Las opiniones contundentes son muy apreciadas. Algunas son torpes y groseras, otras son ingeniosas y unas pocas rallan en la genialidad. Nos gustan las frases breves, redondas, punzocortantes. Se han escrito cuentos extraordinarios de una sola línea. Los textos largos y el bla bla bla suelen ser tediosos, periféricos, ambiguos y hasta pueden producir sordera. Entre menos palabras, mejor, se dice con rotundidad. Lo bueno, si breve, doblemente bueno, se repite como verdad incuestionable. El gusto por la brevedad lo heredamos del lenguaje, no de la realidad; pero tal vez sea más correcto decir que la lengua latina tuvo en la sentencia la fórmula ideal para atrapar la realidad en unas pocas palabras. “Muchas noticias en pocas palabras”, se decía con inicua vanidad periodística.
En la vida cotidiana sucede lo mismo y lo contrario al mismo tiempo. Por un lado le pedimos al hablante que sea breve y concreto, que no le dé vueltas a un asunto que es o parece sencillo. Por el otro, le pedimos al hablante del país de Laconia que se explique, que amplíe con palabras su parquedad. Creo que todos nos hemos topado en la calle con alguien al que saludamos y eso basta para que nos cuente la historia de su vida. También nos hemos dado encontronazos con los cortantes monosílabos que te dejan sin habla, sopapos que enmudecen.
Todo depende, desde luego, de las personas que hablan y del momento en que lo hacen. No es lo mismo un amigo que un enemigo y tampoco lo es una amante que una esposa. A los amantes les sobran promesas y a los esposos les faltan sobremesas. En el primer caso la vida de los novios es exuberante y en el segundo las sombras de la muerte envuelven el silencio de cónyuges agobiados de sí mismos. La generalización no es justa: hay matrimonios vitales y hay amantes que se matan; he visto cónyuges amorosos y amantes que se sacan los ojos y se rasgan los ojales. “Hay palabras que duelen como una mordedura”, dice un poema húngaro; palabras densas como el cianuro.
Ya se habrá dado cuenta el lector de que le estoy dando vueltas al asunto y no entro en materia. Es el Cantinflas que llevo dentro. Georges Steiner preguntaría, con razón, ¿Qué quieres decir en sentido literal? Puntuemos:
1. No es lo mismo pensar, hablar y escribir. En el habla hay también diferencias: obvias unas, sutiles las otras. El poeta José Emilio Pacheco dice que no es lo mismo platicar que charlar o conversar. Tiene razón: la gente de antes (se) platicaba mucho: “Platícame” o “Déjame platicarte” eran expresiones que anunciaban el arribo de anécdotas que el oyente adornaba con un arqueo de cejas, una boca que se abría sorprendida, una mano que se cubría los labios para contener el asombro, una exclamación onomatopéyica. Hoy es común escuchar entre los jóvenes “¡Guau”!
2. Charlar es otra cosa y tiene sus diferencias de fondo con conversar y dialogar. Entre charlar y conversar la diferencia es sutil pero profunda. Por definición, la charla es desparpajada. La solemnidad y la seriedad no están invitadas al banquete. El abuso puede rallar en charlatanería. Sin embargo, es más exacto decir que el charlador puede degenerar en parlanchín, pues el uso del vocablo charlatán se ha extendido hasta emparentar con la farsa y el farsante. Si el lector quiere un ejemplo a la mano, léase El maestro de almas de la escritora rusa Irène Némirovky, una novela que narra la farsa arribista de un emigrado que, nacido en las profundidades del hambre, la humillación y el sentimiento de inferioridad, busca, mediante la fama y el reconocimiento, resarcirse de un pasado marginal. El personaje aprovecha la ignorancia de las damas burguesas del París de entreguerras que pagan lo que sea con tal de curar su incurable manía de sufrir dolencias imaginarias. Eran tiempos en que el psicoanálisis estaba de moda y de muda. La novela de Némirovsky no es buena, pero un par de personajes está bien logrado. Irène, escritora judía acusada de antisemita, murió en un campo de exterminio nazi en 1942, por judía y no por antisemita.
3. Un parlanchín no es necesariamente un charlatán y un charlatán no es necesariamente un parlanchín. Dos parlanchines se oyen como una tambora sinaloense y más de dos parlanchines parece la cámara de diputados. En cambio, un charlatán pasa por un loco y más de dos charlatanes fundan una nueva escuela terapéutica.
4. Conversar es un desparpajo con control de calidad; es la intercalación de pocas voces, un coro de dos o tres amigos (y no más de cinco); la armonía y el ritmo pausan el divertimento, las opiniones se engarzan y se pulen sin previa intención de acuerdo. El fin de la conversación no es el acuerdo sino el placer de opinar y escuchar. Conversar no es lo mismo que dialogar. La diferencia está en las reglas (mínimas en el primer caso, suficientes y claras en el segundo) y en el objetivo: el diálogo se propone resolver un conflicto o atemperar una diferencia, la conversación no. El diálogo es un remedio eficacísimo cuando las diferencias chocan y sacan chispas. Se inventó hace dos mil quinientos años. Fue el título con el que Platón envolvió el método de Sócrates para llegar a la verdad. Algunos Diálogos de Platón son una delicia intelectual, pero en su mayoría son insulsos, sobre todo porque Platón tenía la pésima costumbre de reunir a Sócrates con unos interlocutores de bajo nivel y algunos francamente bobos. Además, es natural que Sócrates envejeciera y que su mayéutica degenerara en dogmática. En nuestro tiempo, el Sócrates de La República sería un cofrade de sacristía. Prefiero creer que el que envejeció fue Platón y que hizo decir barbaridades a su maestro, al maestro de la humanidad.
La perífrasis me ganó otra vez. Dejemos las veredas y volvamos al camino. Además, los acólitos de Platón ya andan en campaña política ofreciendo la salvación del país y la felicidad del pueblo. Dejemos el diálogo para el conflicto y para los amantes rijosos. Acéptese que dialogar es el medio par excellence que tiene una democracia para evitar la guerra.
5. Es inútil abrir el diccionario para encontrar las diferencias entre platicar, charlar, conversar y dialogar. La experiencia es más útil. En la calle o con los amigos el Verbo se hace carne; al encarnarse, corre el riesgo del sobrepeso y la obesidad. Como el Estado Clínico ha entrado a la vida privada e incluso se ha metido debajo de la piel de la intimidad –ya no hay tiempo para avisarle que su visita no es bienvenida–, mejor pensemos en prevenirnos de las prevenciones, no sea que un día de estos la Organización Mundial de la Salud dictamine que hablar en exceso produce daños a la propia salud y a la de los oyentes, a quienes se llamaría “parlantes pasivos”. Tal vez la gente apacible aplaudiría una norma que prohibiera el habla espamentera en los lugares públicos para no dañar la salud de aquellos que cuando comen no conocen o de los que sólo hablan con la mirada. Imagino que, de aprobarse la norma, un grupo de amigos tendría que conversar con susurros vigilados por cámaras auditivas. Como se ve, entré en vericuetos y aún no doy inicio al tema.
6. La sabiduría de nuestros mayores insistía en que había que pensar antes de hablar. Un poeta polaco va más lejos: hay que pensar antes de pensar. El poeta ignora que esta práctica es antiquísima. Antes de pensar la gente meditaba o hacía oración, formas de pensar antes de pensar. La fe de nuestros mayores nos aconsejaba, antes de ir a un examen escolar, encomendarnos al Espíritu Santo. Sin embargo, no es lo mismo meditar que pensar y el meditabundo no necesariamente medita o piensa. Algunos meditabundos son como los personajes de una historia de Isaak Bábel: “agobiados de la pastosa tristeza de los recuerdos”. En ojos cerrados no entra el sol y en mentes en blanco no entran los recuerdos. Pero este es otro tema; es el tema de la culpa y el perdón. Mejor retomemos el buen camino. Los últimos días de Bábel son de un dolor que aún no tiene nombre.
7. Somos herederos de la paráfrasis tanto como de la perífrasis, así del aforismo perfecto como del aforo imperfecto. El pensador francés Clément Rosset escribe en su Tratado de la idiotez que la lengua latina no es la lengua de la disolución y de la hinchazón, sino más bien de la concisión y la sobriedad. Y, sin embargo, el latín es una lengua grandilocuente, y eso en virtud de su concisión misma: condenada a resumir, no puede dejar de caricaturizar, de encerrar la multiplicidad de lo real en fórmulas necesariamente sumarias, aproximadas y convencionales. Somos herederos de las frases lapidarias. Lo curioso es que las frases que uno ve en las lápidas no son diferentes unas de otras. Sería una actividad intelectualmente divertida pasear entre tumbas y descubrir epitafios geniales. Muchos han ideado el suyo. Llegado el momento, nadie lo recuerda ni quiere recordarlo. En la mayoría de las ocasiones son las funerarias las que ofrecen un catálogo de frases hechas que pueden resumirse en una: “Te recordaremos siempre”. Hace poco, en un pueblo del desierto norteño, entré al panteón y caminé entre las tumbas. No lo hice como homenaje en el día del centenario del nacimiento de E. M. Cioran, uno de los más geniales escritores de aforismos, sino para ver si en la aridez y el polvo se podía encontrar un epitafio diferente. Nada. El insoportable calor quemaba pero no iluminaba. Recordé, a falta de otro mejor, el epitafio de la tumba de Groucho Marx: “Disculpen que no me levante”. También el de un amigo que admiraba al emperador romano Julio César: “Vine, viví y me morí”. Andar entre tumbas es un gozo cuando se siente la intensidad de la vida. La muerte no es cruel sino el acto de morir. Sándor Márai escribe en sus Diarios sobre la crueldad que los humanos le damos a la muerte. Cuenta de un rey etrusco que ataba a los presos a cadáveres, cara a cara, y los dejaba así hasta que el vivo se pudría junto al muerto. En fin, a nada conducen estas atrocidades. El tema es otro.
8. Somos fanáticos de la sentencia, del adagio, del aforismo. Los refranes son oraciones breves y sustanciosas; con ellos explicamos un hecho o juzgamos a una persona; con un dicho nos consolamos o nos reímos; con un refrán comprimimos la complejidad de lo real.
Lo anterior no quita que seamos legítimos herederos de un lenguaje vasto y rico en matices, modulaciones, inflexiones, intensidades e intenciones. Hemos depredado esa herencia. El habla común ha quedado reducida a menos de sesenta palabras. El asunto sería irrelevante si no fuera porque, como lamenta Steiner, ahí donde una lengua, por pequeña que sea, se extingue, se extinguen también muchos mundos, trozos enormes de humanidad. Veamos si podemos dejar los escarceos cantinflescos.
9. Los escritores de todos los tamaños son adictos a las entrevistas. Se entiende que quieran saber el tema o preguntas de la entrevista. Que un micrófono no te agarre desprevenido es parte de la legítima defensa. Algunos grandes escritores revisan antes las preguntas y los hay quienes las escriben; es decir, se auto entrevistan. El caso de Vladímir Nabókov es particularmente provocador: arrasa con todo y contra todos; no tiene el genio de Karl Krauss o el de Borges, pero Nabókov responde la que a mi juicio es la mejor crítica que se ha hecho al psicoanálisis.
Entrevistador: “¿Lo han psicoanalizado alguna vez?”
Nabókov: “¿Me han qué?”
Entrevistador: “Si lo han sometido a un examen psicoanalítico”
Nabókov: “¿Por qué, Dios mío?”
Nabókov: “¿Me han qué?”
Entrevistador: “Si lo han sometido a un examen psicoanalítico”
Nabókov: “¿Por qué, Dios mío?”
La contundencia irónica de Nabókov no es una buena forma de concluir un artículo que, hasta esta línea, no va a ninguna parte, acaso porque tiene todos los frentes abiertos. Se impone una confesión: soy coleccionista de fisuras. Sé que los escritores conciben un libro y luego piensan en el título. Es probable que un escritor tenga primero un buen título y luego piense en el contenido del libro. Muchas veces es el editor el que sugiere o impone el nombre. Lo cierto es que hay títulos de libros que valen oro.
10. Hace poco, leyendo La nieve roja de escritor ruso Sigismund Krzyzanowki, me encontré con excelentes títulos (el de este articulito lo tomé prestado de él). En 1930 publicó un ensayo breve llamado La poética del título. Es un escritor digno de estar entre los grandes del siglo de plata de la literatura rusa, aunque es casi desconocido. Joseph Brodski decía que la gran literatura rusa había concluido con Vasili Grossman; en realidad sería más exacto decir que concluyó con Brodski. Después de Marca de agua, ¿qué escritor se atrevería a escribir sobre Venecia? ¿Dónde encontrar ensayos literarios sobre Mandelstam, Ajmátova, Tsvietávieva y Platónov mejores que los suyos? El atajo es interesante pero se aparta mucho del camino. La libertad es un puñado de fisuras y atajos. Mejor termino.
11. El epígrafe es un arte de marcas de agua en los libros. Los hay tan buenos que incluso son superiores al libro. No es el caso de la historia de las drogas de Richard Davenport-Hines (La búsqueda del olvido). Uno de los epígrafes es una cita de Carl Jung:
“Toda adicción es mala, ya sea la droga, el alcohol, la morfina o el idealismo”.
En fin, me he perdido y no hallo cómo salir al claro. Si una veredilla me atrae, la sigo al instante; en los caminos del bosque, en un tronco bordeado de misteriosas figuras o en una piedra herida de tiempo, hay fisuras por donde escurre el clima. En sus oquedades se oyen murmullos suaves y cadenciosos, encantamientos que vienen de más allá del país de Babia.
2. Entre escritores, ya se sabe, se dan hasta con la cubeta: la envidia elevada a la genialidad literaria. En Las armas y las letras el escritor español Andrés Trapiello recuerda que Unamuno llamaba tonto al escritor Salvador de Madariaga. La vez que alguien defendió a Madariaga exaltando que hablaba cinco idiomas, Unamuno respondió: “Más a mi favor: es un tonto en cinco idiomas”.
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