1
Un grupo de niñas de una ciudad fronteriza se dispone a jugar. De momento no saben a qué. Se sientan en círculo y se miran. Han jugado antes a tantos juegos que esperan un juego distinto, nuevo. Una niña de ocho años resuelve la expectación del grupo y propone: “Vamos a jugar a que vivíamos en una época en que no había violencia”.
Los padres de esas niñas conocieron, cuando fueron niños, la violencia por televisión. Esos padres nacieron entre 1970 y 1985. Cri cri ya era obsoleto y todavía más arcaicos eran los cuentos de hadas, los príncipes encantados, las brujas malvadas, los duendes de los bosques, las historias de fantasmas y aparecidos. La violencia televisiva escandalizó a los moralistas de ese tiempo: curas, profesores, padres de familia, agrupaciones católicas, intelectuales, académicos.
Es un despropósito deducir la violencia actual de la violencia televisiva o de los juegos de maquinitas donde niños y adolescentes manipulan con sorprendente maestría las masacres espantosas que libran monos todavía más espantosos. La deducción es falsa porque esos padres, cuando fueron niños, no confundían la fantasía con la realidad. La confusión, en ellos y en todos, sólo llega cuando se hacen adolescentes, jóvenes, adultos, padres.
Los niños juegan, saben que juegan y saben a qué juegan; sólo los adultos confundimos el juego con la realidad y la realidad con el juego.
2
Una de esas tardes de julio cuando el sol coagula el aire, frente a unas jacarandas perezosas de la colonia Niños Héroes, un grupo de adolescentes juega al secuestro. Tres de ellos, enmascarados como policías, soldados, sicarios o revolucionarios, simulan un secuestro, el de una muchacha de no más de quince años. Ella actúa como si nada; va en su auto, circula relajadamente. Los secuestradores se interponen; dos de ellos descienden con pistolas de juguete, amenazan a la muchacha, la bajan del vehículo, le tapan la boca y los ojos y la fuerzan a subir a la camioneta. Luego viene el arrancón chirriante. Apenas fueron unos segundos. La representación bien pudo ser filmada sin cortes. Los adolescentes que permanecen en la ancha banqueta del camellón aplauden la actuación. Son adolescentes de clase media, jovencitos que también quieren un juego distinto, nuevo.
De los ejemplos de las niñas que juegan a que vivían en una época en que no había violencia y el de los adolescentes que juegan al secuestro no se pueden sacar conclusiones inequívocas. Y, sin embargo, esos hechos significan algo; los especialistas (psicólogos, sociólogos, antropólogos, educadores) nos pueden decir algo más de lo que se ve a primera vista.
En un artículo reciente Soledad Loaeza escribe que “el narco y la violencia se han apoderado también de nuestra imaginación”. En los medios masivos no se habla de otra cosa. Los narcotraficantes se disputan calles, poblados y regiones; imponen su agenda al gobierno y a los medios masivos; definen el contenido de las charlas entre amigos y, peor aún, se están apoderando de la imaginación de niños y jóvenes.
Sin embargo, las niñas de la ciudad fronteriza que juegan a que vivían en una época en que no había violencia juegan a la esperanza, mientras que los adolescentes de la colonia Niños Héroes que juegan al secuestro recogen las briznas de la desesperanza.
3
A pesar su genealogía vergonzante, la denominación “colonia” dada a los asentamientos que se ubicaron fuera del casco antiguo de la ciudad (dividido en dos: el centro y los barrios), las colonias cumplieron una función social de gran importancia: fueron, ya en la década de 1970, una soplo de aire fresco que la ciudad respiró por primera vez en su centenaria historia. Antes de las colonias y los fraccionamientos, la ciudad era lo más parecido a la ciudad que padeció Thomas Bernhard en su infancia y adolescencia: una ciudad de fachadas. La nuestra era toda ella una fachada; sus fundamentos eran la discriminación y la hipocresía moral; los enormes y gruesos muros de las casonas de las principales calles del primer cuadro eran pura portada en el sentido dado por Bernhard. Si se traspasaba el recibidor de mosaico rojo reluciente y su hilera de helechos y petunias, en sus interiores se respiraba el hedor moralizante, la paternidad autoritaria y los bacines repletos.
El primer cuadro de la ciudad era una cara infranqueable; dentro se escondían secretos inconfesables: el loco arrumbado en el último cuarto, la hija embarazada en su cárcel de seda y silencio (llegado el momento, era llevada con unas monjas de Celaya para dar a luz. Había en la ciudad traficantes de recién nacidos que “negociaban” con matrimonios extranjeros al bebé indeseado), las criadas tallando a rodilla pelona los ladrillos colorados, el catolicismo chambón y de conveniencia, la mentira, el abolengo enmohecido.
La tentación suicida demuestra que en esas casonas había también una “habitación de zapatos” como en el internado de Bernhard: se sufría la perfidia de padres altaneros que, como el padre de Kafka, se envanecían ante sus hijos de los esfuerzos y sacrificios de su infancia, proclamaban lo bien que ahora vivían los jóvenes y recelaban de las modas juveniles, que en la década de 1960 eran el rock and roll y la duda.
Conocí a muchos de esos niños y adolescentes de 1960. Unos se rebelaron, se fueron lejos; otros se hicieron drogadictos y se fueron aún más lejos; la mayoría estudió lo que no quería y algunos se volvieron locos y fueron llevados al manicomio. Con los años regresaron: sonreían como idiotas, saludaban mecánicamente, la dicción les fue afilada con una lima dentada que raspó sus aguerridos cerebros. La rebeldía de los jóvenes de la ciudad-fachada fue decapitada.
La ciudad ha cambiado: ha sido encubierta con pintura firme, se encalaron los gruesos muros, se pulieron las canteras, se vaciaron los orinales. Pero las fachadas no cantan: esconden secretos, silencian martirios, refulgen sombras de crueldad sobre niños lastimados de por vida.
Desde Agapito Pozo (1943) la ciudad ha sido gobernada trinitariamente: el gobernador político, el gobernador eclesiástico y el gobernador económico. Han coexistido pacíficamente durante casi setenta años. En la sede del obispado compartían el pan, la sal y las indulgencias. A veces las fiestas eran de carrera larga. Los taxistas maloras llamaban al edificio episcopal el “Obispedo”. No se puede entender la historia de la ciudad sin estudiar a fondo la división de poderes que en los hechos ha funcionado como máquina de reloj durante siete décadas. Gracias al gobierno trinitario la ciudad ha gozado, como dicen los discursos, de tranquilidad pública y paz social. Actualmente el gobernador económico ya no se deposita en una sola persona, y este hecho ha modificado lo que los académicos llaman “correlación de fuerzas”. Los valores democráticos no han podido derruir el muro del sistema trinitario de gobierno.
4
Pero ¿cuándo se tiene conciencia de que un juego es un juego y cuándo se confunden juego y realidad?
Chesterton decía que había que estirar la niñez. Es penoso que los padres modernos, irreflexivos, se dejen convencer por las chácharas psicológicas que hoy se venden en el mercado educativo como tacos al pastor. Tratan a los niños como adultos y a los adultos como niños. La escuela se ha convertido en una gran bodega: de bebés van a la guardería, antes de los cuatro años van al maternal, luego al kínder y en adelante la escuela es una guardería de adolescentes y adultos. Los padres no tienen alternativa: hay que trabajar, realizarse, tener vida propia, “empoderarse”. Pero el mal menor a veces es un mal del tamaño de una montaña inabarcable.
Los niños no confunden el juego con la realidad. La confusión empieza cuando la niñez es metida en una caja de archivo muerto. La imaginación se debilita y las canciones de Cri cri se vuelven bobas. Habría que explicar a los niños palabras como “barro”, “sopa de quelites”, “cruja”, “alfarero”, “y ni ánimas”, “puras habas” y otras. Creo que Chesterton se habría carcajeado al escuchar el intercambio de insultos entre el comal y la olla. Ningún niño de la época de Cri cri se engañaba; su imaginación era más real que muchas enseñanzas escolares. Un niño, dice, entiende la naturaleza del arte mucho antes de que entienda la naturaleza del razonamiento. Es cierto, la estética es anterior a la ética, a la política y a la ciencia.
5
Las niñas que juegan a que vivían en una época en que no había violencia saben su juego: no se engañan pero no se desengañan. El secuestro simulado también es un juego y la ruleta rusa también lo es.
La niñez se ha comprimido; los padres y la sociedad plantean exigencias absurdas en las que casi todos caen: preparan a sus bebés para el futuro. Y en nombre de tan honorable coartada, cercenan las maravillas del presente, el tiempo de la niñez, el bendito espacio donde se puede ser completamente feliz, sin artificios ni respingos. Nunca he entendido los castigos a los niños. Detesto que se diga que es por su bien. Esos padres son, como decía el desgraciado Thomas Bernhard, vulgares procreadores.
Las niñas de la ciudad fronteriza que juegan a que vivían en una época en que no había violencia tienen una imaginación tan real como los cuentos de hadas, duendes, elefantes que vuelan y el pleito de dignidades ofendidas entre el comal y la olla.
El niño sólo pretende hacer entrar su cabecita en el cielo y el adulto pretende hacer entrar el cielo en su cabeza, hasta que le explota. Chesterton afirmaba que a los seis años era más sabio que a los veinte. Pero agregó: “Dios no permita que esto me sirva de base para una teoría pedagógica”.
Un grupo de niñas de una ciudad fronteriza se dispone a jugar. De momento no saben a qué. Se sientan en círculo y se miran. Han jugado antes a tantos juegos que esperan un juego distinto, nuevo. Una niña de ocho años resuelve la expectación del grupo y propone: “Vamos a jugar a que vivíamos en una época en que no había violencia”.
Los padres de esas niñas conocieron, cuando fueron niños, la violencia por televisión. Esos padres nacieron entre 1970 y 1985. Cri cri ya era obsoleto y todavía más arcaicos eran los cuentos de hadas, los príncipes encantados, las brujas malvadas, los duendes de los bosques, las historias de fantasmas y aparecidos. La violencia televisiva escandalizó a los moralistas de ese tiempo: curas, profesores, padres de familia, agrupaciones católicas, intelectuales, académicos.
Es un despropósito deducir la violencia actual de la violencia televisiva o de los juegos de maquinitas donde niños y adolescentes manipulan con sorprendente maestría las masacres espantosas que libran monos todavía más espantosos. La deducción es falsa porque esos padres, cuando fueron niños, no confundían la fantasía con la realidad. La confusión, en ellos y en todos, sólo llega cuando se hacen adolescentes, jóvenes, adultos, padres.
Los niños juegan, saben que juegan y saben a qué juegan; sólo los adultos confundimos el juego con la realidad y la realidad con el juego.
2
Una de esas tardes de julio cuando el sol coagula el aire, frente a unas jacarandas perezosas de la colonia Niños Héroes, un grupo de adolescentes juega al secuestro. Tres de ellos, enmascarados como policías, soldados, sicarios o revolucionarios, simulan un secuestro, el de una muchacha de no más de quince años. Ella actúa como si nada; va en su auto, circula relajadamente. Los secuestradores se interponen; dos de ellos descienden con pistolas de juguete, amenazan a la muchacha, la bajan del vehículo, le tapan la boca y los ojos y la fuerzan a subir a la camioneta. Luego viene el arrancón chirriante. Apenas fueron unos segundos. La representación bien pudo ser filmada sin cortes. Los adolescentes que permanecen en la ancha banqueta del camellón aplauden la actuación. Son adolescentes de clase media, jovencitos que también quieren un juego distinto, nuevo.
De los ejemplos de las niñas que juegan a que vivían en una época en que no había violencia y el de los adolescentes que juegan al secuestro no se pueden sacar conclusiones inequívocas. Y, sin embargo, esos hechos significan algo; los especialistas (psicólogos, sociólogos, antropólogos, educadores) nos pueden decir algo más de lo que se ve a primera vista.
En un artículo reciente Soledad Loaeza escribe que “el narco y la violencia se han apoderado también de nuestra imaginación”. En los medios masivos no se habla de otra cosa. Los narcotraficantes se disputan calles, poblados y regiones; imponen su agenda al gobierno y a los medios masivos; definen el contenido de las charlas entre amigos y, peor aún, se están apoderando de la imaginación de niños y jóvenes.
Sin embargo, las niñas de la ciudad fronteriza que juegan a que vivían en una época en que no había violencia juegan a la esperanza, mientras que los adolescentes de la colonia Niños Héroes que juegan al secuestro recogen las briznas de la desesperanza.
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A pesar su genealogía vergonzante, la denominación “colonia” dada a los asentamientos que se ubicaron fuera del casco antiguo de la ciudad (dividido en dos: el centro y los barrios), las colonias cumplieron una función social de gran importancia: fueron, ya en la década de 1970, una soplo de aire fresco que la ciudad respiró por primera vez en su centenaria historia. Antes de las colonias y los fraccionamientos, la ciudad era lo más parecido a la ciudad que padeció Thomas Bernhard en su infancia y adolescencia: una ciudad de fachadas. La nuestra era toda ella una fachada; sus fundamentos eran la discriminación y la hipocresía moral; los enormes y gruesos muros de las casonas de las principales calles del primer cuadro eran pura portada en el sentido dado por Bernhard. Si se traspasaba el recibidor de mosaico rojo reluciente y su hilera de helechos y petunias, en sus interiores se respiraba el hedor moralizante, la paternidad autoritaria y los bacines repletos.
El primer cuadro de la ciudad era una cara infranqueable; dentro se escondían secretos inconfesables: el loco arrumbado en el último cuarto, la hija embarazada en su cárcel de seda y silencio (llegado el momento, era llevada con unas monjas de Celaya para dar a luz. Había en la ciudad traficantes de recién nacidos que “negociaban” con matrimonios extranjeros al bebé indeseado), las criadas tallando a rodilla pelona los ladrillos colorados, el catolicismo chambón y de conveniencia, la mentira, el abolengo enmohecido.
La tentación suicida demuestra que en esas casonas había también una “habitación de zapatos” como en el internado de Bernhard: se sufría la perfidia de padres altaneros que, como el padre de Kafka, se envanecían ante sus hijos de los esfuerzos y sacrificios de su infancia, proclamaban lo bien que ahora vivían los jóvenes y recelaban de las modas juveniles, que en la década de 1960 eran el rock and roll y la duda.
Conocí a muchos de esos niños y adolescentes de 1960. Unos se rebelaron, se fueron lejos; otros se hicieron drogadictos y se fueron aún más lejos; la mayoría estudió lo que no quería y algunos se volvieron locos y fueron llevados al manicomio. Con los años regresaron: sonreían como idiotas, saludaban mecánicamente, la dicción les fue afilada con una lima dentada que raspó sus aguerridos cerebros. La rebeldía de los jóvenes de la ciudad-fachada fue decapitada.
La ciudad ha cambiado: ha sido encubierta con pintura firme, se encalaron los gruesos muros, se pulieron las canteras, se vaciaron los orinales. Pero las fachadas no cantan: esconden secretos, silencian martirios, refulgen sombras de crueldad sobre niños lastimados de por vida.
Desde Agapito Pozo (1943) la ciudad ha sido gobernada trinitariamente: el gobernador político, el gobernador eclesiástico y el gobernador económico. Han coexistido pacíficamente durante casi setenta años. En la sede del obispado compartían el pan, la sal y las indulgencias. A veces las fiestas eran de carrera larga. Los taxistas maloras llamaban al edificio episcopal el “Obispedo”. No se puede entender la historia de la ciudad sin estudiar a fondo la división de poderes que en los hechos ha funcionado como máquina de reloj durante siete décadas. Gracias al gobierno trinitario la ciudad ha gozado, como dicen los discursos, de tranquilidad pública y paz social. Actualmente el gobernador económico ya no se deposita en una sola persona, y este hecho ha modificado lo que los académicos llaman “correlación de fuerzas”. Los valores democráticos no han podido derruir el muro del sistema trinitario de gobierno.
4
Pero ¿cuándo se tiene conciencia de que un juego es un juego y cuándo se confunden juego y realidad?
Chesterton decía que había que estirar la niñez. Es penoso que los padres modernos, irreflexivos, se dejen convencer por las chácharas psicológicas que hoy se venden en el mercado educativo como tacos al pastor. Tratan a los niños como adultos y a los adultos como niños. La escuela se ha convertido en una gran bodega: de bebés van a la guardería, antes de los cuatro años van al maternal, luego al kínder y en adelante la escuela es una guardería de adolescentes y adultos. Los padres no tienen alternativa: hay que trabajar, realizarse, tener vida propia, “empoderarse”. Pero el mal menor a veces es un mal del tamaño de una montaña inabarcable.
Los niños no confunden el juego con la realidad. La confusión empieza cuando la niñez es metida en una caja de archivo muerto. La imaginación se debilita y las canciones de Cri cri se vuelven bobas. Habría que explicar a los niños palabras como “barro”, “sopa de quelites”, “cruja”, “alfarero”, “y ni ánimas”, “puras habas” y otras. Creo que Chesterton se habría carcajeado al escuchar el intercambio de insultos entre el comal y la olla. Ningún niño de la época de Cri cri se engañaba; su imaginación era más real que muchas enseñanzas escolares. Un niño, dice, entiende la naturaleza del arte mucho antes de que entienda la naturaleza del razonamiento. Es cierto, la estética es anterior a la ética, a la política y a la ciencia.
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Las niñas que juegan a que vivían en una época en que no había violencia saben su juego: no se engañan pero no se desengañan. El secuestro simulado también es un juego y la ruleta rusa también lo es.
La niñez se ha comprimido; los padres y la sociedad plantean exigencias absurdas en las que casi todos caen: preparan a sus bebés para el futuro. Y en nombre de tan honorable coartada, cercenan las maravillas del presente, el tiempo de la niñez, el bendito espacio donde se puede ser completamente feliz, sin artificios ni respingos. Nunca he entendido los castigos a los niños. Detesto que se diga que es por su bien. Esos padres son, como decía el desgraciado Thomas Bernhard, vulgares procreadores.
Las niñas de la ciudad fronteriza que juegan a que vivían en una época en que no había violencia tienen una imaginación tan real como los cuentos de hadas, duendes, elefantes que vuelan y el pleito de dignidades ofendidas entre el comal y la olla.
El niño sólo pretende hacer entrar su cabecita en el cielo y el adulto pretende hacer entrar el cielo en su cabeza, hasta que le explota. Chesterton afirmaba que a los seis años era más sabio que a los veinte. Pero agregó: “Dios no permita que esto me sirva de base para una teoría pedagógica”.
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