“Lo mejor de todo es el agua”, dijo el poeta Píndaro hace dos mil quinientos años. Las palabras de Píndaro dan título a un relato breve del escritor turinés Primo Levi: un día un químico del siglo XX descubrió en el agua algo raro. La tocó, la probó: era fresca y límpida, no tenía sabor, emanaba el habitual y ligero olor palustre y, sin embargo, tenía algo raro. Daba la impresión de ser menos móvil, menos viva. Los pequeños saltos de agua no arrastraban burbujas de aire, la superficie estaba menos encrespada; incluso su sonido no parecía el mismo: era más sordo, como amortiguado. Descendió hasta el remanso y tiró una piedra: las ondas circulares eran lentas y perezosas y murieron antes de alcanzar la orilla. Llenó de esa agua una bolsa de plástico y se le llevó al laboratorio. Aquella agua era monstruosa: el agua era viscosa desde sus manantiales hasta sus confluencias, en ríos y arroyos. Las aguas resistían sin alterarse la destilación, la diálisis y el paso por columnas de absorción. Si se las sometía a electrólisis con recombinación de hidrógeno y de oxígeno se obtenía agua idéntica a la original. La viscosidad aumentaba cada día.
En pocos meses en las zonas contaminadas murieron todos o casi todos los árboles de tronco alto y medraban las hierbas silvestres y los arbustos. El hecho se atribuyó al difícil ascenso del agua viscosa por los vasos capilares de los troncos. En la ciudad la vida se desarrolló casi con normalidad durante algunos meses. Se observó una disminución del caudal en las tuberías de agua potable; además, las bañeras, lavabos y fregaderos tardaban más en vaciarse. Las lavadoras quedaron inutilizadas: se llenaban de espuma y los motores se quemaban.
En poco más de un año, al igual que el agua del mar, de los ríos y de las nubes, todos los humores de los cuerpos humanos se condensaron y se corrompieron. Los enfermos murieron y ahora todos estaban enfermos. Los corazones, bombas miserables proyectadas para el agua de otra época, se agotaron de la mañana a la noche para meter la sangre viscosa en la red de los vasos. La gente moría antes de los cuarenta años, de edema, de pura fatiga, fatiga de todas las horas, sin piedad y sin pausa, que pesa sobre las personas desde el nacimiento e impide todo movimiento rápido o prolongado.
La gente se volvió torpe. La comida y el agua debían esperar horas antes de integrarse en los cuerpos; los hizo inertes y pesados. El llanto ya no fue posible: el líquido lacrimal permaneció inútil en los ojos, no corría en lágrimas, sino que fluía como un suero que quitaba dignidad y alivio al llanto. La gente dejó de llorar y en los mares, por la pesada viscosidad de la nueva composición del agua, dejó de haber olas.
El relato de Primo Levi no es catastrófico y por no serlo no se vendió como otros libros escatológicos que se venden como bolillos recién horneados. En una carta a su editor fechada en enero de 1987 (tres meses antes de que el escritor se lanzara desde una altura de quince metros por el foso caracoleado de su departamento en un edificio de Turín para dar fe de la plena existencia de la muerte voluntaria) le expresó, en el último párrafo, que “el agua, aunque pueda estar contaminada, no será nunca viscosa, y todos los mares conservarán sus olas”.
Ya no se enteró Primo Levi del desastre de contaminación de las aguas del Golfo de México ni pudo contemplar la espesura de las aguas de ríos y mares de la primera década del siglo XXI.
La pesadilla de Levi no se ha convertido en realidad. Sin embargo, el juego de patitos ya no es posible, que consistía en lanzar una piedrilla en un pequeño lago y alegrarse al verla saltar tres o cuatro o cinco veces sobre el agua ligera. Tampoco se puede, como en la infancia dorada, beber agua de ese lago: bastaba con resoplar las briznas delgadas de la yerba seca y espantar con una mano el mosquerío para saciar la sed; menos se puede levantar la cabeza al cielo y abrir la boca para recibir el agua de la lluvia, pues ahora está muy difundido el peligro de lluvia ácida; ya no es aconsejable bañarse en el agua de un estanque, mojarse los pies en un riachuelo o nadar a contracorriente en un río enfurecido, por la muy sencilla razón de que ya no existen o porque su contaminación es peligrosa para la piel, para el estómago, para los ojos; y menos todavía es recomendable lanzarse en el vaivén de la ola de una playa concurrida debido a la abundancia de basura escatológica que se te estampa en la cara.
Julien Benda confiesa (Memorias de un intelectual) que le gustan las revanchas que el mundo inanimado se toma de vez en cuando con la especie humana. Cuando se enteró de que un iceberg había partido en dos el Titanic compadeció a las víctimas, pero experimentó cierta satisfacción desde el punto de vista filosófico. Exclamó sorprendido: “Jamás comprenderé que el hielo haya partido el acero”. Hallándose en Nueva Orleans, el regular en el siglo se enteró de que sus habitantes viven con el terror perpetuo de ser sumergidos por el Misisipi. Eso le produjo cierto placer. Con esto de dominar las cosas, pensó, el hombre se enloquece, se llena de orgullo. Es bueno que de vez en cuando le llamen al orden, al cosmos. Así culmina su reflexión acerca de la soberbia que experimentan los seres humanos cuando hacen alarde del dominio de la técnica sobre la paciente naturaleza.
El hecho es que todos nos vamos a inundar.
La paradoja es cruel: el agua pluvial es abundante y nos daña más que nunca, pero su escasez y su contaminación ponen en peligro la dignidad de la existencia y la existencia misma. Benda, que murió en 1956, ya no vio que el mar y el río devoraron Nueva Orleans en una tragedia memorable que ya casi se olvidó. En México, desde que el presidente José López Portillo (1976-1982) decidió la fusión de las secretarías de recursos hidráulicos y de agricultura, la infraestructura hidráulica y los recursos hídricos quedaron en manos de los demagogos, los de agricultura. Y desde entonces, como dice el verso del poeta, el buen manejo del agua y la eficiente administración de las cuencas y de la lluvia, “no han vuelto a echar el ancla”. Las inundaciones se han convertido en una calamidad cotidiana. Benda se quedó corto: el placer que sintió en Nueva Orleans se tornaría en horror al descubrir que la estupidez y la fragilidad humanas son mucho mayores de lo que él suponía, que la venganza de la naturaleza no es ocasional, probable, temporal, que ahora esa venganza se ha llenado de una nueva furia, constante y poderosa, y se ensaña contra la egolatría de los gobernantes y, sobre todo, contra millones de pobres. La pobreza es el escudo que tenemos ante la venganza de la naturaleza, pero es un escudo de papel de estraza; los daños de la furia del agua han igualado campos y ciudades, riqueza y pobreza: los que viven en los cerros se desploman y los que viven en las partes bajas se ahogan. Cada vez que contemplo las casas y los edificios montados en los cerros que cubren el valle de la ciudad, imagino, como Benda, el día en que toda esa soberbia se venga abajo con su fealdad arquitectónica, con su vista privilegiada, con sus lujos y desmesuras. El agua, que no hace mucho era retenida por surcos, árboles, piedras y hondonadas, ahora baja violentamente e inunda miles de casas y comercios, a pueblos enteros.
Son las sombras del agua.
En una novela de Herta Müller (La piel del zorro) una mujer se sienta y su sombra se queda de pie, libre de su doble. Las sombras del agua ya no le pertenecen a nadie: son libres, autónomas; son producidas por los torrentes lluviosos pero luego se independizan, actúan por su cuenta, destruyen todo cuanto se encuentra al paso, espesan calles y casas, contaminan ríos, lagos y suelos, desbordan su fuerza sobre poblados enteros, derriban puentes enormes, desertifican las tierras de cultivo, ahogan el ganado, arrastran árboles y piedras y los impactan contra las casuchas construidas por la justicia social, erosionan valles, parten carreteras. La lluvia se va, descansa, huye a donde nadie la puede ver, pero sus sombras permanecen vengando el abuso que les infringió la ingeniería de la estulticia.
Se dice repetidamente que los seres humanos, las sociedades, los gobiernos, no tenemos memoria o la tenemos muy corta. Eso es cierto. El viejo milenarismo religioso es el catastrofismo natural de nuestra época. Clamores en el desierto son el equilibrio, la razón, la esperanza. Hay cambios culturales que no deben posponerse demasiado, so pena de que la naturaleza nos voltee definitivamente la espalda. Si los actuales gobiernos del mundo son malos gobiernos es por su adanismo político: creen que el mundo ha empezado con ellos. Pero no mienten si, en el colmo de su soberbia, expresan: “Después de mí, el diluvio”, pero trepados en un barco bamboleante donde todos vamos mareados. Tenemos un deber con la memoria y no lo hemos cumplido. La memoria corta recuerda poco y por eso tiene poco sentido del futuro.
Benda se sorprendió de que el hielo partiera en dos el acero. Primo Levi escribe en su relato que el nivel de los grandes lagos aumenta rápidamente, que toda la Amazonia se está empantanando, que el Hudson supera y rompe los diques en todo su curso alto y que los ríos y los lagos de Alaska se coagulan en un hielo que ya no es frágil, sino elástico y tenaz, como el acero. El agua se ha vuelto pesada por sus nutrientes (basura, químicos, metales); se ha vuelto viscosa y ya ha entrado en el organismo humano. Entiendo ahora por qué los moralistas lamentan que las sociedades modernas se han metalizado.
No todo está perdido. Millones de voces se alzan en el mundo proponiendo soluciones sensatas. Sería muy triste que la viscosidad del agua exterminara el llanto redentor y que la espesura del vino no produjera efecto alguno ni en el alma ni en el cuerpo.
En pocos meses en las zonas contaminadas murieron todos o casi todos los árboles de tronco alto y medraban las hierbas silvestres y los arbustos. El hecho se atribuyó al difícil ascenso del agua viscosa por los vasos capilares de los troncos. En la ciudad la vida se desarrolló casi con normalidad durante algunos meses. Se observó una disminución del caudal en las tuberías de agua potable; además, las bañeras, lavabos y fregaderos tardaban más en vaciarse. Las lavadoras quedaron inutilizadas: se llenaban de espuma y los motores se quemaban.
En poco más de un año, al igual que el agua del mar, de los ríos y de las nubes, todos los humores de los cuerpos humanos se condensaron y se corrompieron. Los enfermos murieron y ahora todos estaban enfermos. Los corazones, bombas miserables proyectadas para el agua de otra época, se agotaron de la mañana a la noche para meter la sangre viscosa en la red de los vasos. La gente moría antes de los cuarenta años, de edema, de pura fatiga, fatiga de todas las horas, sin piedad y sin pausa, que pesa sobre las personas desde el nacimiento e impide todo movimiento rápido o prolongado.
La gente se volvió torpe. La comida y el agua debían esperar horas antes de integrarse en los cuerpos; los hizo inertes y pesados. El llanto ya no fue posible: el líquido lacrimal permaneció inútil en los ojos, no corría en lágrimas, sino que fluía como un suero que quitaba dignidad y alivio al llanto. La gente dejó de llorar y en los mares, por la pesada viscosidad de la nueva composición del agua, dejó de haber olas.
El relato de Primo Levi no es catastrófico y por no serlo no se vendió como otros libros escatológicos que se venden como bolillos recién horneados. En una carta a su editor fechada en enero de 1987 (tres meses antes de que el escritor se lanzara desde una altura de quince metros por el foso caracoleado de su departamento en un edificio de Turín para dar fe de la plena existencia de la muerte voluntaria) le expresó, en el último párrafo, que “el agua, aunque pueda estar contaminada, no será nunca viscosa, y todos los mares conservarán sus olas”.
Ya no se enteró Primo Levi del desastre de contaminación de las aguas del Golfo de México ni pudo contemplar la espesura de las aguas de ríos y mares de la primera década del siglo XXI.
La pesadilla de Levi no se ha convertido en realidad. Sin embargo, el juego de patitos ya no es posible, que consistía en lanzar una piedrilla en un pequeño lago y alegrarse al verla saltar tres o cuatro o cinco veces sobre el agua ligera. Tampoco se puede, como en la infancia dorada, beber agua de ese lago: bastaba con resoplar las briznas delgadas de la yerba seca y espantar con una mano el mosquerío para saciar la sed; menos se puede levantar la cabeza al cielo y abrir la boca para recibir el agua de la lluvia, pues ahora está muy difundido el peligro de lluvia ácida; ya no es aconsejable bañarse en el agua de un estanque, mojarse los pies en un riachuelo o nadar a contracorriente en un río enfurecido, por la muy sencilla razón de que ya no existen o porque su contaminación es peligrosa para la piel, para el estómago, para los ojos; y menos todavía es recomendable lanzarse en el vaivén de la ola de una playa concurrida debido a la abundancia de basura escatológica que se te estampa en la cara.
Julien Benda confiesa (Memorias de un intelectual) que le gustan las revanchas que el mundo inanimado se toma de vez en cuando con la especie humana. Cuando se enteró de que un iceberg había partido en dos el Titanic compadeció a las víctimas, pero experimentó cierta satisfacción desde el punto de vista filosófico. Exclamó sorprendido: “Jamás comprenderé que el hielo haya partido el acero”. Hallándose en Nueva Orleans, el regular en el siglo se enteró de que sus habitantes viven con el terror perpetuo de ser sumergidos por el Misisipi. Eso le produjo cierto placer. Con esto de dominar las cosas, pensó, el hombre se enloquece, se llena de orgullo. Es bueno que de vez en cuando le llamen al orden, al cosmos. Así culmina su reflexión acerca de la soberbia que experimentan los seres humanos cuando hacen alarde del dominio de la técnica sobre la paciente naturaleza.
El hecho es que todos nos vamos a inundar.
La paradoja es cruel: el agua pluvial es abundante y nos daña más que nunca, pero su escasez y su contaminación ponen en peligro la dignidad de la existencia y la existencia misma. Benda, que murió en 1956, ya no vio que el mar y el río devoraron Nueva Orleans en una tragedia memorable que ya casi se olvidó. En México, desde que el presidente José López Portillo (1976-1982) decidió la fusión de las secretarías de recursos hidráulicos y de agricultura, la infraestructura hidráulica y los recursos hídricos quedaron en manos de los demagogos, los de agricultura. Y desde entonces, como dice el verso del poeta, el buen manejo del agua y la eficiente administración de las cuencas y de la lluvia, “no han vuelto a echar el ancla”. Las inundaciones se han convertido en una calamidad cotidiana. Benda se quedó corto: el placer que sintió en Nueva Orleans se tornaría en horror al descubrir que la estupidez y la fragilidad humanas son mucho mayores de lo que él suponía, que la venganza de la naturaleza no es ocasional, probable, temporal, que ahora esa venganza se ha llenado de una nueva furia, constante y poderosa, y se ensaña contra la egolatría de los gobernantes y, sobre todo, contra millones de pobres. La pobreza es el escudo que tenemos ante la venganza de la naturaleza, pero es un escudo de papel de estraza; los daños de la furia del agua han igualado campos y ciudades, riqueza y pobreza: los que viven en los cerros se desploman y los que viven en las partes bajas se ahogan. Cada vez que contemplo las casas y los edificios montados en los cerros que cubren el valle de la ciudad, imagino, como Benda, el día en que toda esa soberbia se venga abajo con su fealdad arquitectónica, con su vista privilegiada, con sus lujos y desmesuras. El agua, que no hace mucho era retenida por surcos, árboles, piedras y hondonadas, ahora baja violentamente e inunda miles de casas y comercios, a pueblos enteros.
Son las sombras del agua.
En una novela de Herta Müller (La piel del zorro) una mujer se sienta y su sombra se queda de pie, libre de su doble. Las sombras del agua ya no le pertenecen a nadie: son libres, autónomas; son producidas por los torrentes lluviosos pero luego se independizan, actúan por su cuenta, destruyen todo cuanto se encuentra al paso, espesan calles y casas, contaminan ríos, lagos y suelos, desbordan su fuerza sobre poblados enteros, derriban puentes enormes, desertifican las tierras de cultivo, ahogan el ganado, arrastran árboles y piedras y los impactan contra las casuchas construidas por la justicia social, erosionan valles, parten carreteras. La lluvia se va, descansa, huye a donde nadie la puede ver, pero sus sombras permanecen vengando el abuso que les infringió la ingeniería de la estulticia.
Se dice repetidamente que los seres humanos, las sociedades, los gobiernos, no tenemos memoria o la tenemos muy corta. Eso es cierto. El viejo milenarismo religioso es el catastrofismo natural de nuestra época. Clamores en el desierto son el equilibrio, la razón, la esperanza. Hay cambios culturales que no deben posponerse demasiado, so pena de que la naturaleza nos voltee definitivamente la espalda. Si los actuales gobiernos del mundo son malos gobiernos es por su adanismo político: creen que el mundo ha empezado con ellos. Pero no mienten si, en el colmo de su soberbia, expresan: “Después de mí, el diluvio”, pero trepados en un barco bamboleante donde todos vamos mareados. Tenemos un deber con la memoria y no lo hemos cumplido. La memoria corta recuerda poco y por eso tiene poco sentido del futuro.
Benda se sorprendió de que el hielo partiera en dos el acero. Primo Levi escribe en su relato que el nivel de los grandes lagos aumenta rápidamente, que toda la Amazonia se está empantanando, que el Hudson supera y rompe los diques en todo su curso alto y que los ríos y los lagos de Alaska se coagulan en un hielo que ya no es frágil, sino elástico y tenaz, como el acero. El agua se ha vuelto pesada por sus nutrientes (basura, químicos, metales); se ha vuelto viscosa y ya ha entrado en el organismo humano. Entiendo ahora por qué los moralistas lamentan que las sociedades modernas se han metalizado.
No todo está perdido. Millones de voces se alzan en el mundo proponiendo soluciones sensatas. Sería muy triste que la viscosidad del agua exterminara el llanto redentor y que la espesura del vino no produjera efecto alguno ni en el alma ni en el cuerpo.
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