El tiempo y los testigos se encargan de acrecentar las dudas, no de aclarar los hechos. Pasados los años, sabemos menos de lo que sabíamos diez minutos después de cometido el delito. Un abogado penalista sabe que la cantidad de testigos es la cantidad de tierra que sepulta, no la claridad que conduce a la verdad histórica.
Escribe Vicente Verdú que si un fenómeno caracteriza nuestra época es el de la transparencia. Comenta el libro Cultura Mainstream del escritor Fréderic Martel: la uniformidad del pensamiento coincide con la supervigilancia dentro y fuera de la red. Se trata del mayor reportaje sobre la cultura de masas tradicional, apoyada en el cine, la televisión, el libro o la música. No hay forma de escapar a la contaminación mediática que tiende a convertirnos en consumidores culturales de lo mismo. Todos vamos en la misma frecuencia, trátese de un partido de fútbol o de un espectáculo artístico. La industria del entretenimiento es, después de la industria espacial, el primer exportador de Estados Unidos. Se pregunta Verdú: ¿Tanta diversión se pide? Así como las vacaciones se convirtieron en una obligación sacramental de los mexicanos, así mismo el entretenimiento ha ocupado casi todos los sitios que antes ocupaban los juegos decididos por cada quien, incluidos los muy divertidos juegos infantiles de esconderse de la mirada de los otros. El de las escondidas era un juego cuyo trayecto era sumamente provechoso, tanto porque había talentos especiales para ocultarse en los rincones menos previsibles cuanto porque los jugadores lograban sentir ese suspenso de buscar y descubrir y de saberse buscado y no encontrado. La amenidad se nos ha impuesto con su carga de transparencia y a la vez se han perdido multitud de ocasiones para inventar reglas, interpretarlas y aceptarlas. En la década de 1960 se llamó a la televisión la industria de manipulación de las conciencias. La cultura del entretenimiento de hoy ha conseguido homogeneizar los gustos y se le han cortado las alas a la imaginación, a la individualidad.
La transparencia ha sido en buena medida la topografía que nos ha cancelado la posibilidad de apartarnos de las voces y las miradas de los otros. Las casas de antes eran geografías de escondites; lo mismo servía un ropero, el tronco y el ramaje de un árbol, el cuarto de triques, el fondo semioscuro de una cama cuya colcha besaba con sus orlas redondas el piso rojo, una pared malhecha y ahuecada, una techumbre herrumbrosa a la que nadie iba nunca (excepto para esconderse) y una gran variedad de rincones que servían para jugar y sentir el poder de ocultarte y tener opciones para ejercer ese poder.
Escribe Verdú sobre la escasez de escondites, de nichos donde forjar un nido propio, diferente y particular. De este modo, el rincón sería la metáfora perfecta para ilustrar la ceguera de la transparencia que caracteriza nuestro tiempo. Si todo es transparente, entonces ya nada lo es.
Un buen día ganó la funcionalidad de las construcciones de edificios y casas. En los hechos, la arquitectura funcional fue la menos funcional que se podía ver y habitar. La luz y el vidrio fueron en su momento los dogmas de una vida que translucía una verdad aparente, pues todo lo que es visto y sabe que es visto pierde en esa proporción su realidad. Nadie al que le dicen que van a filmarlo es el mismo; en realidad, al momento en que el foquillo rojo de la cámara se enciende, cada quien se desprende de sí y se convierte, o trata de convertirse, en otro. En épocas de violencia e inseguridad la gente cambia. He visto el fenómeno en Ciudad Juárez. La gente simula una mayor amabilidad y se esfuerza por parecer bueno, decente; sus palabras y sus cordialidades parecen decirte “Mira, yo no soy narcotraficante, yo soy bueno, date cuenta, no te vayas a confundir, no me vayas a confundir”.
Las casas que se han construido en por lo menos los últimos cincuenta años son planas y diseñadas para que el sol enseñoree sus luces vigilantes y morbosas. Las casas de antes estaban caracterizadas por los recovecos que le permitían a cada miembro de la familia, incluso en las casas de los pobres de las orillas de la ciudad, apartarse por momentos de la presencia de los otros. Cuando tal cosa no era posible, en el campo abierto había más escondrijos que en los viejos castillos medievales, porque ¿quién te podría encontrar en la exuberancia de troncos, ramas y altura de un álamo gigantesco o dentro de un hueco delgado de un garambullo? Las construcciones modernas son, dice Verdú, formas que abolieron los rincones. Casas de ricos o de pobres, contrahechas u oscuras, eran más luminosas que las casas modernas, de ricos o de pobres, donde es posible verlo todo desde todos los sitios de la casa, construidas panópticamente para que nadie escape a la vigilancia. La abolición de los rincones es también el exterminio de una intimidad que permitía a la persona resguardar sus secretos, su yo particular y distraído.
El sol, por fin, se ha detenido. El viejo anhelo del hombre fuerte se está cumpliendo sin que apenas lo hayamos notado. Petrificado en lo alto del cielo, su luz, como un solsticio fijo, ya casi no da sombras. Pero su luz quema; sólo durante algunas tardes de invierno su calidez es como una tapia de bruma que, aun transparente, sosiega un poco la furia solar.
No hace mucho la transparencia era la más justa de las exigencias humanas. Las noches eran largas y sus sombras cubrían el día entero. Queríamos saber, teníamos derecho a saber, era preciso saber; la democracia era, es, transparencia; saber lo que ocurría en los rincones del poder –rincones oscuros, tenebrosos, sombríos– era, es, una manera de desvelar los misterios del poder, de descarrilar el cortinaje negruzco que escondía la madeja –los intríngulis, los cruces y entrecruces de los acuerdos– cuyas hilillos apenas se desprendían de esa madeja como de un estropajo huyen las fibras menos aptas para la rudeza de la friega del cochambre.
El día se ha vuelto casi eterno. Adormecidas las noches y aluzados todos los rincones, incluso los vericuetos de los matorrales de flores campiranas, el día ha dejado de ser día; sin las noches que guardan secretos y misterios, el día es un sol que ha despojado el amanecer de sus fulgores y entusiasmos y ha derruido el éxtasis de las maravillas multicolores de los crepúsculos de otoño. Sin la noche, el día es nada; es luz ardiente o filmación invisible; es brillo cegador o vigilante ciego. Nada escapa a la luz, nada le es ajeno. Las personas somos filmadas por cientos de cámaras instaladas en todas partes, en patios y oficinas públicas, en bancos y comercios, en terminales de autobuses y aeropuertos, en las calles, en una plaza que parece apacible, entre la gente y el ruido, en el rincón sombreado de soledad de un parque, a la entrada del vecindario, en el interior de las casas. Asistimos, sin tomar conciencia de ello, al exterminio de los rincones. Lo que es una virtud pública es un vicio privado y lo que es un vicio privado no ha alcanzado el privilegio de ser una virtud pública. Así, por ejemplo, la transparencia que exigimos a los gobernantes y a todos aquellos que ejercen un poder sobre la sociedad, lo hemos adoptado –o no se nos ha impuesto por razones de seguridad, es decir por nuestro bien– en el ámbito de la vida privada, en el restaurante, en la calle, en un jardín, en la sala de la casa, en la alcoba. La sociedad se ha vuelto transparente a fuerza de cámaras y micrófonos a la vista de todos y de ello no se infiere que seamos una sociedad más abierta ni que el Estado sea más democrático que en tiempos. Si no conviene que la transparencia de los asuntos públicos sea total, menos conviene que lo sea en los asuntos que no lo son, los que corresponden, según el sentido común, a la esfera de la persona y su soledad o a las soledades juntas llamadas “familia”.
La claridad es buena en sí misma sólo si las excepciones le dan sentido o significado. Una vida sin escondrijos es una vida despojada de sus prendas íntimas. Porque ¿qué es una piel de mujer si su aroma desaparece? ¿Qué es el sabor sin el aroma? Si todo es sol, ¿cómo mirarlo sin temor a ser achicharrado con su mirada feraz? ¿Qué es la luz del sol si ciega y no alumbra?
En un magnífico artículo publicado hace unos días en El país de España (Psicoanálisis del rincón), Vicente Verdú aborda el asunto con una sombría lucidez que encalla en la conciencia de quienes vivimos en tiempos de sol intenso, en claroscuros deslumbrantes y oscuridades de temor, suspenso o miedo. En los días terribles la noche es una esperanza que nos ayuda a no deshilar la integridad del espíritu y en las noches tenebrosas la aurora rehace la trivialidad de la existencia y ahuyenta los demonios densos de la fatalidad.
Los peores crímenes no se cometen en las sombras de la noche sino a plena luz del día. Esto lo sabían los mafiosos antiguos y la lección la han aprendido los delincuentes de nuestro tiempo: si quieres ocultar algo, hazlo a plena luz del día, a la vista de todos. En los hechos, los delitos más graves (la ejecución de un grupo de jóvenes, pongamos por caso) se llevan a cabo en la multitud, delante de la mirada de muchos. Estos crímenes son los más difíciles de resolver. De esta talla son los asesinatos políticos: entre más se indaga y se descubre, menos se sabe de los hechos. Dígalo si no el caso del asesino del emperador austrohúngaro que en 1914 detonó la Primera Guerra Mundial, el crimen del presidente Kennedy o el de Luis Donaldo Colosio. Al Capone fue condenado no por sus masacres callejeras sino por evasión fiscal, con pruebas documentales guardadas durante años y resguardadas en la confidencialidad y aun en el secreto. El tiempo y los testigos se encargan de acrecentar las dudas, no de aclarar los hechos. Pasados los años, sabemos menos de lo que sabíamos diez minutos después de cometido el delito. Un abogado penalista sabe que la cantidad de testigos es la cantidad de tierra que sepulta, no la claridad que conduce a la verdad histórica.
Escribe Vicente Verdú que si un fenómeno caracteriza nuestra época es el de la transparencia. Comenta el libro Cultura Mainstream del escritor Fréderic Martel: la uniformidad del pensamiento coincide con la supervigilancia dentro y fuera de la red. Se trata del mayor reportaje sobre la cultura de masas tradicional, apoyada en el cine, la televisión, el libro o la música. No hay forma de escapar a la contaminación mediática que tiende a convertirnos en consumidores culturales de lo mismo. Todos vamos en la misma frecuencia, trátese de un partido de fútbol o de un espectáculo artístico. La industria del entretenimiento es, después de la industria espacial, el primer exportador de Estados Unidos. Se pregunta Verdú: ¿Tanta diversión se pide? Así como las vacaciones se convirtieron en una obligación sacramental de los mexicanos, así mismo el entretenimiento ha ocupado casi todos los sitios que antes ocupaban los juegos decididos por cada quien, incluidos los muy divertidos juegos infantiles de esconderse de la mirada de los otros. El de las escondidas era un juego cuyo trayecto era sumamente provechoso, tanto porque había talentos especiales para ocultarse en los rincones menos previsibles cuanto porque los jugadores lograban sentir ese suspenso de buscar y descubrir y de saberse buscado y no encontrado. La amenidad se nos ha impuesto con su carga de transparencia y a la vez se han perdido multitud de ocasiones para inventar reglas, interpretarlas y aceptarlas. En la década de 1960 se llamó a la televisión la industria de manipulación de las conciencias. La cultura del entretenimiento de hoy ha conseguido homogeneizar los gustos y se le han cortado las alas a la imaginación, a la individualidad.
La transparencia ha sido en buena medida la topografía que nos ha cancelado la posibilidad de apartarnos de las voces y las miradas de los otros. Las casas de antes eran geografías de escondites; lo mismo servía un ropero, el tronco y el ramaje de un árbol, el cuarto de triques, el fondo semioscuro de una cama cuya colcha besaba con sus orlas redondas el piso rojo, una pared malhecha y ahuecada, una techumbre herrumbrosa a la que nadie iba nunca (excepto para esconderse) y una gran variedad de rincones que servían para jugar y sentir el poder de ocultarte y tener opciones para ejercer ese poder.
Escribe Verdú sobre la escasez de escondites, de nichos donde forjar un nido propio, diferente y particular. De este modo, el rincón sería la metáfora perfecta para ilustrar la ceguera de la transparencia que caracteriza nuestro tiempo. Si todo es transparente, entonces ya nada lo es.
Un buen día ganó la funcionalidad de las construcciones de edificios y casas. En los hechos, la arquitectura funcional fue la menos funcional que se podía ver y habitar. La luz y el vidrio fueron en su momento los dogmas de una vida que translucía una verdad aparente, pues todo lo que es visto y sabe que es visto pierde en esa proporción su realidad. Nadie al que le dicen que van a filmarlo es el mismo; en realidad, al momento en que el foquillo rojo de la cámara se enciende, cada quien se desprende de sí y se convierte, o trata de convertirse, en otro. En épocas de violencia e inseguridad la gente cambia. He visto el fenómeno en Ciudad Juárez. La gente simula una mayor amabilidad y se esfuerza por parecer bueno, decente; sus palabras y sus cordialidades parecen decirte “Mira, yo no soy narcotraficante, yo soy bueno, date cuenta, no te vayas a confundir, no me vayas a confundir”.
Las casas que se han construido en por lo menos los últimos cincuenta años son planas y diseñadas para que el sol enseñoree sus luces vigilantes y morbosas. Las casas de antes estaban caracterizadas por los recovecos que le permitían a cada miembro de la familia, incluso en las casas de los pobres de las orillas de la ciudad, apartarse por momentos de la presencia de los otros. Cuando tal cosa no era posible, en el campo abierto había más escondrijos que en los viejos castillos medievales, porque ¿quién te podría encontrar en la exuberancia de troncos, ramas y altura de un álamo gigantesco o dentro de un hueco delgado de un garambullo? Las construcciones modernas son, dice Verdú, formas que abolieron los rincones. Casas de ricos o de pobres, contrahechas u oscuras, eran más luminosas que las casas modernas, de ricos o de pobres, donde es posible verlo todo desde todos los sitios de la casa, construidas panópticamente para que nadie escape a la vigilancia. La abolición de los rincones es también el exterminio de una intimidad que permitía a la persona resguardar sus secretos, su yo particular y distraído.
No hay comentarios:
Publicar un comentario