(Segunda de cuatro partes)
Por fortuna la política no penetra en todas las facetas y espacios de la vida privada. Eso ocurre en los países donde aún se padece alguna forma de dictadura política, ideológica o religiosa. Aun en las democracias la política tiende a meterse donde nadie la llama; el estado a veces lo intenta en nombre del orden y la paz social; lo desean los enamorados del poder; lo predican los que creen y quieren que los valores democráticos invadan los espacios del amor, el sexo, la fe, la conciencia, la amistad, la familia, los sueños de perfección, la soledad sola o compartida, el derecho de caminar privadamente en lo público, el privilegio de mirar sin que te miren.
Pero los valores democráticos son para el régimen democrático, para civilizar la competencia, para poder derrocar al gobierno sin derramamiento de sangre. Llevados esos valores a la vida privada son aguas que pudren la buena fe, el respeto franco y espontáneo, la charla libre de reglas y observadores, el cigarro que humea a sus anchas, la existencia relajada junto a otros. La política es un mal necesario y nadie nos puede obligar a cargar con ese mal a todas partes. Un principio liberal nos recuerda que uno de los fines últimos de la política es dejar el máximo espacio posible a la privacidad. Las excepciones son normas positivas; deben ser claras y justas.
La defensa de la familia es una forma de defender la vida privada y la defensa de la vida privada es la mejor manera de defender la familia. Por eso es una contradicción que la defensa de la familia sea combatiendo la libertad de dos de formar una familia. Los que argumentan contra el derecho de matrimonio de personas del mismo sexo en realidad están combatiendo la libertad familiar: niegan la expectativa jurídica de quienes deciden formalizar con el matrimonio una relación interhumana básica. (No deja de ser extraño que muchos de los que antes predicaban el amor libre y criticaban el matrimonio y la familia por ser instituciones tradicionales y burguesas, ahora exijan formar parte de la tradición que fustigaban. No los critico; sólo anoto mi extrañeza).
Pero la familia no es una isla desprendida del mundo; no es un refugio de blindas de acero o una cueva donde los humanos tengan derecho a tratarse a zurriagazos. El matrimonio, que en sí mismo es una familia, es producto de la voluntad de dos. No hay un fin único del matrimonio. La mayoría se casa con el fin de eternizar su amor. El amor es un refinado sorbo liliputiense, diría Naipaul. El amor es eterno mientras dura, decía Borges con ironía metafísica. Pero el amor y el desamor son asuntos privados. El estado no puede promover el amor por la misma razón por la que no puede meterse a resolver el problema del desamor. La felicidad y la infelicidad son asuntos privados. En esta lógica se inscribe la laicidad del estado en materia religiosa: no puede promover la fe por la misma razón por la que no puede promover la no fe; no puede llamar a creer por la misma razón por la que no puede convocar a no creer; no puede dar impulso a la religiosidad por la misma razón por la que no puede promover la irreligiosidad o la anti-religiosidad; no puede prohibir la adoración de dioses por la misma razón por la que no puede prohibir la adoración de demonios. Son asuntos de la vida privada, pero sujetos a la crítica pública. Lo que el estado debe es garantizar las libertades de creer o no creer, de manifestar una fe o no manifestarla. Al estado no le interesa que la gente crea, sino que la gente tenga la libertad de creer lo que le parezca mejor, personal, familiar y grupalmente.
El argumento político de lo social le otorga sentido a la familia y luego la democracia garantiza que la familia no oprima a los individuos ni se adueñe de la administración de sus libertades. Por muy tradicional que sea una familia, si es opresora, es deleznable. La familia es tan importante que no se puede dejar en la exclusividad de la voluntad de uno de sus miembros o en los dictados de una institución. Sólo un deschavetado puede creer que la violencia doméstica es un asunto sólo doméstico. Las libertades de la familia son amplias y sus límites son pocos y precisos. ¿De qué hay que defender a la familia? De los intentos de control de las tribus sociales, de la manipulación sectaria, de la imposición de un pensamiento único.
Es obvio que en cada familia los padres deciden el tipo de formación religiosa de sus hijos o de no formarlos religiosamente. Es su derecho. Las excepciones y los límites sólo pueden determinarlos normas de orden público, las normas penales, pero no solamente éstas. Los padres tienen derechos y obligaciones educativas con los hijos, pero no pueden decidir, por ejemplo, no mandarlos a la escuela básica; no pueden imponerse entre cónyuges, pongamos por casos, una moral o religión determinada, un modo específico de relación conyugal, una ideología, un carácter. El acuerdo es de dos, teniendo en cuenta lo que nos debemos los unos a los otros. Ni siquiera tienen derecho a imponerse gustos musicales, gastronómicos, el color de la falda, el corte de cabello o la hora de ir a la cama. Compartir gustos y preferencias de modo complementario es un buen principio. Si alguien lamenta el incremento de divorcios, no se ocupe tanto de la falta de valores morales y religiosos y mejor siga la pista de la falta de respeto a la individualidad entre cónyuges. La relación amorosa es complemento, no fusión, y algunos y algunas lo encuentran en personas de su mismo sexo; muchas veces, como ha dicho el escritor napolitano Erri de Luca en su libro de cuentos El contrario de uno (Siruela, 2005), dos personas no es el doble de uno, sino el contrario de uno: dos no es dos veces uno, sino el contrario de su soledad. De Luca llega a México en un par de días y ya nos explicará su interpretación de dos soledades que deciden vivir juntas.
La defensa de las relaciones interhumanas y comunitarias también es una defensa de la familia. No se defiende a la familia sin más; no se la enaltece sin ver la decadencia del respeto mutuo, la violencia física y moral y las muy socorridas violencias calladas de la indiferencia, de ese odio recíproco que va pudriendo el alma en silencio, golpe a golpe de miradas crueles, de gestos podridos, de la espalda como rostro. La defensa de la familia pasa en primer lugar por el reconocimiento mutuo. Lo dice muy bien Todorov: “Los seres humanos aspiran a reconocimientos simbólicos infinitamente más de lo que buscan la satisfacción de los sentidos”.
La defensa de la familia es, además de la integración del parentesco sanguíneo o por afinidad, la defensa de una buena relación interhumana, necesariamente social y suficientemente privada. De otro modo le estaríamos dando la razón a Margaret Thatcher cuando decía que sólo existían tres grandes categorías humanas: el Estado, la Familia y el Mercado. Decretó el fin de la sociabilidad del ser humano.
La familia oprimida por el estado es típica de sociedades cerradas, de estados absolutos, de dictaduras totalitarias. Pero la familia oprimida por las iglesias o por el Mercado de Margaret Thatcher son opresiones igualmente calamitosas. Si se defiende a la familia de lo que Fernando Savater llama “instituciones devoradoras”, en primer lugar defiéndasela de la familia misma.
Unos padres razonablemente previsores no envían a sus hijos de doce años a un internado religioso o militar; tampoco permiten que un iluminado los lleve a retiros espirituales sin antes verificar de quién y de qué se trata. Muchos peligros provienen de la propia familia y de organizaciones privadas o criminales que trafican con sus almas y sus cuerpos. Los curas que se han lanzado contra la Corte habían de tener en cuenta esta realidad a la hora de proferir injurias. Cada vez que la jerarquía católica predique la defensa de los niños tenga presente al padre Marcial Maciel.
El intercambio de acusaciones en que acabó convertido el asunto de los matrimonios entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción muestra que en la sociedad mexicana goza de cabal salud la más rancia de las intolerancias morales. La reforma al delito de aborto enardeció su odio: llamó asesinos y asesinas a unos y otras. Hace unos días el vocero de la Arquidiócesis de México, Juan Valdemar, declaró que Marcelo Ebrard y el gobierno han creado leyes destructivas de la familia que hacen un daño peor que el narcotráfico. La desproporción es de una violencia verbal que trasciende el simple desacuerdo y se enreda en una espiral de intolerancia que puede pasar de las palabras a las manos. Pero no se piense que la intolerancia tiene domicilio conocido: el PRD de los Ebrard y los López Obrador no ejemplifica la tolerancia sino la incivilidad.
Los fanáticos no tienen argumentos, tienen consignas. Reflejan, por desgracia, la intolerancia que anida en sectores sociales poco afectos a la reflexión razonada. Si se revisan detenidamente los orígenes de muchos de los más cruentos conflictos familiares y sociales, casi siempre nos vamos a encontrar con la desproporción. Exagerar un hecho, llevarlo al extremo, profetizar sus efectos últimos y definitivos, es un modo de inducir lo que se quiere evitar. La hinchazón de los juicios suele provenir de personalidades dilemáticas. Pero la exageración no sirve a la vida familiar ni a la política: todo se extrema, se polariza; los fanáticos tienen una base trágica de la vida: el humor los corroe; no ven la variedad de tonos grises entre el blanco y el negro. El vicio maniqueo proviene de los usos que se da a los textos sagrados: la Biblia, el Corán, los libros de Lacan y Omejn.
Hace falta un mínimo de buena fe. Nadie quiere matar a nadie; ninguna institución pública se propone producir daño a la familia; nadie pretende socavar o reducir las libertades fundamentales. En el otro lado, los sectores conservadores y clericales no obran con la intención de destruir a las instituciones públicas o derrocar al gobierno.
Por lo demás, el escrutinio racional es indispensable; sin él, no se podrían tomar las decisiones que eligen entre valores en conflicto.
Por fortuna la política no penetra en todas las facetas y espacios de la vida privada. Eso ocurre en los países donde aún se padece alguna forma de dictadura política, ideológica o religiosa. Aun en las democracias la política tiende a meterse donde nadie la llama; el estado a veces lo intenta en nombre del orden y la paz social; lo desean los enamorados del poder; lo predican los que creen y quieren que los valores democráticos invadan los espacios del amor, el sexo, la fe, la conciencia, la amistad, la familia, los sueños de perfección, la soledad sola o compartida, el derecho de caminar privadamente en lo público, el privilegio de mirar sin que te miren.
Pero los valores democráticos son para el régimen democrático, para civilizar la competencia, para poder derrocar al gobierno sin derramamiento de sangre. Llevados esos valores a la vida privada son aguas que pudren la buena fe, el respeto franco y espontáneo, la charla libre de reglas y observadores, el cigarro que humea a sus anchas, la existencia relajada junto a otros. La política es un mal necesario y nadie nos puede obligar a cargar con ese mal a todas partes. Un principio liberal nos recuerda que uno de los fines últimos de la política es dejar el máximo espacio posible a la privacidad. Las excepciones son normas positivas; deben ser claras y justas.
La defensa de la familia es una forma de defender la vida privada y la defensa de la vida privada es la mejor manera de defender la familia. Por eso es una contradicción que la defensa de la familia sea combatiendo la libertad de dos de formar una familia. Los que argumentan contra el derecho de matrimonio de personas del mismo sexo en realidad están combatiendo la libertad familiar: niegan la expectativa jurídica de quienes deciden formalizar con el matrimonio una relación interhumana básica. (No deja de ser extraño que muchos de los que antes predicaban el amor libre y criticaban el matrimonio y la familia por ser instituciones tradicionales y burguesas, ahora exijan formar parte de la tradición que fustigaban. No los critico; sólo anoto mi extrañeza).
Pero la familia no es una isla desprendida del mundo; no es un refugio de blindas de acero o una cueva donde los humanos tengan derecho a tratarse a zurriagazos. El matrimonio, que en sí mismo es una familia, es producto de la voluntad de dos. No hay un fin único del matrimonio. La mayoría se casa con el fin de eternizar su amor. El amor es un refinado sorbo liliputiense, diría Naipaul. El amor es eterno mientras dura, decía Borges con ironía metafísica. Pero el amor y el desamor son asuntos privados. El estado no puede promover el amor por la misma razón por la que no puede meterse a resolver el problema del desamor. La felicidad y la infelicidad son asuntos privados. En esta lógica se inscribe la laicidad del estado en materia religiosa: no puede promover la fe por la misma razón por la que no puede promover la no fe; no puede llamar a creer por la misma razón por la que no puede convocar a no creer; no puede dar impulso a la religiosidad por la misma razón por la que no puede promover la irreligiosidad o la anti-religiosidad; no puede prohibir la adoración de dioses por la misma razón por la que no puede prohibir la adoración de demonios. Son asuntos de la vida privada, pero sujetos a la crítica pública. Lo que el estado debe es garantizar las libertades de creer o no creer, de manifestar una fe o no manifestarla. Al estado no le interesa que la gente crea, sino que la gente tenga la libertad de creer lo que le parezca mejor, personal, familiar y grupalmente.
El argumento político de lo social le otorga sentido a la familia y luego la democracia garantiza que la familia no oprima a los individuos ni se adueñe de la administración de sus libertades. Por muy tradicional que sea una familia, si es opresora, es deleznable. La familia es tan importante que no se puede dejar en la exclusividad de la voluntad de uno de sus miembros o en los dictados de una institución. Sólo un deschavetado puede creer que la violencia doméstica es un asunto sólo doméstico. Las libertades de la familia son amplias y sus límites son pocos y precisos. ¿De qué hay que defender a la familia? De los intentos de control de las tribus sociales, de la manipulación sectaria, de la imposición de un pensamiento único.
Es obvio que en cada familia los padres deciden el tipo de formación religiosa de sus hijos o de no formarlos religiosamente. Es su derecho. Las excepciones y los límites sólo pueden determinarlos normas de orden público, las normas penales, pero no solamente éstas. Los padres tienen derechos y obligaciones educativas con los hijos, pero no pueden decidir, por ejemplo, no mandarlos a la escuela básica; no pueden imponerse entre cónyuges, pongamos por casos, una moral o religión determinada, un modo específico de relación conyugal, una ideología, un carácter. El acuerdo es de dos, teniendo en cuenta lo que nos debemos los unos a los otros. Ni siquiera tienen derecho a imponerse gustos musicales, gastronómicos, el color de la falda, el corte de cabello o la hora de ir a la cama. Compartir gustos y preferencias de modo complementario es un buen principio. Si alguien lamenta el incremento de divorcios, no se ocupe tanto de la falta de valores morales y religiosos y mejor siga la pista de la falta de respeto a la individualidad entre cónyuges. La relación amorosa es complemento, no fusión, y algunos y algunas lo encuentran en personas de su mismo sexo; muchas veces, como ha dicho el escritor napolitano Erri de Luca en su libro de cuentos El contrario de uno (Siruela, 2005), dos personas no es el doble de uno, sino el contrario de uno: dos no es dos veces uno, sino el contrario de su soledad. De Luca llega a México en un par de días y ya nos explicará su interpretación de dos soledades que deciden vivir juntas.
La defensa de las relaciones interhumanas y comunitarias también es una defensa de la familia. No se defiende a la familia sin más; no se la enaltece sin ver la decadencia del respeto mutuo, la violencia física y moral y las muy socorridas violencias calladas de la indiferencia, de ese odio recíproco que va pudriendo el alma en silencio, golpe a golpe de miradas crueles, de gestos podridos, de la espalda como rostro. La defensa de la familia pasa en primer lugar por el reconocimiento mutuo. Lo dice muy bien Todorov: “Los seres humanos aspiran a reconocimientos simbólicos infinitamente más de lo que buscan la satisfacción de los sentidos”.
La defensa de la familia es, además de la integración del parentesco sanguíneo o por afinidad, la defensa de una buena relación interhumana, necesariamente social y suficientemente privada. De otro modo le estaríamos dando la razón a Margaret Thatcher cuando decía que sólo existían tres grandes categorías humanas: el Estado, la Familia y el Mercado. Decretó el fin de la sociabilidad del ser humano.
La familia oprimida por el estado es típica de sociedades cerradas, de estados absolutos, de dictaduras totalitarias. Pero la familia oprimida por las iglesias o por el Mercado de Margaret Thatcher son opresiones igualmente calamitosas. Si se defiende a la familia de lo que Fernando Savater llama “instituciones devoradoras”, en primer lugar defiéndasela de la familia misma.
Unos padres razonablemente previsores no envían a sus hijos de doce años a un internado religioso o militar; tampoco permiten que un iluminado los lleve a retiros espirituales sin antes verificar de quién y de qué se trata. Muchos peligros provienen de la propia familia y de organizaciones privadas o criminales que trafican con sus almas y sus cuerpos. Los curas que se han lanzado contra la Corte habían de tener en cuenta esta realidad a la hora de proferir injurias. Cada vez que la jerarquía católica predique la defensa de los niños tenga presente al padre Marcial Maciel.
El intercambio de acusaciones en que acabó convertido el asunto de los matrimonios entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción muestra que en la sociedad mexicana goza de cabal salud la más rancia de las intolerancias morales. La reforma al delito de aborto enardeció su odio: llamó asesinos y asesinas a unos y otras. Hace unos días el vocero de la Arquidiócesis de México, Juan Valdemar, declaró que Marcelo Ebrard y el gobierno han creado leyes destructivas de la familia que hacen un daño peor que el narcotráfico. La desproporción es de una violencia verbal que trasciende el simple desacuerdo y se enreda en una espiral de intolerancia que puede pasar de las palabras a las manos. Pero no se piense que la intolerancia tiene domicilio conocido: el PRD de los Ebrard y los López Obrador no ejemplifica la tolerancia sino la incivilidad.
Los fanáticos no tienen argumentos, tienen consignas. Reflejan, por desgracia, la intolerancia que anida en sectores sociales poco afectos a la reflexión razonada. Si se revisan detenidamente los orígenes de muchos de los más cruentos conflictos familiares y sociales, casi siempre nos vamos a encontrar con la desproporción. Exagerar un hecho, llevarlo al extremo, profetizar sus efectos últimos y definitivos, es un modo de inducir lo que se quiere evitar. La hinchazón de los juicios suele provenir de personalidades dilemáticas. Pero la exageración no sirve a la vida familiar ni a la política: todo se extrema, se polariza; los fanáticos tienen una base trágica de la vida: el humor los corroe; no ven la variedad de tonos grises entre el blanco y el negro. El vicio maniqueo proviene de los usos que se da a los textos sagrados: la Biblia, el Corán, los libros de Lacan y Omejn.
Hace falta un mínimo de buena fe. Nadie quiere matar a nadie; ninguna institución pública se propone producir daño a la familia; nadie pretende socavar o reducir las libertades fundamentales. En el otro lado, los sectores conservadores y clericales no obran con la intención de destruir a las instituciones públicas o derrocar al gobierno.
Por lo demás, el escrutinio racional es indispensable; sin él, no se podrían tomar las decisiones que eligen entre valores en conflicto.
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