martes, 31 de agosto de 2010

Los nombres de la intolerancia

(Tercera de cuatro partes)
El conflicto de valores que estaba en el centro del debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción se convirtió, en cuanto la Corte resolvió su constitucionalidad, en un espectáculo. La acusación del cardenal Sandoval Íñiguez de que los ministros de la Suprema Corte habían sido maiceados por el jefe de gobierno Marcelo Ebrard fue el cerillo que encendió la mecha del talk show. Y la demanda civil por daño moral interpuesta por Marcelo Ebrard alfombró la pasarela del espectáculo y el tema central del debate prácticamente desapareció del escenario.
Como sea que fuere, el conflicto de valores que produjo la resolución de la Corte sobre la constitucionalidad de las reformas que amplían el derecho de matrimonio y de adopción a personas del mismo debe servir para formular el problema de fondo: el papel que la religión desempeña en la política y en la vida pública. La pregunta es obligada: ¿De qué modo podemos construir un debate genuino acerca de la influencia de la religión, lo religioso y la religiosidad en la política con tal de evitar el encendido recurrente de la hoguera de intolerancias que nos enfrenta?
Un principio democrático nos recuerda que las mayorías deciden; la otra cara de la moneda es que las decisiones mayoritarias no han de aplastar a las minorías; pero más importante es que las minorías no impongan, en nombre del muy rentable papel de víctimas o de cualquiera otra razón histórica o moral, su ideología e intereses a todos.
En las dos primeras partes de estos apuntes he tratado de argumentar a favor de la pertinencia sustantiva y procesal de la resolución de la Corte. El fundamento jurídico y democrático es el principio de igualdad de derechos del artículo 1º de la Constitución, reforzado con el principio derivado que prohíbe la discriminación. Jurídica, política y moralmente la resolución de la Corte es legítima y parece justa. Sin embargo, sobre ese mismo principio de igualdad se fincó el derecho de adopción. El argumento fue en esencia el mismo, aderezado con algunas consideraciones de índole sociológica que sólo consiguieron desemparejar el piso donde tenía que haberse dado la discusión principal. Si el matrimonio entre personas del mismo sexo se examinó en el plano de la igualdad de derechos, la extensión analógica al derecho de adopción resultó impertinente. La argumentación en este caso debió situarse en la perspectiva del menor, no del matrimonio. Una primera pregunta se puede formular así: ¿no tiene un niño el derecho de igualdad de ser adoptado por un matrimonio formado por un hombre y una mujer?
Como sea que cada quien responda a esta cuestión, creo que el debate tuvo el defecto de reunir en un mismo expediente dos asuntos distintos. Una segunda pregunta se puede formular del siguiente modo: ¿no es la adopción un derecho derivado del matrimonio y no es el derecho del niño un derecho original, primario? Por lo demás, me parece que la decisión de aprobar ambos derechos de un jalón tuvo el yerro político de atizar el brasero de un rencor añejo.
¿Por qué no se pospuso el tema de la adopción? ¿Estábamos realmente ante un problema tan apremiante que no pudiera postergarse un poco, teniendo en cuenta que millones de creyentes se sentirían ofendidos, lastimados o agredidos? La falta de sensatez, escribe Amartya Sen en La idea de la justicia, puede ser fuente de equivocaciones morales. El juicio es aplicable con mayor razón a las equivocaciones políticas, más aún si en medio vibran los sentimientos morales de la mayor parte de la población.
La verdad jurídica y la mayoría de votos no son los únicos valores en juego. Las decisiones políticas son, al menos en teoría, racionales. Pero la razón no es una señora que corre desnuda por la plaza pública gritando que es dueña absoluta de su cuerpo, proclamando su libertad a los cuatro ventarrones, pero cancelando la libertad que tienen otros de pasear con sus hijos en esa plaza. No hay libertades absolutas; ni siquiera la libertad de pensamiento lo es, decía Spinoza. Si esa señora autonombrada “razón” insiste en alegar su derecho a correr desnuda alrededor de la plaza porque es dueña absoluta de su cuerpo, una simple y sencilla norma municipal llega y la cubre; luego la encarcela y la multa; si el comisario tiene un mínimo de caridad y sentido del humor, sugerirá a la razón desnuda que su derecho lo puede ejercer a sus anchas carnes en una playa nudista, no sin advertirle el riesgo de que nadie voltee a mirarla.
Razonamiento y sensibilidad son actividades profundamente interrelacionadas. A doscientos cincuenta años de que Adam Smith escribió su Teoría de los sentimientos morales (1759), el mejor festejo es volverlo a leer; tal vez reaprendamos la obligación intelectual de mantener una indispensable imparcialidad frente a dichos sentimientos, con tal de no petrificarnos en el pueblerinato moral que anula el ejercicio de la crítica a la influencia de los intereses creados y a las costumbres y tradiciones.
El poder democrático es un poder moderado y el estado laico nos provee de normas y prácticas que frenan legalmente los excesos y abusos de cualquier poder: un clan familiar, una tribu social, el Mercado de Margaret Thatcher, el cardenal de Guadalajara o las mentiras de sanaciones milagrosas, medicamentos mágicos o promesas absurdas. En un sentido amplio, la laicidad significa moderación del poder; su significado genuino consiste en evitar que se imponga a la sociedad un pensamiento político y económico único, una ideología única, una moral única, una religión única, un consumo único o una forma de relación interhumana única.
Se exige que la secretaría de gobernación sancione al cardenal Sandoval Íñiguez y al vocero del Arzobispado Juan Valdemar por violar el artículo 130 de la Constitución. El asunto nos recuerda que están por cumplirse veinte años de vigencia del marco jurídico en materia de libertades religiosas y asociaciones de culto. Ahora podemos examinar, a la luz de las nuevas realidades políticas, una legislación que puso fin, desde 1992, a una etapa de conflictos entre la autoridad civil y la iglesia católica que se remonta a los tiempos del Regio Patronato. Hagamos un poco de memoria.
El presidente Carlos Salinas decidió, influido por la diplomacia vaticana y por el desmoronamiento de los gobiernos totalitarios y las sociedades cerradas, reformar la Constitución para modernizar la situación jurídica de las iglesias y dar por terminado el régimen que las desconocía en términos absolutos y negaba derechos humanos básicos a los ministros del culto.
En 1991 la clase política del PRI y la intelectualidad mexicana padecían, en distintos grados, el virus que recibimos del anticlericalismo de los siglos XIX y XX. El secretario de gobernación, el legendario Fernando Gutiérrez Barrios, le pidió al presidente Salinas que excusara a su secretaría de la tarea de dar marcha atrás a unos principios respecto de los cuales se tenían convicciones profundas e innegociables. Por decirlo así, el secretario de gobernación opuso una objeción de conciencia para no ser él quien derribara uno de los pilares del liberalismo anticlerical sintetizado en el artículo 130 constitucional de 1917. El presidente Salinas lo excusó y encargó la tarea a otra área de su gobierno, donde se organizó la comisión redactora de la que fui parte. La redacción de la propuesta que el presidente Salinas suscribiría en calidad de iniciativa de ley para enviar al Senado estuvo caracterizada por un ánimo entre temeroso y escéptico; había un ambiente demasiado cauteloso y las discusiones a veces se radicalizaron. A mí me parecía insostenible, por ejemplo, la negación de derechos humanos a los sacerdotes; igualmente me parecía indigno que el estado regulara asuntos de la vida interna de las corporaciones eclesiásticas. Aún recuerdo las quisquillas gestudas de quienes profetizaban que los curas se apoderarían del poder. Tal vez confirmaron sus sospechas cuando el PAN ganó la presidencia el año 2000. Es curioso que ese mismo año se hizo visible el inicio de la peor crisis de la iglesia católica en siglos, pero es un mito jacobino culpar al clero católico de la derrota del PRI el año 2000. En realidad la “culpa” fue de los ciudadanos.
La legislación resultante no era la mejor que se podía lograr pero fue el principio de una transición que se esperaba civilizada. Hoy creo que el nuevo marco jurídico de 1992 fue suficiente para dar por concluido un largo período de enfrentamientos y discordias. El clero mexicano no consiguió lo mucho que pedía en 1991 y 1992. Ellos proponían una ley orgánica que trajeron de la España episcopal, y hubo los que enviaron un proyecto similar al alemán, donde el estado recauda impuestos religiosos para entregarlos a las iglesias, proporcionales al número de fieles de cada una de las confesiones, previa declaración de fe. Aceptarlo era, en el caso mexicano, la violación a una libertad religiosa: nadie puede ser obligado a declarar sus creencias. Los obispos alegaban que en México el noventa por ciento de los creyentes era católico, y que había que considerar en la ley ese hecho cultural. Otras propuestas insistían en la neutralidad religiosa al estilo de los modelos de otros países, pero el modelo de neutralidad rompía innecesariamente con nuestra tradición laica y liberal. Algunos intelectuales todavía creen que el estado debe ser neutral en materia religiosa. Suponen que neutralidad y laicidad son sinónimos. No es así: el estado laico considera que las libertades religiosas son de orden público pero no de interés social. En la neutralidad el estado promueve la religiosidad, sin favoritismos, y en la laicidad la religiosidad es un asunto exclusivo de los particulares. El estado laico ni siquiera implica neutralidad; en sentido estricto tampoco implica arbitraje.
Visto a la distancia de casi veinte años, el artículo 130 aprobado en diciembre de 1991 es un caso ejemplar de abuso de la memoria. La razón histórica pesó más que la razón democrática. Ni el estado ni la iglesia católica fueron capaces de ver que la sociedad caminaba delante de ambos.

jueves, 26 de agosto de 2010

Los nombres de la intolerancia

(Segunda de cuatro partes)
Por fortuna la política no penetra en todas las facetas y espacios de la vida privada. Eso ocurre en los países donde aún se padece alguna forma de dictadura política, ideológica o religiosa. Aun en las democracias la política tiende a meterse donde nadie la llama; el estado a veces lo intenta en nombre del orden y la paz social; lo desean los enamorados del poder; lo predican los que creen y quieren que los valores democráticos invadan los espacios del amor, el sexo, la fe, la conciencia, la amistad, la familia, los sueños de perfección, la soledad sola o compartida, el derecho de caminar privadamente en lo público, el privilegio de mirar sin que te miren.
Pero los valores democráticos son para el régimen democrático, para civilizar la competencia, para poder derrocar al gobierno sin derramamiento de sangre. Llevados esos valores a la vida privada son aguas que pudren la buena fe, el respeto franco y espontáneo, la charla libre de reglas y observadores, el cigarro que humea a sus anchas, la existencia relajada junto a otros. La política es un mal necesario y nadie nos puede obligar a cargar con ese mal a todas partes. Un principio liberal nos recuerda que uno de los fines últimos de la política es dejar el máximo espacio posible a la privacidad. Las excepciones son normas positivas; deben ser claras y justas.
La defensa de la familia es una forma de defender la vida privada y la defensa de la vida privada es la mejor manera de defender la familia. Por eso es una contradicción que la defensa de la familia sea combatiendo la libertad de dos de formar una familia. Los que argumentan contra el derecho de matrimonio de personas del mismo sexo en realidad están combatiendo la libertad familiar: niegan la expectativa jurídica de quienes deciden formalizar con el matrimonio una relación interhumana básica. (No deja de ser extraño que muchos de los que antes predicaban el amor libre y criticaban el matrimonio y la familia por ser instituciones tradicionales y burguesas, ahora exijan formar parte de la tradición que fustigaban. No los critico; sólo anoto mi extrañeza).
Pero la familia no es una isla desprendida del mundo; no es un refugio de blindas de acero o una cueva donde los humanos tengan derecho a tratarse a zurriagazos. El matrimonio, que en sí mismo es una familia, es producto de la voluntad de dos. No hay un fin único del matrimonio. La mayoría se casa con el fin de eternizar su amor. El amor es un refinado sorbo liliputiense, diría Naipaul. El amor es eterno mientras dura, decía Borges con ironía metafísica. Pero el amor y el desamor son asuntos privados. El estado no puede promover el amor por la misma razón por la que no puede meterse a resolver el problema del desamor. La felicidad y la infelicidad son asuntos privados. En esta lógica se inscribe la laicidad del estado en materia religiosa: no puede promover la fe por la misma razón por la que no puede promover la no fe; no puede llamar a creer por la misma razón por la que no puede convocar a no creer; no puede dar impulso a la religiosidad por la misma razón por la que no puede promover la irreligiosidad o la anti-religiosidad; no puede prohibir la adoración de dioses por la misma razón por la que no puede prohibir la adoración de demonios. Son asuntos de la vida privada, pero sujetos a la crítica pública. Lo que el estado debe es garantizar las libertades de creer o no creer, de manifestar una fe o no manifestarla. Al estado no le interesa que la gente crea, sino que la gente tenga la libertad de creer lo que le parezca mejor, personal, familiar y grupalmente.
El argumento político de lo social le otorga sentido a la familia y luego la democracia garantiza que la familia no oprima a los individuos ni se adueñe de la administración de sus libertades. Por muy tradicional que sea una familia, si es opresora, es deleznable. La familia es tan importante que no se puede dejar en la exclusividad de la voluntad de uno de sus miembros o en los dictados de una institución. Sólo un deschavetado puede creer que la violencia doméstica es un asunto sólo doméstico. Las libertades de la familia son amplias y sus límites son pocos y precisos. ¿De qué hay que defender a la familia? De los intentos de control de las tribus sociales, de la manipulación sectaria, de la imposición de un pensamiento único.
Es obvio que en cada familia los padres deciden el tipo de formación religiosa de sus hijos o de no formarlos religiosamente. Es su derecho. Las excepciones y los límites sólo pueden determinarlos normas de orden público, las normas penales, pero no solamente éstas. Los padres tienen derechos y obligaciones educativas con los hijos, pero no pueden decidir, por ejemplo, no mandarlos a la escuela básica; no pueden imponerse entre cónyuges, pongamos por casos, una moral o religión determinada, un modo específico de relación conyugal, una ideología, un carácter. El acuerdo es de dos, teniendo en cuenta lo que nos debemos los unos a los otros. Ni siquiera tienen derecho a imponerse gustos musicales, gastronómicos, el color de la falda, el corte de cabello o la hora de ir a la cama. Compartir gustos y preferencias de modo complementario es un buen principio. Si alguien lamenta el incremento de divorcios, no se ocupe tanto de la falta de valores morales y religiosos y mejor siga la pista de la falta de respeto a la individualidad entre cónyuges. La relación amorosa es complemento, no fusión, y algunos y algunas lo encuentran en personas de su mismo sexo; muchas veces, como ha dicho el escritor napolitano Erri de Luca en su libro de cuentos El contrario de uno (Siruela, 2005), dos personas no es el doble de uno, sino el contrario de uno: dos no es dos veces uno, sino el contrario de su soledad. De Luca llega a México en un par de días y ya nos explicará su interpretación de dos soledades que deciden vivir juntas.
La defensa de las relaciones interhumanas y comunitarias también es una defensa de la familia. No se defiende a la familia sin más; no se la enaltece sin ver la decadencia del respeto mutuo, la violencia física y moral y las muy socorridas violencias calladas de la indiferencia, de ese odio recíproco que va pudriendo el alma en silencio, golpe a golpe de miradas crueles, de gestos podridos, de la espalda como rostro. La defensa de la familia pasa en primer lugar por el reconocimiento mutuo. Lo dice muy bien Todorov: “Los seres humanos aspiran a reconocimientos simbólicos infinitamente más de lo que buscan la satisfacción de los sentidos”.
La defensa de la familia es, además de la integración del parentesco sanguíneo o por afinidad, la defensa de una buena relación interhumana, necesariamente social y suficientemente privada. De otro modo le estaríamos dando la razón a Margaret Thatcher cuando decía que sólo existían tres grandes categorías humanas: el Estado, la Familia y el Mercado. Decretó el fin de la sociabilidad del ser humano.
La familia oprimida por el estado es típica de sociedades cerradas, de estados absolutos, de dictaduras totalitarias. Pero la familia oprimida por las iglesias o por el Mercado de Margaret Thatcher son opresiones igualmente calamitosas. Si se defiende a la familia de lo que Fernando Savater llama “instituciones devoradoras”, en primer lugar defiéndasela de la familia misma.
Unos padres razonablemente previsores no envían a sus hijos de doce años a un internado religioso o militar; tampoco permiten que un iluminado los lleve a retiros espirituales sin antes verificar de quién y de qué se trata. Muchos peligros provienen de la propia familia y de organizaciones privadas o criminales que trafican con sus almas y sus cuerpos. Los curas que se han lanzado contra la Corte habían de tener en cuenta esta realidad a la hora de proferir injurias. Cada vez que la jerarquía católica predique la defensa de los niños tenga presente al padre Marcial Maciel.
El intercambio de acusaciones en que acabó convertido el asunto de los matrimonios entre personas del mismo sexo y su derecho de adopción muestra que en la sociedad mexicana goza de cabal salud la más rancia de las intolerancias morales. La reforma al delito de aborto enardeció su odio: llamó asesinos y asesinas a unos y otras. Hace unos días el vocero de la Arquidiócesis de México, Juan Valdemar, declaró que Marcelo Ebrard y el gobierno han creado leyes destructivas de la familia que hacen un daño peor que el narcotráfico. La desproporción es de una violencia verbal que trasciende el simple desacuerdo y se enreda en una espiral de intolerancia que puede pasar de las palabras a las manos. Pero no se piense que la intolerancia tiene domicilio conocido: el PRD de los Ebrard y los López Obrador no ejemplifica la tolerancia sino la incivilidad.
Los fanáticos no tienen argumentos, tienen consignas. Reflejan, por desgracia, la intolerancia que anida en sectores sociales poco afectos a la reflexión razonada. Si se revisan detenidamente los orígenes de muchos de los más cruentos conflictos familiares y sociales, casi siempre nos vamos a encontrar con la desproporción. Exagerar un hecho, llevarlo al extremo, profetizar sus efectos últimos y definitivos, es un modo de inducir lo que se quiere evitar. La hinchazón de los juicios suele provenir de personalidades dilemáticas. Pero la exageración no sirve a la vida familiar ni a la política: todo se extrema, se polariza; los fanáticos tienen una base trágica de la vida: el humor los corroe; no ven la variedad de tonos grises entre el blanco y el negro. El vicio maniqueo proviene de los usos que se da a los textos sagrados: la Biblia, el Corán, los libros de Lacan y Omejn.
Hace falta un mínimo de buena fe. Nadie quiere matar a nadie; ninguna institución pública se propone producir daño a la familia; nadie pretende socavar o reducir las libertades fundamentales. En el otro lado, los sectores conservadores y clericales no obran con la intención de destruir a las instituciones públicas o derrocar al gobierno.
Por lo demás, el escrutinio racional es indispensable; sin él, no se podrían tomar las decisiones que eligen entre valores en conflicto.

jueves, 19 de agosto de 2010

La sonrisa de la gladiola

1
Los ruidos, los sonidos y los silencios han sido suplantados. En realidad no han desaparecido: el estruendo ha debilitado sus voces; su objetividad audible es la misma pero los sentidos humanos no saben de leyes generales de la naturaleza; las ramas crujen solitarias y el ritmo de la lluvia mantiene sus distintos tiempos, unos amables y otros temibles; la opacidad de los viejos ruidos, sonidos y silencios ha sido causada por texturas arcillosas, oxidación, decadencia del oído, divinización del olvido. Por decirlo así, la ciudad es una competencia de ruidos y silencios, de tiempo vivo y naturaleza muerta, de sonoridades conocidas y sintonías desconocidas.
En una guerra la gente ya no oye los ladridos ni los graznidos; durante el miedo el aroma de los geranios se macula de humo de aceite quemado y el ruidillo de las hojas secas arrastradas por el viento interioriza sus matojos y flirteos; en momentos y lugares donde la violencia se ha apropiado de las calles y de las plazas sólo se oyen los disparos, el ulular de sirenas voraces de sangre. Las campanas de los templos pierden los tonos, las intensidades, los compases y los significados que antes difundían un lenguaje, una señal, una llamada, un misterio. El tañer de las campanas es un enigma tan extático como descubrir que los árboles crecen hacia arriba y cuelgan hacia abajo, como el mechón en la frente de una muchacha triste. Soy un amoroso de los árboles de nogal; caminar dentro de una nogalera en época de floración es conocer el cielo desde dentro; en invierno sus ramas desnudas y larguiruchas dibujan los altos y los bajos de la canción húngara Domingo sombrío. El que ha estado entre nogales sabe lo que digo.
2
México, se dice con una metáfora, nació con el repique de una campana y un grito. El repique de campanas, con sus distintos tiempos y armonías, eran anuncio de duelo o júbilo, un llamado a misa o a una rebelión. En condiciones normales, el lenguaje sonoro de los campanarios de la ciudad ha sido parte de nuestra forma de ver, sentir y pensar la vida. Nunca he estado en un campanario, pero desde niño creo que ha de ser como ver la luna desde una estrella, así como lo ven los pescadores el río donde su esperanza de cada día es un zigzagueo moroso y amoroso.
3
He conocido personas a las que les molestan los campanarios y el sonido grave o agudo de las campanas. Me enteré de esta molestia en la película Baile con el diablo (Mephisto waltz, 1971). Por cierto, Sergio Pitol escribió un relato estupendo titulado precisamente Vals de Mefisto, en el que la música es la trama, la prosa y el personaje. La película Baile con el diablo fue protagonizada por el excelente actor Alan Alda en el papel mefistofélico y por la también excelente actriz Jacqueline Bisset, la mujer más hermosa y atractiva que ojos refinados y de gusto exquisito hayan visto jamás, al menos desde que los lectores de literatura rusa recreamos la belleza de Bela, “la muchacha preciosa, alta, fina, de ojos negros como de cabra montés que se le metían a uno en los ojos” de Mijaíl Lérmontov (Un héroe de nuestro tiempo) o la hermosa y poética Olenka de Antón Chéjov (Un drama de caza), traducida –¿por quién si no?– por Pitol.
(Valiéndome de una falsificación, tuve la suerte de conocer a Jacqueline Bisset en Cuernavaca (¿1984?), en un descanso durante la filmación de Bajo el volcán. La entrevisté durante una hora, a la vista de unos framboyanes altaneros pero hermosos. La credencial era falsa pero Jacqueline Bisset era una verdad absoluta; además, la prescripción corrió a mi favor y, por otro lado, cualquier juez me habría absuelto al enterarse, no sin envidia, de la finalidad estética de mi triquiñuela. Bisset empezaba a sonreír apretando un poco sus delgados labios; esa era la señal de adviento; luego, así como brota al sol una gladiola, la sonrisa se abría paso lentamente sobre su rostro perfecto; sus cejas ligeramente enarcadas y su aroma a yerbabuena fresca, deslizaba su mirada azul de arriba abajo, así como un trago de buen whisky resbala por la cascada de piedrillas nerviosas y frágiles de la frente).
En la película Baile con el diablo, en un despertar de ambos actores en un hotel mexicano (creo que de Monterrey), a Alan Alda le brota el demonio que lleva dentro al escuchar el tañido generalizado de las campanas de todos los templos de esa ciudad norteña. Casi se vuelve loco. Si la escena se hubiera rodado en Querétaro, creo que Alda no se habría vuelto loco: simplemente habría caído fulminado por el tañer desgarbado y eterno de los campanarios echados al vuelo de nuestra ciudad.
4
En el relato Caoba de Borís Pilniak (¿hace falta decir quién es el traductor?) se narra un hecho que, leído a la distancia de tiempo y lugar, es una pesadilla. Una ciudad rusa vivía inmersa en un silencio inmóvil e impenetrable; dos veces al día soltaba un alarido de tedio con las sirenas de sus barcos y el tañido de sus antiguas campanas. Pero en 1928 las campanas fueron decomisadas y entregadas a un trust metalúrgico. Fueron retiradas de los campanarios por medio de poleas, palos y cables, y luego caían al suelo, cantando un lamento secular y soñoliento, un llanto que invadía la ciudad dormida. Cuando las campanas comenzaron sus lamentaciones en las calles reinaba un oscuro silencio, pero al caer cada campana el rugido todo lo ensordecía; incluso el viento escondía sus murmullos fantasmales. Cuando la ciudad despertó, la gente lloró al recordar el lamento de las campanas. Las más grandes y pesadas producían al caer un estruendo como el de un disparo de cañón; se estremecían los vidrios y los nervios; las ventanas vibraban, crujía la madera de caoba y hasta las tinieblas chirriaban de espanto.
Un personaje del relato de Pilniak argumenta que el alimento de la civilización es la memoria: “¿Se imagina las escenas que podrían producirse si por la mañana los hombres descubrieran que habían perdido la memoria y que les quedaban el instinto y la razón pero no la memoria?”
El tañido de las campanas es una forma de respirar la antigüedad. La variedad de sus sonidos son los visados para entrar en los caminos del bosque de los recuerdos. Así es la vida: en la medida en que el tiempo te va arrancando en jirones la juventud, la memoria se va perdiendo y en su lugar aparecen los recuerdos. En la ciudad rusa donde en 1928 morían las campanas, moría también un pedazo de sonido, que es tiempo, moldeado durante cientos de años.
El opaco sonido de las campanas de nuestra ciudad también es una caída en el pavimento; nadie escucha sus lamentos. Los campanarios siguen ahí, como cuevas misteriosas que sólo unos pocos han visto. Ya no hay campaneros como los de antes: hubo un tiempo en que ser campanero no era un privilegio cualquiera; era una actividad artística. Se necesitaba, además de fuerza, un sentido musical que sólo les ha sido dado a los grandes directores de orquesta.
5
En el barrio, en una de las esquinas de Arteaga y Nicolás Campa, vivía el campanero de Santa Rosa de Viterbo. El padre Garza dirigía el colegio Salesiano. Después del padre Garza ya nada fue igual: su sucesor, el padre Aznar, cometió el pecadillo de huir con la dueña de la librería María Auxiliadora, pero su pecado mortal fue que despidió, por no sé qué intrigas del sacristán, al campanero, y en el barrio se oyó el lamento quejumbroso de las campanas al caer en el pequeño atrio.
El hijo del campanero, de nuestra edad, era la envidia del barrio: los domingos acompañaba a su padre al templo y subía con él al campanario. Su ilusión era ocupar algún día el puesto de su padre. Lo repetía seguido: “Cuando sea grande, voy a ser el campanero de Santa Rosa de Viterbo”.
Con el hijo del campanero íbamos al Cerro de las Campanas a repicar las peñas huecas que guardaban para sí el testimonio del fusilamiento de Maximiliano, Miramón y Mejía cien años atrás, pero guardaban con más celo los secretos eróticos de miles de parejas que durante cientos de años ahí mullían su amor. Con varillas o fierros oxidados golpeábamos suave o bruscamente las rocas amontonadas. El hijo del campanero sublimaba los sonidos, pero lo hacía con dos piedras que seleccionaba según criterios que nunca rebelaba. “Escuchen”, decía: armonía, ritmo, melodía.
El hijo del campanero era un verdadero director de orquesta y era capaz de extraer de una piedra la escala cromática, del Do-4 al Do-5, con nítida claridad de los semitonos. Juraría que una vez arrancó de una roca, cubriendo unas partes de ella con tres piedras macizas, el sonido fermata que Paganini se negaba a enseñar. El hijo del campanero se llamaba Fabián; le decíamos de cariño Jaboncito, por aquello del jabón FAB. Fabián estudiaba música con el padre Conejo, pero abandonó la escuela el día que su padre fue cesado como campanero de Santa Rosa de Viterbo.
El hijo del campanero lo sabía todo. Vivía la vida a pasos agigantados. Era el primero en todo, sobre todo en el conocimiento de la música de la naturaleza. Sólo él trepaba a la cumbre de los árboles más altos y desde ahí gritaba no sé qué reclamos al cielo. Era el único que se atrevía a entrar al cuévano más profundo, ubicado unos metros abajo de la capillita que el imperio de Kakania edificó en memoria de Maximiliano. Todo en él era deprisa: dejó la escuela, murió su ilusión de llegar a ser el campanero de Santa Rosa, abandonó el barrio, se adentró en las tinieblas del alcohol. Murió en un pleito de cantina, acuchillado. Apenas tenía quince años. Por esos días la maquinaria pesada invadió el Cerro y destruyó salvajemente las campanas rocosas. También por esos días murió nuestra infancia.

martes, 17 de agosto de 2010

El espectáculo del olvido

1
El primero de los deberes cívicos de una sociedad democrática es con la memoria. El olvido es el malestar menos estudiado de la cultura mexicana de nuestro tiempo. Paul Ricoeur (La memoria, la historia, el olvido) explica su preocupación pública ante el espectáculo de conmemoraciones, abusos de la memoria (y del olvido) que hay en el mundo. Las celebraciones del Bicentenario del inicio de la Guerra de Independencia y del Centenario del inicio de la Revolución son el espectáculo del olvido mexicano. Los festejos se han comprimido en una frase publicitaria: “Bicentenario y Centenario”, como si se tratara de una moneda de oro de dos caras que se pone a la venta. Dos grandes sucesos de nuestra historia, distanciados cien años uno del otro, van empaquetados en una oferta de dos en uno por el mismo precio. ¿Por qué van juntos en una sola exhibición? ¿Qué recordamos cuando se conmemoran a un tiempo dos acontecimientos distanciados cien años? ¿Por qué no separarlos, distinguirlos, situarlos en su propio contexto, en su propia lógica, en sus respectivos ideales, circunstancias y pasiones?
Las conmemoraciones mexicanas son, en efecto, abusivas; sus efectos son más dañinos que los de cualquier otro abuso: oscurecen, obnubilan, empañan, anulan la memoria. Las conmemoraciones del Bicentenario y del Centenario abonan a la desmemoria. Los excesos de festividad oficial han borrado del mapa de la reflexión pública la obligación cívica de la memoria; los decibeles que producen los cohetones y los fuegos artificiales entontecen la necesidad de mirarnos en los espejos de doscientos años de historia propia; los mamotretos conmemorativos que están publicando los gobiernos, las universidades y los institutos de investigación son, a juzgar por su peso, tan lapidarios como el bronce y la cantera de las estatuas de los cientos de héroes que llenan todas las plazas del país; las marquesinas, los anuncios espectaculares, las carteleras celebratorias, los suplementos de los periódicos, los balbuceos de los historiadores en programas televisivos (los cortes comerciales no permiten sino balbuceos) no han logrado sino adelgazar la memoria, difuminarla, hacerla añicos, fragmentarla hasta convertirla en un polvo negruzco que nos impide mirar el rico trayecto de doscientos años de sucesos y edificaciones, de encuentros y desencuentros, de enfrentamientos y confrontaciones, de las muchas maneras con que nos hemos entendido y desentendido, de la inmensa variedad de modos como nos hemos conocido y reconocido. Las conmemoraciones del bicentenario y del centenario son quizá los peores abusos públicos que durante este 2010 nos han infringido el poder, los intelectuales y los paparazzi de la historia. Los organizadores de la fiesta no fueron capaces de mostrar el objetivo de construir “la idea de una política de la justa memoria” (Ricoeur) como el deber cívico más importante del 2010.
2
Nos invitan a conmemorar, no a rememorar. Conmemorar tiene un sentido eminentemente religioso, sobre todo en su acepción de “solemnizar el recuerdo”. Conmemorar en vez de rememorar es un viejo defecto nacional. El lenguaje religioso, los símbolos, los iconos, los ritos, el incienso, las ofrendas florales, los cantos, los rezos, los altares, las celebraciones, el amplio conjunto de formas solemnes y sacras de la religiosidad mexicana labrada durante más de trescientos años pasó a ser, como escribe David Brading (Mito y profecía en la historia de México), nuestra “religión cívica, provista de su propio panteón de santos, su calendario de fiestas y sus edificios cívicos adornados de estatuas”. ¿Acaso no alardeaban los discursos de los gobiernos del PRI de fe republicana, altar de la patria, panteón de los héroes (los santos laicos), veneración de los símbolos patrios, desfiles de peregrinos?
En la escuela aprendimos a conmemorar, no a rememorar. El proceso conmemorativo ha sido largo y festivo; proviene, en línea recta, del liberalismo sacro del siglo XIX; pasó por la fastuosidad de las fiestas porfirianas del Centenario de la Independencia en 1910, y llegó hasta nosotros radicalizado por la ideología revolucionaria y por un nacionalismo patriotero que justificó, en nombre de la justicia social, los peores atropellos a la razón democrática y el retraso de la reconciliación histórica.
La conmemoración irreflexiva en la que fuimos formados en la escuela nos dio una fe cívica, no el examen de una experiencia histórica ni el ejercicio de una razón política. Se nos enseñó a creer, no a pensar: fe en la Patria, en los héroes, en el Señor Presidente, en las Instituciones Nacionales; y también se nos enseñó a odiar: a los traidores, a los infieles, a los enemigos de México, a los reaccionarios, a los diferentes. . . Es exagerado decir que fuimos educados para el fanatismo, pero no lo es decir que el abuso de las conmemoraciones abonó el camino del rencor y luego el del olvido. Padecemos el abuso de la memoria pero más padecemos el abuso de la desmemoria. En la escuela nos predicaron la devoción patriótica, no la rememoración de acontecimientos, la explicación significativa de hechos, guerras, personajes, ensayos constitucionales y políticos, certezas culturales, agravios y desagravios sociales, edificaciones liberales y democráticas. La historia fue objeto de conmemoración y los héroes de la Patria fueron objetos de culto y devoción; petrificados en pedestales, a nuestros personajes históricos les cercenaron sentimientos, emociones, razones, circunstancias: fueron silenciados a perpetuidad, deshumanizados por una fe histórica que santificó a unos y condenó a otros. La división que nos produjo la interpretación bipolar de nuestra historia se mantiene hasta nuestros días como un muro descarapelado y enmohecido pero macizo y macilento.
3
Rememorar es la búsqueda del pasado que nos habita, el pasado que nos lastima y nos divide, el pasado que es necesario traer al presente porque nos es útil para conocernos y reconocernos. Rememorar es una afección en el sentido clásico, pero es también un esfuerzo de memoria, la edificación racional de los recuerdos. Si, como decía Platón, la memoria es la presencia de lo que está ausente, el esfuerzo de memoria es una tarea caracterizada por la tensión y la relajación. La imaginación histórica –una virtud del historiador– nos permite conciliar esfuerzo y complacencia, dolor y gratificación, sentimiento y razón.
De nuestra historia tenemos imágenes, no imaginación. Las imágenes son figuras pétreas que representan lo que no fue o lo que no fue como nos dicen que fue. Rememorar es, en todo caso, dar razón del pasado, mirarnos en sus muchos espejos, reconciliarnos con lo que ellos reflejan. Y dar razón del pasado no es concebir la historia como una abstracción de sucesos aislados y desencarnados, desprovista de hilos nos ayuden a desmadejar la complejidad de hechos y personas, sino –escribe Enrique Krauze en La presencia del pasado– como una fuerza que “tiene caras, sentimientos, pasiones, ideas y creencias”.
La memoria es memoria del pasado. Pero el esfuerzo memorioso no es un oficio de anticuarios o nostálgicos; su creatividad consiste en aspirar a mirarnos en el pasado con la afección que nos produce el sufrimiento de los que se enfrentaron y la gratitud que debemos a miles o millones de héroes anónimos que construyeron la mejor de las sociedades posibles, con defectos innegables y virtudes evidentes. Pero esto requiere un esfuerzo que convierta la memoria en un hábito cívico. Escribe Ricoeur que el recuerdo ya no consiste en evocar el pasado, sino en efectuar saberes aprendidos, ordenados en un espacio mental: “Pero esta memoria-hábito es una memoria ejercitada, cultivada, elaborada, esculpida”.
4
Lo primero que debemos recordar es que hemos olvidado. Recordar el olvido es quizá una de las tareas que debió estar en el centro de las conmemoraciones. El Bicentenario de la Independencia se conmemora en todo el país, en cada rincón, a todas horas, en cada acto oficial, en multitud de hechos y motivos: nombres de calles, grandes avenidas, puentes y circuitos viales, presas, parques, espectáculos, carreras pedestres o ciclistas, partidos de futbol, conciertos, iconografías voluminosas y pesadas como lápidas que son abandonadas en las habitaciones de los hoteles, discursos, pirotecnia, pura memoria artificial. Se repite como estribillo de lotería de pueblo que estamos en el año del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución, sin diferencia alguna entre un suceso y otro, ni siquiera la temporal, la de cien años de distancia entre esos momentos, como si ambos acontecimientos fueran una sola cosa. Las evaluaciones escolares en conocimiento de nuestro pasado ofrecen resultados que serían risibles si no se tratara de la memoria histórica. La confusión espacio-temporal es una catástrofe cultural de grandes dimensiones.
5
La rememoración lleva implícita la idea de “concertación”. Habría que empezar por denunciar los usos peyorativos que tiene en México ese vocablo y las perversiones que el fanatismo histórico y la intolerancia política han hecho de esta palabra cuya genealogía nada tiene que ver con la descalificación. Concertar proviene del latín concertare: combatir, debatir, discutir; se deriva de certare, luchar; su paso a las lenguas romances devino en acordar, pactar, componer, poner de acuerdo. . . La combinación semántica de la palabra resulta en un debate que tiene como objetivo llegar a un acuerdo. Su significado y uso como “acordar” y “acuerdo” se extienden sin dificultad semántica a recordar y recuerdo. La concertación refleja dos usos históricos que pertenecen al ámbito de la razón: recordar que hemos olvidado y debatir para llegar a un acuerdo.

Simulacros

1
Un grupo de niñas de una ciudad fronteriza se dispone a jugar. De momento no saben a qué. Se sientan en círculo y se miran. Han jugado antes a tantos juegos que esperan un juego distinto, nuevo. Una niña de ocho años resuelve la expectación del grupo y propone: “Vamos a jugar a que vivíamos en una época en que no había violencia”.
Los padres de esas niñas conocieron, cuando fueron niños, la violencia por televisión. Esos padres nacieron entre 1970 y 1985. Cri cri ya era obsoleto y todavía más arcaicos eran los cuentos de hadas, los príncipes encantados, las brujas malvadas, los duendes de los bosques, las historias de fantasmas y aparecidos. La violencia televisiva escandalizó a los moralistas de ese tiempo: curas, profesores, padres de familia, agrupaciones católicas, intelectuales, académicos.
Es un despropósito deducir la violencia actual de la violencia televisiva o de los juegos de maquinitas donde niños y adolescentes manipulan con sorprendente maestría las masacres espantosas que libran monos todavía más espantosos. La deducción es falsa porque esos padres, cuando fueron niños, no confundían la fantasía con la realidad. La confusión, en ellos y en todos, sólo llega cuando se hacen adolescentes, jóvenes, adultos, padres.
Los niños juegan, saben que juegan y saben a qué juegan; sólo los adultos confundimos el juego con la realidad y la realidad con el juego.
2
Una de esas tardes de julio cuando el sol coagula el aire, frente a unas jacarandas perezosas de la colonia Niños Héroes, un grupo de adolescentes juega al secuestro. Tres de ellos, enmascarados como policías, soldados, sicarios o revolucionarios, simulan un secuestro, el de una muchacha de no más de quince años. Ella actúa como si nada; va en su auto, circula relajadamente. Los secuestradores se interponen; dos de ellos descienden con pistolas de juguete, amenazan a la muchacha, la bajan del vehículo, le tapan la boca y los ojos y la fuerzan a subir a la camioneta. Luego viene el arrancón chirriante. Apenas fueron unos segundos. La representación bien pudo ser filmada sin cortes. Los adolescentes que permanecen en la ancha banqueta del camellón aplauden la actuación. Son adolescentes de clase media, jovencitos que también quieren un juego distinto, nuevo.
De los ejemplos de las niñas que juegan a que vivían en una época en que no había violencia y el de los adolescentes que juegan al secuestro no se pueden sacar conclusiones inequívocas. Y, sin embargo, esos hechos significan algo; los especialistas (psicólogos, sociólogos, antropólogos, educadores) nos pueden decir algo más de lo que se ve a primera vista.
En un artículo reciente Soledad Loaeza escribe que “el narco y la violencia se han apoderado también de nuestra imaginación”. En los medios masivos no se habla de otra cosa. Los narcotraficantes se disputan calles, poblados y regiones; imponen su agenda al gobierno y a los medios masivos; definen el contenido de las charlas entre amigos y, peor aún, se están apoderando de la imaginación de niños y jóvenes.
Sin embargo, las niñas de la ciudad fronteriza que juegan a que vivían en una época en que no había violencia juegan a la esperanza, mientras que los adolescentes de la colonia Niños Héroes que juegan al secuestro recogen las briznas de la desesperanza.
3
A pesar su genealogía vergonzante, la denominación “colonia” dada a los asentamientos que se ubicaron fuera del casco antiguo de la ciudad (dividido en dos: el centro y los barrios), las colonias cumplieron una función social de gran importancia: fueron, ya en la década de 1970, una soplo de aire fresco que la ciudad respiró por primera vez en su centenaria historia. Antes de las colonias y los fraccionamientos, la ciudad era lo más parecido a la ciudad que padeció Thomas Bernhard en su infancia y adolescencia: una ciudad de fachadas. La nuestra era toda ella una fachada; sus fundamentos eran la discriminación y la hipocresía moral; los enormes y gruesos muros de las casonas de las principales calles del primer cuadro eran pura portada en el sentido dado por Bernhard. Si se traspasaba el recibidor de mosaico rojo reluciente y su hilera de helechos y petunias, en sus interiores se respiraba el hedor moralizante, la paternidad autoritaria y los bacines repletos.
El primer cuadro de la ciudad era una cara infranqueable; dentro se escondían secretos inconfesables: el loco arrumbado en el último cuarto, la hija embarazada en su cárcel de seda y silencio (llegado el momento, era llevada con unas monjas de Celaya para dar a luz. Había en la ciudad traficantes de recién nacidos que “negociaban” con matrimonios extranjeros al bebé indeseado), las criadas tallando a rodilla pelona los ladrillos colorados, el catolicismo chambón y de conveniencia, la mentira, el abolengo enmohecido.
La tentación suicida demuestra que en esas casonas había también una “habitación de zapatos” como en el internado de Bernhard: se sufría la perfidia de padres altaneros que, como el padre de Kafka, se envanecían ante sus hijos de los esfuerzos y sacrificios de su infancia, proclamaban lo bien que ahora vivían los jóvenes y recelaban de las modas juveniles, que en la década de 1960 eran el rock and roll y la duda.
Conocí a muchos de esos niños y adolescentes de 1960. Unos se rebelaron, se fueron lejos; otros se hicieron drogadictos y se fueron aún más lejos; la mayoría estudió lo que no quería y algunos se volvieron locos y fueron llevados al manicomio. Con los años regresaron: sonreían como idiotas, saludaban mecánicamente, la dicción les fue afilada con una lima dentada que raspó sus aguerridos cerebros. La rebeldía de los jóvenes de la ciudad-fachada fue decapitada.
La ciudad ha cambiado: ha sido encubierta con pintura firme, se encalaron los gruesos muros, se pulieron las canteras, se vaciaron los orinales. Pero las fachadas no cantan: esconden secretos, silencian martirios, refulgen sombras de crueldad sobre niños lastimados de por vida.
Desde Agapito Pozo (1943) la ciudad ha sido gobernada trinitariamente: el gobernador político, el gobernador eclesiástico y el gobernador económico. Han coexistido pacíficamente durante casi setenta años. En la sede del obispado compartían el pan, la sal y las indulgencias. A veces las fiestas eran de carrera larga. Los taxistas maloras llamaban al edificio episcopal el “Obispedo”. No se puede entender la historia de la ciudad sin estudiar a fondo la división de poderes que en los hechos ha funcionado como máquina de reloj durante siete décadas. Gracias al gobierno trinitario la ciudad ha gozado, como dicen los discursos, de tranquilidad pública y paz social. Actualmente el gobernador económico ya no se deposita en una sola persona, y este hecho ha modificado lo que los académicos llaman “correlación de fuerzas”. Los valores democráticos no han podido derruir el muro del sistema trinitario de gobierno.
4
Pero ¿cuándo se tiene conciencia de que un juego es un juego y cuándo se confunden juego y realidad?
Chesterton decía que había que estirar la niñez. Es penoso que los padres modernos, irreflexivos, se dejen convencer por las chácharas psicológicas que hoy se venden en el mercado educativo como tacos al pastor. Tratan a los niños como adultos y a los adultos como niños. La escuela se ha convertido en una gran bodega: de bebés van a la guardería, antes de los cuatro años van al maternal, luego al kínder y en adelante la escuela es una guardería de adolescentes y adultos. Los padres no tienen alternativa: hay que trabajar, realizarse, tener vida propia, “empoderarse”. Pero el mal menor a veces es un mal del tamaño de una montaña inabarcable.
Los niños no confunden el juego con la realidad. La confusión empieza cuando la niñez es metida en una caja de archivo muerto. La imaginación se debilita y las canciones de Cri cri se vuelven bobas. Habría que explicar a los niños palabras como “barro”, “sopa de quelites”, “cruja”, “alfarero”, “y ni ánimas”, “puras habas” y otras. Creo que Chesterton se habría carcajeado al escuchar el intercambio de insultos entre el comal y la olla. Ningún niño de la época de Cri cri se engañaba; su imaginación era más real que muchas enseñanzas escolares. Un niño, dice, entiende la naturaleza del arte mucho antes de que entienda la naturaleza del razonamiento. Es cierto, la estética es anterior a la ética, a la política y a la ciencia.
5
Las niñas que juegan a que vivían en una época en que no había violencia saben su juego: no se engañan pero no se desengañan. El secuestro simulado también es un juego y la ruleta rusa también lo es.
La niñez se ha comprimido; los padres y la sociedad plantean exigencias absurdas en las que casi todos caen: preparan a sus bebés para el futuro. Y en nombre de tan honorable coartada, cercenan las maravillas del presente, el tiempo de la niñez, el bendito espacio donde se puede ser completamente feliz, sin artificios ni respingos. Nunca he entendido los castigos a los niños. Detesto que se diga que es por su bien. Esos padres son, como decía el desgraciado Thomas Bernhard, vulgares procreadores.
Las niñas de la ciudad fronteriza que juegan a que vivían en una época en que no había violencia tienen una imaginación tan real como los cuentos de hadas, duendes, elefantes que vuelan y el pleito de dignidades ofendidas entre el comal y la olla.
El niño sólo pretende hacer entrar su cabecita en el cielo y el adulto pretende hacer entrar el cielo en su cabeza, hasta que le explota. Chesterton afirmaba que a los seis años era más sabio que a los veinte. Pero agregó: “Dios no permita que esto me sirva de base para una teoría pedagógica”.

Gracia plena

El mayor acontecimiento intelectual de un ser humano ocurre cuando aprende a leer. Sabemos cuándo nacemos porque nos fiamos del acta de nacimiento. Los que nacimos durante la época de las grandes migraciones del campo a la ciudad tenemos más de una inscripción natalicia, constancias que no siempre coinciden. ¡Benditos aquellos que pueden confiar plenamente en su acta de nacimiento y dar santo y seña del minuto, la hora, el día, el mes y el año en que tuvieron el privilegio de nacer, tal vez sin merecerlo!
La fecha de nacimiento es el primer acto de fe. En la niñez lo sabemos por nuestros padres y les creemos, con acta de nacimiento y sin ella. La gente del campo (abuelos y bisabuelos) no sabía cuándo había nacido. Aunque el Registro Civil se instituyó durante la Reforma Liberal de mediados del siglo XIX, la tardanza de su puesta en práctica brincó la ralla que separaba dos centurias, no se diga entre la población rural, ampliamente mayoritaria, que habitaba el inmenso territorio mexicano.
Una vez le pregunté a mi abuela su fecha de nacimiento. No la sabía ni se la habían dicho nunca sus padres. Sin embargo, recordaba que tenía ocho años cuando pasó el ferrocarril.
El escritor hindú-trinitario-inglés V. S. Naipaul (Premio Nobel de Literatura 2001) escribe en Leer y escribir (cita a un personaje de Stendhal que no tenía recuerdos), que él mismo recuerda que no tenía recuerdos: no poseía referencias de sus antepasados más allá de cincuenta años, en la lejana y misteriosa India.
Algo similar nos ocurrió a millones de mexicanos que nos tocó nacer en una época migratoria: conocimos, claro, a nuestros padres; de nuestros abuelos sólo sabíamos sus nombres (excepto la abuela materna, en mi caso, que sólo recordaba que tenía ocho años cuando pasó el ferrocarril). Somos suertudos los que no sabemos más allá de los propios padres, y poco, pues hablaban casi nada de la historia familiar, no por otra cosa sino porque la genealogía era irrelevante: el presente era el único tiempo; importaban la lluvia, el barbecho, la cosecha, el rastrojo, el arado. Es penoso que mucha gente de la ciudad se preocupe por investigar sus orígenes remotos; algunos indagan con la esperanza de encontrar en sus ancestros un hidalgo manchego de casa solariega y blasonada y heredad conyugal.
Ahora, con el desarrollo de la genética, hay empresas cuyo negocio es construir el árbol genealógico de una familia. En las ciudades del centro esas empresas son muy solicitadas, no así en ciudades de la costa, del sur o del norte del país. Un costeño de Veracruz compadecía a esas familias que compran una historia de blasones y prosapias; decía –parafraseó a Borges sin saber quién era Borges– que a él no le gustaría enterarse de que es nieto de su abuela y del compadre de su abuelo.
Nacer sin la conciencia de unos antepasados es una suerte que no todos tienen. Supongo que hemos sido favorecidos al poder disfrutar de una vida libre de mitos domésticos, de facinerosos tornados en héroes, de matrimonios incestuosos. Lo cual no significa que no tengamos raíces culturales tan hondas como las de cualquiera. En la tradición de Aristóteles, la memoria es un hábito, un ejercicio, un cultivo, una victoria fabulosa contra el olvido; los libros que leemos esculpen la procedencia, nos acercan a la común pertenencia humana. Compete a la historia deshacer los mitos de la memoria artificial, incluidas las trampas heráldicas.
Casi nadie recuerda el momento en que aprendió a hablar, pero aprender a leer es un recuerdo fundamental que no se rememora ni se conmemora. No he oído una charla donde los participantes platiquen de ese momento cumbre. En casa, entre padres e hijos o entre hermanos, es raro que se recuerde el momento y circunstancias en que cada uno aprendió a leer. No parece que sea una remembranza digna, quizá porque aprender a leer fue para muchos una tarea engorrosa. Aprender a leer es, no obstante, el más sublime de los acontecimientos intelectuales, como que de ese aprendizaje ha dependido la anchura o estrechez del universo.
Creo que se podría escribir un libro inmenso e interesante sobre las circunstancias que rodearon el momento en que cada quien aprendió a leer, con sus balbuceos y deletreos, con los misterios que rodean ese proceso.
Cada quien podría fijar, no sin arbitrariedad, una fecha exacta de su nacimiento a las primeras letras. Junto al cumpleaños y al santo, el día que aprendimos a leer sería una fecha memorable y festejable: “Te invito a la fiesta de mi segundo nacimiento”, podría ser la frase de cortesía con la que se anunciara el festejo del mejor momento intelectual de nuestra existencia. El anecdotario sería extenso y entretenido. El brindis de honor sería un acto de gracia plena: agradecer a la vida por haber tenido el privilegio de haber aprendido a leer, quizá sin merecerlo.
Dice Joseph Brodsky que la conciencia humana empieza cuando se dice la primera mentira. Tiene razón el poeta y él recuerda nítidamente la primera que dijo; pero no todos recordamos el nacimiento de nuestra conciencia moral. Algunos dijimos tantas mentiras que no podríamos saber, siquiera con mediana precisión, cuál fue la primera. Sin embargo, he conocido a algunos que no tienen las manchitas de la selenosis; tienden a decir la verdad o al menos sufren cada vez que se ven forzados por las circunstancias a fingir, simular, mentir. No obstante, mentir fue para muchos la única defensa disponible frente a la hostilidad del medio.
Un compañero de la licenciatura acabó tan asqueado de los libros que juró solemnemente por “mi santa madrecita de Guadalupe” que nunca más en su vida abriría un libro. Luego del último examen, se fue al monte e hizo una pira con los tratados y textos acumulados durante cinco años. Su sinceridad no es ni mucho menos digna de alabanza, sino lo contrario, pues nada le hubiera costado regalar a un estudiante pobre su pila de libros. Extrañezas de la vida: tres décadas más tarde, ese compañero fue diputado federal por el PAN, miembro de la comisión de educación de la cámara de diputados. Merecía el cargo, pero no el privilegio de haber aprendido a leer.
Incluso quienes padecieron el aprendizaje de las primeras letras pueden, si hacen memoria, descubrir que, con todo, aprender a leer fue el momento que constituyó su entrada a la humanidad, como que gracias a ese aprendizaje, quizá sin merecerlo, disfrutan de una película leyendo los subtítulos y no se vuelven locos en un aeropuerto norteamericano, francés, portugués o italiano.
Ignoro absolutamente a qué se debe que aprender a leer haya transitado en tan poco de tiempo del placer al dolor y del entusiasmo a la pereza.
Hace unos días vino a casa un gran escritor mexicano y charlamos sobre el tema. Recordamos que nuestra generación aprendió a leer en los poemas de Gabriela Mistral y de Rubén Darío, y que las de hoy aprenden con “mi mamá me mima”, un enunciado sencillo que, sin embargo, tiene escasa correspondencia con la realidad, pues no se entiende que un niño lea “mi mamá me mima” mientras la madre le da un sopapo en la cabeza.
Aprender a leer con poemas bellos y sencillos me sigue pareciendo el método más práctico y divertido para entrar en el mundo de la lectura.
Aprender a leer es, además, el momento constitutivo de la libertad humana. Una verdad histórica incuestionable es que el analfabetismo y la ignorancia fueron cadenas de esclavitud, dependencia y sumisión. El llamado “analfabetismo funcional” (saber leer y no leer) es, casi en la misma medida que la esclavitud, causa de un encierro más áspero y desolador que el dolor que nos producen algunos libros.
La curiosidad es un virus; avanzada la infección, no hay antídoto que la revierta. Cuando un libro me gusta quiero saberlo todo: el espacio y el tiempo donde ocurren los hechos narrados, la vida del autor, su familia, sus amigos, los libros que leyó y todo cuanto tiene que ver con los personajes del relato. Mantengo el hábito (o maña, según mi madre) de apodar a las personas que conozco o a las que veo en la calle con los nombres de los personajes que me han impresionado. Me alegra que Gógol haya descubierto su estilo gracias al Quijote y que V. S. Naipaul decidiera ser escritor luego de leer El lazarillo de Tormes. Que la gran literatura española influyera en la gran literatura del mundo es una suerte que tenemos los mexicanos, quizá sin merecerla. Esa es nuestra verdadera genealogía. Si se tiene conciencia de que el Quijote es nuestro antepasado, no sé de un orgullo más noble y digno. Este orgullo consiste en darnos cuenta de que no hemos perdido la tristeza al comprobar cada día que en el mundo no hay justicia. Si alguien quiere descubrir su procedencia remota, lea el Quijote y hónrese de tan noble origen.
Al perrito de la casa, cada vez que brinca a una silla del comedor para sentarse con la familia y los amigos, le cambiamos su nombre de pila y lo insultamos con el apodo Shárik, el personaje principal de la novela de Mijaíl Bulgákov Corazón de perro, una obra que todos en casa hemos leído; además de compartir un pequeño lenguaje común, nos ha hecho reír, llorar, enojar, entristecer. Digno heredero de Cervantes, Bulgákov construye personajes trágicos de apariencia cómica. He contado a algunos amigos la historia de Corazón de perro y la tragedia de Bulgákov: el virus de la curiosidad quedó inoculado.
Hace unos días un gran amigo me comentó que quería volver a leer Vida y destino de Vasili Grossman. Le respondí que yo también. Descubrí en ese momento que no es lo mismo releer que volver a leer, pero no sabría decir por qué.
Una vez que en el grupo familiar o de amigos comentamos un libro que todos hemos leído, me quedo con la certeza de que somos merecedores del privilegio de haber aprendido a leer.

jueves, 5 de agosto de 2010

Dialéctica artificial

Parece, a juzgar por los discursos oficiales y los pronósticos de los especialistas, que la economía empieza a recuperarse. Lo que sea que eso signifique, los “estadistólogos” lo aseguran con esas pruebas ininteligibles que son los cuadros y las curvas. La realidad, sin embargo, es huidiza: no se deja atrapar fácilmente por los pronósticos cuadriculados; no los oye, ocupada como está en el farragoso sudor de ganarse la vida.
La recuperación se puede ver en las estadísticas, no todavía en los apuros de la gente que apenas gana lo indispensable ni entre los varios millones que no encuentran trabajo. La recuperación no sigue una línea discursiva única: algunos, los pesimistas, nos ofrecen un panorama menos alentador. La economía mexicana tiene puesta la mirada en Estados Unidos, economía de la que dependemos en un altísimo porcentaje. La geografía nos ata y la política económica nos esclaviza. No obstante la experiencia y el sentido común, la economía propia no ve el sol hace ya mucho tiempo; no dependemos de nosotros sino de otros; y si bien ya casi nadie en el mundo depende para subsistir de sí mismo, de sus propias fuerzas productivas y de su propio mercado, una economía no goza de buena salud si sus remedios los importa en lugar de sembrarlos y cosecharlos.
La inversión extranjera es el dios de la política económica mexicana. La trilogía es inversión extranjera, crecimiento económico y creación de empleos, como antes se hablaba de ser más productivos, autosuficientes y ahorrativos. Se han sustituido los tres objetivos que estaban a nuestro alcance por tres ilusiones que no lo están. Vivimos entre vaivenes y no sabemos quiénes mueven la embarcación que nos marea.
Un cuento-ensayo de Isaiah Berlin nos puede ayudar a entender la dependencia casi absoluta de nuestra economía de lo que pase o deje de pasar en Estados Unidos:
Había una vez un hombre que aceptó un trabajo como camarero en un barco. Le explicaron que, para evitar romper platos cuando el barco se balanceaba a causa del mal tiempo, no debía caminar en línea recta, sino desplazarse en zig-zag: eso era lo que hacían los marineros expertos. El hombre dijo que lo entendía. Como era de esperar, llegó el primer día de mala mar, el camarero perdió el equilibrio y enseguida se oyó el estrépito de los platos haciéndose añicos contra el suelo. Le preguntaron entonces por qué no había seguido las instrucciones. “Lo he hecho –aseguró–. He hecho lo que me dijeron. Pero cuando yo hacía zig el barco hacía zag y cuando yo hacía zag el barco hacía zig”.
El cuento-ensayo de Berlin se refería a política estalinista en la URSS. La habilidad de coordinar con cuidado los movimientos en el vaivén dialéctico del Partido –un conocimiento semiinstintivo del instante preciso en que el zig se convierte en zag– era el arte más preciado que un ciudadano soviético podía dominar. La carencia de esa pericia, que ni siquiera el mayor de los conocimientos teóricos del sistema podía compensar, demostró ser la perdición de algunos de los partidarios más capaces, útiles y, en los primeros tiempos, fanáticamente devotos y menos corruptos del régimen. Explica Berlin que la política soviética se basaba, al menos en su parte medular, en la vieja teoría de las fases alternas: distinguir montañas y valles era el principio de sabiduría política que los dirigentes debían conocer si querían permanecer en el cargo. Era el juego del zig-zag.
En México el zig-zag tiene raíces antiguas y profundas. La llevamos en la sangre. Estamos incapacitados para ser razonablemente libres, para ser nosotros mismos, para tomar lo mejor del mundo y no lo peor, para esperar una señal del cielo y ponernos en acción. En tiempos recientes el zig-zag fue conocido como la teoría de los péndulos históricos: el barco se mueve a la derecha, luego al centro, luego a la izquierda, y otra vez al centro y a la centro y a la izquierda. El bamboleo es divertido pero marea. La creencia de que la política se mueve pendularmente es una forma marítima de dar nombre a nuestro determinismo histórico.
También se le conoció con el mote de La línea. La línea oficial era uno de los misterios de la política mexicana. Unos cuantos políticos aprendieron a intuir ese misterio y la vida los compensó con generosidad desmesurada, pues siendo absolutamente incapaces para gobernar, no obstante nos gobernaron, con consecuencias funestas para el país.
No es casual que en México la política fuera instintiva, intuitiva e instantánea; entrar a la política implicaba aprender a comportarse como un primitivo ilustrado; era escasamente racional, poco razonable y nada democrática. Si lo decimos en el lenguaje académico de la actualidad, sólo unos pocos sabían “leer” los mensajes cifrados del gran poder, que no era otro que el del presidente de México, a quien, entre muchos otros epítetos gloriosos, se le daba el nombre de “Jefe de las instituciones nacionales”, una variante tropical de El Benefactor de Zamiatin y del Gran Hermano de Orwell. El Señor Presidente era la Nación misma; era el partido, la federación, el agua, la tierra, el viento, el sol y las estrellas; era la economía, la cultura, la historia y todo lo que de manera adyacente o subyacente le correspondiera por derecho teológico-revolucionario.
Creo que a diez años de la alternancia en el poder presidencial no hemos apreciado en todo lo que vale el hecho de que el presidente de la república no sea ya el dueño del destino de los mexicanos. La cultura autoritaria tiene raíces hondas, está en la política y en la conciencia de una ciudadanía poco ilustrada y nada participativa.
Se murió el perro pero no se erradicó la rabia.
Sin embargo, en una década el federalismo ha adquirido cierta realidad. No lo fue durante ciento setenta y seis años, de la primera república federal de 1824 al año 2000. En pocos años la CONAGO (Conferencia Nacional de Gobernadores) ha sumado más logros que esos ciento setenta y seis años de discursos federalistas y reuniones republicanas.
Pero la rabia autoritaria se desperdigó por todo el país, en los gobiernos de las entidades federativas y en los ayuntamientos.
La rabia autoritaria no es un mal que pertenezca en exclusiva a la clase política, empresarial o clerical. Nos pertenece a todos y todos le pertenecemos. Consiste en esperar que otros nos indiquen el camino.
Donde no hay variedad es en la línea económica. La línea es la inversión extranjera directa, los grandes negocios y las grandes empresas. La rabia zigzagueante se ha apoderado de la inversión pública y privada y no la decidimos nosotros ateniéndonos a lo que somos y tenemos, sino a lo que no somos ni tenemos.
He escuchado a cinco o seis gobernadores decir que sus estados son líderes en la generación de empleos. Lo que no se informa es el alto costo de los empleos creados, los escasos beneficios empresariales y comerciales que esos empleos producen, la proporción entre capital-salarios-calidad de vida, los daños económicos, ambientales, urbanos y sociales causados por el crecimiento económico y la forma como se distribuye ese crecimiento.
Gabriel Zaid precisa sus críticas y nos ayuda a reflexionar. Resumo:
1. Las grandes empresas no son las más productivas. Su mayor capacidad de producción, su tecnología, la velocidad que alcanzan algunos de sus procesos, sus imponentes edificios, su presencia destacada en las ceremonias, la prensa y la televisión son visibles y dominan el panorama. Todo lo cual oculta que sus inversiones no son tan productivas como las inversiones de las microempresas.
2. Las grandes empresas producen menos que las pequeñas en proporción a lo que invierten. Está documentado en las tablas de los censos económicos que presentan la producción por rangos de tamaño de los establecimientos (número de personas ocupadas).
3. Este hecho irrefutable no es un hecho pequeño. Debería tener consecuencias en la política económica. Si todos los proyectos de inversión del país se jerarquizaran según su productividad, es obvio que el ahorro interno y externo para la inversión debería orientarse a donde produce más, no a donde produce menos. Pero se concentra donde produce menos: en los grandes proyectos nacionales y trasnacionales, privados y públicos.
4. La política de inversiones privadas puede coincidir o no con lo deseable en términos de política social. Pero lo práctico es que cada empresa tome sus decisiones, jerarquice sus inversiones, arriesgue su capital y coseche el éxito o el fracaso, dentro del marco legal.
5. Tanto el Estado como el mercado han dado preferencia a los proyectos grandiosos, pero menos productivos. Por eso la economía requiere inversiones cada vez mayores para impulsar un crecimiento cada vez menos suficiente.
6. Las inversiones fueron más grandiosas que nunca, pero poco productivas. El capital que viene de los países ricos trae una tecnología y formas de operar diseñadas para un mundo en el que sobra capital (es barato y hasta se exporta), pero falta personal (es caro y hasta se importa). No es criticable que venga y reproduzca su modus operandi en un país donde la situación es la contraria. Lo criticable es suponer que de ahí va a venir el crecimiento y el empleo para toda la economía. Lo criticable es no ver la oportunidad de negocios, utilidades, crecimiento y empleo que hay en las microempresas a un costo de inversión sumamente bajo.
Extrañamente, los gobiernos siguen administrando una abundancia que sólo existe en su revuelta cabeza.

martes, 3 de agosto de 2010

Sombras de agua

“Lo mejor de todo es el agua”, dijo el poeta Píndaro hace dos mil quinientos años. Las palabras de Píndaro dan título a un relato breve del escritor turinés Primo Levi: un día un químico del siglo XX descubrió en el agua algo raro. La tocó, la probó: era fresca y límpida, no tenía sabor, emanaba el habitual y ligero olor palustre y, sin embargo, tenía algo raro. Daba la impresión de ser menos móvil, menos viva. Los pequeños saltos de agua no arrastraban burbujas de aire, la superficie estaba menos encrespada; incluso su sonido no parecía el mismo: era más sordo, como amortiguado. Descendió hasta el remanso y tiró una piedra: las ondas circulares eran lentas y perezosas y murieron antes de alcanzar la orilla. Llenó de esa agua una bolsa de plástico y se le llevó al laboratorio. Aquella agua era monstruosa: el agua era viscosa desde sus manantiales hasta sus confluencias, en ríos y arroyos. Las aguas resistían sin alterarse la destilación, la diálisis y el paso por columnas de absorción. Si se las sometía a electrólisis con recombinación de hidrógeno y de oxígeno se obtenía agua idéntica a la original. La viscosidad aumentaba cada día.
En pocos meses en las zonas contaminadas murieron todos o casi todos los árboles de tronco alto y medraban las hierbas silvestres y los arbustos. El hecho se atribuyó al difícil ascenso del agua viscosa por los vasos capilares de los troncos. En la ciudad la vida se desarrolló casi con normalidad durante algunos meses. Se observó una disminución del caudal en las tuberías de agua potable; además, las bañeras, lavabos y fregaderos tardaban más en vaciarse. Las lavadoras quedaron inutilizadas: se llenaban de espuma y los motores se quemaban.
En poco más de un año, al igual que el agua del mar, de los ríos y de las nubes, todos los humores de los cuerpos humanos se condensaron y se corrompieron. Los enfermos murieron y ahora todos estaban enfermos. Los corazones, bombas miserables proyectadas para el agua de otra época, se agotaron de la mañana a la noche para meter la sangre viscosa en la red de los vasos. La gente moría antes de los cuarenta años, de edema, de pura fatiga, fatiga de todas las horas, sin piedad y sin pausa, que pesa sobre las personas desde el nacimiento e impide todo movimiento rápido o prolongado.
La gente se volvió torpe. La comida y el agua debían esperar horas antes de integrarse en los cuerpos; los hizo inertes y pesados. El llanto ya no fue posible: el líquido lacrimal permaneció inútil en los ojos, no corría en lágrimas, sino que fluía como un suero que quitaba dignidad y alivio al llanto. La gente dejó de llorar y en los mares, por la pesada viscosidad de la nueva composición del agua, dejó de haber olas.
El relato de Primo Levi no es catastrófico y por no serlo no se vendió como otros libros escatológicos que se venden como bolillos recién horneados. En una carta a su editor fechada en enero de 1987 (tres meses antes de que el escritor se lanzara desde una altura de quince metros por el foso caracoleado de su departamento en un edificio de Turín para dar fe de la plena existencia de la muerte voluntaria) le expresó, en el último párrafo, que “el agua, aunque pueda estar contaminada, no será nunca viscosa, y todos los mares conservarán sus olas”.
Ya no se enteró Primo Levi del desastre de contaminación de las aguas del Golfo de México ni pudo contemplar la espesura de las aguas de ríos y mares de la primera década del siglo XXI.
La pesadilla de Levi no se ha convertido en realidad. Sin embargo, el juego de patitos ya no es posible, que consistía en lanzar una piedrilla en un pequeño lago y alegrarse al verla saltar tres o cuatro o cinco veces sobre el agua ligera. Tampoco se puede, como en la infancia dorada, beber agua de ese lago: bastaba con resoplar las briznas delgadas de la yerba seca y espantar con una mano el mosquerío para saciar la sed; menos se puede levantar la cabeza al cielo y abrir la boca para recibir el agua de la lluvia, pues ahora está muy difundido el peligro de lluvia ácida; ya no es aconsejable bañarse en el agua de un estanque, mojarse los pies en un riachuelo o nadar a contracorriente en un río enfurecido, por la muy sencilla razón de que ya no existen o porque su contaminación es peligrosa para la piel, para el estómago, para los ojos; y menos todavía es recomendable lanzarse en el vaivén de la ola de una playa concurrida debido a la abundancia de basura escatológica que se te estampa en la cara.
Julien Benda confiesa (Memorias de un intelectual) que le gustan las revanchas que el mundo inanimado se toma de vez en cuando con la especie humana. Cuando se enteró de que un iceberg había partido en dos el Titanic compadeció a las víctimas, pero experimentó cierta satisfacción desde el punto de vista filosófico. Exclamó sorprendido: “Jamás comprenderé que el hielo haya partido el acero”. Hallándose en Nueva Orleans, el regular en el siglo se enteró de que sus habitantes viven con el terror perpetuo de ser sumergidos por el Misisipi. Eso le produjo cierto placer. Con esto de dominar las cosas, pensó, el hombre se enloquece, se llena de orgullo. Es bueno que de vez en cuando le llamen al orden, al cosmos. Así culmina su reflexión acerca de la soberbia que experimentan los seres humanos cuando hacen alarde del dominio de la técnica sobre la paciente naturaleza.
El hecho es que todos nos vamos a inundar.
La paradoja es cruel: el agua pluvial es abundante y nos daña más que nunca, pero su escasez y su contaminación ponen en peligro la dignidad de la existencia y la existencia misma. Benda, que murió en 1956, ya no vio que el mar y el río devoraron Nueva Orleans en una tragedia memorable que ya casi se olvidó. En México, desde que el presidente José López Portillo (1976-1982) decidió la fusión de las secretarías de recursos hidráulicos y de agricultura, la infraestructura hidráulica y los recursos hídricos quedaron en manos de los demagogos, los de agricultura. Y desde entonces, como dice el verso del poeta, el buen manejo del agua y la eficiente administración de las cuencas y de la lluvia, “no han vuelto a echar el ancla”. Las inundaciones se han convertido en una calamidad cotidiana. Benda se quedó corto: el placer que sintió en Nueva Orleans se tornaría en horror al descubrir que la estupidez y la fragilidad humanas son mucho mayores de lo que él suponía, que la venganza de la naturaleza no es ocasional, probable, temporal, que ahora esa venganza se ha llenado de una nueva furia, constante y poderosa, y se ensaña contra la egolatría de los gobernantes y, sobre todo, contra millones de pobres. La pobreza es el escudo que tenemos ante la venganza de la naturaleza, pero es un escudo de papel de estraza; los daños de la furia del agua han igualado campos y ciudades, riqueza y pobreza: los que viven en los cerros se desploman y los que viven en las partes bajas se ahogan. Cada vez que contemplo las casas y los edificios montados en los cerros que cubren el valle de la ciudad, imagino, como Benda, el día en que toda esa soberbia se venga abajo con su fealdad arquitectónica, con su vista privilegiada, con sus lujos y desmesuras. El agua, que no hace mucho era retenida por surcos, árboles, piedras y hondonadas, ahora baja violentamente e inunda miles de casas y comercios, a pueblos enteros.
Son las sombras del agua.
En una novela de Herta Müller (La piel del zorro) una mujer se sienta y su sombra se queda de pie, libre de su doble. Las sombras del agua ya no le pertenecen a nadie: son libres, autónomas; son producidas por los torrentes lluviosos pero luego se independizan, actúan por su cuenta, destruyen todo cuanto se encuentra al paso, espesan calles y casas, contaminan ríos, lagos y suelos, desbordan su fuerza sobre poblados enteros, derriban puentes enormes, desertifican las tierras de cultivo, ahogan el ganado, arrastran árboles y piedras y los impactan contra las casuchas construidas por la justicia social, erosionan valles, parten carreteras. La lluvia se va, descansa, huye a donde nadie la puede ver, pero sus sombras permanecen vengando el abuso que les infringió la ingeniería de la estulticia.
Se dice repetidamente que los seres humanos, las sociedades, los gobiernos, no tenemos memoria o la tenemos muy corta. Eso es cierto. El viejo milenarismo religioso es el catastrofismo natural de nuestra época. Clamores en el desierto son el equilibrio, la razón, la esperanza. Hay cambios culturales que no deben posponerse demasiado, so pena de que la naturaleza nos voltee definitivamente la espalda. Si los actuales gobiernos del mundo son malos gobiernos es por su adanismo político: creen que el mundo ha empezado con ellos. Pero no mienten si, en el colmo de su soberbia, expresan: “Después de mí, el diluvio”, pero trepados en un barco bamboleante donde todos vamos mareados. Tenemos un deber con la memoria y no lo hemos cumplido. La memoria corta recuerda poco y por eso tiene poco sentido del futuro.
Benda se sorprendió de que el hielo partiera en dos el acero. Primo Levi escribe en su relato que el nivel de los grandes lagos aumenta rápidamente, que toda la Amazonia se está empantanando, que el Hudson supera y rompe los diques en todo su curso alto y que los ríos y los lagos de Alaska se coagulan en un hielo que ya no es frágil, sino elástico y tenaz, como el acero. El agua se ha vuelto pesada por sus nutrientes (basura, químicos, metales); se ha vuelto viscosa y ya ha entrado en el organismo humano. Entiendo ahora por qué los moralistas lamentan que las sociedades modernas se han metalizado.
No todo está perdido. Millones de voces se alzan en el mundo proponiendo soluciones sensatas. Sería muy triste que la viscosidad del agua exterminara el llanto redentor y que la espesura del vino no produjera efecto alguno ni en el alma ni en el cuerpo.